14

LA MOSCA EN LA PARED

A Finn le daba terror el funeral. No era que no se les conociera en su época sino, sencillamente, que jamás había asistido a uno. Su mayor fuente de información acerca de estos acontecimientos provenía de los celuloides, pero sabía que eran situaciones con una gran carga emocional.

A pesar del miedo, Finn creía que el funeral de Madeline era la respuesta a su «¿Y ahora qué?». Escuchaba una voz que parecía un virus gusano tipo auditivo en el BC, y que le decía: «Ve-y-te-enterarás. Ve-y-te-enterarás». No tenía idea de lo que haría al llegar ahí, de lo que pasaría si buscara a Eliana y le hablara. Pensó que, quizá, ni siquiera lo recordaría. Dio por hecho que él tan solo se quedaría en algún lugar al fondo, observando todo.

El profesor Judd Grossmann fue quien cuestionó la decisión de Finn cuando le explicó que, si volvía a ver a la jovencita de nuevo, la situación podría tornarse «intrincada». Finn tuvo que admitir que su decisión no era racional y que, de hecho, era una locura que rayaba en lo místico. «Es un misterio», dijo, pero también explicó que sabía que era algo que tenía que hacer.

Y el Instituto Olga Zhukova estuvo de acuerdo con la respuesta, incluso feliz.

Con el objetivo de prepararlo para ese y los futuros viajes en el tiempo —realizaría cuatro más en total—, Finn tuvo que aprobar una larga serie de pruebas y ejercicios. Algunos de ellos fueron bastante terribles. El ejercicio de simulación llamado «fumado pasivo», por ejemplo —que consistía en cenar en una pequeña habitación en la que una de cada dos personas estaba fumando—, fue demasiado desagradable. Le lastimó los ojos y fue una tortura para los pulmones y la garganta, sin mencionar que el aroma le impregnó el cabello y la ropa. No obstante, era necesario pasar la prueba. Otros de los ejercicios no fueron tan desagradables, pero sí extenuantes. Entre ellos, andar en una bicicleta que dependía de la energía humana ¡por una hora continua! A pesar de todo, Finn los soportó con mucha paciencia porque sintió que ninguna de esas cosas era tan insufrible como volver a la futilidad y al aburrimiento de los informes financieros del Deutsche Bank.

Asimismo, recibió un curso relámpago sobre las leyes de la física involucradas en la transportación de seres vivos y objetos inanimados en el tiempo. El curso se llamó «El estado de los viajes en el tiempo en la actualidad», pero Finn casi no entendió nada del mismo. Además no logró responder por completo ni satisfactoriamente las pocas preguntas que tenía: ¿por qué «aterrizamos» en Sanitarios de la Ciudad? ¿Qué es lo que impide que caigamos sobre alguien sentado en el escusado? ¿Por qué al viajar en el tiempo nuestro portal no se abre justo en medio de, no sé, digamos, el tanque de tiburones de un acuario? ¿Por qué podemos llevar con nosotros objetos al pasado pero no podemos traer recuerdos ni seres humanos al futuro? ¿Podemos viajar a nuestro propio pasado y conocernos cuando éramos jóvenes? ¿Podríamos aterrizar en una tierra paralela?

Como respuesta a las primeras tres preguntas de Finn, el profesor se enfrascó en una larga e intrincada explicación sobre un pequeño instrumento llamado Mosca en la Pared (o FLoW por sus siglas en inglés), que se hace fluir hacia el pasado para registrar la interacción y el movimiento de un espacio específico durante un periodo particular, lo cual hacía que fuera posible programar la entrada y la salida. Sin embargo, Finn entendió muy poco y al final lo único que logró fue reforzar la decisión que había tomado ocho años atrás de no especializarse en ciencia o tecnología. Por otra parte, las preguntas que quedaron sin responder terminaron en un limbo.

—Lo siento, señor Nordstrom —dijo el profesor—, pero para entender las respuestas a sus otras preguntas, necesitará más entrenamiento en matemáticas y física.

El tercer viaje de Finn al Berlín de entre siglos se planeó originalmente como una excursión de seis horas, pero Rouge, quien volvería a acompañar a su amigo, solicitó una extensión de dos horas que justificó diciendo que tenían que ir de compras.

Y es que, por desgracia, Finn le mencionó a Rouge que la madre de Eliana era diseñadora de vestuario para celuloides y que las prendas que usaron aquel día de abril de 2004 en Buchhandlung Dusenhuber le habían resultado sospechosas. La noticia no le agradó a Rouge en absoluto porque, además de ser perfeccionista en lo que se refería al trabajo, se consideraba una mujer moderna y al tanto de las tendencias de moda. Insistió mucho en vestirse adecuadamente y con estilo para el siguiente viaje.

Asimismo, la física llegó a la conclusión de que necesitaban equipo para comunicarse. Sería un día largo, y ella y Finn podrían separarse en algún momento. Como sus BC no funcionaban durante los viajes en el tiempo, le pareció de suma importancia tener los medios adecuados para contactarse y, por lo tanto, señaló que necesitaban conseguir teléfonos celulares. Todo eso tomaría tiempo, argumentó. El profesor Grossmann les concedió las dos horas y acotó que aunque el incremento no significaría un problema para una viajera experimentada como Rouge, resultaría difícil para Finn e incluso podría ocasionarle fatiga excesiva, migraña, episodios de vértigo y otros malestares peores. Finn se encogió de hombros: cualquier situación en beneficio del proyecto estaba bien para él.

Rouge y Finn llegaron a Berlín a tiempo, al Sanitario de la Ciudad de Kurfürstendamm y Schlüterstraße, un calidísimo 21 de junio de 2005 a las 10 a.m. Eligieron artículos rápidamente, pero con buen gusto, en dos tiendas de ropa y una de zapatos que visitaron. Se pusieron las prendas nuevas de inmediato pero perdieron tiempo en el local de celulares. Gracias a Jil Sander y Hugo Boss, el ambicioso representante de la compañía celular creyó que Finn y Rouge eran jóvenes e inexpertos —y por lo tanto crédulos— turistas rusos. Los presionó para que compraran smartphones de 600 con contrato de dos años cada uno. Les explicó en detalle varios de los rasgos de los equipos, así como una multitud de planes (más complicados, pensó Finn, que las explicaciones del profesor Grossmann respecto al viaje en el tiempo), hasta que un frustrado cliente que esperaba formado su turno les suplicó que solo fueran a un expendio de café en la esquina donde vendían celulares prepagados a un precio de risa. ¿Por qué un productor de café también vendía celulares? Nunca se enteraron, pero Rouge quedó muy contenta con la compra, y Finn con su recién adquirido mejor manejo del alemán cotidiano, así como con el uso de la primera persona del singular. Y claro, ambos quedaron muy satisfechos con el vaso de café colombiano que bebieron para relajarse.

A pesar de que Finn clopeó y memorizó la ruta al Zoológico Bahnhof, donde las exploraciones de Grossmann indicaban que encontrarían casilleros para guardar la ropa con que viajaron en el tiempo, el asunto fue lento. El sol pegaba con furia, los zapatos nuevos les empezaron a sacar ampollas y, además, tuvieron que detenerse a beber agua en dos ocasiones. Para cuando dejaron sus prendas en el casillero y compraron dos ensaladas para llevar, ya iban bastante retrasados. Tomaron el tren a Bahnhof Wannsee y disfrutaron lo más que pudieron del recorrido lleno de topes. Comieron las ensaladas y cuando prepararon los celulares se quedaron estupefactos ante lo rudimentario de la tecnología. Luego, afuera de la estación de Wannsee, encontraron pronto un taxi que los llevó al cementerio en Stahnsdorf. Por desgracia, llegaron cuarenta y cinco minutos tarde. A ninguno le agradó el retraso, pero supusieron que ya no quedaba nada por hacer al respecto. Además nadie los esperaba. Desde el punto de vista de Finn, él sería solamente una mosca en la pared.

La capilla estaba repleta. Todas las bancas de madera se encontraban ocupadas y la parte trasera estaba llena de asistentes. Solo se podía permanecer de pie.

Las capillas todavía existían en la era de Finn, pero solo bajo protección por ser sitios históricos. Él no recordaba haber entrado a alguna jamás. En la Era Dorada del Pragmatismo no había mucho espacio para Dios. A pesar de que seguramente aún había hombres y mujeres que creían —era un mundo inmenso—, estos practicaban su religión de una manera discreta.

Cuando Finn y Rouge entraron a la capilla, desde el púlpito estaba hablando una mujer de unos cuarenta años con un vestido sencillo. El interior estaba en penumbras; todo el mobiliario era de madera oscura y las ventanas eran diminutas. A pesar de que se sentía fresco, el aire pesaba. Todo se debía al aroma de la excesiva cantidad de flores y a la brutal fuerza del dolor de los asistentes, un dolor tan monstruoso que Finn tuvo que usar toda la energía que poseía para protegerse. Pero era una fuerza muy superior, cada sollozo quebraba sus defensas un poco más.

Prácticamente no pudo escuchar las palabras de la mujer, hasta que notó que estaba a punto de concluir su discurso. Ella comenzó a hablar más despacio y la voz se le quebró. «Fue una niña maravillosa y gran amiga de sus compañeros de escuela», dijo. Se estaba esforzando tanto en terminar el discurso sin llorar, que la boca se le retorcía. «La banca vacía de Madeline en nuestro salón será un recordatorio constante de su alegría y generosidad de espíritu. Nunca la olvidaremos.» En su prisa por abandonar el púlpito, la mujer, quien parecía ser la maestra de Madeline, estuvo a punto de caer. Regresó a una banca donde sus estudiantes la esperaban apiñonados para recibirla al centro.

Y luego, como de la nada, se escuchó música. La congregación se puso de pie y miró hacia el pasillo central, donde Finn vio a la madre de Eliana caminar junto a su esposo. Él era altísimo, su cabello era muy canoso y caminaba tan derecho que a Finn le dio la impresión de que, debajo del traje, se ocultaba una regla.

Detrás de ellos venía Eliana con un chico de cabello oscuro. Finn pensó que debía de ser Robert.

Eliana había crecido, por supuesto. Ya no era una niña. Pero tampoco era una mujer todavía. A primera vista se le veía tranquila al pasar entre los dolientes, pero luego Finn notó que su mirada estaba fija en un punto al frente, y eso le hizo pensar que tal vez tenía miedo de ver a los demás, de encontrarse con los rostros de su familia y amigos. Y entonces percibió su vulnerabilidad.

La música inundó la capilla y también los rincones de cada banca, las células de cada cuerpo. Finn se dio cuenta de que era el Aria de la Suite Número 3 de Bach. La había escuchado antes, pero nunca de esta manera, nunca con tanto abandono ni de una forma tan lastimera; nunca con toda la fuerza de una congregación de dolientes infundiéndole su pena.

Estaba atrapado. En cuanto se dio cuenta, en el momento que entendió que no había manera de evitarlo, algo en él cedió, y tuvo que rendirse. La música lo invadió, lo llenó, se apoderó de él. Y con ella, también su luto personal.

De alguna forma supo entonces por qué había ido: para lamentar a sus propios muertos.

Hacía calor, le dolía la cabeza. De pronto vio que tenía la corbata húmeda por las lágrimas. Encontró una banca de piedra a un lado del pasillo, y se sentó ahí a llorar.

Solo.

Por siempre.

Por fin lo entendió.

Se habían ido. Todos.

Para siempre.

Su familia lo había dejado solo.

Jamás volvería a escuchar a su madre leer un libro, ni jugaría slapback con su padre. Jamás volvería a arrojar piedras con Mannu en la playa ni vería a Lulu correr detrás de una libélula.

Se habían ido.

Y los extrañaba. Inmensamente.

Lloró, consciente de los pájaros que revoloteaban de un árbol a la lápida y a un arbusto, de las moscas que pasaban zumbando cerca de su oído, de los rayos de sol que pegaban con fuerza. Escuchó las voces apagadas y el crujir de los pasos detrás de los árboles. Y sobre él, al igual que el pesado, caliente y sofocante aire de junio, se cernía la espantosa pregunta: ¿qué iba a hacer ahora que estaba solo?

Se sentó, respiró, adoleció… hasta que un glissando de arpa llegó a sus oídos. ¿Se lo estaría imaginando? ¿Sería un mensaje de los cielos? Miró alrededor y notó que una luz parpadeaba en el bolsillo de su saco. ¡Ah!, el celular.

—¿Hola? —preguntó titubeante como si esperara que del otro lado contestara un fantasma: Madeline o tal vez Lulu, su propia hermana.

—Finn —dijo Rouge—, si miras al final del pasillo verás a esta amiga.

Finn se asomó y vio a Rouge al fondo. Ella lo saludó con la mano.

—Deberías ofrecer tus condolencias —dijo ella—, ya casi es hora.

La familia Lorenz estaba parada bajo la sombra de un roble y los dolientes ya habían formado una fila. Finn y Rouge se formaron detrás de dos jovencitos. Y atrás de ellos se formaron unos niños; eran compañeros de Madeline.

Frau Martin dice que la cremaron —explicó una de las niñas.

—Eso es escalofriante —susurró su amiga—. Todo su cuerpo cupo en ese… en ese jarroncito.

—«Urna», Frau Martin dijo que era una «urna». La colocan debajo del árbol, donde están las raíces.

—Qué escalofriante —volvió a decir la niña, al mismo tiempo que se estremecía.

Finn vio que más adelante los dolientes subían hasta el pie del árbol, arrojaban flores a un pequeño agujero en el suelo y después estrechaban la mano de la mamá de Madeline o la abrazaban, y luego a su padre, a Robert y a Eliana.

—No tenemos flores —le dijo Finn a Rouge.

—No todo mundo trae.

El corazón de Finn latía a toda velocidad. Le preocupaba que Eliana no lo reconociera y que eso lo desilusionara. O no saber qué decir y que la desilusionada fuera ella. O…

Llegó el turno de los viajeros para pasar al lugar de sepultura. Se acercaron juntos. El agujero era angosto y la urna apenas se alcanzaba a ver debajo del manto de flores.

Finn le extendió la mano a la madre. «Nuestras condolencias», dijo. Ella lo miró y asintió, pero no lo reconoció. Luego estrechó la mano de Rouge y asintió brevemente al ver sus rizos rojos. Estaba a punto de saludar a la siguiente persona cuando de pronto en sus ojos apareció una chispa que indicó que la reconocía. Volteó a ver a Finn y lo ubicó también. Volvió a darle la mano. «Gracias», dijo. Finn asintió y se acercó al padre de Madeline, pero él estaba de espaldas hablando con alguien más. Entonces Finn le extendió la mano a Robert y este se la estrechó sin mirarlo. Y luego, ahí estaba ella, Eliana. Lo miró y le extendió la mano.

Entonces pasó un terrible segundo de incertidumbre…

No hubo ninguna señal en el rostro de Eliana.

Finn estaba a punto de caminar… «¿Finn?», preguntó ella en voz baja. Había un toque de sorpresa en su voz. Y de calidez y… asombro. «Finn.»

¿Cómo era posible que lo recordara? Finn sintió que la sangre le corría hasta llegar a las orejas y por un instante el silbido lo ensordeció.

Eliana seguía sujetando su mano. «Viniste», dijo.

Finn pensó que sus ojos se veían más oscuros de como los recordaba. Y su cabello más dorado.

Eliana miró hasta el fin de la fila, y luego volvió a posar su vista en él. «Podrías esperar un momento», dijo, «ya casi terminamos.»

Eliana les consiguió un aventón a Finn y a Rouge. Los dos jóvenes que estaban frente a ellos en la fila los llevaron de vuelta a la ciudad. Eran amigos de Robert. Los muchachos —el conductor era Leopold y Philipp era el más chico— hablaron sobre las vacaciones escolares que estaban por venir. Philipp iría a Creta con dos amigos, y Leopold a Toscana con la familia de su novia. Al escuchar a los chicos conversar, Finn se dio cuenta de que él también estaba en un viaje; uno muy sorprendente, por cierto. Estaba viviendo el sueño de todo historiador: visitar el mundo que vio en su mente y que ahora, gracias a un golpe de suerte, podía investigar de primera mano.

Finn y Rouge hablaron poco. Hacía mucho calor y, además, les daba miedo revelar información clasificada sin querer. Además, Rouge estaba muy ocupada viendo la carretera. Las habilidades de Leopold como conductor la ponían nerviosa y no confiaba mucho en un vehículo operado manualmente y con aroma a combustible de fósil.

Eliana había invitado a Finn y a Rouge al departamento de los Lorenz para almorzar, pero ambos rechazaron la invitación. Les pareció que no tenían derecho a estar con la familia en aquella ocasión tan solemne e íntima y aunque Angelika, la madre de Eliana, fue muy amable, percibieron que en realidad no quería que estuvieran ahí. Rudi, el padre de Eliana, parecía distante y además no habían tenido la oportunidad de conocerlo aún.

Pero Eliana insistió. «Viajaron desde lejos», dijo, «tienen que venir.»

Finn se preguntó lo que habría dicho si en verdad supiera cuánto habían viajado.

—Además —agregó Eliana—, tengo algo que mostrarte.

¿Qué podría querer mostrarle?, se preguntó Finn al mismo tiempo que veía el autobahn alemán pasar zumbando junto a ellos a 140 kilómetros por hora.

—Oigan, ¿quieren algo de mierda? —les preguntó Philipp, el más joven, a Finn y Rouge de una forma bastante inesperada.

—¿Mierda? —preguntó Finn. No tenía la menor idea de por qué diablos ese muchacho les estaba ofreciendo algo tan crudo como…

—Qué tristeza lo del funeral —continuó el chico—. Qué maldita tristeza. Ella era un encanto de niña —añadió y luego miró a Finn—. ¿No quieres? Yo sí.

Finn vio al muchacho sacar una bolsa de plástico transparente con tabaco y forjar un cigarro.

Ah, en lenguaje coloquial al tabaco le llamaban «mierda», pensó Finn. No lo sabía. De pronto se sintió agradecido de que Rouge hubiera sido tan diligente y realizara el ejercicio del fumador pasivo. Se preparó para la prueba.

Sobra decir que a Finn le sorprendió mucho ver que el delgado y serpenteante cigarrito que forjó Philipp no olía para nada como el tabaco que él había probado. De hecho olía bastante bien, como a hierba quemada pero con un toque picante. Y sí, ¡era como un té condimentado!

—¿Eh? —preguntó el chico después de inhalar el humo y extenderle el cigarro a Finn.

Finn y Rouge lo rechazaron. Eran cuarto para las tres, lo que significaba que ya solo tenían tres horas antes de volver y debían permanecer alertas. Ambos se recargaron en el asiento e inhalaron la mierda de forma pasiva, tal como les habían enseñado en el Instituto.

El auto dio vuelta en una agradable y silenciosa callecita de Charlottenburg. En la esquina había una pequeña y sombreada plaza con algunas bancas, un cine, un café, un expendio de periódicos y una tienda de abarrotes. Finn vio el nombre de la calle en un letrero: Giesebrechtstraße. Lo clopearía a su regreso. Recordó que cuando Renko encontró el obituario de Madeline clopearon el nombre «Eliana Lorenz», pero no obtuvieron resultados. Renko seguía trabajando en el asunto por su lado pero no tenían muchas esperanzas de encontrar algo, ya que se había perdido demasiado. Eso, sin embargo, no significaba necesariamente que Eliana no hubiese sobrevivido al Invierno Oscuro. Tal vez se cambió el nombre, se casó, viajó al Oriente, hasta Shanghái. Quizá Gao era una de sus descendientes.

Era posible.

Los Lorenz vivían en el último piso de un edificio en muy buen estado, de entre siglos. Bajo techo hacía calor, quizá mucho más que afuera, pero había bastante agua embotellada enfriándose en dos tinas, y un poco más en el refrigerador.

—Hay demasiado silencio aquí —dijo Philipp cuando entraron al departamento, pero a Finn le pareció agradable. Era el mismo tipo de ambiente de una fiesta DPA, pero sin la roboayuda.

Philipp condujo a Finn y a Rouge hasta la habitación de Robert, donde se habían reunido los adolescentes. Algunos eran primos que venían de Hamburgo, y otros, amigos de Robert y Eliana. Finn conoció a las «Tres J», Joya, Johanna y Jill, y a dos amigas de Madeline. A pesar de que era una ocasión triste, a Finn le agradó bastante estar ahí conviviendo con todos esos jóvenes. También vio cómo se encendía la pantalla de una computadora antigua, bebió de un vaso que de verdad había sido fabricado con vidrio, y se sentó en una de aquellas sillas giratorias que se exhibían en la colección permanente del Departamento Escandinavo, en el Museo de Cultura Europea.

—¿Finn?

Finn volteó al escuchar su nombre. Era Eliana. Ahora traía el cabello recogido pero algunos mechones luchaban por liberarse de su broche.

—¿Te puedo mostrar algo? —dijo—. Es en la habitación de Madeline.

Finn miró a Rouge. Ella estaba conversando con Philipp y Leopold en francés, pero al ver a Finn asintió.

Las paredes de la habitación de Madeline estaban tapizadas con imágenes de caballos, un par de actores que Finn reconoció porque los había visto en los celuloides, y algunos jóvenes tocando instrumentos musicales. El lugar estaba lleno de adornos apiñonados por todos lados; predominaba el color rosa y discrepaba mucho de la sobria funcionalidad que poseían las habitaciones infantiles que Finn conocía.

Eliana caminó hasta la ventana y cerró las cortinas de flores con dos rápidos movimientos.

—Por la tarde el sol siempre pega directo aquí —dijo. Luego se dirigió al escritorio de Madeline, donde había varios cuadernos y papeles apilados, libros abiertos con algunas esquinas dobladas para marcar, y dos tazas de recuerdo de Londres. La primera tenía un guardia con un abultado sombrero de peluche, típico de los alabarderos, y la segunda, un reloj Big Ben (como lucía antes de su reconstrucción, por supuesto). Ambas estaban llenas de plumas y lápices.

—Mira, esto es lo que quería mostrarte —dijo Eliana. Tomó una cajita de cartón tan pequeña que cabía sobre la palma de su mano. Tenía la forma de un arcón en miniatura, o tal vez se trataba de un cofre de tesoro. Por fuera era negra y tenía delicadas ilustraciones en varios colores: un carruaje halado por un caballo, un caballero con sombrero de copa, una dama con cofia—. Era una caja de chocolates praliné en miniatura —agregó Eliana—. De Viena. Madeline guardó la caja cuando se terminó los chocolates, y luego puso esto en ella —Eliana abrió la caja y Finn vio en el interior los dos cuadritos de goma de mascar Hubba Bubba, bien acomodados en el pequeño espacio—. ¿Recuerdas? —preguntó Eliana.

Algo más que solo asombro se apoderó de él.

—¡Por supuesto que recuerdo!

—Ella los guardó y los colocó aquí. Alguna vez le pregunté por qué y me dijo que no estaba segura. «Tal vez para cuando nos vuelva a visitar», dijo. —Eliana miró a Finn—. Hiciste un trato con nosotras, ¿recuerdas? Que la próxima vez que nos viéramos harías bombas con la goma de mascar.

Finn sonrió.

—Sí, también lo recuerdo.

—¿Puedes hacerlo?

—¿Qué?

—Bombas de goma de mascar.

—Oh, me temo que no —dijo él—. ¿Quieres que lo intente? —le preguntó con deseos de complacerla, y Eliana lo pensó por un momento.

—Sí, tal vez me haga reír.

Finn estaba dispuesto a hacer muchas cosas por verla reír.

—Será un placer. ¿Con uno de estos? —preguntó, señalando la goma de mascar en la caja.

Repentinamente, la voz de Eliana perdió la fuerza.

—Supongo que sí. Está bien, adelante.

Finn metió el pulgar y el dedo índice en la cajita, y batalló un poco para sujetar bien la goma. No era sencillo para la mano de un hombre, pero por fin lo logró. Volteó a ver a Eliana con una sonrisa de triunfo… Pero entonces se quedó asombrado al ver que tenía el rostro lleno de lágrimas. Por completo.

—Lo lamento —dijo ella—. De verdad lo siento. —La chica sacudía la cabeza de atrás hacia adelante—. Perdóname, no quería llorar, lo siento mucho.

Finn no tenía idea de lo que había sucedido, solo esperaba no haber hecho nada malo. Eliana seguía sacudiendo la cabeza con tanta fuerza, que su cabello comenzó a salirse del broche. Finn quería acercarse y acomodarlo, pero no se atrevió.

—No sé cuál cuadrito —dijo ella, al mismo tiempo que sollozaba sin control—. No sé cuál.

Finn no entendía.

—¿Tomo el otro? —preguntó con delicadeza—. ¿Este no?

Eliana comenzó a sacudir los hombros también.

—No, no sé. —Trató de enjugarse las lágrimas, pero estas no dejaban de correr—. Ya no sé.

La aflicción de Eliana era alarmante. Finn pensó que la chica debería sentarse, así que dejó la caja y la goma otra vez sobre el escritorio, y la condujo a la cama de Madeline. Se sentó junto a ella. Un reloj en forma de ratón les sonreía desde el buró.

Y ahí se quedaron, sentados. Uno al lado del otro. Ella olía a coco, no a Infinitissimo. ¿Sería su champú? Eliana se le quedó viendo un instante, pero luego desvió la mirada.

—Me siento horrible —dijo—, sencillamente horrible.

Finn asintió para que continuara.

—Hace un mes o dos —explicó— me quedé sola en casa. Estaba enferma; tenía un resfriado. Y… y de repente sentí unas ganas tremendas de algo dulce. —Respiró hondo y luego exhaló con fuerza por la boca. Las lágrimas seguían rodando por sus mejillas como riachuelos—. No encontré nada en la casa, nada dulce. —Eliana lo miró y sorbió las lágrimas—. Mi madre estaba a dieta. —Puso los ojos en blanco, y por un instante Finn creyó que se reiría. Pero no fue así—. Así que tomé de la goma de mascar de Madeline. De la tuya. No debí, pero lo hice. —Se levantó y buscó en sus bolsillos. Luego sacó la mano; en ella tenía una servilleta. Volvió a sentarse. Se quedó viendo la servilleta y luego miró a Finn—. La goma de mascar estaba demasiado dura, casi me rompo los dientes. —Eliana se rio un poco, al tiempo que retorcía la servilleta entre los dedos—. Pero luego me sentí demasiado culpable, así que bajé, compré un paquete y coloqué un cuadrito en la caja de Madeline. —Empezó a llorar de nuevo—. Pero nunca se lo dije. Ella siempre pensó que los dos eran los tuyos. —Se sonó la nariz—. Por eso ahora no sé cuál debes masticar.

Finn se le quedó viendo. ¿Qué podría decir para hacerla sentir mejor?

Había tanto silencio en la habitación, que Finn escuchó el sonido de la manecilla grande del reloj cuando se movió de la oreja a la nariz y luego a la boca del ratón.

—Supongo —dijo Finn— que entonces tendré que masticar los dos cuadritos. Uno de ellos es el mío.

Fue asombroso ver cómo el dolor se desvanecía del rostro de Eliana.

—¡De acuerdo! —La chica reía y lloraba al mismo tiempo. Sacó otro pañuelo de su bolsillo y se secó las lágrimas de los ojos—. Por supuesto, solo toma…

Entonces alguien tocó a la puerta, esta se abrió y el padre de Eliana asomó la cabeza.

—Papá —exclamó ella.

Finn se paró de prisa en cuanto entró Herr Lorenz.

—Me pareció escuchar voces aquí —dijo el hombre. Eliana se acercó a él.

—Le estaba enseñando a Finn la habitación de Madeline. —Eliana se limpió la nariz—. Me puse un poco sentimental.

Finn avanzó más. No estaba seguro de si debía estrechar la mano del padre, pero como Herr Lorenz no la extendió, creyó que no era necesario.

Ambos hombres se miraron. Finn pensó que el señor Lorenz era un hombre bien parecido. Sus ojos eran tan intensamente azules como los de Eliana eran negros. Finn sabía que era un hombre amable e inteligente. Era lo que la chica escribía sobre él, y también lo que Finn veía en su rostro. No obstante, también detectó algo de dureza; su expresión era adusta e inamovible. Seguramente el dolor, pensó. Perder una hija debía ser algo terrible, verla morir; saber que sufrió y tuvo miedo.

—¿Nos conocimos antes de hoy? —preguntó Herr Lorenz, con los ojos entrecerrados.

—No lo creo —respondió Finn.

El hombre dio un paso hacia él.

—Disculpe, ¿cómo dijo que se llamaba?

—Finn.

—¿Finn?

Eliana tomó del brazo a su padre.

—Conocimos a Finn y a su novia Rouge el año pasado en Dusenhuber. Mamá, Madeline y…

Finn se puso nervioso.

—No, ella no es mi…

Ambos lo miraron y Finn tragó saliva con nerviosismo.

—Ella no es mi novia. Solo… somos… compañeros de la escuela.

—¿Rouge? —preguntó Herr Lorenz.

Finn asintió. Herr Lorenz se frotó la frente. En ese momento, Finn sintió que había cruzado la frontera, que no debía estar ahí. Tenía que irse. Se acercó a la puerta.

—Tal vez es hora de que…

—Espere —dijo Herr Lorenz con una sonrisa incompleta—. Usted fue quien se tragó la goma de mascar en la cafetería de la librería.

—Me temo que sí —dijo Finn. Sintió que comenzaba a sonreír, pero se contuvo. ¿Sería correcto hacerlo en una ocasión tan solemne?

—Impresionó usted mucho a las chicas. Madeline guardó la goma de mascar que le dio. En esa cajita. Ella… —Los ojos se le humedecieron tanto al señor Lorenz que Finn creyó que lloraría, pero entonces el hombre solo se apretó el puente de la nariz con el pulgar y el índice, y se paró aún más erguido de lo que estaba—. ¿Ya vio el libro de condolencias? —le preguntó al joven.

—¿Libro de condolencias? No, creo que no.

—Está en mi estudio.

—¡Cuántos libros! —exclamó Finn sin pensar.

El estudio de Herr Lorenz era un paraíso de libros. Tapizaban todas las superficies de la habitación.

Robert, el hermano de Eliana, y otro chico de su edad, estaban inclinados sobre un atril de madera, pero en ese momento miraron hacia arriba.

—¡Jamás había visto tantos libros en una casa! —dijo Finn, al tiempo que su mirada viajaba con rapidez de una repisa a otra.

—Sí, pero trata de buscar uno —dijo Robert.

El chico tenía un rostro amplio, pensó Finn. Como las chicas y su madre.

—Robert. Max. Él es Finn… eh —dijo Eliana y miró a Finn—. ¿Cómo te apellidas?

—Nordstrom.

—Muy bien, señor Nordstrom —interpuso Herr Lorenz, señalando el gran libro que reposaba sobre el atril—, ¿podría firmar el libro de condolencias?

—¿Firmar el libro de condolencias? —¡Finn jamás había firmado nada en toda su vida! Pero después de un momento de pánico, se dio cuenta de que tal vez podría salirse con la suya. ¿Acaso no todas las firmas que había visto en su trabajo eran garabatos ilegibles, de todas maneras?

Se acercó con aplomo al atril y miró el libro.

Oh, vaya. ¡Vaya que estaba en problemas! Problemas con P mayúscula. Los asistentes no solamente habían firmado el libro. En él había espacio para escribir con claridad el nombre completo y dirección. Había nombres y más nombres; todos ellos eran legibles y estaban escritos con pulcritud. Algunas personas habían escrito con letra manuscrita, y otros, con letra de molde. ¿Podría él hacerlo? Quizá. La letra de molde era más sencilla que la cursiva que, según él, estaba llena de curvas.

Cuando tomó la pluma se le tensó el estómago. Sintió cuatro pares de ojos sobre él. Comenzó a sudar. ¡Sus orejas! No recordaba que las orejas le hubieran sudado jamás.

Le quitó la tapa a la pluma.

Era una pluma fuente. Le recordaba a la que perteneció a su ancestro y que guardaba en la caja de ónix. Tenía el mismo peso, era negra y también tenía el mismo acabado pulido. Finn trató de recordar cómo sujetaban las plumas los actores en los celuloides. Se la colocó entre el pulgar y el dedo índice. Era todo lo que sabía. Pero, ¿tendría que sostenerla derecha?, ¿en un ángulo de noventa grados? ¿O tal vez inclinada? Derecha parecía ser lo mejor. Se agachó sobre el atril y en su mente vio la imagen de una guillotina a punto de caerle.

Finn colocó la punta sobre el papel y garabateó una firma. Iba bien hasta el momento. Ahora necesitaba escribir su nombre. Primero hizo una «F». Una línea vertical larga y dos horizontales cortas. Luego la «i». Era una línea vertical y corta, con un punto encima. Sintió que las miradas seguían todos sus movimientos. Los oídos empezaron a zumbarle. Zumbidos, orejas sudorosas, habría que imaginarse. Miró hacia arriba y vio que los chicos y Eliana lo veían con ojos redondos e hinchados; boquiabiertos. Entonces miró a Herr Lorenz.

—Se debe tener cuidado con las plumas fuente —dijo con sonrisa juguetona.

—Es cierto —dijo Herr Lorenz—. No se debe presionar demasiado fuerte. Esa punta es sensible. —Finn se ruborizó—. Lo siento.

—Tengo un poco de hambre —les dijo Eliana a los muchachos—. ¿No quieren ir por algo de comer? —Luego volteó a ver a Finn—. Te vemos en un ratito.

Finn sintió alivio cuando se marcharon. Se preguntó si Eliana había percibido su incomodidad y alejó a los chicos a propósito para no avergonzarlo.

Finn terminó de escribir su nombre y luego miró su obra. Las letras comenzaban sobre el renglón pero luego se iban hacia arriba, como si subieran por una escalera. No era perfecto pero bastaría. ¿Pero qué haría respecto a la dirección? Decidió escribir la de Fire Island. Comenzó a escribirla pero hizo demasiada presión y la tinta hizo una mancha. Luego escribió las palabras «Ocean Bay Park», pero como hizo las letras demasiado grandes, tuvo que apretar todo lo demás. Al final lo logró: Ocean Bay Park-Fire Island, Brookhaven, Nueva York.

Terminó, al fin. Aleluya. Volvió a tapar la pluma.

Sudaba profusamente. Y de todas partes, no solo de las orejas.

Herr Lorenz sopló sobre el papel, y cuando lo hizo, la mirada de Finn volvió a los libreros.

—Parece que le gustan los libros —dijo el hombre.

—¡Oh, sí!

—Deje que le muestre algunas cosas que tengo aquí. Me ayudará a pensar en algo más.

—Por favor no me deje perturbarlo —dijo Finn rápidamente.

Herr Lorenz comenzó a bajar algunos libros de las repisas.

—No se preocupe, no me molesta. —Colocó los libros sobre el escritorio—. Diseño letras y fuentes. Tipos de letras. Le sorprendería saber cuántas fuentes distintas existen. La misma letra se ve distinta de fuente a fuente, pero aún así la reconocemos.

—Sí, lo sé.

—La mayoría de la gente no sabe mucho al respecto. —Miró a Finn, y este notó que Herr Lorenz esbozaba el principio de una sonrisa—. Es muy raro que en los shows de entretenimiento nocturnos entrevisten a tipógrafos.

Abrió un libro, luego otro, y señaló los tipos de letras. Le pidió a Finn que leyera en voz alta para ver cuán fácil o difícil era descifrar las distintas fuentes. Finn lo complació con gusto. Luego Herr Lorenz abrió un panfleto con columnas de números.

—¿Ve estos dígitos? Son fáciles de leer, ¿no es cierto? —Le sonrió a Finn con orgullo—. Son los que se usan para los horarios de los autobuses en las paradas de Berlín.

—¿Y son suyos?

El hombre asintió.

A Finn se le ocurrió que, tal vez, la caligrafía de Eliana era tan legible porque su padre estaba muy interesado en la escritura.

—Estos podrían interesarle —dijo Herr Lorenz, y de un cajón sacó algunos libros grandes de tapa blanda. Abrió uno y pasó las páginas. Finn vio letras con flechitas que indicaban en qué dirección trazarlas—. Es un libro para la escritura germana —dijo el padre de Eliana.

»Para niños de tercer grado. Se llama Caligrafía simplificada. —Miró a Finn como cuestionándolo—. Así es como escribe Eliana, ¿no es cierto?

Finn sintió que le subía la temperatura. Era como si Herr Lorenz supiera que Finn había estado leyendo el diario de Eliana. Pero el momento fue breve porque de repente ya estaba abriendo otro libro de trabajo.

La Caligrafía D’Nealian. —Pasó las páginas—. Muchos niños norteamericanos como usted aprendieron a escribir con este método. —Volvió a ver a Finn—. ¿Correcto?

Finn sonrió titubeante.

—Pero prefiero este —dijo Herr Lorenz—. Cursivas básicas y ligadas. Tiene sus orígenes en la Europa del siglo XV. Fue redescubierto recientemente y comenzó a utilizarse en algunas escuelas de Estados Unidos. —Abrió el libro. Se llamaba Escribir ahora—. Es simple, elegante y muy legible. —Se lo entregó a Finn—. ¿Gusta verlo?

Finn estaba seguro de que Herr Lorenz sospechaba que no podía escribir. Tal vez pensaba que era un tonto sin remedio. Hojeó el libro. Esas cursivas no tenían ganchos, lo cual facilitaba la lectura. Por experiencia sabía que los ganchos le provocaban dolores de cabeza.

—Así es —dijo Finn—, se lee muy bien. —El hombre asintió.

—Bien, pues estoy seguro de que usted podrá encontrar este mismo libro en algún lugar. En una librería. De segunda mano, en Internet. ¿Tal vez en una biblioteca? O…

La puerta se abrió. Era Angelika Lorenz.

—Rudi —dijo—, Gesine y mi madre ya se van.

¿Oma Uschi?, pensó Finn.

Herr Lorenz asintió con severidad y luego volteó a ver a Finn.

—Los suegros. Luego continuamos.

Cuando salió del estudio, Angelika trató de sonreírle a Finn, pero realmente no pudo. De toda la familia, ella era quien se veía más consternada, pensó él.

—Fue un lindo gesto que vinieran —le dijo ella—. Cuando lo vi esta tarde, no lo reconocí al principio. Pensé que era de la Mafia.

Ah, ahí estaba, la esperada sonrisa.

Finn le devolvió la sonrisa a pesar de que no estaba seguro de lo que era la Mafia. Era algo que tenía que ver con el crimen, pero ¿qué era con exactitud? De todas maneras pudo inferir que ella solo bromeaba.

—Muy chic —agregó ella—. Traje negro, camisa negra, corbata negra. Le sienta bien Greifswald.

A Rouge le encantaría escuchar aquello, pensó Finn.

—¿Y cómo se enteró del funeral? —preguntó la madre de Eliana.

—Lo vimos en el periódico —dijo una voz en la puerta—. Reconocimos sus nombres, Angelika y Eliana.

Era Rouge, hablando en alemán. Angelika volteó a verla.

—¿En serio? Ustedes son muy jóvenes para leer obituarios.

Rouge se encogió de hombros.

—Debemos irnos pronto, Finn —dijo en inglés. Luego miró a la madre de Eliana y volvió a hablar en alemán—. Hay un tren que debemos abordar.

—Coman algo primero —dijo Angelika Lorenz—. Y llévense algo para el viaje. No sé qué vamos a hacer con toda esta comida.

Finn empezó a cabecear a medio gazpacho.

—Imaginamos que esto sucedería —le dijo Rouge en voz baja para que nadie escuchara—. Es el desfase temporal. Necesitamos sacarte de aquí.

Finn miró por todos lados buscando a Eliana. La última vez que la vio fue cuando hablaba con las Tres J. en la terraza, pero ya no estaban ahí.

—Vamos —dijo Rouge—. Encuéntrala y despídete.

Finn se puso de pie y le dio vértigo. Tuvo que apoyarse en la mesa.

—Eso no está bien —dijo Rouge—, tendremos que ir juntos. —Lo tomó del brazo—. Si te sientes peor, tengo algo que nos dio el profesor y que debes tomar.

Caminaron tomados del brazo por todo el departamento. Era grande y confuso. Finn volvió a marearse. Escucharon voces de chicas en una de las habitaciones del corredor, en la parte trasera. La puerta estaba abierta cuando llegaron ahí, pero Finn tocó de todas maneras. Las muchachas se sorprendieron y voltearon a ver al mismo tiempo. Eliana se levantó y se acercó. Finn notó que se había vuelto a acomodar el cabello en el broche.

—Me temo que debemos irnos —dijo Finn.

—¿Y la goma de mascar? —preguntó Eliana.

—Tendrá que esperar.

Ella asintió.

—Está bien. Ahora está bien cuidada. —Se acercó a su buró y abrió el cajón—. Aquí.

Finn la siguió. Y ahí estaba la cajita. Pero junto a ella había una sorpresa todavía más grande: sus diarios. ¡Todos estaban ahí! El rosa de vinilo, el de piel color vino. Y el nuevo a rayas. La realidad de que existieran, a tan solo unos centímetros de distancia, desarticuló a Finn, y fue tan surrealista que pensó que se desmayaría o se perdería en el incomprensible azul del cielo. Incluso dejó de escuchar. ¿Cómo era posible que aquellos diarios existieran ahí, en esa habitación, en junio de 2005, pero también en su tiempo, en las Catacumbas en enero de 2265?

—¿Estás bien? —preguntó Eliana.

Finn volvió a escuchar. Y a respirar. Estaba de pie.

—¿Nos puedes dar un vaso de agua? —le preguntó Rouge, quien no dejaba de buscar algo en su bolso. De repente sacó una pastilla.

Una de las Tres J. fue corriendo por el agua.

—Toma esto —le dijo Rouge a Finn, y le entregó la pastilla.

Él la tragó y notó que las chicas no dejaban de verlo.

—Es el calor —aclaró—. Estaré bien.

—Ya recobraste el color —dijo Eliana—. Deberías aflojarte la corbata. —Miró a Rouge por un instante, pero luego dijo—: Vamos, déjame hacerlo. —Se acercó a él y tomó la corbata, pero justo antes de aflojarla hubo un momento, de no más de un segundo o dos, en que se miraron cara a cara, directamente a los ojos. El uno al otro. Y en ese instante de confusión, Finn sintió una repentina y profunda ternura por ella. Reconoció el sentimiento como algo que ya había sentido por su familia, pero nunca lo había experimentado con nadie más. La intensidad lo aturdió pero todo volvió a la normalidad cuando Eliana aflojó un poco el nudo y Rouge lo abrazó.

—Finn —insistió Rouge—, tenemos que irnos.

Eliana lo miró y él asintió.

—Sí, tenemos que irnos.

—Escríbannos —dijo Eliana—. Ya tienen la dirección. O, esperen, aquí tienen mi número. —Tomó una pluma y una hoja de papel; escribió el número, dobló la hoja y la colocó en el saco de Finn.

Él la miró. Era solo una niña, pero era adorable. Le gustaría recordar aquellos ojos, su húmeda negrura enmarcada en las gruesas y doradas pestañas.

—¿Cuál es tu dirección de correo electrónico? —le preguntó ella.

¿Su dirección de correo electrónico?

—Eliana —le dijo con amabilidad—, yo te encontraré, no te preocupes. —Luego se dirigió a la puerta y la cabeza le volvió a dar vueltas por un segundo. Se apoyó en Rouge y ambos salieron de la habitación.

Mientras iban por el corredor hacia el frente del departamento, Finn alcanzó a escuchar las voces de las chicas.

—Dijiste que no era su novia —dijo una de las Tres J.

—Bueno, eso es lo que él dijo —contestó Eliana.

En el camino a Kurfürstendamm para tomar el taxi que los llevaría al Zoológico Bahnhof, al casillero y a la ropa que usarían para el viaje de vuelta, Finn y Rouge se detuvieron en la sección de alimentos congelados de un supermercado para refrescarse. Recargarse sobre las zanahorias y los chícharos helados les hizo bastante bien. Ya que estuvieron más frescos volvieron a casa, a enero de 2265.