Finn se recuperaba.
El Día Uno le injertaron un meñique completamente nuevo, le arreglaron dos costillas medias. Le implantaron un remplazo para uno de los dientes frontales, reajustaron su nariz y le pusieron un soporte en la clavícula. Para el Día Dos ya habían empezado a sanar las lesiones del rostro. Los doctores redujeron los sedantes el Día Tres. El Día Cuatro, Finn se despertó de la bruma de analgésicos. Tenía lucidez y sus recuerdos se encontraban intactos. La enfermera Bettina, su cuidadora humana, fue remplazada por roboayuda: RN UrsulaBER-MV-MedC49. Los doctores le advirtieron a Finn que el único problema sería la clavícula. Los próximos dos días le dolería reírse, según le dijeron, pero él no creyó que hubiera probabilidad de hacerlo, por lo que esperaba recuperarse pronto.
Después de desayunar, Finn estuvo listo para recibir a Rouge, al Doctor Doctor Sriwanichpoom y al profesor Grossmann y llevar a cabo un análisis a posteriori. Los visitantes se sentaron alrededor de su cama con rostros de culpabilidad. Parecían mascotitas conscientes de que se habían orinado en una buena alfombra persa, y en espera del castigo.
El profesor Grossmann, con su típico traje de pana café y la corbata de cordón —el broche era un lobo de plata—, aclaró la garganta.
—No nos andemos por las ramas —dijo—, metimos la pata.
—Pero tenga por seguro —agregó el Doctor Doctor Sriwanichpoom— que lo compensaremos. ¿Tal vez con una semana más de vacaciones este año?
Finn se le quedó viendo. ¿Era patético o generoso? Era difícil saberlo.
—Naturalmente —continuó el profesor Grossmann—, sabemos que debe tener muchas preguntas. Así que dispare.
—¿Cuándo es el siguiente viaje? —preguntó Finn.
A él solo le interesaba volver a Eliana, a su Eliana. No tenía idea de lo que sucedería entre ellos cuando volviera a verla. Dadas las circunstancias, tal vez las cosas saldrían mal, pero por lo menos tenía que verla y expresarle sus sentimientos.
El profesor Grossmann estaba muy interesado en explicarle a Finn por qué había salido mal el viaje en el tiempo, pero él realmente no tenía ganas de escuchar nada acerca de universos paralelos. Después de la conmoción inicial de conocer a «Helena», era evidente que no había aterrizado en esta Tierra. Todo mundo sabía que las realidades alternas existían porque era algo que se enseñaba en las escuelas, pero la mayoría de la gente no pensaba mucho en ello. Dado que la teletransportación aún no se comercializaba y los viajes en el tiempo solo los realizaban algunos fiscuans temerarios, los universos paralelos no jugaban un papel importante en la vida de la gente, y eso incluía a historiadores, traductores paleográficos y, definitivamente, a soñadores y poetas.
Pero el profesor Grossmann insistió. Quería que Finn entendiera todas las dificultades involucradas. A través de su BC, le envió diagramas a color donde se mostraba de qué manera funcionaban los Sanitarios de la Ciudad como salidas o puentes entre la Tierra 226465 y la Tierra del cambio del milenio. En la cuadrícula cerebral de Finn bailaron esferas azules que representaban a la Tierra, complementadas con flechas que señalaban hacia abajo y/o arriba. En otro diagrama se mostraba a la Tierra Alpha separándose en sub-alphas y betas y sub-betas y así hacia abajo, hasta llegar a las sub-sub-omegas, y así continuaban hasta el infinito. Sobra decir que Finn no entendió nada.
—Algunos de esos mundos tienen un vínculo histórico muy sólido con nuestra Tierra —explicó el profesor—. El vínculo de algunos otros es menor. El que usted visitó es muy similar al nuestro.
¿Eliana y Helena similares?, pensó Finn, escaldado. ¡Pero si había un mundo de diferencia entre ellas!
—Sí, de hecho es muy similar —añadió el profesor—. Ese mundo pertenece a nuestro propio subgrupo alpha. Si no fuera por esa espantosa experiencia en la esquina del bar, las cosas habrían salido bien. Por suerte, mademoiselle Moreau terminó en el mismo universo que usted, el mismo día y al mismo tiempo, aunque en una ubicación distinta de Berlín. ¿En…? —preguntó, mirando a Rouge.
—Neuköln —dijo ella—. Es un vecindario elegante, mayoritariamente de villas y embajadas. No había taxis debido a la nieve. Me tomó bastante tiempo conseguir ayuda. La policía me ayudó a encontrarte, Finn.
—Sin embargo, los oficiales de policía no siempre son eficientes —explicó el Doctor Doctor Sriwanichpoom con ese entrecortado tono suyo—. Todo depende de…
—¿Cuándo es el siguiente viaje? —interpuso Finn.
Los tres se quedaron pasmados.
—¿Debemos entender entonces que deseas seguir viajando en el tiempo? —preguntó Rouge, incapaz de ocultar su deleite.
—Sí —dijo Finn.
Los tres se sintieron profundamente aliviados.
—Señor Nordstrom —dijo el profesor—, ¿está usted seguro de que quiere hacer esto? Nosotros en realidad lo apreciamos. Mademoiselle Moreau también está muy agradecida porque su doctorado está en riesgo. Pero entenderíamos si quisiera retirarse del proyecto ahora.
¿Y nunca volver a ver a Eliana? ¡Jamás! El único problema era la seguridad. Tan solo la idea de que si se lastimaba no podría decirle que la amaba, lo devolvía a la realidad de golpe.
—Pero, ¿será seguro? —preguntó Finn aunque sabía que, quizás, eso era demasiado pedir.
—Debemos ser honestos —contestó el profesor—. El problema que tuvimos podría volver a presentarse, y tal vez su compañera no estará en condiciones de contactarlo de inmediato.
Finn tragó saliva.
—¿Y entonces qué sucedería? ¿Este viajero podría quedarse atrapado de por vida en alguna tierra sub-gamma o sub-sub-epsilon? —preguntó.
—«De por vida» es tal vez algo exagerado —dijo el profesor—. Por lo general encontramos a los extraviados.
—¿Por lo general?
—Tenemos un par de casos pendientes… —la voz del profesor se fue desvaneciendo, pero luego, añadió rápidamente—; no obstante, vemos con optimismo el 2 de agosto de 2011. No se detectan perturbaciones atmosféricas, aunque necesitaremos varias semanas más para recabar toda la información del FloW.
—¿Agosto 2 de 2011? ¿Pero qué pasará con abril de 2009? Ahí íbamos a ir.
—Por desgracia, esa oportunidad se perdió y no volverá sino hasta… —el doctor, al parecer, tuvo que verificar algunos archivos en su BC—, hasta 2293, en veintinueve años. En noviembre de 2293 tendremos una entrada a abril 27 de 2009. Pero tendremos mucho gusto en ponerlo en nuestra lista de espera para ese viaje.
Finn se quedó boquiabierto.
—Está bromeando, ¿verdad?
—De cierta forma, sí —le dijo el profesor con un guiño—: no tenemos lista de espera.
¿Sería el 2 de agosto de 2011 la única oportunidad que tendría de volver a ver a Eliana? Eso significaba, pensó Finn, que esperaría cuatro años su regreso. Eso era pedirle demasiado a una persona. Para entonces, seguramente la habría perdido. Tendría veintiún años y tal vez ni siquiera estaría en Berlín. Tal vez ya se habría casado y tenido hijos. Tal vez ya amaría a alguien más. ¡Era demasiado esperar! Si tan solo hubiera alguna forma de comunicarse con ella.
—¿Un poco impaciente? —preguntó el Doctor Doctor Sriwanichpoom.
—¿Por qué 2011? ¡No es justo! —dijo Finn. Se sentó. Entonces hizo un gesto de dolor porque le dolió la clavícula—. ¿Por qué no antes?
—Señor Nordstrom —dijo el profesor, en un inusual momento de severidad—. En una ocasión uno de mis ancestros dijo que las leyes de la física eran las leyes de la física. No tienen que agradarle, pero sí debe obedecerlas.
Al otro día, temprano, Finn ya iba pedaleando por el camino que conducía a su casa en Fire Island. El cálido aire de finales de mayo llevaba consigo las fragancias de los botones florecientes que tanto se empeñaban en sobresalir. El estoraque del Japón competía contra las peonías europeas; las rosas salvajes contra las de jardín.
Una hora después estaba sentado en la terraza y observaba cómo rompían las olas en la playa. Sobre la mesa, frente a él se encontraba el séptimo diario de Eliana. Era el más bonito de todos. Estaba encuadernado en luminosa seda de jacquard, con un delicado diseño de perejil en tonos rojos y rosados entrelazados con oro. El papel era rayado y de buena calidad: «papel de bosque sustentable, libre de ácido», decía en el impreso. Una revisión rápida de las páginas le permitió saber a Finn que había sido escrito entre el 11 de noviembre de 2008 y el 22 de junio de 2011. Eliana tenía dieciocho años y seis meses cuando lo comenzó, y veintiuno al terminarlo.
Martes, noviembre 11, 2008
Siempre que empiezo un nuevo diario miro las páginas y me pregunto: «¿Cómo las voy a llenar? ¿Es mi vida tan interesante?». Esta libreta, en particular, tiene 352 páginas. Son muchas. Cuando la última de ellas esté adornada con palabras, tal vez seré una persona completamente distinta a la que soy ahora.
Acabo de revisar algunos de mis diarios anteriores. El rosa no lo había abierto en años, y cuando lo hice, me conmovió hasta las lágrimas, literalmente. Creo que fue, en parte, por la niña que alguna vez fui. Era adorable y dulce. Pero esa niña se ha ido y se convirtió en la que soy ahora: esta gruñona de dieciocho años que se sienta frente a sus libros y todo el día se queja de los maestros y de todo el trabajo que tiene.
Aunque creo que, en especial, lloré porque Madeline me lo dio. Recuerdo lo emocionada que estaba cuando lo abrí, lo orgullosa que se sentía de haber elegido el regalo perfecto para mí. ¡Me alegra tanto no haberle dicho nunca cuánto apestaba aquel vinilo rosa!
Finn se sorprendió a sí mismo riendo en voz alta. ¡Ouch! ¡La clavícula!
Todavía la extraño. No pasa un día que no piense en Madeline. En nuestro edificio viven dos hermanas; en la construcción de atrás, en el cuarto piso, frente a nosotros, pero un piso abajo. Tal vez tienen unos nueve y once años. Si me asomo desde la ventana de mi habitación las puedo observar jugando, haciendo la tarea y preparándose para dormir. A veces me reconforta verlas, pero hay ocasiones en que me entristece demasiado. Me da mucha envidia que se tengan la una a la otra.
A pesar de todo creo que fue bueno leer los diarios. Por una parte me hizo ver lo mucho que he cambiado, y por otra, me recordó quién solía ser y quién, quizá, todavía soy en algún lugar en mi interior, en la profundidad. En verdad no pude evitar reírme de aquella niña de trece años: ¡todo el barullo, la emoción y la ilusión! ¡Ya se me habían olvidado por completo los pasteles ladeados de Johanna! Y cuando Robert cumplió dieciséis años y se emborrachó. Además, Oh my God!, yo y Moritz Techgräber, ¡ese estúpido pacheco! Y Alex Landuris. Y Max. Yo y Max en la alberca, qué vergonzoooooso. Me moriría de pena si supiera que alguien lo leyó. O si supiera que está leyendo esto. Simplemente me…
Finn cerró el libro. Eliana tenía razón, él no tenía derecho a leer su diario. Antes de conocerla era una cosa, pero ahora que la había visto, se sentía como el más terrible de los voyeuristas.
Colocó el diario a un lado y tomó su propia libreta, el diario de piel, la obra en que estaba trabajando. Leyó:
Finn deslizó los binoculunares hasta sus ojos. Sobre él, el profundo cielo nocturno resplandeció tenuemente.
Continuó leyendo. La tarde se transformó en noche. Las nubes se reunieron y dejaron caer delicadas gotas. Cuando la luz se acabó dejó la libreta, se echó atrás y contempló la lluvia.
Sentía que lo que había escrito era una crónica satisfactoria. Era honesta. Y su escritura, legible. Sin embargo, algo hacía falta. Era algo que el diario de Eliana tenía, pero el suyo no. Encendió una luz y continuó leyendo la libreta de ella. Voyeurista o no, era su trabajo.
Eliana estaba en medio de sus exámenes Abitur. Duraron semanas y meses. Finn no entendía bien cómo los aplicaban. Ella tenía materias de mayor y menor importancia que equivalían a 30% de la calificación final, y el examen valía 20%. O podía remplazar A con B, y tomar tal vez C, pero entonces D no contaría. Angelika, su madre, le prometió que cuando terminaran los exámenes tomarían un largo fin de semana juntas en un spa en los Alpes Bávaros. Eliana ahora se llevaba muy bien con Renée y Fritzi, las chicas que eran sus vecinas y con quienes había convivido prácticamente toda su vida. Se empezaron a hablar un día en el Café Richter, a la vuelta de la esquina. Eliana trotaba casi todas las mañanas antes de las siete y seguía yendo a la Biblioteca Estatal los lunes.
Finn dejó el diario un momento y se imaginó a Eliana en la biblioteca. Se preguntó si alguna vez pensaría en él. ¿Esperaría verlo aparecer algún día en el Departamento de Mapas? ¿Era esa la razón por la que seguía yendo ahí?
Sacudió la cabeza. Le parecía inútil pensar en ello. Continuó leyendo.
Ella escribió sobre su relación con Emil, un estudiante de ingeniería de la Universidad Técnica. Luego salió con Tim, quien estudiaba Guionismo en la Academia Alemana de Cine y Televisión.
Al igual que con Sam Maarten, Eliana evitó dar detalles. Finn se preguntaba por qué si era tan meticulosa al escribir sobre todo, nunca entraba en detalles respecto a los hombres en su vida. Era como si supiera que él estaba leyendo el diario.
Se rio de sí mismo. Qué tontería. ¿Por qué habría de seguir pensando en él?
Pasó rápidamente las hojas de entre enero y marzo de 2009. En ellas Eliana escribió, en su mayor parte, acerca de asuntos de todos los días. Nada demasiado emotivo o personal. Fue fácil leer hasta que un día las cosas se tornaron difíciles.
Miércoles, abril 1, 2009
Un año y medio. Ya pasó un año y medio. Estuvo aquí y no. Debo estar loca al creer que Finn volverá. Debo estar muy, muy dañada. No hay absolutamente nada que indique lo contrario. Aquí estoy, desperdiciando mi vida, esperándolo y…
¡Ay, por favor, deja de ser tan dramática! No, no estoy desperdiciando mi vida. He hecho todo lo que se supone que debo hacer. De hecho, hasta más. En la lista de las «101 cosas que hacer antes de morir», tal vez solo haya cubierto 29, pero planeo vivir otros ochenta años por lo menos y, además, tengo mucho más que Renée y Fritzi. ¡Y ellas son un año mayores que yo! De las tres, soy la única que, de la lista, ya palomeó «Estudiar el Kama Sutra y ponerlo en práctica». ¿Acaso eso suena a que estoy desperdiciando mi vida?
¿Kama Sutra? ¿Sería algo que tuvo que aprender para sus exámenes Abitur? Tendría que clopearlo más tarde.
De todas formas se fue y tengo que dejar de pensar en él y admitir que papá estaba equivocado. «Va a regresar, cariño, confía en mí», dijo hace seis meses. Pero no tenía razón, Finn no regresó. Ni lo hará. Jamás. Bueno, eso es lo que me dice la mente.
El corazón, sin embargo, es otra historia. El corazón me dice que está cerca. Es ridículo, lo sé. Es estupidez romántica. Lo sé, lo sé, lo sé.
Así que detenme.
Pero es de lo más extraño. A veces tengo la rara sensación de que me escucha, como en este momento; que escucha las palabras de mi corazón.
¿Hola? ¿Finn?
¿Estás ahí?
Te estoy llamando; dondequiera que te encuentres, escúchame. El Yo de mi corazón le dice hola al Yo del tuyo. xoxo Eliana.
Él se sentó y contempló la página y las palabras por un largo rato. «¡Te estoy llamando; dondequiera que te encuentres, escúchame. El Yo de mi corazón le dice hola al Yo del tuyo.»
Volvió a leer el párrafo. Una y otra vez. Y luego dijo en voz alta: «Te estoy llamando; dondequiera que te encuentres, escúchame. El Yo de mi corazón le dice hola al Yo del tuyo».
Y entonces lo comprendió todo. Finn supo de repente lo que le faltaba a su diario. Fue a la caja de ónix y sacó la pluma fuente con las estrellas de platino. Volvió a la terraza, abrió su diario y pasó las páginas hasta llegar a una nueva, en blanco. Colocó la punta de platino sobre el papel y comenzó a escribir:
Yo me senté y contemplé la página y las palabras por un largo rato.
Muy bien, ahí está. Un «yo». Vamos, continúa.
Leí, una y otra vez, y luego dije en voz alta: «Te estoy llamando; dondequiera que te encuentres, escúchame. El Yo de mi corazón le dice hola al Yo del tuyo».
Y entonces lo comprendí todo. Supe de repente lo que le faltaba a mi diario. Fui a la caja de ónix y saqué la pluma fuente con las estrellas de platino. Volví a la terraza, abrí mi diario y pasé las páginas hasta llegar a una nueva, en blanco. Coloqué la punta de platino sobre el papel y comencé a escribir.
Fue increíble ver lo que dos letritas podían hacer. Sentí, literalmente, que mi pecho se expandía y se llenaba con todos esos ligeros y casi imaginarios «yo». Y más yo, y yo, y yo… Me dio vértigo. A mí.
Ya había usado la palabra en mis viajes por el tiempo y sí, la había leído y escuchado una cantidad infinita de veces cuando los Forester la pronunciaban. Sin embargo, era muy raro pensar con el «yo» en mente, con el «yo» de mi corazón, y luego escribirlo, plasmarlo de verdad. Era particularmente extraño ya que en inglés el yo siempre se escribe con mayúscula. Lucía muy dominante e insistente en el papel. Se elevaba por encima de todos los otros pronombres como «él», «ella», «eso» y «tú». Su sombra se cernía incluso sobre el «nosotros». Siempre me habían dicho que el «nosotros» era más importante que el yo, pero de pronto estaba yo ahí, escribiendo «yo», coqueteando con él, caminando hombro con hombro.
Estaba consciente de que me llevaría algún tiempo poner en orden mi ambivalencia porque era un hijo de mi propio tiempo. Creía que la supervivencia de nuestro mundo, de la naturaleza misma, era el trabajo más importante que teníamos. La Tierra era nuestro «nosotros», nuestro hogar. No obstante, también percibía —y seguramente fue así desde tiempo atrás, aunque no me había dado cuenta— que en cada uno de nosotros había un yo del corazón, pero que lo perdimos tiempo atrás. No era difícil entender por qué fue así en el pasado, pero sí por qué, ahora, continuábamos ignorándolo. El yo también era nuestro hogar, ¿no?
Pero, ¡suficiente! Tuve que poner en pausa mis pensamientos porque la cena estaría lista pronto. Escuché al chef Carlo Canelli, recién reparado, cocinando la lasaña de polenta.
Fui a la cocina.
—¿Necesitas ayuda? —le pregunté.
El chef Carlo se me quedó viendo un largo rato. Su cinturón de herramientas parpadeaba mientras buscaba entre una miríada de respuestas a mi pregunta.
—Carlo no necesita su ayuda —dijo finalmente—, pero, si quiere, puede mezclar la polenta.
Así que mezclé la polenta. Y luego le ayudé con la vinagreta para la ensalada. Si se me permite decirlo, nunca probé algo más delicioso. Excepto por el guisado de papas dulces de la madre de Eliana, por supuesto.
Después de la cena nadé un poco y volví al diario de Eliana. Me senté en la habitación superior, a la mesa de nogal.
Para mediados de abril de 2009, Eliana ya había presentado la mayor parte de sus exámenes Abitur y podía respirar de nuevo. El clima era cálido y trotaba todas las mañanas. Continué leyendo, feliz por ella, sintiendo toda la ilusión de su vida. Eliana estaba lista para salir y cambiar el mundo.
Pero luego su vida, y la mía, sufrieron un drástico cambio.
Lunes, abril 27, 2009
Esta mañana, cuando estaba trotando, me sucedió algo rarísimo. De regreso a casa, poco antes de las 7:00 a.m., me detuve en el puesto de Schlüterstraße para comprar el periódico. El puesto todavía no estaba abierto pero vi que la dueña estaba abriendo la puerta de atrás, así que decidí esperar. Estaba ahí parada cuando, de repente, una mujer salió del Sanitario de la Ciudad a un lado del puesto. Miró alrededor aturdida, por lo que pensé que se trataba de una adicta que había entrado al WC a drogarse. Pero cuando me fijé bien, noté que no podía tratarse de una adicta porque era demasiado hermosa y se veía muy sana. Era como de mi edad, tal vez un poco mayor, y tenía un asombroso cabello largo, negro y grueso. Muy brillante. Era delgada pero con músculos firmes. Y muy alta. Medía casi dos metros. Su ropa era elegante, por lo que me pregunté qué demonios estaría haciendo en un Sanitario de la Ciudad un lunes a las siete de la mañana. Pero en ese momento la dueña del puesto abrió la ventana y me preguntó qué quería. Cuando volteé para volver a ver a la mujer del sanitario, ya se había ido.
Ahora bien, habría olvidado este insignificante episodio si no fuera porque esta tarde, cuando estaba estudiando en la Biblioteca Estatal, volví a verla. Levanté la mirada del libro y ahí estaba, observándome. Pensé que se trataba de una coincidencia, pero luego me sonrió y pensé que la conocía de algún lado. De algún lado que no era el Sanitario de la Ciudad. Entonces dio la vuelta y bajó por las escaleras. ¿Quería que la siguiera? Eso fue lo que hice. La vi dirigirse a la cafetería, así que fui detrás de ella.
Estaba sola, en una mesa de la parte de atrás. Me senté frente a ella. No pareció sorprenderle en absoluto. «Te vi esta mañana», le dije, «en Kurfürstendamm.» Y ella dijo: «Habla en inglés, por favor. No entiendo alemán». Le repetí en inglés lo que había dicho y ella dijo: «Sí, lo sé. Yo también te vi». Luego me dio la mano. «Lucia», dijo. Yo le dije mi nombre, luego le pregunté: «¿Nos conocemos?» ella solo se encogió de hombros. No supe qué decir después de eso. No dejó de contemplarme ni un minuto. Fue muy raro. Luego dijo: «Eres muy hermosa». Me reí, y añadí: «Es lo mismo que yo estaba pensando acerca de ti». Luego ella comenzó a llorar discretamente, casi en silencio. Quería consolarla, abrazarla. ¿Pero cómo? Solo le di un pañuelo. Parecía como si nunca hubiera visto uno en toda su vida. Volví a tomarlo con una risita nerviosa y enjugué sus lágrimas. «Gracias», me dijo. Entonces sucedió lo más extraño de todo: tomó mi mano y dijo: «Él vendrá. Quiere que sepas que tal vez le va a tomar algún tiempo, tal vez dos años, pero estará ahí». Y yo pregunté: «¿Quién? ¿Quién vendrá?», y ella respondió: «No puedo decirte, pero tú lo sabes, tú sabes quién». La piel de todo el cuerpo se me puso de gallina. ¿¡¿Así o más espeluznante?!? Luego ella se levantó rápidamente de la silla y dijo: «Debo irme, por favor no me sigas». Yo la tranquilicé: «Descuida, ya me asustaste lo suficiente». Y se rio. Entonces yo me reí también. Y alguien por ahí dijo: «¡Shhh!», y ella se fue.
Así que, ¿qué puedo pensar de todo esto? ¿Está loca o la loca soy yo? ¿O era Finn tratando de decirme que esperara? Tal vez es un espía y está trabajando encubierto en Pakistán o Irán, o algo así.
Parafraseando a Eliana, yo también ya estaba espantado lo suficiente. Para cuando terminé de leer esa fecha, la rodilla me saltaba sin control, de la misma manera que aquel día de Año Nuevo que descubrí que ella estaba escribiendo sobre mí en su diario. El corazón me palpitaba con furia; era como si estuviera a punto de estallarme dentro del pecho para luego salir y encerrarse en el clóset. Así de espantado estaba. Algo estaba sucediendo, algo mucho más fuerte que yo y que Eliana.
Tenía que pensarlo con mucho cuidado.
Muy bien. Sabía, por lo que me había dicho el profesor Grossmann, que en 2293 se abriría una ventana de oportunidad para viajar al 27 de abril de 2009, la fecha que acababa de leer en el diario de Eliana. Podía ser una coincidencia, sí, pero también podía ser que alguien, a veintinueve años de distancia, en el año 2293, estaba tratando de comunicarse con ella para decirle que yo no la había olvidado y que regresaría en dos años. Parafraseando a Eliana una vez más, «¿¡¿Así o más espeluznante?!?».
Había demasiadas preguntas. ¿Quién era Lucia? ¿Quién controlaba la situación? ¿Era un «él» o una «ella»? ¿Amigo? ¿Enemigo? Incluso se me ocurrió pensar que era yo mismo. Tal vez, veintinueve años después, trataría de decirle algo a Eliana. Y si ese fuera el caso, ¿qué…?
¡Alto! ¡Basta! Demasiado complicado. Las posibilidades eran infinitas. Las preguntas y las respuestas podían extenderse por siempre. Lo único de lo que estaba seguro era que estaba abrumado.
Bebí bastante vino aquella noche y me fui a la cama cuando la primera franja rosada de luz se extendió sobre la playa hacia el este. Sin embargo, antes de apagar mi BC, recordé que tenía que clopear Kama Sutra. Fue muy sencillo encontrarlo. Y estaba magníficamente ilustrado. Oh, pensé, oh, oh, oh. También me muero de ganas por poner en práctica esta teoría. Y el 1 de junio de 2265 tuve la oportunidad de hacerlo.