16

TANTAS TIERRAS Y UN SOLO SOL

Finn y Rouge tenían un presupuesto. El profesor Grossmann, director del Proyecto Tiempo, fue castigado por el señor Ciucurescu, administrador del IOZ: «Las reservas del instituto se encuentran peligrosamente por debajo del mínimo. Ya no podemos permitir extravagancias como pagar con un billete de 500 y regalarle el cambio, un billete de 497 euros en efectivo, a cualquier loco en la calle; y tampoco podemos comprar trajes de diseñador como Jil Boss y Hugo Sander. Además, crear réplicas genuinas es demasiado costoso».

A Rouge no le agradó la orden pero aceptó la situación porque, sin duda, tenía que hacerlo. Para compensarla, le dieron acceso al Departamento de Guardarropa y Accesorios Históricos del Museo de Cultura Europea, donde se le permitió elegir prendas para ella y para Finn. Como era de esperarse, aceptó la nueva misión con el meticuloso entusiasmo de siempre.

Para ella misma seleccionó una prenda con capucha de color verde grisáceo. El vestuarista la llamó «sudadera». También eligió una camiseta color menta con mangas a los codos y recortada al abdomen que hacía destacar su delgada cintura, y unos jeans ligeramente flojos que habían sido rasgados a la altura de las rodillas con todo cuidado. Sus zapatos de tela eran color verde con azul.

Rouge le consiguió un atuendo similar a Finn: la sudadera era gris, la camisa azul marino con mangas más cortas que dejaban ver sus bíceps, producto de tanto jugar slapback, y el daño ornamental de sus jeans se limitó a una rodilla y las bastillas. Como calzado llevó tenis azules de piel. En la cabeza usó una gorra suave y oscura con borde curveado y rígido. Cuando salió del área de vestidores, Rouge lo observó con cuidado. «Deberías solicitar que te permitan conservar el atuendo después de la misión», le dijo a Finn al mismo tiempo que admiraba sus bíceps mientras él se quitaba la sudadera.

Ambos llevarían una pequeña mochila urbana con cartera, identificación, papel moneda, agua embotellada, pastillas para el desfase temporal y réplicas genuinas de un mapa de Berlín que Finn encontró en el Subnivel 5 del Departamento de Mapas, en las Catacumbas. Era más fácil de usar que los mapas plegables que compró en el segundo viaje al Berlín del siglo XXI.

A Finn le pareció que su atuendo era tolerable. Por lo menos era parecido a lo que recordaba de un seminario universitario sobre la vida estudiantil en el periodo intermilenario. Se contempló en el espejo y pensó que lucía como un Forester. A veces ellos usaban ropa parecida a esa. Giró su gorro y el borde curveado quedó en la parte trasera de su cabeza. Rouge se rio. A Finn le pareció que era el tipo de ropa que Eliana Lorenz y su familia esperarían que usara un hombre joven.

Finn ya tenía claro que el IOZ lo estaba manipulando para contactar a Eliana y a su familia, solo que no había descubierto por qué. Creyó que siempre y cuando sus encuentros fueran seguros, agradables e incluso educativos, en realidad no tenía por qué cuestionarse el objetivo de los mismos. Era cierto que él mismo podría terminar siendo atropellado por alguno de esos mensajeros ciclistas que andaban por las calles y que se metían entre los autos como abejas dementes, pero, ¿acaso no había estado a punto de atropellarlo un robotaxi de frente, poco tiempo atrás? Desde esa perspectiva, le estaban pagando por participar en un experimento de importancia social, histórica e incluso hasta científica (o al menos eso era lo que él daba por hecho). Así pues, mientras su vida no estuviera en peligro evidente, ¿por qué no disfrutar la experiencia?

Después de que se familiarizó con su nuevo teléfono celular (una cortesía más del museo), con el contenido de su mochila y los papeles de identificación, el profesor Grossmann le insistió como por centésima ocasión, en la sesión de preparativos, que hiciera lo que el instinto le indicara. «Recuerde» continuaba diciendo el profesor, «haga lo que guste, siempre y cuando no sea dañino para usted, para mademoiselle Moreau ni para nadie más.»

A Rouge, por otra parte, le indicaron que debía darle a Finn algo de espacio, lo cual le agradó porque tenía algunas misiones especiales como abrir una o dos cuentas bancarias, ubicar ciertos lugares para el IOZ, así como hacer algo de investigación para su tesis de doctorado. Para esta última tarea planeaba visitar el Museo Erótico, así como el Instituto de Física de Partículas Elementales de la Universidad Humboldt.

—¿El Museo Erótico? —preguntó Finn—. ¿Investigación?

—Por favor, Finn —dijo ella—. Es demasiado complicado para explicarlo.

De todas maneras Finn tenía mucho en qué pensar. ¿Cómo le iba a explicar su repentina aparición a Eliana Lorenz? Ya no era una niña, tenía diecisiete años. Pensó que lo mejor sería improvisar sobre la marcha. Llegaría a la Biblioteca Estatal a las 2:30 p.m., fingiría sorprenderse al encontrarla, y ya vería qué hacer a partir de ahí.

El lunes primero de octubre de 2007 fue ese tipo de día dorado de otoño sobre el que los poetas escriben: cálido pero con una frescura ligera que prefiguraba la cercanía del invierno. La claridad del cielo y la tenue brisa llenaron a Finn de una sensación de gozo puro. Siempre le gustó el cambio de estaciones.

Finn y Rouge aterrizaron en el Sanitario de Savignyplatz, en Berlín-Charlottenburg, a las 11:45 a.m., y caminaron diez minutos hacia el norte, hasta llegar a la cafetería estudiantil de la Universidad Técnica. Eligieron un bocadillo de mozzarella con trigo espelta, y luego un escalope vegetariano con salsa de champiñones. Sabía tan bien como sonaba.

Después de eso, Finn se quedó solo.

Para cuando estuvo cerca de la Biblioteca Estatal en Potsdamer Straße, después de dos horas y varios kilómetros de paseo turístico a pie, tenía la impresión de que había visto suficiente de la ciudad para una sola tarde. Ya había escuchado suficiente ruido urbano e inhalado suficiente humo de cigarro y combustible de fósil para toda una vida. Muchas gracias. Ahora tenía enormes deseos de ir a la biblioteca y desahogarse un poco de la contaminación que habían sufrido sus sentidos. ¿Cómo podía soportar todo eso el hombre del siglo XXI?

Pero a solo unos cien metros de su objetivo, de pronto se encontró frente a una inmensa estructura en forma de domo y fabricada con acero, vidrio y velas de tela. Por un momento pensó que se había vuelto loco porque, ¿cómo había podido materializarse el techo inferior del IOZ en el siglo XXI? Pero entonces se le ocurrió que La Medusa del IOZ debía ser una estructura que sobrevivió al Invierno Negro. Se acercó a mirar.

La Medusa se extendía sobre un animado patio abierto que distaba mucho de parecerse a la restringida atmósfera del IOZ. Los edificios a su alrededor albergaban un museo de cinematografía, cines, restaurantes, una juguetería y una tienda de artículos electrónicos que, al parecer, se especializaba en aparatos de sonido porque se llamaba «Sony».

Pero ya casi eran las 2:30 p.m. Hora de buscar a Eliana.

El guardia de seguridad que estaba en la entrada de la biblioteca miró a Finn con recelo e hizo un gesto para alejarlo.

—Lo siento pero no puede entrar, ¡no con todo eso! —El guardia señaló la mochila de Finn—. Los casilleros están allá —le indicó.

A Finn lo ponía nervioso tener que dejar sus pertenencias encargadas.

—¿Sin mochila? —preguntó. El guardia le lanzó una mirada fulminante.

—¿De qué le ves cara a esto?, ¿de biblioteca o de zona para acampar?

Mientras Finn analizaba la pregunta, el hombre lo miró con los ojos entrecerrados.

—¡Espera un segundo! ¿Te conozco de algún lado? —¿De dónde podría conocerlo? Finn lo miró. Estaba bien rasurado; tendría unos cincuenta años, ojos azules y cabello canoso.

—Me temo que no.

—Bueno, por favor deje sus cosas en los casilleros —le pidió el guardia.

Finn hizo lo que se le indicó. Cerró con llave el casillero y volvió a la caseta. Estaba a punto de pasar por una puerta mecánica que consistía en brazos horizontales giratorios pegados a un poste vertical cuando, de pronto, el guardia lo detuvo otra vez.

—¿Y su credencial de la biblioteca?

—¿Disculpe?

—No puede entrar si no tiene credencial.

El guardia envió a Finn a registrarse en un mostrador que estaba del otro lado del vestíbulo. Finn se formó un rato, recibió una forma de solicitud, pero cuando abandonó el mostrador se dio cuenta de que no tenía ninguna herramienta para escribir. Volvió a formarse y pidió una «herramienta de escritura». Una señora de edad le dio un bolígrafo y le sonrió como si hubiera pasado lidiando con universitarios confundidos la mayor parte del tiempo que no dormía. Llenó la forma en una mesa alta, muy complacido con su escritura. Volvió a formarse, y en esta ocasión le dijeron que necesitaba una identificación. Regresó a los casilleros para sacar la identificación de la mochila, corrió de vuelta al mostrador y esperó con paciencia que le entregaran su credencial de la biblioteca. Para ese momento ya se sentía bastante ansioso de que Eliana se fuera. ¡Eran poco más de las tres! Podría haberse ido ya. Volvió a los casilleros, revisó su mochila y se encontró una vez más frente al guardia de seguridad.

—¿Me puede decir dónde está el Departamento de Mapas, señor? —preguntó.

—Suba dos pisos. Al llegar ahí dé vuelta a la izquierda. Hasta el fondo verá otras escaleras; en la parte superior de las mismas hay un inmenso globo azul.

—¿Un globo? ¿De qué?

—¡Es la Tierra, por supuesto! Gigante. Como de metro y medio de diámetro. No hay manera de no verla. —El guardia volvió a inclinarse hacia Finn—. ¿Está seguro de que nunca nos hemos visto?

—Sí, absolutamente —respondió Finn.

El guardia se encogió de hombros y lo dejó pasar.

Cuando estuvo arriba, Finn reconoció de inmediato la enorme estructura llena de luz. Tenía varios niveles y la construcción era en plano abierto. Alguna vez sirvió de escenario para escenas de un melancólico celuloide en blanco y negro que Finn vio. Se trataba de ángeles que vivían en el cielo sobre Berlín. La biblioteca era el lugar preferido de uno de aquellos seres invisibles. Los ángeles podían pasar toda la vida leyendo las mentes de las personas, y se mantenían bajo el hechizo de los pensamientos que tenían los humanos mientras trabajaban y leían.

Y, vaya, ¡cuántos lectores había ahí! Finn sintió que la envidia lo embargaba. Qué lugar tan glorioso sería su propia Biblioteca de Europa si tan solo la gente pudiera visitarla y aprovechar sus recursos, y no solo sirviera como un bar casero el día de la fiesta de Año Nuevo.

Al acercarse a la escalera coronada por el globo azul gigante, Finn se dio cuenta de que le faltaba la respiración, las manos le sudaban y la cabeza le daba vueltas. Era una sensación parecida a la que tuvo la primera vez que flotó en bungee en la exósfera de la Tierra. Estaba aterrado… pero de una forma ligera y plena por la ilusión.

Cuando subió por los escalones, con la mirada fija en el globo, notó el aroma en el aire. ¡Era el perfume de Eliana! ¡Infinitissimo! ¡Sí! ¡Estaba ahí! Pero luego pensó que tal vez ya se había ido y que la fragancia solo se había quedado impregnada a su paso por la escalera.

Llegó a la parte superior. En un letrero leyó: «Sala de lectura del Departamento de Mapas». Atravesó una puerta de vidrio.

Y…

… ahí estaba ella.

Se encontraba sola, sentada en medio de una mesa al centro de la sala. Estaba inclinada sobre un libro. Escribía. Y la luz que se cernía sobre su cabeza la hacía brillar con un tono dorado. Al espacio lo flanqueaba, por tres lados, una barandilla no más alta que la cintura de Finn. La sala parecía levitar, como si estuviera suspendida sobre el mar. Y sobre la barandilla había más globos: eran Tierras de muchos tamaños, Tierras de cristal, madera, bronce y zinc; Tierras iluminadas que rotaban y se cernían con suavidad. La visión mareó a Finn: Eliana al centro de aquel universo, y todas esas Tierras girando alrededor de ella: de su sol.

Finn tenía la sensación de que todo se iba de lado. No se atrevía a moverse, a respirar ni a hablar, porque temía caer del borde de la Tierra donde se encontraba.

Pero entonces Eliana levantó la mirada. Y la forma en que la indiferencia en su rostro se tornó en curiosidad, en reconocimiento y luego en sorpresa y en una sonrisa radiante, le hizo pensar que tal vez no le importaría desplomarse si eso significaba caer a su lado.

Y entonces comprendió que tal vez esa era la razón por la que la gente en Norteamérica le llamaba «to fall in love» a enamorarse.

La puerta de la cafetería de la biblioteca se cerró detrás de ellos y, finalmente —sí, finalmente—, ella habló.

—¿Por qué nunca llamaste?

La mitad de los comensales volteó a verlos. Pensaron que Eliana les estaba hablando a ellos, pero de inmediato volvieron a sus bocadillos y bebidas. Lo mismo de siempre: solo dos chicos gritoneando.

Finn seguía mareado. Y aletargado.

Y ella todavía lo llevaba tomado de la mano. Lo había sacudido por toda la biblioteca hasta que pasaron por la puerta y por fin, lo dejó en una mesa vacía.

—¿Dónde estuviste todo este tiempo?

Finn no podía creer cuán afortunado era. En verdad había aterrizado junto a ella. Estaba agitada, sí, pero sonreía.

—¡Dímelo todo! —vociferó en tono de broma y exigencia al mismo tiempo.

—Estuve en casa. No pude llamar —contestó él, lo cual, por supuesto, era la verdad aunque sonara demasiado tonto.

—¿Por qué no?

—Estamos demasiado alejados —explicó él, lo cual también era verdad—. No tenía sentido. Además, solo tenías quince años.

Ella respiró hondo y la nariz se le ensanchó. Finn pensó que jamás había visto a alguien fruncir el ceño con tanta belleza como Eliana lo hacía.

—Estuve ahí. En Fire Island, ¿sabes? —dijo ella.

—Sí. —Claro que sabía.

—¿Qué quieres decir con «Sí»? ¿Cómo puedes…?

—Quiero decir, sí, sí, Eliana, te escucho.

—Fue hermoso. Viví seis meses en Nueva Jersey. Iba a la preparatoria. En Teaneck. Y luego… —la voz de la chica divagó.

Finn tenía los codos sobre la mesa y la cabeza recargada en las manos. Podría escucharla así por siempre.

Ella también colocó los codos en la mesa y recargó la barbilla entre las palmas.

Se miraron por un buen rato. Pasaron eones. El periodo Jurásico evolucionó hasta el Cretáceo, y ellos continuaron contemplándose.

—Quiero tu número —dijo Eliana de repente, rompiendo así el silencio—. Quiero el número de tu casa, tu celular, el de tus padres; tu dirección de correo, tu dirección en Europa, la de tu tía y tu tío, quienesquiera que sean y… ¿estás en Facebook?

—¿Facebook?

—¿Quieres beber algo? —Eliana se puso de pie—. Yo voy a tomar un café latte. ¿Y tú?

—Seguro.

—Yo invito. —Eliana se dirigió al mostrador y regresó cinco minutos después con los cafés—. Y entonces cuéntame, ¿qué haces aquí? —preguntó y se sentó.

Finn no estaba seguro de si se refería a Berlín o a la biblioteca.

—¿Estás de viaje? ¿Estudiando? —preguntó ella, al mismo tiempo que bebía un sorbo de su café.

—Sí, sí —contestó Finn. Ambas cosas sonaban lógicas. Probó el café. Estaba tibio, como el té condimentado del swuttle.

—¿Por cuánto tiempo?

—Solo hoy.

—¿Volaste desde Nueva York solo para…?

—No, no. —¿Y ahora qué?—. Estuve en… Múnich. —¿De dónde sacó eso? ¿Tendría sentido?—. Haciendo algo de investigación. En Múnich, sí. Solo diez días. Y luego vinimos anoche a celebrar el cumpleaños de un amigo. Solo por hoy. Solo estaré hoy en Berlín.

—¿Solo un día? —preguntó ella, casi entre sollozos.

La gente volteó de nuevo.

Hubo un instante, fue casi un nanosegundo, en el que Eliana lució absolutamente destrozada. Pero pasó pronto.

—¿Entonces qué estamos haciendo aquí? —dijo ella, y se levantó de la silla—. Vamos.

Al acerarse a la salida, Finn notó que el guardia de seguridad lo saludaba con la mano.

—¡Ya recordé! —dijo el guardia— . ¡Es usted! ¡El hombre que me salvó!

—¿Que lo salvó? —preguntó Finn, perplejo—. Debe estar equivocado, señor.

—Wilmersdorfer Straße. Agosto de 2003. ¡Usted me dio 497 euros!

¡Por supuesto que Finn lo recordaba! ¿Cómo no? ¡Era el hombre con barba que olía mal y que tenía una canasta con llantas llena de bolsas! ¡Cómo había cambiado!

Pero Eliana no debía enterarse, pensó asustado. ¿Cómo podría explicar tal cosa…?

—Lo siento —dijo Finn—. Debe estar equivocado.

—No, no —dijo el hombre—. Es usted. Esperé por horas a que saliera, pero desapareció en aquel Sanitario de la Ciudad, con la chica, con…

Finn atravesó la entrada. Si aquel hombre seguía hablando, él estaría en grandes aprietos.

—Adiós —le dijo, y aceleró el paso.

—¡Usted me salvó! —le gritó el hombre—. Ahora soy un hombre distinto, ¡le guste o no! ¡Gracias!

Pero Finn y Eliana ya estaban afuera.

Las hojas verdes, doradas y rojizas crujían debajo de sus pies. El canal estaba a su izquierda. La calle estaba más allá de los árboles, a la derecha. «Y aquí es donde arrojaron el cuerpo de Rosa Luxemburgo», dijo Eliana en su papel de guía de turistas, haciendo gala de las habilidades en su uso del inglés, adquiridas en los meses que estuvo en Estados Unidos. Extendió el brazo sobre el agua del canal, y al hacerlo, de ella se desprendió un poco de la fragancia de Infinitissimo. Cuando Finn la percibió, sintió vértigo por un instante y pensó que de verdad se desmayaría y caería de cabeza en el canal. Pero en ese momento Eliana lo tocó del brazo y señaló a la derecha.

—Allá atrás están las embajadas, y ahí —volvió a girar a la izquierda, al sur— hay un albergue juvenil. Algunos de mis amigos se quedaron ahí en una ocasión. ¿Lo ves?

—Esa porquería indescriptible; masa gris de concreto barato endeble y…

Ella rio.

—Así es. Pero irónicamente —señaló ella al pasar por la franja de árboles que tenían al lado derecho de la calle—, justo al otro lado del canal, frente a esa masa gris de lo que sea, se encuentra uno de los edificios más bellos de todo Berlín. Voilà.

¡Fue asombroso! Finn reconoció la fachada en forma de ola del edificio que estaba al otro lado de la calle.

—Fahrenkamp —dijo él, y Eliana abrió los ojos sorprendida.

—No puedo creer que conozcas el nombre del arquitecto. Los berlineses saben, si acaso, que las oficinas de la compañía de gas están ahí. —Entonces ella retomó el alemán.

En el mundo de Finn, aquel edificio era un punto de referencia: la entrada suroeste al campus del Instituto Olga Zhukova. La estación de swuttle, Fahrenkamp-IOZ, se ubicaba a solo doscientos metros al norte.

—Disculpe, señor Nordstrom —dijo Eliana. Tenía el puño cerrado y cerca de la boca, como si fuera un micrófono. Era como las reporteras que aparecían en los celuloides nuevos—. ¿Qué es lo que hizo que un estadounidense inteligente como usted eligiera la historia alemana como su área de estudio? —preguntó, y le pasó «el micrófono».

—Historia moderna, amiga mía, historia moderna. Los alemanes solo tuvieron la suerte de participar.

—Y muy mal, por cierto. —El micrófono de Eliana desapareció en el aire.

Él asintió. La primera mitad del siglo XX no era su parte favorita de la historia.

—¿Y a ti qué fue lo que te hizo elegir, de todos los lugares posibles, Teaneck, Nueva Jersey, para ir a estudiar? —le preguntó él.

—¡Nueva Jersey! —exclamó ella, imitando su acento. Luego se rio. Su risa era adorable. A Finn le habría gustado grabarla para volverla a escuchar una y otra vez. Debido a la costumbre, le envió un impulso a su BC para registrarla, pero por supuesto no sirvió de nada. Eliana lo empujó a la altura del hombro.

—Dices «Nueva Jersey» como un verdadero neoyorquino, con tanta condescendencia. Pero es gracioso. Porque no suenas como neoyorquino cuando hablas inglés. Mi madre anfitriona, la señora «Por favor llámame Wendy» Weiss, sí hablaba como nativa de Nueva York. Era de Brooklyn pero luego vivió en Queens. Sonaba como taxista de película de Scorsese. Como gis arrastrándose en un pizarrón.

Gis arrastrándose en un pizarrón. Finn se preguntó a qué sonaría eso.

—Pero —continuó Eliana— tu acento es… distinto.

Él se encogió de hombros. Estaba pisando un terreno peligroso. Sin embargo, no podía incluir en la agenda para la tarde una conferencia sobre la evolución del idioma inglés en los siglos XXI a XXIII.

—¿Y tú? —le preguntó a Eliana—, ¿qué vas a ser cuando seas grande?

—Arquitecta. Creo —contestó la chica.

—¿De verdad? —Era asombroso, pensó él. Eliana jamás había dado algún indicio de que le interesara la arquitectura en su diario.

—¿Por qué te sorprende tanto? —preguntó ella.

—No sé, nada más. ¿Y qué construirías?

—No estoy segura —contestó—. Albergues juveniles, supongo.

Ambos se rieron un buen rato después de eso.

Estaban en un parque. Rodeados por todos lados de edificios de departamentos del Berlín de entre siglos, con escaleras de emergencia en espiral, ventanas panorámicas y tragaluces. Había una cancha de soccer, una barra con sogas para colgarse, dos resbaladillas, una bomba de agua y un carrusel que le recordó a Finn la centrifugadora del IOZ.

Ahora que el sol estaba en el oriente y listo para ponerse, el aire se sentía más fresco. Eran los únicos en aquel lugar, y tenían una banca completa para ellos. Se dejaron caer en ella, exhaustos por la caminata. Finn miró hacia arriba, a las ventanas iluminadas: rectángulos y cuadrados amarillentos en el cielo que oscurecía. Observó las siluetas de los habitantes, las vio entrar y salir de sus habitaciones, preparar la cena, encender las televisiones, alistar a los pequeños para dormir. Todo tenía su propia coreografía y lo hacía sentir como si, de alguna manera, hubiera vuelto a casa.

—Me gusta contemplar las ventanas —dijo Eliana—. Hay algo muy íntimo en ello, ¿no crees?

—Sí. También estaba pensando en algo así.

—Esa es nuestra casa —dijo ella al mismo tiempo que señalaba una fachada blanca deslavada al oeste.

—No me había dado cuenta.

—¿No alcanzas a oler el guisado de papas dulces de mi madre?

Finn olfateó al aire. Lo único que percibía era a Eliana y su Infinitissimo.

—Sí, creo que sí. ¿Con mantequilla? Y… —volvió a olfatear—, ¿papas dulces?

Eliana le dio un codazo en las costillas.

—Ja, ja.

—¿Nos pueden ver desde ahí? —preguntó Finn, mirando la fachada.

—No, esa es la casa de atrás, detrás del patio. Nuestro departamento está al frente. —La brisa pasó soplando y Eliana se abotonó la chamarra—. Madeline y yo solíamos venir aquí siempre. —Sus palabras quedaron suspendidas en el aire por un momento… y luego se alejaron con la brisa. Miró a Finn—. La extraño, muchísimo, todo el tiempo. Creo que siempre habrá una parte de mí que la extrañará.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Finn la alcanzó a escuchar tragando saliva, y se le hizo un nudo en la garganta.

—Me alegra que hayas tenido oportunidad de conocerla —dijo ella.

Él asintió.

La mirada de Eliana viajó hasta la de Finn, y este vio cómo la tristeza se desvanecía de pronto de su rostro.

—¿Sabes? Luces exactamente igual —dijo con una sonrisa—. ¡Te ves igualito! Es de lo más extraño. Como si no hubieras crecido ni un día.

Para ser precisos, solo tenía dos meses más que la última vez que Eliana lo vio, en tanto que para ella habían pasado dos años y casi cuatro meses. Por supuesto que era algo confuso y prefería no reflexionarlo. Además, ¿quién podría pensar en algo así en una situación como la que se encontraba?

—Tienes esta barbita lisa —dijo ella—. Aquí mismo. Es más larga que las otras —explicó mientras señalaba su barbilla—. Juraría que también la tenías hace dos años. —Eliana levantó la mano hasta el rostro de Finn, y le acarició la barbilla con el dedo índice—. Aquí está —dijo mientras jugaba con cuidado con el vello más largo—. ¿La sientes?

¡Vaya que la sentía!

Y de repente y sin pensarlo, Finn alcanzó la mano de Eliana y la besó. En la palma. Se deleitó con la suave curva que en esta se formaba. Besó cada dedo, cada punta; la cutícula rasgada que le había visto en el dedo índice. También la muñeca, ahí donde la esencia de Infinitissimo era más enloquecedora; un nudillo o dos. Para cuando terminó, conocía la mano a la perfección.

Luego la escuchó respirar profundamente, y la miró.

—Nadie me había besado la mano nunca —dijo—. Nunca.

—Y yo debo confesar que jamás había besado una mano. Nunca jamás. Ciertamente, ninguna tan adorable como la tuya.

Sus cabezas se acercaron cada vez más. Los labios primero, para unirse en un beso. El corazón de Finn estaba a punto de estallar y salírsele del pecho. Iba a abrazarla cuando… su celular cobró vida al timbrar. La sorpresa los hizo separarse. Finn abrió el cierre del bolsillo de la sudadera con desgano. «Ah», dijo cuando miró la pantalla. Rouge le había enviado un mensaje para avisarle dónde y cuándo debían encontrarse. «Es un breve servicio de mensajería», le dijo a Eliana.

—¿Un breve qué?

—Un breve servicio…

—Ah —exclamó ella—, es un mensaje. —Eliana vio el aparato—. ¡Guau! ¡Un iPhone! ¡Aquí todavía no se pueden ni comprar! Papá tiene uno, de prueba. ¡Robert se va a morir de envidia!

—Biología —dijo Robert al mismo tiempo que se acababa la comida del plato—. Creo que voy a estudiar Biología. Genética. Pero primero tengo que acabar con el asunto del servicio civil. Terminará en julio.

—¿Servicio civil? —preguntó Finn.

Todos se rieron.

—Sí, lo elegí en lugar de hacer el servicio militar —dijo Robert, y les disparó a todos en la mesa con una pistola imaginaria—. El ejército no es para mí, así que tengo que realizar trabajos por el bien de la humanidad para compensarlo. Por un año. Estoy trabajando con niños de entre doce y dieciséis años que viven en la calle. En un centro juvenil. Ahora les estamos enseñando a trabajar con madera, a hacer mesas y cosas así. Me estoy volviendo bastante bueno en eso.

Eliana volteó a ver a su madre con impaciencia.

—Mamá, ¿ya le puede enseñar Finn su teléfono a papá?

—Está bien, está bien —dijo Angelika Lorenz con un suspiro. Finn sacó el teléfono y Eliana se lo arrebató de las manos.

—¡Mira! Tiene una cámara de video. Y flash. El tuyo no, ¿verdad, papá?

Rudolf Lorenz levantó la ceja.

—¿Cámara de video? No. Y tampoco tiene flash para la cámara. —Sacó el teléfono de su bolsillo del pantalón y lo comparó con el de Finn. El suyo no era tan delgado como el de su invitado. Y el compartimento para la tarjeta de memoria del de Finn estaba a un lado, no sobre el borde superior. Herr Lorenz se le quedó viendo—. Finn, tal vez debas…

—¡Espera! ¡Déjame ver! —dijo Robert, quien tomó el teléfono y comenzó a jugar con él.

Eliana miró de reojo a Finn, y él sintió que la emoción lo recorría por completo. Era una sensación extraordinaria: todo su cuerpo anhelaba acercarse más a ella.

—Papá —dijo Robert y se inclinó hacia él—, mira, el teléfono de Finn tiene servicio de 3G. ¿Es eso posible? Aquí dice 3G, y el tuyo solo muestra la E de «Edge».

Rudolf Lorenz se puso de pie.

—Ven, Finn. Me parece que me querías mostrar tu habilidad en la escritura.

—¡No! —exclamó Eliana, al mismo tiempo que se levantaba de su asiento—. Finn va a subir conmigo. A la terraza.

—No, no es así —dijo Angelika Lorenz—. ¡Vendrá conmigo! Quiero darle algo de comida para su viaje a casa. —Luego volteó a ver a Finn—. ¿Adónde dices que vas?

Antes de que Finn pudiera contestarle, Herr Lorenz ya se lo había llevado.

Eran las diez. La hora de partir llegaría pronto, pensó Finn cuando se asomó y vio Berlín. Rouge se reuniría con él abajo, al final de la cuadra, en aquella placita frente al cine. Tal vez ya se encontraba ahí.

Pero, por el momento, estaría con Eliana.

A Rudolf Lorenz le agradaron las cursivas de Finn.

—Muy bien —dijo—, muy bien. —Y luego le pasó la mano por la cabeza y lo despeinó, de la misma manera en que Artu solía hacerlo, y para mayor sorpresa de Finn lo abrazó y, en un tono muy enigmático, le dijo—: Volverás. Todavía tenemos que ir a navegar juntos. —Pero entonces Eliana entró intempestivamente.

—¿Ahora sí ya acabaron? —preguntó, y sin esperar respuesta, arrastró a Finn por el corredor, donde se encontraron a Robert.

—Voy a ver a Lisa —le dijo Robert a Finn mientras se ponía la chamarra—. La próxima vez que vengas, tú y yo nos vamos a ir a tomar una cerveza. ¿De acuerdo? —pero Eliana no se detuvo y continuó arrastrando a Finn por la escalera de caracol y, antes de que este supiera lo que pasaba, ya estaban en la terraza, contemplando Berlín. Al fin estaban solos. Solos con las luces de la ciudad abajo, y los ángeles en el cielo. Finn tomó a Eliana de las mejillas y la besó.

Y luego ella lo besó a él.

Y él a ella otra vez.

Y luego… bueno… siguieron así por un largo rato. Podrían haberse quedado así para siempre. Y así fue, para siempre.

La eternidad contenida en una hora. Pero luego pasaron de las diez.

Ambos estaban recargados en el parapeto, hombro con hombro. Sus caderas se tocaban, también sus muslos. Miraban Berlín, un Berlín que Finn casi no entendía, una ciudad que él sabía que sería atacada dentro de once años por un virus letal y se derretiría hasta sus cimientos en 2050; que prácticamente sería borrada de la faz de la tierra. Le habría gustado no saber todo aquello; quedarse ahí, como estaba, para siempre. Pensó que, si muriera en ese momento, no habría ningún problema.

Ambos escucharon pasos en las escaleras de caracol.

—¡Eliana! —le llamó Rudolf desde abajo—. ¡Tienes visitas!

La voz de Rudi Lorenz tenía un tono de nerviosismo, pensó Finn. Les estaba advirtiendo sobre alguien. Y antes de que Finn pudiera seguir analizando la situación, frente a sus ojos se materializó un joven.

—¡Sorpresa! —dijo el recién llegado y con un abrazo levantó a Eliana. La elevó, la meció alrededor y le dio un tronado beso húmedo en los labios. Un beso de verdad sonoro y vulgar.

—Sam —dijo Eliana casi sin aliento, entre risitas y luchando por zafarse—. ¡Bájame! ¡Me estás sofocando!

El joven le dio otro fuerte beso en los labios y luego la bajó, pero no dejó de abrazarla.

Finn sintió un fuerte dolor en el pecho. Eliana no se atrevía a mirarlo.

Él no recordaba haber odiado nunca a nadie en su vida, pero pensó que si le daban la oportunidad, que era justamente lo que estaba pasando, con toda facilidad podría aprender a odiar a este increíblemente bien parecido espécimen de joven que tenía frente a sí. Era Sam el Odioso.

—¡Me dieron dos días de descanso! —le dijo Sam el Odioso a Eliana—. ¿Me puedo quedar aquí esta noche? —le preguntó al mismo tiempo que le pasaba los labios por el cuello.

Finn creyó que vomitaría ahí mismo. O que caería desde la terraza. De hecho, tan solo saltaría.

—Finn —dijo Eliana—, te presento a Sam.

Sam se acercó y estrecharon manos aunque con desgano.

Eliana miró a Finn.

—Sam es un amigo. Él está… eh… filmando una película en Múnich.

—Escuché que eras de Estados Unidos —dijo Sam—; de Nueva York.

Finn no dijo nada. Temía que se le quebrara la voz en cualquier momento.

—Oye —vociferó con osadía Sam el Odioso—, ¿Elli y yo podemos quedarnos en tu casa cuando vayamos en junio? Le voy a regalar un viaje a Nueva York para cuando cumpla dieciocho años.

¿Elli?, pensó Finn. A ella no le agrada que la llamen así.

Sam, desconcertado, volteó a verla.

—¿Este tipo no habla? Tu padre me dijo que sí sabe alemán.

—Sam, por favor no me llames Elli —dijo Eliana—. Y sí, por supuesto, Finn habla alemán.

Sam el Odioso miró a Finn con arrogancia, y luego volteó de nuevo a Eliana.

—A mi no me parece que entienda nada de lo que…

—¿Finn? —lo llamó Rudi Lorenz. Entonces se escucharon pasos en la escalera y el hombre apareció en la puerta. Aclaró la garganta—. Rouge Moreau acaba de llamar. Dice que no has contestado tu celular. Me temo que Robert pudo haber cambiado la configuración por accidente. —Le entregó el celular a Finn—. Dice que tienes que ir ahora mismo. Es urgente.

Finn asintió y miró a Eliana. Ella y Sam todavía estaban juntos, y él la abrazaba. Ambos sonreían trabajosamente. Era como si estuvieran esperando que Finn les tomara una fotografía para una revista del corazón. Pero esa no era su intención en absoluto.

—Debo irme —le dijo Finn a Eliana.

—Te acompaño a la puerta —dijo ella, y dejó solo a Sam.

Finn caminó de prisa. Situaciones intrincadas, pensó. A esto era precisamente a lo que se referían con «intrincada». Intrincada, intrincada, intrincada.

Al llegar a la puerta volteó a ver a Eliana. Era evidente que estaba molesta, pero Finn no sabía si era debido a la repentina llegada de Sam el Odioso o a que ahora él tenía que irse de repente.

Sam los había seguido hasta abajo, pero se quedó jugando con su maleta cerca de la sala.

—Lo lamento —susurró Eliana. No quería que Sam la escuchara—. Lo siento… No sé qué decir.

—Creo que lo que se acostumbra decir es «adiós» —alcanzó a decir Finn, y salió por la puerta.

¿Creo que lo que se acostumbra decir es «adiós»? Ya había escuchado esa frase antes, pensó Finn. En un celuloide. Pero entonces la puerta se cerró detrás de él, y tuvo que hacer uso de toda su energía para no desfallecer.