—Te estás moviendo con mucho nerviosismo —señaló Rouge, al mismo tiempo que ajustaba la correa de su mochila negra para luego pasársela por encima del cuello y a lo largo del pecho. Ella y Finn caminaban a paso veloz mientras eran arrojados a la Carretera Peatonal 5, en el piso del subnivel 9 del Instituto Olga Zhukova de Física Aplicada, en Berlín.
—Son los jeans —dijo Finn, y se levantó un poco los pantalones—. No me quedan bien. —En cuanto los soltó, los pantalones volvieron a caer, dejando ver sus boxers a cuadros. No pudo evitar reírse.
—La cintura es demasiado ancha y la entrepierna muy profunda —dijo Rouge.
—Buena observación, Einstein, buena observación. Según los vestuaristas, el estilo se llama «pantalones flojos».
A la derecha vieron el Pasaje-22 P3.
—Dos intersecciones más —reportó Rouge—. R3, y aquí estamos. —La chica miró el cinturón de Finn—. ¿No puedes apretarlo más para que los pantalones se mantengan arriba? —Rouge pasó los dedos por la superficie del cinturón como si buscara un botón secreto, oculto entre los adornos de metal—. ¿Qué son estas cosas? Parecen balas, como las que tienen en el museo.
—Tachones, se llaman tachones. De cono o asesinos. Hacen que el cinturón sea bastante pesado.
—Tachones asesinos, ajá. Este cinturón podría usarse como arma. —Rouge volvió a tironear el cinturón y sacudió la cabeza—. Se supone que los pantalones deberían quedar colgando así.
—Sí, eso es lo que nos daba miedo, ¿no? —Finn le sonrió con prisa y, distraídamente, se rascó un grano que le había salido en la cabeza. A veces sucedía cuando le descargaban los recuerdos.
Se quedaron callados por algunos minutos, perdidos en sus pensamientos. Ambos se preguntaban por qué demonios habían aceptado entrar al juego. Cuando se acercaron a Q3, Finn empezó a rascarse debajo de la camiseta negra.
—Deja de moverte, Finn —dijo Rouge.
—Es la tela, es demasiado áspera. —Finn volvió a acomodarse la camiseta y Rouge inspeccionó las palabras impresas al frente: «La gente cool anda en eléctricos».
—Entonces ya sabían sobre los autos eléctricos, ¿verdad? —preguntó Rouge—. ¿Por qué elegiste 2003? ¿Por el diario?
—Sriwanichpoom lo sugirió. Estuvimos de acuerdo en que sería el mejor año para el trabajo. Inmersión total. —Finn volvió a rascarse debajo de la camiseta—. Da comezón.
Rouge se encogió de hombros. Sobre la minifalda de mezclilla —los jeans de Finn estaban fabricados con el mismo material burdo y grisazulado— también llevaba una camiseta negra. Pero a ella no parecía molestarle. Tampoco a Finn. De hecho, le agradaba ver el ombligo de Rouge entre la camiseta recortada y la falda, que se sostenía en la cadera. La gruesa tela negra que cubría sus piernas era, por otra parte, una desgracia.
—Me dijeron que son mallones —explicó Rouge al seguir la mirada de Finn.
—Y esos… —dijo él, señalando su calzado blanco y negro.
—¿Los tenis de tela? —preguntó ella.
—…el término correcto es «Chucks» —explicó Finn, orgulloso de su conocimiento.
—Chucks —repitió ella.
Finn miró su atuendo y notó que no tenía cinturón.
—No tienes arma, no es justo.
—Tienes razón —respondió ella, al mismo tiempo que sacaba una cartera de piel de su bolsa. Se veía pesada—. Tú tienes tachones asesinos, pero esta jugadora tiene monedas asesinas. Podría usar todo esto para golpear en la cabeza a un atacante. —Rouge volvió a abrir la cartera, sacudió las monedas y miró entre los billetes—. Monedas y papel moneda. Qué cosa tan extraña. —Le entregó a Finn un billete de quinientos euros—. Guarda esto en tu bolsillo, nos recomendaron llevar dinero.
Finn deslizó el billete en el bolsillo derecho de sus pantalones.
Rouge devolvió la cartera a su mochila, sacó un grueso brazalete de piel con tachones y se lo puso.
—Ah, ahora está mejor —dijo Finn—, un arma de verdad.
Rouge fingió un movimiento de karate en forma de corte y Finn se agachó. El movimiento hizo que se le volvieran a caer los pantalones, pero se los acomodó de nuevo. —Esto es lo que sacamos por haber ido a Fashion Type y vestirnos al estilo «urbano, casual, rebelde» —dijo Finn.
—La próxima vez deberíamos elegir «conservador, casual, cómodo».
—O «corporativo, sensible, adinerado» —dijo él, al mismo tiempo que miraba los desaliñados tenis negros que traía puestos.
Finn y Rouge caminaron en silencio. A su izquierda, él vio sus reflejos pasar con rapidez por un espejo. A Rouge le quitaron los rizos, le cortaron un poco el cabello y le hicieron picos. Lucía todavía más estricta de lo que ya era, pero eso no se comparaba en nada con lo que le hicieron a él. Era verdaderamente extraño mirarse en el espejo. El estilista le llamó «mohawk falso»: Finn tenía una franja de cabello levantada que le atravesaba la cabeza, de la frente a la nuca. El cabello estaba erizado y erecto como pelaje de jabalí. Por suerte, en los costados todavía tenía el cabello grueso y ondulado, pero no podía dejar de pensar que parecía nativo norteamericano; que se veía como los indios del celuloide «El rastro de los iroqueses», que vio con Renko no mucho tiempo atrás.
Un hombre de mediana edad con traje de pana color café pasó al lado izquierdo y tapó la vista de Finn, quien seguía mirándose en el espejo. Chocaron por accidente y la mochila se le deslizó a Finn por el brazo hasta caer.
—Discúlpeme, por favor —dijo el hombre, al mismo tiempo que se agachaba a recoger la mochila. Entonces vio a Rouge—. Ah, mademoiselle Moreau.
—Profesor Grossmann —dijo ella, sorprendida de verlo—. Le presento a Finn Nordstrom. Finn, el profesor Judd W. Grossmann.
Los hombres estrecharon manos.
Finn miró al profesor y notó que abría los ojos sorprendido al ver sus atuendos.
—Vamos a la sala de juegos —dijo Finn a modo de justificación.
—Excelente —contestó el profesor con tono divertido—. Excelente.
Finn notó que el profesor usaba una corbata de cordón. Estuvieron de moda veinte años antes, cuando él era un niño, pero se les veía poco desde entonces. Esta tenía cintas de piel con puntas de bronce y en el marco, también de bronce, había un camafeo deslizable de concha nácar. En el camafeo se veían dos flamencos rosados sobre un estero azul, y un árbol verde en la parte trasera.
—Lo siento —dijo el profesor Grossmann—, ¡pero es tarde! – Entonces salió disparado.
—Francamente —le dijo Finn a Rouge cuando el hombre estuvo lejos y ya no podía escucharlos—, este jugador no entiende por qué tenemos que usar los atuendos para ir a la sala de juegos. ¿Por qué no decidimos cómo queremos lucir y qué accesorios queremos usar cuando ya estemos jugando? Así es como se hace por lo general.
Rouge levantó los hombros en un breve gesto que indicaba: «No lo sé».
—¿Y por qué tenemos que jugar aquí en el IOZ? Pudimos haber probado esto en el Rubik —agregó Finn mientras observaba el área prohibida del IOZ. Jamás había estado ahí. De hecho, nunca había entrado al edificio siquiera. De cariño, los berlineses le llamaban «La Medusa». El techo del nivel inferior era transparente y tenía forma acampanada; estaba fabricado con vidrio y velas de tela que, en conjunto, hacían que se pareciera a las medusas marinas. En la parte interior de la zona baja del IOZ, las deslumbrantes luces, los ductos, los colores brillantes y la tubería eran tan asimétricos que quitaban el aliento pero también intimidaban.
—Estamos jugando aquí porque nos están supervisando —contestó ella, como si fuera la décima vez que escuchaba la queja—. Además, nuestra sala de juegos tiene la tecnología más avanzada de todo Berlín y aquí se realizó la supervisión de las pruebas anteriores. —Rouge señaló al profesor Grossmann alejándose a lo lejos—. Él es uno de los supervisores.
—¿Un fiscuan?
—Su pasatiempo son los juegos.
—¿En serio? ¿Ya has trabajado con él?
—Sí, en varias ocasiones.
—A este amigo le sorprendió muchísimo que hubieras aceptado jugar uno de estos juegos, y ahora descubre ¡que eres profesional! Qué discreta eres. ¿Quién habría pensado que ustedes los fiscuans tenían una actitud tan gung-ho respecto a los juegos, que el IOZ tenía su propia sala y que…
—¿Gung-ho?, —preguntó Rouge. Finn sonrió.
—Término de uso norteamericano desde la Segunda Guerra Mundial —comenzó a explicarle—. Utilizado por los marineros; significa entusiasta o dedicado. Originalmente proviene de las palabras chinas para «trabajo» y «juntos», aunque estas palabras…
Pero Rouge no estaba prestando atención. Su mirada divagó hasta el Pasaje que tenía frente a sí.
—Ya llegamos —murmuró.
Ambos descendieron de la Carretera.
Y ahí estaba el Doctor Doctor Rirkrit Sriwanichpoom.
Finn y Doc-Doc estrecharon manos. Piel contra piel. Al parecer, en esta ocasión Sriwanichpoom no envió su holograma para que lo sustituyera. El director de la biblioteca sonrió y, una vez más, exhibió sus inmaculados y afilados dientes.
—Bienvenidos —dijo, y por un instante Finn tuvo la impresión de que, tal vez, estaba cometiendo el error más grande de su vida.
—Y finalmente, por favor recuerden —dijo el profesor Grossmann— que deben permanecer en el área designada para el juego. En el caso del Nivel Uno, se trata de la zona comercial para peatones en… —el profesó bajó la mirada para leer sus notas—, en Berlín-Charlottenburg. ¿Alguna pregunta?
—¿Qué fecha es? —preguntó Finn—. Nuestros atuendos parecen indicar que estaremos en verano.
—Muy acertado. Es jueves 14 de agosto de 2003.
—¿Y la hora?, —volvió a preguntar Finn.
—Cuatro y media de la tarde.
—¿Y los sucesos del presente? ¿Hay algo de gran relevancia que haya sucedido ese día y debamos saber? Un reactor atómico que haya estallado o…
—¡Señor Nordstrom, por favor! —exclamó Sriwanichpoom con impaciencia—. Solo se trata de un juego. Juegue de oído. —El director volteó a ver al profesor Grossmann y dijo—: ¡Válgame con los historiadores!
Finn se sentó en una sencilla silla metálica de la sala de juegos del IOZ. Rouge, a su lado, en un banco, también metálico pero ligeramente más alto. De pronto se coló a la sala algo de luz, proveniente del estudio de supervisión y monitoreo. Las paredes eran negras como en la mayoría de los salones de juego pero el techo era algo… inusual. De hecho no había nada ahí. O al menos, Finn no podía asegurarlo. Lo único que podía ver en la parte superior era una profunda cavidad negra.
—¿Estamos listos? —preguntó Sriwanichpoom.
—Una pregunta más, por favor —interpuso Finn—. ¿Qué podría realmente suceder si no permanecemos en la arena designada? Digamos, si nos alejamos sin querer. ¿Nos arrojan de vuelta al cuadro uno? ¿O nos sacan por completo del juego y despertamos acá?
El profesor Grossmann era un individuo amable. Le dio a Finn una palmada en el hombro, y explicó:
—Este coordinador de proyecto entiende que ustedes son jovencitos y necesitan romper las reglas, pero…
—¿Jovencitos? —preguntó Finn—. ¡Casi tenemos treinta años!
—Sí, pero siguen siendo pre-adultos —señaló el profesor Grossmann, al mismo tiempo que volteaba a ver a Sriwanichpoom. Ambos sonrieron en complicidad, y luego el profesor le habló directamente a Finn—. Entendemos su deseo de romper las reglas, pero no les recomendamos hacerlo. Podría abrirse una nueva arena para la cual tal vez no estén equipados, y eso provocaría un número infinito de problemas que los llevarían a experimentar dolor físico y/o emocional.
Finn frunció el ceño.
—Eso suena riesgoso.
—Para resumir: sí, podría ser riesgoso —asintió el buen profesor—. Pero francamente no lo será. De todas maneras debe entender que en este juego la realidad virtual se convierte en su realidad verdadera y física a tal punto que las situaciones que son potencialmente peligrosas en él, podrían tener repercusiones en la vida real. —El profesor miró a Rouge—. Por suerte, su compañera está aquí para guiarlo. Su personaje está programado para mantenerlo en el camino correcto, y el de usted, para prestarle atención.
—¿Pero por qué? —Finn quería saber. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver a Sriwanichpoom cambiar de posición y apoyarse distraídamente en la otra pierna en cuanto escuchó la nueva pregunta del historiador junior—. ¿Por qué no correr riesgos? —insistió Finn—. ¿Acaso no jugamos para poder experimentar el peligro? ¿No es eso lo que le infunde emoción a todo esto?
—Tiene razón, mucha razón —dijo el profesor Grossmann con gentileza—. Jugamos juegos para sacar a los demonios de nuestro sistema. En los juegos vivimos lo que en la vida real sería demasiado peligroso: la emoción yace ahí precisamente. No obstante, en este juego en particular, no deben arriesgarse sino hasta el Nivel Tres. Primero tienen que aclimatarse al nuevo entorno y aprender a divertirse.
—Y todo ese tiempo usted deberá tomar notas mentales sobre las posibles imprecisiones históricas —añadió Sriwanichpoom—. Recuerde que ingresará a esta arena en primer lugar, y sobre todo, como historiador. —Después de decir eso le sonrió a Finn y agregó—: Como historiador junior.
—Sí —dijo el profesor—. Y por favor recuerden que no deben iniciar conversaciones con otros personajes que pudieran encontrarse. También regresen al punto de inicio treinta minutos a partir de la hora de llegada.
—¿Qué pasa si no volvemos al punto de inicio en treinta minutos? —preguntó Finn—. ¿Qué tal si…?
—¡Finn! —gritó Rouge, exasperada. Hasta ese momento se había mantenido en silencio, pero ahora agitaba la cabeza con impaciencia—. Los profesores ya quieren comenzar.
—¡Este jugador solo tiene curiosidad! —dijo Finn—. ¿Por qué no podemos jugar más de treinta minutos?
—Sus cuerpos necesitan acostumbrarse al juego. Pero no se preocupe, no pasará nada con lo que no pueda lidiar —explicó el profesor Grossmann.
—Pero…
—¡Finn Nordstrom! —La voz del director sonó tan crispada, que Finn creyó que se rompería—. El Proyecto Tiempo se encuentra en la etapa Alpha. Necesitamos que obedezca las reglas para que podamos entender mejor cómo desapegarnos de ellas en el futuro. —El profesor se volteó y caminó hacia la salida. Al llegar a la puerta, giró de nuevo—. ¿Estamos listos?
—Oh, por cierto —les dijo el profesor Grossmann a Finn y a Rouge, como recordando algo un poco tarde—: deben conseguir una bebida o un refrigerio en el juego. Mademoiselle Moreau, usted tiene una cartera llena de cambio. —El profesor miró a Finn y luego a Rouge para asegurarse de que ambos le prestaban atención—. Si ya no quedan preguntas, comencemos. A partir de este momento, por favor absténganse de hablar hasta que estén seguros de que ya están en la arena de juego. —Después de decir lo anterior, el profesor les brindó una cálida sonrisa a ambos—. ¿Comenzamos?
Finn perdió la noción del tiempo. ¿Cuántos minutos pasaron desde que cerraron la puerta y luego la sellaron? ¿Sería un minuto? ¿Cinco? ¿Rouge todavía se encontraba a su lado? ¿O lo habrían movido a él? Al principio pensó que se estaba levantando, pero en realidad algo lo elevaba. Aunque claro, se sentía desorientado. No podía ver nada, todo era oscuridad; el lugar era impenetrable, como un vacío. No se escuchaba nada, ni adentro ni afuera. No había luz, movimiento ni aire. Finn pensó que era como si estuviera suspendido a la mitad de la nada, de un vacío.
Sabía que algo estaba a punto de suceder; tenía esa mezcla de miedo y emoción que llegó a sentir cuando surfeaba las olas de Fire Island. Le llamaba «el momento previo». Era ese alarmante instante en que una ola furiosa —a la que primero vio en el horizonte— se acercaba a paso constante en su dirección para luego alcanzarlo, convertida en un aterrador muro de agua que cernía sus fauces sobre él. ¿Se montaría en la ola o esta lo aplastaría?
Un sonido. Finn volteó para confrontarlo. Era un silbido tenue, como si por algún pequeñísimo orificio alguien extrajera el aire. Se enfocó en el ruido y este aumentó de volumen. Finn tenía la impresión de que era algo que giraba, que daba latigazos alrededor como en una espiral. Y luego tuvo la certeza de que, en realidad, el sonido estaba en él, y que algo lo estaba estirando —estirando, estirando— para convertirlo en una extraordinariamente larga hebra de espagueti. Luego, ¡swoshhh!, el agujero lo succionó.
Y de pronto estaba en el agujero, en un túnel sin pies ni cabeza. Sin profundidad. Una violenta sacudida le recorrió el cuerpo… y sintió que caía. Trató de asirse a algo, a cualquier cosa; la silla, el banco, Rouge… pero solo había espacio. Bajó, bajó y siguió bajando. Moriría. Lo supo. Pero de pronto algo lo arrastró y, como si fuera un milagro, voló hacia arriba y planeó en un espacio sin peso y tan suave como el terciopelo. Era como flotar en una de las botellas de tinta color índigo de su madre. Ahí moriría con gusto.
De pronto apareció un destello cegador que titiló como cuchillos que rompían el espacio que lo rodeaba, y luego hubo una explosión de colores vibrantes. En todos lados. Pero los muros se comenzaron a cerrar sobre él. Desde la derecha, la izquierda; el techo estaba bajando y el piso se elevaba. ¡Lo iban a aplastar!
Abrió los ojos.
Finn vio plata. No. Era…
Le dieron ganas de vomitar. Cerró los ojos.
Luego los abrió.
Era blanco. Veía algo blanco.
Sí, Finn estaba mirando una pared blanca con una franja negra atravesada al centro. A la mitad, a la izquierda y a la derecha de la franja había… ¿hendiduras? Enfocó los ojos. Era una puerta, o mejor dicho, dos puertas que se abrían al centro. La franja era el lugar de unión. Había dos manijas a la derecha e izquierda de la abertura. Finn se quedó viendo la puerta durante lo que pareció un largo, largo rato.
De repente estaba sentado y agazapado, con la cabeza sobre las manos y los codos recargados en el regazo. Escuchó un tenue y rítmico golpeteo cerca de sus oídos. Entonces se dio cuenta de que el sonido provenía del reloj de segunda mano del siglo XXI que le habían dado.
… los ojos. Miró hacia abajo. Todavía llevaba los jeans y los tenis negros. El piso era de color gris y se veía mojado, manchado. Manchado con… porquería. Vio un disco perforado en el suelo.
¿Dónde estaba?
¿Y qué era ese aroma? Era agrio y picante. Bastante desagradable. Le recordaba a… las medusas. Sí, a las medusas muertas que eran arrastradas por el oleaje y terminaban en la bahía de Fire Island. Discos translúcidos pudriéndose en la arena, con las entrañas expuestas y blandas en un caluroso día de verano.
Finn levantó la cabeza y se puso de pie. Se sentía mareado. Vio que Rouge estaba sentada junto a él, a la derecha, ligeramente más arriba, y lo contemplaba. Al parecer había un espejo detrás de ella. Daba la impresión de que esperaba algo. ¿Estarían en el IOZ o en el juego? ¿Ya tendría permitido hablar?
¿Dónde estaban?
Miró a su izquierda. La cabeza volvió a darle vueltas. Junto a él, a la altura de su cadera, había una barra de aluminio. Se sujetó a ella con fuerza. A medio metro de distancia había un letrero en la pared en el que, con letras grandes, se leía «Sanitario de la ciudad».
Miró abajo. Estaba sentado en algo que, efectivamente, parecía un sanitario. Bastante primitivo, por cierto. Era blanco y estaba hecho de plástico. Era…
Alguien tocó. Alguien estaba tocando a la puerta.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —escuchó a una mujer gritar. Y ahora golpeaba la puerta con fuerza—. ¿Se fue usted por el excusado o qué?
Hablaba en alemán. ¡Al otro lado de la puerta había alguien que hablaba en alemán extinto!
Finn miró a Rouge, quien ya estaba parada. ¿En qué había estado sentada? ¿En un… lavabo?
—Es hora de irnos, Finn —dijo ella.
—¿Estamos en el juego?
—Al parecer. —Rouge señaló un enorme botón rojo con dos flechas azules.
Finn leyó: «Abrir puerta».
—Deberíamos presionarlo —dijo Rouge.
Finn se levantó y apretó el botón.
Las puertas comenzaron a deslizarse.
—¡Vaya, al fin! —gritó la voz en el exterior.
Las puertas se abrieron por completo.
—¿Qué demonios…? —gritó la mujer, boquiabierta—. ¿Dos…?
La mujer se parecía a Hildburg, el Ama de Llaves-BER-MV-Rub3, el robot que cuidaba el Rubik. Era bajita, de pechos grandes y ancha. Y muy anaranjada. Usaba un overol de color naranja brillante con vivos blancos de alta visibilidad en las mangas y el frente. Sus botas eran de hule negro. A su lado había una caja que le recordó a Finn el estuche de madera donde su madre guardaba su equipo. La única diferencia era que este era de metal. Con las manos enguantadas sostenía un palo de madera como de un metro de largo, que al final tenía largas y gruesas cuerdas de algodón que parecían de soga o cáñamo. ¿Era un trapeador?, se preguntó Finn. La mujer también tenía una cubeta azul. ¿Y llevaba un rollo de…? Finn leyó la envoltura. «Papel higiénico», decía.
—¿Está ciego o qué? —preguntó la mujer—. ¿Qué no puede leer? Aquí dice «sanitario», no «cubículo para drogarse».
En sus dientes había fragmentos plateados. También tenía un diente de oro. Oro. Era asombroso, pensó Finn.
—¿O qué estaban haciendo aquí? —preguntó con suspicacia, a la vez que revisaba el cubículo con la mirada. Pero entonces, las puertas comenzaron a cerrarse.
La mujer metió el pie entre las puertas deslizables y sacó un racimo de llaves de metal que tenía en una cadena. Insertó una al lado del cubículo y las puertas volvieron a abrirse.
—¿Qué tanto mira? —vociferó con desprecio—. ¡Si acaso alguien debería mirar, tendría que ser yo!
—Finn —dijo Rouge en voz baja, al mismo tiempo que lo jalaba del brazo—. Vámonos.
—¿Les importaría dejarme pasar? —La mujer del overol anaranjado los empujó a codazos y se metió al cubículo—. ¡En serio!
Swoooossshh. Las puertas se cerraron detrás de ella.
Y de pronto, Finn se encontró justo en medio del Berlín de entre siglos.
¡El ruido! Era demasiado. ¡Y tan fuerte! A Finn le zumbaba la cabeza. Sentía como si tuviera los oídos retacados de una densa cera. Y tantas conversaciones. Tan desenfadadas y rápidas. Una explosión de música lo tomó desprevenido. Las notas graves le perforaron el corazón como perdigones de metal. Un perro ladró. Se escucharon bombas detonar.
Finn y Rouge caminaron un poco y de pronto se encontraron en la zona comercial para peatones. Estaba abarrotada. Finn jamás había visto tanta gente en una calle europea. ¿Y por qué todos lo miraban? Un grupo de compradores le abrió el paso como si fuera el mar Rojo ante Moisés. Finn recordó haber visto eso en un celuloide.
—¿Por qué todo mundo nos mira? —le preguntó a Rouge.
—¿No será solo nuestra imaginación? Fuera de eso, ¿cómo te sientes?
—Con un poco de mareo. ¿Y tú?
Rouge encogió los hombros y se sentó en una banca. Finn también se sentó.
—Respira —le sugirió Rouge.
Finn respiró hondo por la nariz. Los aromas eran abrumadores. En algún lugar, alguien cocinaba pan. La húmeda y dulce fragancia de flores en plenitud llegó como una bocanada hasta él desde un puesto. Dos adolescentes peleaban entre risas por una botella café. La botella cayó, se hizo añicos y los chicos huyeron, chillando de risa. Finn vio al líquido dejar un rastro efervescente sobre los adoquines, y percibió el amargo olor de la cerveza.
Luego notó que los edificios eran bajitos y estaban pegados los unos a otros de forma desordenada y sin plan alguno. Eran amasijos de vidrio, metal, ladrillos, cemento y madera. Se preguntó si esa imagen sería precisa para el periodo en que estaban. Hizo una nota mental para investigar la arquitectura de la zona comercial cuando terminara el juego.
Finn sintió el calor del sol en su rostro.
—Ponte las gafas, Finn —le dijo Rouge, sin gran emoción.
—Muy bien.
Finn abrió su mochila, tomó las gafas y se las puso.
Rouge ya se había puesto las suyas también.
Un joven —un muchachito, en realidad—, con el cabello en picos y en una línea sobre la cabeza, igual al falso mohawk de Finn, pero con el resto rasurado (¡él sí lucía de verdad como los indios de «El rastro de los iroqueses»!), se dejó caer junto a Finn y lo empujó groseramente hacia Rouge.
—Oye —gruñó—, ¡dame algo de espacio aquí!
Finn se sintió amenazado y volteó a ver a Rouge. Ella lo tomó de la mano.
—Es un juego —murmuró ella.
De acuerdo, pensó Finn. Es solo un juego. No hay nada que temer.
Pero se sentía tan real. Finn podía oler la piel de los pantalones del chico y su sudor. La luz del sol se reflejaba en la joyería de plata que llevaba. Tenía un anillo que le perforaba la nariz. Y muchos más en las orejas. También usaba un cinturón con tachones como el de Finn.
El chico encendió un cigarro. Finn conocía los cigarros gracias a los celuloides. El humo se elevó en círculos a su alrededor. Lo inhaló y sintió que le picaba la nariz. Tosió. El chico le lanzó una mirada fulminante.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Tienes algo contra el cigarro?
—Vámonos —le dijo Rouge a Finn—. Nos quedan solo unos minutos.
Finn se levantó y de repente los oídos se le destaparon, la cera se derritió, la cabeza se le aclaró… y los pantalones se le cayeron. Todo al mismo tiempo.
—¡Tus pantalones! —gritó el chico, divertidísimo.
Finn se subió los pantalones como pudo y caminó hacia el norte con Rouge. Notó que había basura en el camino. Colillas de cigarro, envolturas, periódicos, bolsas de plástico. Una niña pasó a toda velocidad; era una pre-adolescente. Se deslizó como si tuviera ruedas escondidas en los zapatos.
A unos cuantos pasos, en un elefante mecedor, un bebé saltaba y se carcajeaba. La persona que lo cuidaba estaba hablando a través de un celular. Finn los había visto en los celuloides y, además, los Forester los usaban. «Estaba pensando en espagueti», dijo la cuidadora al celular. «Y una ensalada. ¿Puedes conseguir leche? Sí, baja en grasa.»
Entonces Finn escuchó un tambor. Frente a él, a unos veinte metros, estaba sentado en el suelo un hombre con la cabeza rapada y vestido con una bata color azafrán. Cantaba y golpeaba con ritmo un tambor ornamental de madera. Lucía exactamente como los monjes tibetanos que a veces iban a la tienda de su padre a buscar muebles. ¿En verdad no cambiaron en todos esos siglos? Tal vez se trataba de una imprecisión del juego, pensó, y deseó que su BC estuviera activado y en funcionamiento para poder anotarlo. Había otra cosa que quería recordar. ¿Qué era?… Oh, sí, la arquitectura. ¿Era adecuada? Sin el BC encendido era difícil recordar cosas.
Finn se detuvo para escuchar al monje. El canto meditativo, el pulso constante del tambor, las campanas… lo inundaron. Fue reconfortante en medio de todo el revuelo.
En ese momento un hombre con barba y cabello largo y tupido se acercó a él. Llevaba puesto un saco grueso, sombrero de piel y botas altas de color café, como si estuvieran en pleno invierno. Empujaba una canasta gigante de metal sobre ruedas que le llegaba a la cintura. Dentro de la canasta había montones de bolsas de plástico de entre las que se desbordaban ropa y otros objetos. El hombre tenía un olor acre. «¿Me regala algo de cambio?», le preguntó a Finn, extendiéndole un vaso de plástico. Finn no sabía cómo reaccionar y cuando volteó a ver a Rouge, se dio cuenta de que ella estaba tan desconcertada como él. Volteó de nuevo al hombre de barba y pensó que podría preguntarle qué vendía, pero el hombre ya se había ido caminando hacia el sur, en dirección a los Sanitarios de la Ciudad. Finn se quedó viendo la estructura por un momento.
—Qué inicio tan extraño para un juego —le dijo a Rouge—. ¿Por qué crees que los baños públicos sean un cubo?
—Esta jugadora se estaba preguntando lo mismo —respondió Rouge—. ¿Será porque son privados?
—¿Pero para qué necesitaríamos privacidad? Pudimos tan solo aparecer y ya, ¿no?
Rouge se encogió de hombros.
—Tal vez a la gente de aquí le parecería extraño.
—¡Pero es un juego! —Finn volvió a ver al hombre de barba—. ¿Qué crees que venda ese hombre? ¿Por qué pide dinero?
Rouge se encogió de hombros otra vez.
—Tal vez no vende nada y, por lo tanto, no debería pedir dinero. Podría ser otra imprecisión del juego.
Más allá del baño público, una calle llena de gente atravesaba la zona peatonal. Ahí un coro atrajo la atención de Finn. Grandes vehículos con ruedas —autobuses y camiones— se arrastraban por la calle. Los más pequeños, los automóviles, quedaban apretados entre ellos.
—¿Crees que deberíamos ir allá? —preguntó Finn—. Para ver por qué cantan. Tal vez es un desfile.
—Seguramente huele mal ahí. —Rouge frunció la nariz—. A combustible de fósiles.
Finn vio que el hombre de barba se aproximaba a una anciana que caminaba con demasiado trabajo y, al igual que él, iba empujando un aparato en cuatro ruedas. No obstante, el de ella era mucho más pequeño y no tenía canasta. Finn pensó que podía ser un artículo que ayudaba a la movilidad. Se quedó observando y la vio sentarse en el aparato, abrir su bolso, sacar algo y dárselo al hombre. Era dinero, al parecer, sin embargo, un grupo de gente pasó frente a ella y Finn no pudo ver lo que el hombre de barba le dio a cambio. Finn le habló a Rouge.
—¡Es asombroso! En serio. Los detalles son increíbles. ¿Cómo hicieron esto? Quien haya desarrollado este juego es un genio.
—Greifswald y Berlín estarán felices de escuchar eso.
—¡Charlottenburg! —exclamó—. ¡Es impresionante!
Finn estuvo en Charlottenburg en una ocasión, en 2256. Era un barrio de Berlín que la gente no visitaba con mucha frecuencia. Se trataba de una enorme zona industrial de diez kilómetros cuadrados que albergaba cientos de fábricas. Entre ellas se encontraba SprintX, posiblemente la fábrica de vehículos de transporte más grande de todo el continente europeo. Finn visitó SprintX en su primer año en la Universidad Europea Greifswald. Recordaba con cariño la exposición de automotores clásicos del Museo del Vehículo, en KFZ Road, una importante estructura y punto de referencia que sobrevivió al Invierno Negro. No obstante, el Charlottenburg del juego no tenía nada que ver con el que él conocía.
Finn notó a una pareja que se acercaba. Cada uno traía un cono de color café con una sustancia semisólida en la parte superior. Una era amarilla y la otra verde, y la pareja lamía la sustancia.
—¿Qué crees que sea? —preguntó Rouge—. ¿Yogurt? ¿Queso de granja? ¿Mousse?
—Este historiador cree que podrían ser helados. Solían comerlos así. Podemos preguntar.
Finn se acercó a la pareja.
—¡Finn! —gritó Rouge—. No inicies ninguna conversación. Aún no. Vamos por acá —dijo, y señaló al norte.
Finn y Rouge rodearon una zona de construcción donde descubrieron una calle a su derecha. El letrero decía Goethestraße.
—Vaya —dijo Finn—. Un nombre conocido.
—¿Goethe? —preguntó Rouge con los ojos bien abiertos y mucho énfasis.
Finn resopló.
—Realmente deberíamos hacer algo respecto a tu educación, Einstein. Goethe fue el Shakespeare alemán.
—¿Shakespeare? —preguntó ella.
Finn se quedó boquiabierto.
Rouge se rio.
—Finn, esta amiga solo te está molestando. Aunque, francamente, Shakespeare ya no es importante, y tampoco Goethe. Tenemos que volver pronto, solo nos quedan unos cuantos minutos.
Finn miró al final de Goethestraße.
—¡Oh, mira! —exclamó, al mismo tiempo que empezaba a caminar.
—Finn, ¡se supone que nos debíamos quedar en la zona peatonal! —le gritó Rouge.
Finn se detuvo frente a un pilar de casi cuatro metros de alto en el que había pinturas y texto. Volteó a ver a Rouge, quien ya lo iba siguiendo.
—Es un Litfaßsäule. Se usaba para anunciar productos y servicios. En la portada de un libro infantil alemán de la década de los treinta que pertenecía a nuestros padres, había uno. Mamá nos lo leyó: Emil y los detectives, se llamaba. —Finn se quedó inmóvil al recordar la dulce y sonora voz de su madre. Cuando eran niños, él y Mannu se sentaban en su regazo y ella les leía. ¡Y cómo leía! Cada palabra tenía su propio timbre y tono, una intensidad propia y…
—¿Finn?
Finn miró a Rouge.
Ella le habló con amabilidad.
—Esta jugadora insiste en que regresemos a la zona peatonal. Debemos hacerlo.
—Un momento —dijo—, por favor. —Finn miró otra vez la columna y luego deslizó sus dedos sobre la imagen de cinco hombres. Leyó el texto en voz alta—: Deep Purple. En vivo, en concierto. Columbiahalle. 20. Agosto. —Parte de la hoja había sido arrancada, y abajo se leía: «Robbie Williams. En vivo, en Wuhlh…» —Finn volteó de golpe a ver a Rouge. —¡Asombroso! Este historiador sabe quién es Robbie Williams. La chica fue al concierto. —Finn arrancó más papel del primer póster para ver lo que había abajo—. ¡Mira! ¿Lo ves?
Y ahí estaba: Julio 8. Wuhlheide.
—¡El detalle! —dijo Finn—. ¡Es extraordinario!
Rouge lo haló del brazo.
—Vamos, ¡ahora!
De vuelta en la zona comercial para peatones descubrieron un puesto de comida donde tenían cubetas llenas de la sustancia amarilla y verde que habían visto. El letrero decía «helado».
—¡Tenías razón! —dijo Rouge—. Es helado, pero luce distinto al nuestro. ¿Crees que deberíamos probarlo?
—Sí —dijo Finn. La boca se le hacía agua, y pensó que era simplemente fabuloso que el juego incluso pudiera hacerlo salivar con tan solo mirar el helado.
—Prego —dijo el hombre detrás del mostrador. Era de baja estatura y sólido; tenía cabello oscuro y piel morena.
Finn no le había solicitado comida a una persona real en muchos años. Cuando era niño, en Fire Island, lo hizo, pero ahora, incluso ahí, los vendedores y meseros eran completamente automatizados.
—Buen hombre —dijo Finn, esforzándose en ser cortés—, apreciaríamos inmensamente que nos diera helado. —El hombre miró a Finn como si fuera un memoclón demente, de los que ya habían sido enviados al Hogar para Clones.
—Por supuesto —contestó—, no hay nadie que lo impida —dijo y sonrió—. ¿Turista?
—Sí —dijo Rouge—. Eso es lo que somos exactamente, turistas.
—¿De dónde? —preguntó el vendedor de helados. Su alemán era imperfecto.
Ellos no iniciaron aquella conversación, ¿o sí? En ese caso, Finn tenía permiso para responder.
—Del continente de Norteamérica.
El hombre miró a Finn con suspicacia.
—Quiere decir, ¿de Estados Unidos?
—Sí, sí, naturalmente —contestó Finn al darse cuenta de su error.
—Ah, América. Tengo un primo allá, en Chicago —agregó el vendedor—. ¿Ustedes conocen Chicago? Hay mucho viento allá.
—Finn —interpuso Rouge—, en verdad tenemos que apresurarnos. —La chica miró al hombre—. De cereza, por favor.
—Signorina, ¿tiene prisa? ¡Pero si está de vacaciones!
Rouge le lanzó una de sus fulminantes miradas.
—¿Cuántas bolas? —preguntó, completamente enfocado en su trabajo.
—Solo una —contestó ella.
—¿Y usted, signore? —le preguntó a Finn mientras le entregaba a Rouge su cono.
—Una bola. De chocolate —dijo Finn, y mientras tanto Rouge ya caminaba hacia el Sanitario de la Ciudad.
El vendedor le entregó a Finn su cono. Finn le dio una gran lamida en espiral.
—Delicioso —señaló.
—Finn —gritó Rouge—. ¡Vamos!
—Será mejor que se apure —le dijo el vendedor de helados entre risas—. Podría perder el vuelo a casa.
Finn le agradeció y fue detrás de Rouge. Más adelante vio que el hombre de la canasta metálica y el vaso de plástico se acercaba a él.
—Signore —gritó el vendedor de helados—. Signore!
Finn giró de inmediato.
—¡No tan rápido! No sé cómo sea en su Norteamérica, ¡pero me tiene que pagar el helado! ¡Son tres euros, por favor!
—Oh, scusi —dijo Finn, y el rostro se le puso tan rojo como el helado de cereza de Rouge. ¿Cómo pudo olvidar que el servicio bancario de su BC no funcionaba en el juego? Le entregó al hombre el billete de 500 euros que tenía en el bolsillo.
—¿No tiene un billete más chico? —le preguntó el vendedor.
—No, lo siento.
—Mamma mia! —exclamó el vendedor mientras buscaba en la caja registradora y maldecía entre dientes.
Finn esperó con impaciencia, pero Rouge no; corrió hasta él.
—Finn, ¡debemos irnos ahora! ¡Pronto!
Había una urgencia en su voz que Finn jamás había escuchado. Volteó para irse, pero el hombre con el saco de invierno se interponía en su camino.
—¿Tendrá algo de cambio que me dé? —le preguntó a Finn, y le extendió el vaso de plástico.
—¡Ahora! —gritó Rouge, halando a Finn.
—Signore! —gritó el vendedor de helado con un fajo de billetes en la mano—. ¡Su cambio! ¡Su cambio!
—Déselo a él —gritó Finn, señalando al hombre de barba—. Déselo a ese hombre.
Y mientras Rouge lo empujaba al Sanitario de la Ciudad y las puertas comenzaban a cerrarse, escuchó al hombre de barba gritar:
—¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Jamás lo olvidaré mientras viva!
Pero no fue sino hasta que Finn fue lanzado de nuevo a través del túnel del juego que lo cegó la explosión de vibrante color, que flotó, voló, cayó al vacío y pasó por el Momento Previo; no fue sino hasta que, de alguna manera, aterrizó de nuevo en el IOZ, en 2264, que se dio cuenta de que todavía no sabía qué era lo que vendía el hombre de barba. Estaba seguro de que el juego tenía un error.