18

¡PAF! ¡CRAC! ¡PLOC! ¡PLAC! ¡FIZZZ!

Algo andaba mal. Muy mal.

Al principio, en el camino a la Berlín de 2009, todo parecía ir muy bien. Finn vivió su momento previo —esa mezcla atemorizante de terror y emoción—, luego, como siempre, tuvo la sensación de que lo estiraban hasta convertirlo en una hebra de espagueti. Y después, ¡bzzzz!, fue succionado a través de un agujerito que conducía a un largo túnel. Esta ocasión, sin embargo, también lo catapultaron fuera del túnel. Volvió a su propio cuerpo, sí, pero en lugar de la sensación de alegría que había experimentado las veces anteriores, sintió que lo levantaban y lo estrellaban contra la pared. Una vez, dos. Tres veces. Era como un huevo quebrándose en el borde de un bol. De él ya no quedaba nada más que la baba amarilla y el cascarón hecho añicos. El estómago se le vació.

Su último pensamiento fue Eliana: ella ni siquiera sabía que la amaba. ¿Quién se lo diría ahora?

Finn abrió los ojos. Tenía la mejilla sobre un charco de agua. No, más bien era de orina. Percibió el olor agrio y supo que era su propio vómito. No podía moverse, tenía el cuerpo hecho pedazos, pero entonces vio que podía estirar y contraer los dedos. Se levantó hasta los codos.

—¿Rouge? —preguntó, pero no hubo respuesta—. ¿Rouge?

Escuchó a alguien sollozar. Sus ojos buscaron en el reducido Sanitario de la Ciudad. Rouge no estaba por ningún lado. Entonces se dio cuenta de que quien sollozaba era él.

Se puso de rodillas. Luego se levantó muy despacio. La cabeza le daba vueltas. Iba a volver el estómago otra vez. Giró con rapidez al inodoro y vomitó.

Exhausto, y cuando ya no tuvo nada más dentro de sí, se quedó apoyado en el lavamanos. Dejó que el agua corriera. Se enjuagó la cara y se secó algunas gotas de vómito con la capucha de la sudadera. Abrió la puerta y volvió a preguntar: «¿Rouge?».

No había nadie.

¿Dónde estaba? Casi no había luz y no podía ver. ¿Sería de noche? ¿Y por qué había nieve en el piso? Estaba helando y el viento silbaba con fuerza. Se suponía que era media tarde de un templado día de abril. Abril 27. El punto de entrada era Ludwigkirchplatz. ¿Ahí era Ludwigkirchplatz?

Los ojos de Finn se acostumbraron a la oscuridad. Reconoció la zona peatonal de Wilmersdorfer Straße, pero lucía un poco diferente.

Volvió al Sanitario de la Ciudad y se sentó. ¿Y ahora qué? Veinticuatro horas eran demasiado tiempo para quedarse atrapado en el lugar equivocado y sin compañía. Además llevaba ropa de verano —jeans, camiseta y sudadera—, pero afuera era invierno.

Está bien, pensó, haría lo siguiente: se apegaría al plan y visitaría a Eliana. El edificio donde vivía estaba a solo unos minutos de distancia.

Se levantó.

Pero volvió a sentarse. ¿Cuál era su punto de salida? ¿Ese? ¿O era Ludwigkirchplatz? ¿Y dónde estaba Rouge? Tal vez solo debería permanecer ahí y esperar hasta la mañana siguiente. Miró alrededor. La idea de dormir en ese lugar no le atraía mucho.

Se puso de pie otra vez y abrió la puerta.

Dio vuelta a la izquierda en Wilmersdorfer Straße, pero no lucía como la calle que él conocía: ahora era tierra baldía. Ventanas rotas, basura en las aceras, fachadas que se desmoronaban, puertas abiertas de par en par que no dejaban de estrellarse y crujir. Junto a las entradas de los edificios había hombres cubiertos con periódicos para protegerse del frío. Un profundo terror se apoderó de Finn. ¿Habría aterrizado en la Era del Invierno Negro? Un periódico pasó revoloteando junto a él. Lo persiguió y vio la fecha.

Abril 26, 2009.

Se sintió aliviado, era el periódico del día anterior.

Pero de todas formas algo andaba mal, muy mal.

¿Nieve a finales de abril?

Dos ebrios pasaron tambaleándose junto a él; cantaban a todo pulmón. El explosivo chisporroteo de una solitaria motocicleta hizo eco a lo largo de toda Kantstraße. Un tren del metro pasó por arriba a toda velocidad y rechinó al frenar. Pero, ¿no era amarillo y rojo el metro S-Bahn de Berlín? Finn escuchó pasos. ¿Lo seguía alguien? Giró de prisa y vio a un hombre alto con gabardina gris y sombrero de fieltro del mismo color. Era uno de esos grandes sombreros que usaba Indiana Jones en los celuloides. El hombre metió la mano en su bolsillo, pero Finn no quiso saber qué sacaría. Corrió. Luego se dio cuenta de que estaba en Giesebrechtstraße. Ahí estaba la casa de Eliana.

Solo que no era su casa. Las ventanas y la puerta estaban cubiertas con láminas de madera. El directorio del intercomunicador se había aflojado y colgaba de cables desnudos; el viento lo empujaba hacia atrás y hacia delante, y lo obligaba a golpear en lo que quedaba de la fachada. Miró los nombres. Había un «Lorenz», pero alguien lo había tachado.

Del otro lado de la calle escuchó risas estridentes. Eran varios chicos que estaban afuera de un bar. Finn se estaba congelando. Tenía los zapatos de tela mojados por la nieve, y los dientes le tiritaban.

Cruzó la calle.

El bar olía a cigarros y cerveza, pero ahí no hacía tanto frío como afuera. Al fondo vio a algunos hombres con edad de PA, parados alrededor de una mesa grande. Tenían unos bastones largos y delgados con los que golpeaban algo. ¿Serían bolas? Escuchó el sonido de algo que rodaba y luego hacía trac, trac, trac. Al final caía en un agujero. Clac. Clac.

Finn se sentó a la barra y ordenó té caliente.

—¿Quiere qué? —le preguntó el cantinero, al mismo tiempo que se inclinaba al frente.

Finn notó que tenía los brazos tatuados. Aclaró la garganta. Tal vez «caliente» fue mucho pedir.

—Un té, por favor —dijo.

—Oye, Es Em —gritó el cantinero hasta la mesa de billar—, ¿escuchaste eso? Aquí el pequeño Lord Fauntleroy quiere té. ¿Tenemos té? —El hombre se rio y volteó a ver a Finn. Hizo la voz más aguda para sonar como mujer—. ¿Té de hinojo? ¿Hierbabuena? ¿Manzanilla? —Era obvio que se estaba burlando de él.

—¿Cuál es el problema? —se escuchó una voz que gruñía detrás de Finn.

—Disculpen, por favor —dijo Finn al tiempo que se levantaba—, solo trataba de…

¡Qué conmoción! Era Sam el Odioso. O, mejor dicho, era alguien que se parecía al actor Sam Maarten. Este joven, sin embargo, era gordo y tenía la cabeza afeitada. Le faltaba un par de dientes, y los que todavía le quedaban en la boca lucían sucios, como si estuvieran cubiertos de hongos.

—No vendemos té —dijo el joven llamado Es Em—. Además, ¿quién diablos eres y cómo se te ocurre entrar aquí? —El joven haló a Finn de la capucha—. Uff, apestas, cara de vómito. Lárgate. —El hombre levantó a Finn del banco y lo empujó hasta la puerta. Finn escuchó a un perro que ladraba afuera. La puerta se abrió. Entonces entró el perro. Era un pitbull que gruñía y ladraba. Luego apareció la dueña. Era Eliana.

—¡Eliana! —gritó Finn.

Finn se sintió tan aliviado de verla, que ni siquiera notó que tenía el cabello duro y sin lavar. Llevaba demasiado maquillaje, pestañas postizas y el tipo de ropa que ella nunca usaría. Vestía una chamarra de cuero, entallada falda también de cuero y botas negras de tacón alto. La chica entrecerró los ojos para ver a Finn.

—¿Tú quién eres? —le preguntó—. ¡Lárgate!

Finn trató de tomarla del brazo.

—Pero…

Eliana se hizo hacia atrás.

—¡Jódete, imbécil!

—¡Eliana! Soy yo, Finn.

Eliana lo empujó.

—¡Me llamo Helena!

Alguien lo haló de atrás y lo balanceó por todos lados. ¡Era Robert! Pero, al igual que con Eliana, no se trataba de Robert. Vestía una chamarra de piloto color plateado-verde, pantalones de camuflaje y botas pesadas.

—No te metas con mi hermana, idiota.

—¡Rolli! —le dijo Helena a su hermano—. ¡No salgas con esa estupidez de que soy tu hermana! Puedo cuidar de mí misma.

Finn vio que el pitbull pelaba los dientes. Estaba a punto de atacar a alguien directo a la yugular. Ojalá no lo tuviera a él en la mira.

—¡Mattie! —le gritó Helena al perro—. ¡Sentada, chiquita!

Mattie, la chiquita, no se sentó.

—¡Que te sientes!

Mattie se colocó en una posición más relajada y Finn respiró de nuevo. Aunque no por mucho tiempo. Alguien lo cargó y lo lanzó hasta el otro lado de la puerta. Primero se golpeó el pecho. ¡Zas! Luego se resbaló sobre el hielo y escuchó que el dedo meñique de la mano izquierda, ¡se le quebraba! Un tacón forrado de cuero le cayó encima al meñique roto, ¡y Finn lo escuchó tronar más! Hubo gritos. Alguien le pisó la clavícula, ¡dos veces!, luego lo levantó y lo estrelló contra la pared. ¡Paf! Otro de sus atacantes hacía oscilar un garrote. ¿O era un tubo de construcción? Fuera lo que fuera, se acercaba a él con deseos de venganza. ¡Plop! Algo mojado cayó sobre su rostro. ¿Trozos de su cerebro? ¿De su propio cerebro? ¿O era solo sangre? ¿Nieve?

—¡Déjenlo en paz! —gritó una voz—. ¡Ahora!

—¡Qué demon…!

—¡Les dije que lo soltaran!

Los atacantes se retiraron.

Finn yacía en la nieve. Miró hacia arriba y lo único que vio fue al hombre de la gabardina y el sombrero de fieltro. Era evidente que sus atacantes le temían.

—¡Fuera de aquí! —gritó el hombre.

Entonces Finn se dio cuenta de que tenía una pistola.

Los atacantes se metieron al bar y desaparecieron.

—¿Estará bien? —escuchó Finn que alguien preguntaba. Su mirada buscó a la dueña de la voz. Era la chica llamada Helena, la que se parecía a Eliana. Lo miraba desde arriba—. Vaaaaya, qué desastre —dijo.

—Lárgate —le dijo el hombre.

Entre gruñidos, la pitbull siguió a la chica hasta el bar.

El hombre se inclinó sobre Finn. Este trató de enfocar la mirada. ¿Estaba soñando? Era el guardia de la Biblioteca Estatal de Postdamer Platz. El indigente a quien había salvado en 2003.

—Pobre diablo —le dijo el hombre a Finn.

—Usted me salvó —contestó.

El hombre se encogió de hombros.

Entonces escucharon el sonido de una sirena que se acercaba cada vez más. El auto se detuvo y las puertas se abrieron. Varios hombres vestidos de blanco rodearon a Finn. Lo pusieron en una camilla. Él se desmayó. Luego recuperó la conciencia. Ahora la gente vestía de verde, y había luces brillantes.

—Lo vamos a coser —dijo una mujer. Finn volvió a desmayarse, y luego se despertó de nuevo. Vio a Rouge.

—¿Dónde estamos? —le preguntó.

—Shhh —dijo Rouge—. Te vamos a llevar a casa.