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CÓMO HACER BOMBAS CON GOMA DE MASCAR

Finn continuaba intrigado ante la necesidad de usar prendas temáticas en el juego, sin embargo, en esa ocasión tuvo, al menos, la comodidad de usar ropa confeccionada a su medida. Él y Rouge escogieron tipo de moda «conservador, casual, cómodo», aunque Finn no podía imaginarse cómo no llamar la atención, tanto como un pulgar rojo e hinchado, con esa chamarra de cuero tipo blusón, con hombreras que lo hacían parecer atleta de futbol americano de mediados del siglo XX. Los pantalones de algodón color caramelo con pliegues al frente eran, no obstante, sumamente cómodos por su amplitud. Por suerte no se colgaban ni dejaban ver su ropa interior, lo cual era también muy afortunado porque la minitrusa que le dieron era bastante rara en verdad. Estaba salpicada de labios rojos y la palabra «¡Bésame!» impresos en todos lados.

—¿También tu ropa interior dice «bésame»? —le preguntó Finn a Rouge.

—¡Ay, claro que no!

—Qué bueno.

—Dice «Aliméntate de comida orgánica» —agregó Rouge.

Finn se quedó pensando en lo raro de la frase mientras esperaba que el profesor Grossmaun iniciara el juego en la sala contigua.

La chamarra de parches de piel hacía que Rouge también pareciera jugador de futbol americano, lo cual era muy desconcertante. Fuera de eso, a Finn le pareció que lucía muy atractiva con aquella corta falda negra. Admitía, por otra parte, que no entendía cómo era posible que consideraran que una falda tan corta pudiera ser conservadora y mucho menos cómoda, pero mientras a Rouge no le molestara, a él tampoco.

A ambos ya les habían informado qué debían esperar en el Nivel Dos. Dos semanas antes Finn aceptó que el año de entrada en esa ocasión fuera 2004. El Cuadro Uno volvería a ser un cubículo sanitario en Berlín, aproximadamente a veinte minutos caminando de la entrada y punto de salida del último nivel. A Finn le dieron la instrucción de comprar un mapa y luego volver a Wilmersdorfer Straße, la zona comercial para peatones en Charlottensburg que visitaron en el Nivel Uno. Él y Rouge debían conseguir algo para comer, iniciar tres o más conversaciones y hacer dos amigos antes de salir por el Sanitario de la Ciudad del Nivel Uno. Esta vez tendrían dos horas para jugar.

—¿Listos? —preguntó el profesor Grossmann a través del sistema de sonido.

El estudio se oscureció por completo, y antes de darse cuenta a Finn lo succionó el juego «En busca del tiempo perdido.»

Su primer pensamiento fue que aquella seguramente era una zona de la ciudad con bastante tránsito. Incluso desde los confines de las cuatro paredes del Sanitario de la Ciudad podía escuchar el sonido de vehículos motorizados: los cláxones, el rechinido de frenos, sirenas aullantes, motores que rugían y escupían ruido. En cuanto salió y dejó atrás el asqueroso olor a orina, también pudo percibir el de los vehículos, o mejor dicho, del combustible de fósiles que estos quemaban: el petróleo. Si no, ¿qué otra cosa podría producir ese hedor químico? Estaba por todas partes. Finn se dio cuenta de que tenía náuseas y solo deseó no vomitar. Les dio la espalda a los automóviles e inhaló profundamente. También se siente la primavera en el aire, pensó en cuanto detectó una dulce frescura al respirar. A pesar de que el clima era fresco y llovía un poco, pudo ver que los árboles se tornaban verdes con sus hojas nuevas. Esperaba un cálido día primaveral de mayo o junio, pero vio que la estación apenas comenzaba.

—Tenemos un paraguas —dijo Rouge, al tiempo que metía la mano en su bolso para sacar uno de aquellos antiguos protectores plegables con varillas de metal—. Voilà! —exclamó, y oprimió un botón pero no sucedió nada. Volvió a oprimirlo, y nada—. Ay, ¿qué pasa? —dijo—. Funcionó bien en el IOZ.

Mientas Rouge se peleaba con el mecanismo del paraguas, Finn miró a su alrededor y se quedó azorado ante la precisión y deslumbrante autenticidad del juego. Sus ojos saltaron de un restaurante a un café, a una boutique y a un bar. ¡Y los autos! ¡Los autobuses de dos pisos! Lo había visto todo antes en incontables fotos, celuloides, videos y juegos, pero aquí se veían tan reales. Y esas tiendas, ¿serían de verdad?, ¿o solo estaría el frente como en los antiguos escenarios de las películas? ¿Qué mundo se abriría si entrara a aquella tienda Gucci o a ese café llamado, de entre todos los nombres posibles, Einstein? Y había tanta gente caminando con prisa por ahí. ¿Los habrían programado a todos con necesidades, deseos, gustos y desagrados? Pensó que le gustaría iniciar conversaciones con todo mundo, y se preguntó si cada conversación sería distinta. Y en ese caso, ¿cómo habían logrado los diseñadores del juego tal nivel de complejidad? La emoción de averiguarlo lo estaba aturdiendo.

—A este jugador le gustaría iniciar una conversación —dijo Finn.

—Un paso a la vez —contestó Rouge—. Primero necesitamos un mapa —por fin había logrado hacer funcionar el paraguas, aunque dos de las varillas quedaron mal dobladas y otra de ellas se salía peligrosamente, lista para picarle el ojo a alguien. Rouge se asomó desde atrás del paraguas y señaló una pequeña tienda a la mitad de la acera—. ¿Crees que ahí tengan mapas? —preguntó.

—¡Un puesto de revistas! —exclamó él.

En la parte trasera del Sanitario de la Ciudad —¿o sería en realidad el frente?— se veían revistas y diarios acomodados en exhibidores; también había anuncios de helado y bebidas embotelladas. Finn podría haberse quedado las dos horas ahí, en el mismo lugar, y no moverse ni un centímetro. Así de emocionado estaba por los detalles. En la tiendita había de todo, desde chocolate y revistas de historietas hasta goma de mascar: ¡Hubba Bubba! También había banderitas alemanas, osos con camisetas con temas berlineses y, sí, mapas. Finn contempló boquiabierto la variedad de periódicos. —¡Qué extraño! —exclamó.

—¿Qué? —le preguntó Rouge.

—Mira la fecha —le dijo, señalando uno de los diarios—. ¡Es 24 de abril de 2004!

Rouge lo miró sin entender.

—¡Es la fecha de la última anotación que hizo Eliana en su diario! Se supone que hoy se va a encontrar con su madre en el mercado y luego irá a una librería para comprarle un regalo de cumpleaños a su hermano. ¿No te parece una coincidencia asombrosa?

Rouge se rio.

—Has pasado demasiado tiempo con ese diario. Mantengámonos en curso, por favor. El profesor Grossmann cuenta con nosotros. Necesitamos un mapa. —Rouge señaló el puesto—. ¿Podrías comprarlo? El alemán no es la carta más fuerte de esta mujer.

—¿Y qué? Es solo un juego.

Rouge sacudió la cabeza.

—Sería una pérdida de tiempo.

—Como gustes —dijo Finn, encogiéndose de hombros. Fue a la ventana del puesto, donde había una mujer de aproximadamente cincuenta años con cara de aburrimiento.

—¿Sí? —preguntó la mujer.

—Este viajero quiere comprar un mapa —dijo Finn. Habló con claridad y precisión, y quedó satisfecho por su empeño.

La mujer se le quedó viendo y luego se inclinó hacia adelante sobre el mostrador como si buscara algo frente a Finn y estuviera fuera de su vista.

—¿Cuál viajero? —preguntó entonces.

—Este viajero.

La mujer entrecerró los ojos.

Finn se ruborizó.

—Oh, lo lamento —dijo, al darse cuenta de su error—. Este hombre quiso decir… quiso… Yo… —Finn se calló por un instante, aclaró la garganta y ordenó sus pensamientos. Se sintió como un niño que se queda mudo cuando debe contestar una pregunta cuya respuesta desconoce. Así de perturbador era usar el pronombre «yo»—. Quise decir que yo quiero…

—¿Quiere un mapa? —preguntó con impaciencia la mujer.

—Sí —contestó él con una sencilla afirmación.

—¿De qué tipo? ¿Un mapa de Berlín? ¿Del metro? ¿Mapa de Alemania? ¿De los autobuses nocturnos?

—Este comprador… Quiero decir, sí, por favor, un mapa de Berlín. De la ciudad.

La mujer se estiró, tomó un mapa y lo dejó caer groseramente sobre el mostrador.

—Este es el único tipo que tenemos. —Finn notó que parecía un libro y que también se abría como tal.

—¿Algo más? —preguntó la mujer.

Finn fijó la mirada en la selección de goma de mascar.

—Sí, a este comprador… eh… Yo quiero Hubba Bubba, por favor.

—¿De qué sabor? —preguntó la mujer mientras marcaba el precio del mapa en la caja registradora.

—¿Sabor? —preguntó Finn.

La mujer suspiró.

—¿Rojo o amarillo?

Finn se sintió abrumado. Además, esos eran colores, no sabores.

—Tal vez… ¿el rojo?

—¿Tal vez o sí?

—Sí, por favor. Gracias.

La mujer marcó el precio de la goma de mascar y la colocó sobre el mostrador.

—Son siete euros con treinta.

Finn sacó su cartera, le pagó a la mujer y se reunió con Rouge en la esquina.

—Ya somos poseedores de un mapa de Berlín —le informó con orgullo, a la vez que le entregaba la compra como si fuera un perro de caza que deja caer el ave muerta a los pies del amo—. Y, damas y caballeros, nos da gran alegría presentarles… Escuchemos unos redobles de tarola, por favor —dijo, imitando el sonido—. Da-dadruuuuum… un par de paquetes de ¡goma de mascar Hubba Bubba! —exclamó, y le enseñó a Rouge la goma.

—Oh —dijo ella, y tomó los paquetes. Miró la envoltura, leyó los ingredientes, olió los paquetes, frunció la nariz y se los regresó a Finn.

Finn también los olió. Emitían un dulce aroma químico, no muy apetecible.

—¿Crees que debamos abrirlos? —preguntó y en ese momento, a su lado derecho, un automovilista hizo sonar su claxon con fuerza. Finn miró alrededor de la congestionada intersección—. ¿Dónde estamos, por cierto?

—Estamos en la esquina de Kurfürstendamm y Schlüterstraße —contestó ella—. ¿Y qué es exactamente la goma de mascar?

Finn se encogió de hombros.

—Algo dulce. Puedes hacer burbujas con ella cuando la masticas. Una amiga de Eliana le regaló Hubba Bubba el día de su cumpleaños. ¿Crees que deberíamos abrir los paquetes más tarde? ¿Después de comer? ¿De postre? —Finn se guardó la goma de mascar en el bolsillo derecho del frente de su chamarra y abrió el mapa.

De vez en cuando había trabajado con mapas, por lo que imaginó que debía haber un índice de calles en el interior. Eso, claro, si es que los diseñadores de Proyecto Tiempo fueron minuciosos hasta en el menor detalle.

Y así era. El índice estaba en la parte trasera.

Finn encontró el bulevar «Kurfürstendamm» en el índice pero tuvo problemas para descifrar la mecánica del mapa. Estaba doblado como acordeón, en líneas horizontales y perpendiculares. Se podía leer como un libro si se pasaban las hojas apoyándose en el eje este-oeste, o también se podían halar las hojas hacia abajo para ver el eje norte-sur. En el índice vio que Kurfürstendamm se ubicaba en la posición KL11, pero KL estaba justamente en el corte entre los dobleces, y era difícil leer esa sección. El joven historiador tuvo que mantener los paneles doblados hacia arriba y hacia abajo para encontrar Kurfürstendamm, y luego hacia los lados, pero no pudo dar con el número 11, así que bajó dos dobleces más y el mapa se desdobló por accidente. Se fue abriendo por partes, blop-blop-blop, y a él y a Rouge les tomó diez minutos, en medio de la lluvia de abril, volver a doblarlo de la manera correcta. Para cuando terminaron se encontraban tan desesperados que querían tirar el maldito mapa a la basura de cualquier forma. Y lo habrían hecho de no ser porque en ese preciso momento Finn descubrió, entre todas las calles del mapa, una que conocía. Loco de emoción miró hacia arriba.

—¡Kantstraße! —exclamó—, ¡aquí está Kantstraße! ¡Y está muy cerca! Es a unas cuantas cuadras.

Finn le mostró a Rouge una prolongada calle que cortaba la zona poniente de la ciudad en dos.

—¡Tenemos que ir ahí!

Kantstraße no era agradable. Era una calle sin árboles, y a ambos lados había filas de grises y desgastados edificios habitacionales. No obstante, el vecindario tenía la vitalidad que le infundían las apretujadas tienditas a lo largo de la acera y muchas otras cosas que ver: un restaurante chino con patos muertos colgando en la vitrina; una biblioteca de renta de videos con, literalmente, miles de celuloides en disco; y un centro de manicura donde, sobre sus uñas viejas, les pegaban unas nuevas a las mujeres.

—Qué cosa tan rara —comentó Rouge.

Finn se quedó atónito cuando descubrió el edificio que, en su tiempo, era el Museo del Vehículo, en KFZ Road. Al parecer, KFZ Road alguna vez se llamó Kantstraße. ¿O sería un error? Tendría que investigarlo más adelante.

El edificio era oscuro y lucía húmedo y pegajoso. La estructura estaba salpicada de grafiti y en la planta baja había una gasolinera y un taller mecánico. Los pisos de arriba eran un estacionamiento de varios niveles. En un letrero al que le hacían falta letras, se leía

KA T GAR G N

Finn se preguntó si aquel edificio tan importante, una de las pocas estructuras de Berlín-Charlottenburg que sobrevivieron al Invierno Negro, realmente se habría visto así en 2004.

Sin embargo, el descubrimiento más asombroso que hizo mientras caminaba sobre Kantstraße hacia la zona comercial para peatones —su punto de salida— fue una tienda en la que se vendían artículos importados de Asia: lámparas vietnamitas, pantuflas camboyanas, joyería oriental, trinquetes de Hong Kong, kimonos japoneses y bolsos y saquitos de seda chinos. La tienda estaba repleta de artículos y también la acera hacía las veces de mostrador, ya que había productos sobre mesas e incluso tirados en el piso como si fuera un mercado de la provincia china. En medio de todo aquel desbarajuste Finn descubrió, para su propio asombro, una bolsita como la que Eliana recibió en su cumpleaños número trece: rosa, azul y rojo, con pagodas y cerezos en flor bordados.

Fue justamente ahí, en el preciso momento que su mirada cayó en la bolsita bordada, que Finn entendió cómo funcionaba «En busca del tiempo perdido»: era obvio que sus pensamientos eran el combustible que alimentaba al juego, de la misma manera en que el subconsciente de quien sueña evoca imágenes y crea historias raras con ellas. Su imaginación fabricó la bolsa, Kantstraße, la goma de mascar e incluso la fecha del día: ¡abril 24 de 2004!

¿Pero cómo era posible que Rouge, la Jugadora Dos, también percibiera el juego de la misma manera que él? Ella veía igualmente la bolsita, la goma y la calle.

A pesar de que aquellos descubrimientos fueron sorprendentes, la atención de Finn pronto se desvió para concentrarse en un aparador donde se exhibían artículos ortopédicos, prótesis de silicón para el busto, y de otros tipos. Para Finn y Rouge, que solamente conocían partes orgánicas del cuerpo generadas a partir de células madre, las prótesis de madera que estaban en el aparador lucían como las torpes extremidades de una marioneta gigante, más que como brazos y piernas humanos. Se quedaron boquiabiertos hasta que el sonido de un organillo captó su atención. Entonces divisaron más adelante, en la esquina, a un organista que giraba la manivela de su instrumento. Detrás de él se veía el alboroto de un mercado sobre ruedas.

Finn y Rouge dieron la vuelta y siguieron la música. En la esquina había gente sentada en las mesas exteriores de un café, donde grandes sombrillas la protegían de la llovizna de abril.

—Tres café latte y un espresso —les dijo una mesera a cuatro mujeres vestidas de negro y con lápiz de labios rojo. Todas llevaban botas negras y conversaban animadamente al mismo tiempo. A Finn se le revolvió el estómago. ¿También habría su mente creado aquella escena? ¿No mencionó Eliana en su diario que su madre iba a un café con sus amigas, las Mujeres de Negro, y bebía café latte con ellas en un mercado? Finn no estaba seguro de si el juego se volvía cada vez más intrigante o aterrador. Se le ocurrió que incluso podía inventar a Eliana en algún momento de la siguiente hora pero, por suerte, no pasó por ahí ninguna jovencita. ¡Gracias a dios!

En realidad no le entusiasmaba encontrarse con la Eliana que pudiera producir su mente. La prefería tal como era: la voz literaria de una niña de entre trece y catorce años de dos siglos y medio atrás.

Finn y Rouge pasaron caminando junto al organista, quien tocaba «Para Elisa» de Beethoven, una melodía que la madre de Finn a veces silbaba mientras estaba trabajando. Luego pasearon por uno de los pasillos del mercado y Rouge se detuvo a mirar unas flores.

—¿Alguna vez te has preguntado cómo funciona este juego? —preguntó Finn. Rouge lo miró perpleja.

—No, ¿por qué?

—Este jugador sospecha que el juego se alimenta de la mente del Jugador Uno para construir y darle forma a los eventos y a la gente que está en sus pensamientos. Hay una estructura, pero el subconsciente del jugador principal es el que provee los accesorios y ornamentos.

—Eso suena muy intrincado.

—Hemos vivido tantas coincidencias que cualquier persona en su sano juicio se daría cuenta. Este historiador acaba de traducir el pasaje de un diario que tuvo lugar el 24 de abril de 2004 y, abracadabra… es la misma fecha de hoy. Eliana mencionó los Hubba Bubba en su diario, y ahí los tienes. Y Kantstraße. Y el hecho de que su madre y sus amigas usaran ropa negra y se sentaran toda la tarde en un café a beber latte. Y ahí están —explicó Finn, señalando el café al otro lado de la calle.

—Pero también vemos muchas cosas más que Eliana no mencionó, ¿no es verdad?

—Sí, pero todo esto tal vez ya forma parte de la estructura del juego o está profundamente enterrado en el subconsciente de este hombre, y por eso ahora se vuelve parte del entorno.

Rouge lo miró azorada.

—¿Entonces crees que estos pensamientos son solo una sarta de fruslerías, puro baloney? —le preguntó Finn.

—Sí, quizás. Pero por favor, primero explícame qué quiere decir baloney.

Finn sonrió.

—Palabra coloquial norteamericana que significa tontería, basura, estupidez. B-a-l-o-n-e-y. Es una pronunciación incorrecta de la palabra Boloña, salchichón italiano de baja calidad. El término se popularizó en la década de los treinta y empezó a usarse como interjección: Baloney! El gobernador de Nueva York, Alfred E. Smith, a veces lo usaba.

—Gracias. La información se añadirá al diccionario personal del BC de esta novata en cuanto volvamos a casa —dijo ella—. La respuesta a tu pregunta es sí. Tu interpretación del juego es baloney. —Rouge contempló a Finn por un largo rato y luego entrelazó los dedos detrás de su cuello y lo atrajo hacia sí—. Tienes una imaginación salvaje, Finn Nordstrom. A esta amiga le gustas precisamente por eso y tal vez esa es la razón por la que te eligieron para jugar este juego. Pero no dejes que tu imaginación te arrastre consigo.

El sol alcanzó a asomarse entre las nubes y, al brillar sobre Rouge, hizo que su pálida piel luciera casi translúcida. Ella le sonrió a Finn y sostuvo su mirada. Él levantó la mano y la deslizó con ternura sobre su mejilla. Uno de sus dedos alcanzó a tocar los labios de Rouge y ella lo besó. Finn vio su propia imagen como una sombra oscura que se reflejaba en los verdes ojos de la chica, y se acercó más y más hacia ella.

—¡Jacintos! —gritó la vendedora de flores que se encontraba junto a ellos—. ¡Narcisos! Tulipanes… ¡Cinco euros la docena!

Finn y Rouge se rieron y se separaron. El encanto se había roto.

—Vamos a comer algo caliente —dijo Rouge, y miró su reloj—. Tenemos que estar en el punto de salida en setenta y siete minutos.

Fue más sencillo hacer el plan de almorzar algo que encontrar qué almorzar. Había una amplia variedad de fruta y vegetales en el mercado, pero la mayor parte de la comida caliente contenía carne: salchichas, hamburguesas y cerdo asado. Y dado que Finn y Rouge eran como tantos europeos modernos, vegetarianos que solo comían pescado de vez en cuando, no se les antojaron las opciones disponibles. No obstante, en cuanto estuvieron a punto de darse por vencidos y comprar algo de pan y queso para luego regresar a un puesto donde una mujer les había dado a probar mermelada casera —«De cinco frutas exóticas», les había dicho—, escucharon a un hombre exclamar: «Habibi. ¿Un chai?»

El hombre usaba lentes redondos de montura metálica y su cabello era largo y rizado. Estaba detrás del mostrador de una cabina color azul brillante. La cabina tenía impresa la palabra «Hammurabi» en letras amarillas. Debajo de esta había una señal que indicaba «falafel».

—Qué buena idea —dijo Finn—. Bolitas de garbanzo y vegetales frescos.

Finn eligió el falafel con salsa de ajonjolí, y Rouge falafel con aderezo de mango picante. Era el mejor falafel que jamás habían comido. Cada uno de ellos bebió el chai incluido en la comida y, para cuando terminaron, Finn ya le estaba prometiendo al dueño, de ascendencia árabe, regresar a comer otro pan con falafel la siguiente vez que visitara el mercado.

—Amigo número uno —le dijo complacido Finn a Rouge mientras se dirigían al pasillo del mercado que llevaba a Wilmersdorfer Straße, punto de salida del juego.

Rouge solamente le sonrió.

—Te veo muy callada desde hace rato —dijo Finn—. ¿Te sientes mal?

—En absoluto. Hay mucho que sentir y contemplar. Además, esta jugadora debe permanecer alerta; tu seguridad es un asunto de primera importancia. Sin embargo, hay algo angustiante. Esta mujer ha observado a otras en la calle y aquí en el mercado, y ninguna lleva chamarra de parches de cuero con hombreras. ¿Has visto chamarras como las nuestras?

—Quizás no.

—Exacto. Esta jugadora tiene la impresión de que están pasadas de moda.

—¿Estás pensando en la moda? —exclamó Finn.

—Lucir anticuados podría resultar desventajoso.

—¡Qué tontería! Es solo un juego.

—Pero es un juego extremadamente sensible y peligroso en potencia.

Finn tenía otras cosas en mente. Necesitaba hacer otro amigo.

—Tal vez veamos otra vez al hombre de barba —dijo—, el que tenía una canasta con ruedas y las bolsas, y que nos pidió dinero. ¿Lo recuerdas? Quizás él podría convertirse en otro amigo.

—Es posible —dijo Rouge con aire reflexivo.

Siguieron caminando por la calle. Era Pestalozzistraße, y para cuando llegaron al Sanitario de la Ciudad, en la zona comercial de Wilmersdorferstraße, ya solo les quedaban cincuenta y cinco minutos para explorar el área y hacer otro amigo.

Finn miró al sur, hacia Kantstraße, y luego al norte, a Goethestrße. El monje budista seguía ahí cantando y tocando el gong, pero Finn pensó que no era pertinente interrumpir su meditación solo para hacerse su amigo.

—Ya no está el área de construcción —dijo Rouge—, la que estaba allá.

Finn y Rouge caminaron hacia Goethestraße, donde ahora había un nuevo edificio de cinco pisos cubiertos con una fachada de vidrio. En él había una óptica bastante espaciosa y a un lado, donde se veían entrar y salir montones de clientes, había…

—¡Una librería! —exclamó Finn. Y entonces fue cuando vio que las enormes letras con el nombre de la tienda le gritaban: «Dusenhuber».

Finn jamás se habría imaginado una librería como aquella. En la escuela aprendió que los libros perdieron su importancia en el cambio de milenio, pero ahí había demasiados clientes. ¡Y libros! Estaban por todas partes: en libreros, en atriles sobre las mesas, en aparadores, en mostradores junto a las cajas registradoras. Libros en oferta, libros con récords de ventas, libros para regalar, ediciones de tapa dura, de tapa blanda, de bolsillo; libros de fotografías, de viajes, de cocina. También había una escalera eléctrica que conducía a los clientes hacia arriba, arriba, arriba, y más, y más y más. La tienda no tenía ese aroma a humedad, polvo y moho que Finn conocía por las bibliotecas. Olía por completo distinto; como… ¿como qué? Olía como a… papel nuevo. Sí, olía a nuevo. A limpio y virgen. Como las tiendas de libros que alguna vez visitó una vez al año con su padre y Mannu en Canadá, en Sternwood Forest, la colonia Forester. Era como…

De pronto algo interrumpió sus pensamientos. ¿Qué era ese otro aroma? Percibió algo más. Era la esencia de…

Finn giró de golpe. Un paso atrás, en la escalera eléctrica, había un hombre cargando a un bebé. No, no era él; el aroma venía de arriba. Finn subió por los escalones, empujó un poco a Rouge para pasar y siguió el aroma. Sí, era allá arriba. Olía como…

Velozmente recorrió todo el primer piso con la mirada. Era un lugar bastante grande, como de unos seiscientos metros cuadrados.

—¿Finn? —preguntó Rouge—. ¿Estás bien?

Pero él casi no la escuchó porque seguía persiguiendo el aroma. Era la esencia de un… perfume. De Infinitissimo.

Pasó por un escaparate con novelas de suspenso, clásicas y de literatura femenina, y había más de…

Y ahí estaba ella.

A solo unos cuantos metros, junto a un librero lleno de libros de inglés. No era lo que esperaba, y el aroma se había apagado un poco, pero en realidad no importaba.

Caminó hasta estar detrás de ella.

Y en cuanto sintió a alguien detrás de sí, giró casualmente.

Era una mujer de unos cincuenta años, o de lo que Finn imaginó que sería tener cincuenta años en 2004. Tenía unos hermosos ojos de color café y cabello lacio, oscuro y brillante, con un corte bob. Usaba una capa de lana gruesa, cerrada con un broche grande de plata. Llevaba falda negra, también de lana y botas del mismo color. Sobre el hombro le colgaba un gran bolso de piel. En una mano también llevaba un elegante paraguas; en la otra, un libro. Notó que la mujer tenía las uñas largas y manicuradas. Ella le sonrió.

—No tienen mucha variedad, ¿verdad? —dijo ella—. Pero supongo que la sección sería más amplia si más gente comprara libros en inglés. Abrieron la tienda apenas hace dos semanas.

Finn no tenía idea de qué hablaba la mujer. Solo asintió e inhaló el aroma de Infinitissimo que parecía haberse quedado impregnado en la capa. Sí, definitivamente era Infinitissimo.

La mujer volteó hacia las repisas y continuó revisando los libros. Finn hizo lo mismo. Sabía que Rouge estaba de pie junto a él, a la izquierda. Pasó un minuto en silencio y luego la mujer sacudió la cabeza.

—¡Qué pobre selección! —exclamó—. Tan solo algunos libros de suspenso y literatura para chiquillas. Algunos clásicos. —La mujer miró a Finn y a Rouge—. Bueno, al menos encontré esto. No lo he leído. —Les mostró el libro que tenía en la mano: Matar a un ruiseñor—. ¿Ustedes lo conocen?

—Sí —dijo Finn, encantado de contestar afirmativamente—. ¡Sí! De hecho, este lector está bastante familiarizado con el libro.

La mujer se le quedó viendo. Entrecerró los ojos pero había una tenue sonrisa en sus labios. Finn se dio cuenta de que otra vez se había referido a sí mismo en tercera persona.

—Sí —agregó, confundido y molesto consigo mismo—. Yo lo leí hace muchos años, pero…

—¡Mamá! ¡Ahí estás! —se escuchó.

Era una voz joven.

Una voz adorable.

Era la voz de una adolescente, de una chica.

—¡Vaya! —agregó la voz—. ¡Te buscamos por todos lados!

Finn supo de quién se trataba, incluso antes de voltear y mirar.

Y entonces giró.

Ahí estaba ella.

Era delgada. Ni alta ni baja. Tenía el largo y brillante cabello dorado sujeto en una coleta. Algunos mechones encrespados le molestaban sobre la frente y las mejillas, y se movían con la ligereza con que lo harían los hilos de seda con el viento. De ella manaba el perfume, ella era la fuente. Infinitissimo, por supuesto. La esencia encontró su camino hasta él y le provocó vértigo.

—Silencio —dijo la mujer—, no grites tanto.

—No es una biblioteca, mamá —respondió la chica llanamente.

Unos metros detrás de ella apareció otra niña. Tenía las mejillas rojas por la carrera. Era más chica y evidentemente era la hermana. Era bonita pero no tan carismática.

—¡Elli! —gritó la más chica—. Ya los tengo, los encontré. ¡Mira! —exclamó al mismo tiempo que levantaba dos DVD.

Elli. La llamaba Elli. Era ella, Eliana, o mejor dicho, su visión de Eliana.

—¡Te dije que no me llamaras Elli! —la reprendió la mayor—. No me gusta.

—Lo siento, Elli —respondió la más chica y luego puso los ojos en blanco con un dejo de teatralidad—. ¡Ups!

La mayor le dio un ligero coscorrón en la cabeza que enfatizó con un «¡poing!». Era evidente que no estaba molesta.

La más chiquilla se rio.

—Excelente trabajo, Sherlock —dijo Eliana mientras veía los DVD.

—¿Puedo verlos? —preguntó la mujer y los tomó. Leyó los títulos.

—¿Está bien? —preguntó la hija menor.

—¿Esto fue lo que pidió Robert? —las cuestionó la madre.

Robert, pensó Finn, su hermano mayor.

—¡Sí! —contestó Madeline.

La mujer notó que Eliana tenía otro libro en la mano. Era grueso y estaba forrado con tela. Tenía líneas horizontales de varios grosores y atrevidos colores como turquesa, rosa, amarillo, anaranjado, verde.

—¿Qué es eso? —preguntó con curiosidad la mujer.

—Nada —contestó Eliana encogiéndose de hombros, y se lo pasó a la otra mano para ocultarlo de la mirada fiscalizadora de su madre.

—Bueno, entonces vamos a pagar. —La mujer volteó a ver a Finn y a Rouge; no los había olvidado—. Ciao —dijo, y dio la vuelta.

De pronto Eliana cobró conciencia de la presencia de Finn y lo miró. Sus ojos, de una oscuridad intensísima, recorrieron su rostro, y él se quedó ahí, transfigurado. Era perturbador ver a alguien de cabello tan claro y ojos de un negro tan profundo.

—¿Eliana?, ¿ya vienes? —preguntó su madre. Luego colocó la mano sobre el hombro de la chica y la condujo en la dirección correcta, al mismo tiempo que miraba a Finn como diciendo: «Mi hija, la soñadora».

Mientras el trío de mujeres se dirigía a la caja registradora, Finn escuchó a la más joven decir:

—¿Puedo tomar una malteada arriba?, ¿en el café?

—Yo quiero café latte —dijo Eliana.

—Eres demasiado chica —señaló su madre.

Luego ya no pudo escucharlas más.

Finn notó que no estaba respirando.

Y entonces vio que Rouge estaba a su lado.

—Eso fue bastante intenso —dijo ella.

—¿Ahora me crees? —preguntó él, a modo de respuesta.

Finn ya no pudo concentrarse en los libros. Por algunos minutos fingió que buscaba, pero dejó de hacerlo poco después.

—Tal vez también podríamos subir y beber algo —dijo—. Este jugador debe admitir que tiene mucha curiosidad por ver qué inventará si las vuelve a encontrar.

—Pues ya lo dijiste —exclamó Rouge y tomaron la escalera eléctrica hacia el piso superior.

—¿Deberíamos hablarle al profesor Grossmann acerca de nuestras sospechas? —preguntó Rouge—. Tal vez les sirva de algo la información. Deberíamos hacerlo, ¿no crees? Es nuestro trabajo, ¿no es cierto? Hacerles saber cómo sentimos el juego.

Al llegar al piso superior siguieron los señalamientos hacia el café. Antes de llegar pasaron por una sección donde se exhibían calendarios de 2004 en rebaja. Todas las mesas del frente estaban ocupadas y no se veía por ningún lado a la mujer con sus hijas. Detrás de la barra había más mesas, pero no se alcanzaba a ver hasta allá porque se interponían el refrigerador y las repisas del café. Finn esperaba que estuvieran sentadas allá y que hubiera una mesa disponible cerca de ellas.

Tuvo suerte en ambos casos.

Finn y Rouge se sentaron en la única mesa disponible del café, junto a la mujer y sus dos hijas.

—Nos topamos de nuevo —dijo la mujer—. ¿Encontraron algo que leer?

—Me temo que no —dijo Finn.

—No les gusta la literatura para nenas, ¿eh?

La mujer hablaba con un agradable tono irónico, pensó Finn.

—Todavía no —contestó él sin entender a qué se refería con «para nenas», pero hizo una nota mental para buscar el término después del juego.

—Ay, mamá —dijo la hija mayor—, ¡eres tan delicadita!

—¡Eliana! —exclamó la madre, al mismo tiempo que volvía a ver a Finn y a Rouge con cara de «disculpen a mi hija»—. ¿Dónde quedaron tus buenos modales?

—Debo haberlos dejado abajo, en la sección de literatura para nenas —contestó Eliana, y luego miró a Finn—. Es que si un libro no tiene por lo menos doscientos años, no es suficientemente bueno para mi madre. Aunque no quiero decir que no debamos leer a los clásicos.

—Claro que no —dijo él, mientras pensaba que esta jovencita que había inventado era demasiado cautivadora.

La hermana menor ya había terminado de beber su malteada y se entretenía haciendo desagradables ruidos al succionar el fondo del vaso con su popote.

—¡Madeline! —le dijo su madre.

Y ahí estaba también su nombre: Madeline.

La niña dejó de sorber y miró a Finn.

—Estoy leyendo Harry Potter —dijo—. Ese es un clásico, ¿no?

—Lo será —dijo él—. Te lo aseguro. No tengo la menor duda.

Rouge le dio una patadita a Finn por debajo de la mesa.

¿Cuál era el problema? Se trataba solo de un juego.

—¿Cuál fue el último libro que leíste? —preguntó Madeline.

Orgullo y prejuicio —contestó Finn.

—¿En serio? —preguntó Eliana abriendo bien los ojos, llena de deleite—. ¡Yo también lo estoy leyendo ahora!

—Lo sé —dijo él—. Lo sé.

Nadie se movió. Todas se quedaron viéndolo. Todas.

Oh, no, pensó Finn, había ido demasiado lejos en esta ocasión. Fue un error revelar tantos datos. Hubo un momento, tal vez medio segundo, en que casi sintió que estaba desincronizado y que era arrojado al principio del Nivel Dos. Se quedó esperando el golpe del rechazo.

Pero no hubo rechazo. Ahí seguían ellas, mirándolo y esperando que continuara.

—Claro que lo sé —dijo—. Todas las niñas bien informadas de tu edad leen a Jane Austen.

—Muy cierto —dijo la madre.

Y Finn comenzó a respirar de nuevo.

Eliana se estiró y tomó un sorbo del café latte de su madre.

—Mmm.

—Eliana —exclamó la madre—, puedes poner tu crecimiento en peligro.

—Tienes goma de mascar —dijo Madeline, y señaló el bolsillo del frente de Finn.

—Oh, sí —dijo él. Había olvidado que traía la goma consigo. La sacó para compartirla con la niña—. ¿Quieres? —le ofreció.

Madeline se estiró para tomarla.

—¡Madeline! —dijo la madre—. No tomes todo el paquete.

La niña se ruborizó.

—Tal vez solo uno, gracias —dijo, tratando de adoptar los buenos modales de su madre.

Finn abrió el paquete y de él cayeron las cinco piezas.

Las chicas se rieron.

Le entregó una a Madeline.

—¿Tú también quieres? —le preguntó a Eliana.

—Sí, gracias —dijo, y tomó otra pieza.

Luego Finn le ofreció goma de mascar a la madre.

—¡Ay, no, cómo cree! —dijo ella.

Rouge frunció la nariz. Como la mayoría de la gente de ascendencia francesa que conocía, era bastante quisquillosa respecto a lo que se metía a la boca.

—Pero yo sí quiero —dijo Finn con un dejo de temeridad.

Observó a las niñas masticar los rectángulos rosados y hacer bombas con ellos. Desenvolvió el suyo y se metió la goma de mascar a la boca.

Era agridulce; demasiado dulce en realidad. Y también bastante ácida. Parecía de plástico; era como si estuviera masticando una de esas gomas que tenía su madre en el estuche de su equipo. Eliana se rio.

—Es muy ácida, ¿verdad?

—Sí, lo es —dijo Finn, pero las palabras se le atascaron en la boca con aquel montón de… lo que fuera. Trató de hacer una bomba, pero no pudo y además falló con mucha torpeza. Las chicas se rieron.

—¿Cómo hacen esas bombas? —les preguntó.

—Primero tienes que masticar la goma hasta que quede suave —le explicó Eliana.

Finn masticó con más ahínco.

—Sí. Pásala por toda tu boca —prosiguió—. Deshazte de los cristalitos ácidos. —Eliana miró a Finn por un instante—. ¿Ya desaparecieron?

—Sí, ya casi se acaba el sabor agridulce. Y los cristales también.

—Muy bien. —Eliana masticó la goma de mascar y se la pasó por toda la boca, tratando de encontrar la manera de explicar el procedimiento paso a paso—. Ahora haz una pelotita con la goma usando la lengua. El paladar la tiene que mantener en su lugar. ¿Sí puedes?

—Creo que sí —dijo Finn mientras reía, masticaba y rodaba la goma—. Sí, creo que se está formando.

—Ahora mueve esa pelotita hasta que quede detrás de tus dientes. De los dientes frontales, claro. Ahora la tienes que aplastar con la lengua para alisarla. —La chica abrió la boca y le mostró.

—¡Fuchi! —exclamó Madeline.

Eliana infló una bomba.

—¡Ups! A veces solo sucede automáticamente.

Finn empezó a reír de nuevo.

—Este masticador cree que no puede hacerlo.

Eliana y Madeline dejaron de masticar y lo miraron otra vez.

—¿Qué dijiste? —dijo Eliana, entre risas.

—Que este masticador… —empezó a decir Finn, pero luego se detuvo y volvió a articular la frase—. Yo creo. Yo estoy seguro de que no puedo hacerlo. —Contó los pronombres en primera persona como si cada uno fuera una bofetada—. Yo creo que no puedo hacer bombas de goma de mascar.

—Sí puedes —dijo Eliana—. Solo tienes que aprender a presionar la goma con la lengua y luego…

Finn atravesó por completo la goma con la lengua.

—Ahora tienes que volver a empezar —dijo Eliana, entre risas.

—Y nosotras tenemos que irnos —dijo la madre, al mismo tiempo que le daba unos toquecitos a su reloj.

—Gracias por la lección —dijo Finn—, les prometo practicar, pero me temo que es más que suficiente por hoy. —Y tras decir eso, solo se deshizo de la goma al tragarla de golpe. Gulp.

—¡Oh! —exclamaron Eliana, Madeline y su madre.

—¡Se tragó la goma de mascar! —gritó Madeline, asombrada.

—No debes hacerlo —le dijo Eliana, y como si le preocupara tragarse la suya, se la sacó de la boca, la colocó en la envoltura y la tiró en el cenicero.

—No sabía —dijo Finn, pálido.

—Oh, no —dijo Rouge—. ¿Es peligroso? —Había permanecido tan callada que su preocupación fue particularmente intensa.

—Oh, no se preocupe —dijo la madre—. Solo no lo convierta en un hábito. —La mujer le guiñó a Finn—. No es que crea que pudiera volverlo a hacer. —La madre terminó su café—. Muy bien, niñas, es hora de salir corriendo de aquí. —Entonces volteó a ver a Finn y a Rouge—. Fue un placer conversar con ustedes. —Se puso de pie—. ¿Están de visita en Berlín?

—Sí —contestó Finn, al mismo tiempo que se ponía de pie también—. Así es.

—Somos estudiantes de intercambio —dijo Rouge—. De Greifswald.

¿Estudiantes de intercambio? ¿De Greifswald? Finn miró a Rouge, pero ella evitaba el contacto visual mientras jugaba a hacer girar el cenicero con el dedo y veía cómo la goma de mascar de Eliana en su envoltura daba vueltas y vueltas.

Finn volteó a ver a Madeline.

—¿Te gustaría llevarte los dos cuadritos de goma de mascar que quedan?

—¿De verdad? —preguntó ella.

—Por supuesto. ¿De qué sirven los amigos si no comparten la goma de mascar?

—Gracias, amiguito —dijo la niña y todos rieron. Luego estrechó la mano de Finn—. Soy Madeline, mucho gusto.

—Finn —contestó él. Volteó hacia la madre y también estrechó su mano. Ella se presentó como Angelika. Por último giró para ver a Eliana—. ¿Hasta luego…?

—Eliana —dijo ella con una sonrisa.

Va a ser una belleza, pensó Finn. O mejor dicho, ya lo era. O lo fue. ¿O…? Olvidémoslo, era demasiado confuso y, además, esa chica era solamente producto de su imaginación.

—Hasta luego… Finn —dijo Eliana—. La próxima vez que nos encontremos quiero verte haciendo bombas de goma de mascar.

—Es un trato.

—¿Lo prometes? —preguntó Madeline. Finn asintió y todos se despidieron.

Rouge volteó a verlo en cuanto las chicas y su madre se perdieron de vista.

—Entonces —dijo, bastante aliviada—, misión cumplida. Ya hiciste otro amigo.

—De hecho, fueron tres amigas —dijo él, corrigiéndola.