Finn estaba recargado en la cabecera de su cama, haciendo modificaciones a la traducción del diario. Su cuarto estaba oscuro y las cortinas estaban cerradas porque era de noche. Le agradaba trabajar cuando todos los demás dormían. Sin embargo, había alguien despierto porque de pronto percibió el parpadeo de sonido metálico que destelló varias veces con rapidez: ¡Abre! ¡Esto! ¡Ahora!
Finn hizo clic en el mensaje. Era Renko.
—¡Un hallazgo! —exclamó.
Tenía el cabello despeinado, y en la mesa a su lado había un vaso del que salía vapor. Tal vez se acababa de levantar.
—Un colega de Johannesburgo encontró una referencia a un Alexander Landuris. Estaba en unos registros no catalogados de la provincia de Sudáfrica.
Según estos documentos, Landuris, un ingeniero con especialidad en sistemas, nacido el 27 de julio de 1989 en Berlín, Alemania, fue arrestado en la frontera entre Sudáfrica y Namibia el 17 de abril de 2020. Más adelante se le permitió entrar al país, donde se perdía el rastro. No se sabía qué más pasó con él.
¿Sería el mismo Alexander Landuris que le dio el frotón de nudillos a E. cuando cumplió trece años? El hombre de la referencia habría tenido catorce años en 2003; muy bien podía ser él. Y además, parecía que fue berlinés. ¿Querría eso decir que E. también era berlinesa? Tal vez. Estas eran muy buenas noticias.
Finn le envió una señal de encendido a la cámara de su habitación, y le ordenó enfocarlo. Luego le envió un parpadeo metálico a Renko. Casi de inmediato, su amigo apareció en su cuadrícula cerebral.
—Gracias —dijo Finn.
—¡Por nada! —exclamó Renko—. ¿Y adivina qué más? ¡Noticias de última hora! Conocí a alguien en el swuttle. Gao Dongsheng-Johnson. Es genial. Estudia ingeniería marítima en la UE, en Copenhague. Nos vamos a volver a ver el viernes en el Blue Lagoon para comer.
—¿Vas a ir hasta Islandia para verla?
—Está trabajando en un proyecto de la costa, allá.
—¿Para comer?
—Espero que también sea para algo más —aclaró Renko, y luego silbó inocentemente.
—Bueno, solo ten cuidado con el ojo. El sol islandés puede ser muy cruel. Sjáumst!
—¿Qué?
—Quiere decir «adiós» en islandés.
Después de colgar, Finn escuchó el suave caer del agua que provenía de la regadera de su unidad. Luego su mirada reposó en el estuche de madera que contenía el equipo de su madre. Estaba en el suelo, junto a la puerta de la regadera. Había planeado conservarlo en la casa de Fire Island, pero no podía soportar separarse de él. Y ahí estaban también el osito de Lulu, los Binoculunares de Mannu a un lado y la raqueta de slapback de su padre, recargada junto a los demás objetos. Parecía una instalación de arte de las que había en el Museo de Cultura Europea.
El osito era uno tradicional, de los que no hablaban, caminaban, cantaban ni pensaban, y alguna vez fue de Mannu, luego de Finn, y por último de Lulu. Antes de eso también perteneció a su madre. Estaba un poco desgastado por el uso, pero la cubierta exterior de peluche aún conservaba su suavidad. ¿Tendría él algún día hijos que lo reclamarían como propio?
Finn se acordó de aquel día que él tenía once años y Lulu ni siquiera había cumplido uno. Él y Mannu estuvieron jugando con ella, la regordeta y babeante bebé, en la cama de Finn. Estaba parada y se reía de las caras que hacían ellos, pero entonces vio algo más allá de los juguetes y trató de alcanzarlo y se cayó. Luego se puso de rodillas, apoyándose en sus rollizas manos y bracitos y empezó a gatear por primera vez. Se dirigió al osito en línea recta, lo tomó y se negó a soltarlo. Finn interpretó el gesto como la proclamación de Lulu de que ahora el oso le pertenecía. Registraron todo el suceso; cómo gateó Lulu, abrazó al osito, ¡y apretó la cabecita del juguete contra la suya! También todos los ruiditos y gorjeos de bebé y…
Finn se dio cuenta de que el dolor crecía en su interior. Era en su pecho y subía por la garganta, presionando hacia arriba. Y luego ese mismo dolor llenó sus ojos y los inundó.
Se aterrorizó. Estaba llorando, y eso no lo había hecho desde que era niño. ¿Cómo podía…?
Se sentó; tenía que concentrarse en algo más.
Levantó las cortinas y vio que la ventana estaba totalmente mojada por la lluvia.
Comenzó a respirar de nuevo. Y a pensar. A planear. El diario estaba acabado. Tenía cita con el Doctor Doctor Sriwanichpoom a las tres en Greifswald. Tendría que ir en bicicleta hasta la estación del SwiftShuttle. No. En un día como aquel, lo mejor sería tomar un robotaxi. Llovía de nuevo en Berlín pero eso no le molestaba. Cuando se mudó sabía que así sería. Regularmente el clima era tedioso y difícil; además no había necesidad alguna de convertir a Berlín en un soleado paraíso vacacional. Llevaría su traje café a prueba de agua y los zapatos del mismo color. Y un sombrero.
Ahora se sentía más calmado; había recuperado el equilibrio.
Rouge estaba terminando de bañarse. Finn escuchó el shuu-shuu-shuu del esterilizador de manos, pero de inmediato también escuchó varios bip-bip-bip chillones. Oh, no, estaba volviendo a suceder. Finn le envió a JoeJoe, el intendente del Rubik, una solicitud de reparación. Esta se fue en un instante, ¡ping! Luego volvió a trabajar en el diario rosa. Sospechaba que la reunión con Doc-Doc tendría que ver con el descubrimiento en el Bodden. ¿Habría otra parte del diario? Ojalá la hubiera. Ahora se sentía muy apegado a E. y sus divagaciones. A Sriwanichpoom le iba a encantar enterarse de que la autora era berlinesa.
Finn levantó la vista y se dio cuenta de que Rouge estaba descalza en la puerta de la cocina, y que solo tenía puesta una brevísima tanga y un brasier casi inexistente. Detrás de ella vio a Jaydeep Makhijani, su colega fiscuan y también compañero de cama por algún tiempo. El colega estaba jugando con algunos utensilios de la cocina.
—¿Estás soñando despierto? —le preguntó Rouge a Finn.
—No, para nada —le contestó con una sonrisa.
—Finn, algo le pasa al…
—Sí —interpuso Finn—. Es un chillido. JoeJoe vendrá más tarde a revisarlo.
—Te ves contento por alguna razón —dijo ella.
—Noticias de último momento. Lo más probable es que E. sea de Berlín.
—¿E.?
—La chica.
—¿Cuál chica?
Finn sacudió la cabeza. ¿Alguna vez lo escuchaba cuando hablaba de su trabajo?
—¡El diario!
—Ah, por supuesto —dijo ella cuando recordó—. La entidad desconocida. ¿Todavía no tienes el nombre?
—No, pero encontramos una referencia para un chico de su escuela al que menciona.
Rouge dio un paso, entró a la habitación de Finn y se recargó en la pared.
—¿Cómo es? ¿Esta niña, E.? —El repentino interés de Rouge sorprendió a Finn.
—Joven —contestó—. Escribe primordialmente acerca de asuntos de niñas. Tonterías. Pero podría ser una buena incorporación a la sección infantil de los archivos alemanes. Habla mucho sobre chicos. ¿Te gustaría escuchar? Es muy gracioso. Aquí hay algo de principios de septiembre de 2003. ¿Está bien?
Rouge asintió.
—«Primero vi a Jona en la escuela, y me dijo que no le gusto a Alex.» —Finn había elevado la voz una octava para sonar como la niña—. «En el gimnasio le dije a Joya que Jona me había dicho que no le gustaba a Alex. Luego Johanna me dijo en francés que Ben le había dicho que, en realidad, sí le gusto a Alex. Y luego, a la hora del almuerzo, Joya me dijo que le había dicho a Jona que me gustaba Alex, pero que él, Jona, había dicho que no le gustaba a Alex, y Jona le dijo que yo había entendido mal y que, en realidad, sí le gusto a Alex. Ay, dios, es un verdadero desastre» —Finn comenzó a reírse—. Y luego escribe: «Estaba pensando que, quizá, solo debería preguntarle a Alex si le gusto, pero ahora ni siquiera estoy segura de que él me guste porque tal vez me gusta más Ben. Y Jona también es como guapo, aunque a Jill le gusta Jona a pesar de que a Jona le gusta Johanna.»
Rouge sacudió la cabeza.
—Vaya, y entonces uno se pregunta por qué, para empezar, se habrá salvado el diario. La posteridad realmente no lo necesita, ¿verdad?
—¡Pero es divertido! —Finn la miró—. No te estás riendo.
Rouge se encogió de hombros.
—Sriwanichpoom sugirió que había más material aparte de este —añadió Finn—. Tal vez entre ese material haya algo que pueda aprovechar la posteridad.
—¡El té está listo! —gritó Jaydeep.
Finn vio que en la cocina también estaban sus compañeros del DPA, Severin Boxberg y Yolanda Abbas, preparando su desayuno. Esa era la única comida que los PA cocinaban por sí mismos. La comida y la cena siempre eran robopreparadas.
—¿Gustas té? —le preguntó Rouge a Finn. Él asintió y ella volvió a la cocina.
Finn llevaba varios días preguntándose qué más sabría el director de la Biblioteca de Europa sobre el diario del Bodden que no le hubiera dicho. Seguramente había alguien más leyendo el documento, y si había más de una réplica, ¿por qué no le habrían permitido a él revisarlo todo para darse una idea general del mismo? La regla de «un paso a la vez», instituida por el Triple G, tenía razón de ser y todo, pero lo más probable era que el nombre de E. estuviera en algún sitio de los otros documentos. ¿Por qué desperdiciar toda esa energía, tanto de hombre como de poder robótico, para indagar pistas que se podrían despejar con tan solo examinar esos otros documentos? Finn se preguntaba si Sriwanichpoom lo estaría poniendo a prueba para ver cómo enfrentaba la misión. ¿Pero para qué?
—¿Eso crees? —preguntó Rouge cuando regresó con dos tazas de té—. ¿Que hay más de un diario?
—Quizá. Sí. Y el resto podría ser el Real McCoy.
—¿El Real McCoy?
Finn sonrió y se recostó de nuevo con la taza de té.
—Frase norteamericana de finales del siglo XIX. Posiblemente se originó en Escocia y quiere decir «el original», «el artículo legítimo», «lo que hemos estado esperando».
Rouge colocó el té de Finn junto al libro que estaba en la mesa de noche. Lo levantó.
—¿Y por qué necesitas la versión física del diario? ¿Qué no puedes simplemente leerlo en tu BC? ¿Para qué quieres todo el papelerío?
—¿Tú lees libros en el BC? —preguntó Finn, a pesar de que sabía cuál sería la respuesta—. ¿Novelas, por ejemplo?
—¿Novelas? —preguntó ella en un tono divertido.
—Exactamente. Piensa que si tuvieras una frente a ti podrías hasta tomarla. Lo acabas de hacer. —Finn le sonrió—. E incluso podrías abrirla.
Rouge solo se le quedó viendo.
—Es difícil de explicar —continuó, tratando de encontrar las palabras adecuadas. Sostuvo el libro como si lo pesara—. Si este lector te dijera que le gusta el peso, la contundencia de un libro sobre su mano, ¿podrías entenderlo?
Rouge se encogió de hombros y él deslizó los dedos sobre la cubierta anterior del libro.
—¿O podrías comprender lo que se siente?
Ella solo seguía observándolo.
Finn colocó el libro en la mesa y recogió otro. Era blanco y tenía un grabado en relieve sobre la portada, con figuras eróticas, ornamentos y un laberinto.
—Este se llama Wasserzeichen der Poesie: La filigrana de la poesía. —Volvió a deslizar sobre la tapa las puntas de los dedos y se lo entregó a Rouge—. Inténtalo.
Ella pasó con desgano los dedos sobre el grabado.
—¿Y? —preguntó Finn.
—Es interesante. —Rouge clavó su mirada en los ojos de Finn—. Pero seguramente no lees un libro solo porque la portada es bonita.
—Eso es verdad —dijo él—, aunque sí forma parte de la experiencia. Pero bueno, es cierto, este lector se ha preguntado a veces por qué lee, por qué pasa con tanto entusiasmo de una página a la siguiente, por qué es tan reconfortante volver a encontrarse con los personajes una y otra vez, como si se les llamara a los antiguos amigos de la escuela; o por qué se emociona al descubrir a nuevos personajes. Al parecer, la única respuesta es que, además del mero deleite, la lectura de las historias logra, de alguna manera, que este lector sienta que no está solo, que sus ideas y sentimientos ya fueron pensadas y sentidos. La lectura hace que uno se sienta vinculado a la experiencia de los demás y, por lo tanto, que se descubra menos peculiar.
Rouge le sostuvo la mirada un momento y luego extendió la mano y le acarició la mejilla.
—Eres un poeta, ¿verdad?
Finn estaba seguro de que lo decía con buena intención, pero de todas maneras sintió como si lo estuviera regañando.
—Es posible —le contestó.
—Hoy nos vamos a Odessa, a las instalaciones centrales del IZO.
Finn se sentó.
—Hace una o dos semanas Renko mencionó que algunos fiscuans estaban saqueando las Catacumbas, que revisaron catálogos de venta por correo y libros similares.
Rouge se rio.
—Podría ser, ¿por qué lo preguntas?
Finn trató de leer su mirada, pero le fue casi imposible. Era como tratar de decodificar la escritura Kurrent del alemán antiguo.
—De hecho —explicó—, este amigo tiene curiosidad acerca de qué es, con exactitud, lo que haces allá en el instituto.
—¿Con exactitud? —preguntó ella riéndose—. ¿Quieres saber con exactitud lo que hace un fiscuan? ¿Estás seguro? ¿No me dijiste que la ciencia y la tecnología eran tu némesis en la escuela?
—En ese caso, solo di algo aproximado —dijo Finn—. ¿Puede ser?
El timbre de la puerta sonó.
—Te salvó la campana —dijo Finn, agitando el dedo frente a ella. Luego buscó algo debajo de la cobija—. Es JoeJoe. Por aquí había unos boxers.
—A ti es a quien salvó la campana —agregó Rouge mientras recogía un par de boxers del suelo y se los arrojaba. Luego se dirigió a la puerta.
—Deberías ponerte algo antes de que abramos. —Finn señaló la bata que colgaba cerca de la puerta.
—¿Por qué? —preguntó ella.
Era cierto. JoeJoe, el Intendente-BER-MV-Rub1g, era solamente una máquina más. No había necesidad de sentirse avergonzado por los códigos de vestimenta, ya que tratar con androides era solo como usar enseres domésticos. No obstante, los androides de esta última remesa eran tan parecidos a los humanos que todo el asunto daba miedo. Finn no podía acostumbrarse a ellos, no podía tratarlos como a cualquier lavadora vieja. Por todo lo anterior, le parecía que un poco de decoro y, al menos, un par de boxers en presencia del robot era lo mínimo que debía exigirse. Oh, ¿pero Rouge? No, a ella no podría importarle menos. Una máquina es una máquina, y nada más que una máquina. ¿Qué más se debería esperar de una fiscuan?
Rouge abrió la puerta.
—Buenos días, JoeJoe —dijo en ese volumen y precisa voz que usaban los humanos para hablarles a los robots y a los niños—. Gracias por venir.
El intendente entró.
JoeJoe era un individuo de apariencia ruda, de unos treinta y cinco años, dos metros de altura y barba tupida, que vestía con camisa a cuadros rojos y negros, overol y botas. A Finn le recordaba a los leñadores de Sternwood Forest, la colonia Forester canadiense que visitaba cada año con su padre y con Mannu cuando era niño. Los Forester se mantenían, principalmente, de la industria de productos de madera. Fabricaban papel, imprimían libros bajo pedido, y manufacturaban muebles con la madera que producían. A Finn le intrigaban de manera particular los leñadores que vivían en la colonia, y el contraste entre su amable trato y su evidente fuerza física.
—Hola, Rouge Marie Moreau —dijo JoeJoe.
Su voz era un poco entrecortada, sus movimientos sutilmente espasmódicos, y alrededor de la cintura usaba un cinturón para herramientas lleno de botones que titilaban. Fue construido de esa forma a propósito, para que no lo confundieran con un humano y para poder identificarlo bien como inteligencia artificial.
Rouge le dio la espalda a JoeJoe para cerrar la puerta.
—Vaya, vaya —dijo JoeJoe, al mismo tiempo que contemplaba su casi desnudo trasero—, ¿acaso no lucimos adorables hoy? —Rouge se volteó y la mirada del androide se paseó por sus senos, que casi se desparramaban del brasier—. ¡Vaya que sí! —añadió JoeJoe.
Rouge se rio.
—Gracias —le dijo.
Finn salió disparado hacia el frente, al mismo tiempo que aclaraba la garganta.
—Eh… buenos días, JoeJoe.
—Oh —dijo JoeJoe algo distraído, al mismo tiempo que volteaba a ver a Finn—. Hola, Finn Nordstrom. —Miró por un momento el pecho desnudo del joven—. Vaya, vaya —agregó entonces—, ¿acaso no lucimos adorables hoy, también?
Finn corrió a toda velocidad a lo largo del paseo que llevaba hasta la estación de SwiftShuttle, a veinte minutos de distancia. Antes de salir del Rubik pidió un robotaxi, el único vehículo de tránsito rápido que tenía autorización para ingresar al DPA BAD, pero todavía no se topaba con él en el camino. Las áreas verdes estaban repletas de PA que se dirigían al trabajo, a estudiar o a algún entrenamiento, como era el caso de Rouge, quien estaba camino a Odessa, en la provincia rusa, para asistir a una conferencia fiscuan. Todos querían librarse de la lluvia y conseguir un taxi, pero no había suficientes.
A pesar de que era muy popular y la energía se desparramaba ahí, el Märkisches Quarter no estaba bien cuidado del todo. Era el área más transitada de Berlín porque sus jóvenes residentes iban y venían. Muy pocos se establecían, y por eso el Triple G invertía poco para mantenerlo en buenas condiciones. La falta de robotaxis era tan solo la prueba de la negligencia del gobierno local. El esterilizador descompuesto de Finn era otra. Tendría que usar toallas hasta que el Rubik reuniera un poco de dinero para comprar otro.
A Finn se le había hecho tarde porque JoeJoe lo entretuvo. Al robot lo aquejó una repentina falla y se quedó repitiendo una sola frase: «Vaya, vaya, ¿acaso no lucimos adorables hoy? Vaya, vaya, ¿acaso no lucimos adorables hoy?», hasta que Finn lo apagó y lo llevó arrastrando hasta el Centro de Reparación de Robots que quedaba a una cuadra de distancia. Si no se apuraba ahora, perdería el SwiftShuttleX y se vería forzado a tomar el transbordarapidor local. Cuando miró alrededor vio que todas las bicicletas para compartir ya estaban ocupadas y compartidas. Programó su navegador para que lo sacara de la estación de la manera más rápida posible, con una ruta peatonal.
El navegador hizo a Finn internarse en la multitud y luego salir antes de llevarlo a tomar un atajo a través de la exhibición de urbanismo del Museo de Cultura Europea. Atravesó apresuradamente el informal jardín inglés; pasó por los exuberantes prados verdes, la glorieta parcialmente cubierta, los árboles frutales, el reloj de sol y las techumbres de tejas. Detrás de las cercas estaba el Jardín de Versalles, hogar de varias arcadas que resguardaban naranjos, una jaula para animales diversos y un aviario. Finn dio vuelta a la izquierda, en la salida oeste, y entró a la colección alemana Gartenzwerg, donde unos gnomos históricos tomaban la siesta, descansaban y fumaban pipa, y otros no tan famosos, más bien parodias, en realidad, estaban de fiesta, fornicaban, y quién sabe qué más. Finalmente se subió de un salto a la banda peatonal subterránea… que lo llevó hasta una cuadra antes de la estación de SwiftShuttle.
Durante todo ese tiempo, Finn se dedicó a corregir el diario. Había quedado en enviárselo a Doc-Doc antes de su cita para tomar el té a las tres. Cuando llegó a la fecha en que E. escribió sobre Infinitissimo, registrada dos días después de que recibiera la botella de perfume, se preguntó por qué no le habría leído esa parte a Rouge, en lugar de aquel tonto fragmento acerca de los chicos que le gustaban a E. A Finn le agradaba el lado reflexivo y perceptivo de la niña.
Miércoles 28 de mayo, 2003
La semana, en la clase de alemán, hablamos acerca de los anuncios y de la forma en que nos persuaden, a nivel subconsciente, de comprar cosas con sus ingeniosas frases publicitarias y nombres. Entonces pensé en Infinitissimo y en lo que se supone que podría significar para alguien que lo compre. Robert dice que solo es una cursilada disfrazada con una palabra extranjera. Se supone que debes pensar que, si usas el perfume, alguien se enamorará de ti y te prometerá amor eterno, infinito. Además, dice que ni siquiera es una palabra real, que en italiano el sufijo «issimo» convierte a un adjetivo en un superlativo absoluto, pero la palabra infinito ya expresa ese significado, por lo que «Infinitissimo» es una redundancia o un pleonasmo.
No tengo ni idea de si está en lo cierto, pero, ¿a quién le importa lo que pueda decir Robert? Lo que yo pienso que se supone que debe significar Infinitissimo, es: que la mujer que use esta fragancia tendrá oportunidades vastas e infinitas, que sus prospectos en la vida jamás se terminarán y, lo más importante, que para ellos que la amen, ella continuará existiendo como un recuerdo, más allá de las fronteras del tiempo.
Por supuesto que me gustaría pensar que cuando encuentre al chico indicado, nuestro amor será eterno, pero, más que eso, me gusta la idea de que el tiempo no tenga límites. Me gustaría que fuéramos inmortales y que la vida jamás terminara, que continuara por siempre. ¿No sería reconfortante ser inmortal? Me gustaría pensar que yo y toda la gente que me importa, como mamá (excepto cuando me enojo con ella), y papá, y Madeline (a pesar de que es como una patada en ya sabes dónde), y Robert (aunque sea el señor Sabelotodo), podrán, al igual que las estrellas del cielo, vivir y vivir por siempre y por toda la eternidad.
Le pregunté a Robert qué pensaba de eso, y me dijo que lo infinito es muy complicado, que las estrellas pueden morir, que yo no era la primera persona que reflexionaba sobre la inmortalidad (¡duh!), y que cuando pase a la preparatoria podría escribir un ensayo al respecto si elijo especializarme en humanidades y filosofía. Gracias, amigo.
Finn se rio. La niña tenía sentido del humor y eso le agradaba.
De pronto divisó la estación de swuttle más adelante. Daba la impresión de que podría alcanzar el expreso. Solo le faltaban algunos cuantos renglones más para terminar de leer lo que E. había escrito ese día.
Bueno, de cualquier forma, sin importar lo que se supone que Infinitissimo deba transmitir, me agrada saber que, desde que atomicé mi diario con el perfume, ya no huele a vinilo, sino a algo que puede durar para siempre. ¿Quién sabe? Tal vez mi diario y los pensamientos que en él plasme, existirán infinitamente y por siempre y será «eternitíssimos».
Qué asombroso, pensó Finn. Es como si la chica intuyera que su diario duraría más que ella; como si supiera que, siglos después de su muerte, sus palabras continuarían vivas. Era sensacional, de hecho. Si resultara ser una figura histórica de importancia, o una escritora —su prosa mostraba cierta calidad lírica—, el diario provocaría bastante bullicio. El Doctor Doctor Rirkrit Sriwanichpoom…
¡Bip! ¡Bip! La alarma del BC de Finn interrumpió sus pensamientos. Un robotaxi venía directamente hacia él. Finn saltó a la derecha, justo antes de que, sin duda, lo atropellara, y el taxi continuó avanzando por la calle como si nada hubiera sucedido.
Sumamente agitado, Finn se sentó en una banca. ¿Habría algún problema con el sensor de colisiones de su BC? El taxi debió detenerse al detectarlo a él, pero su sensor también debió haberle advertido sobre el peligro inminente. ¡Lo pudieron lastimar! Finn llenó un reporte de choque y recobró la calma. La estación de swuttle estaba al otro lado de la calle. Eso no sería problema; caminó hasta la esquina.
La avenida Museo estaba congestionada. Finn miró a la izquierda, y luego a derecha e izquierda antes de cruzar; fue algo que aprendió de niño. A todos los chicos se les entrenaba en temas de seguridad y reglas viales porque hasta antes de los seis años no estaban listos para que les implantaran BC, y porque no aprendían a usar el navegador y el sensor de colisiones sino hasta los ocho.
Finn llegó a salvo hasta el otro lado de la avenida y, tal como sospechaba, también pudo abordar el SwiftShuttle local a Prenzlau. Sin embargo, en cuanto se sentó en uno de los cubículos Individual/Silencioso del nivel inferior, su BC le reportó de vuelta el error: «¡Virus desconocido!», decía el reporte. «Tipo: Gusano tipo auditivo. Fuente: Intendente JoeJoe-BER-MV-Rub1g. Procedimiento: cerrar de inmediato. Ir a la clínica más cercana.»
¿Un virus? ¿Cómo sucedió? ¿Quién o qué infectó a JoeJoe? Tal vez nunca lo averiguarían.
Algo contrariado, Finn guardó y almacenó el diario de E., envió su reporte y una copia de la traducción en inglés a Sriwanichpoom y, cuando estaba a punto de iniciar el apagado, de repente su BC se volvió loco contra él. No pudo evitar, sino hasta cincuenta minutos después que llegó a la clínica del Iceberg, que el gusano auditivo entrara y saliera de sus pensamientos, y que martillara en su cerebro sin piedad —mil once veces, para ser exactos— la frase «Vaya-vayaacaso-no-lucimos-adorables-hoy-vaya-vaya-acaso-no-lucimos-adorables-hoy…»
Finn tenía dolor de cabeza —era lo normal después de someterse a un procedimiento quirúrgico de BC—, pero pasados cinco minutos con el Masajeador Mildred-GFW-loe11 en la sala de salud de la biblioteca se sintió, si no bien del todo, por lo menos lo suficiente para continuar con su día de trabajo. No se podía esperar más. Los problemas causados en los Botones Cerebrales por gusanos auditivos a veces eran ligeramente traumáticos.
En cuanto su BC fue reiniciado, Finn recibió un mensaje del laboratorio de réplicas genuinas en el que le avisaban que la orden 231020 se había realizado, y que ya le habían enviado un paquete. Lo encontró al entrar a su oficina. Con toda la prisa que tenía por traducir el diario, lo olvidó. Era el perfume de E.: una réplica genuina de Infinitissimo, en la botella y empaque de 2003. La botellita era de cristal, sencilla pero elegante; clara, de cuello corto y forma rectangular. Tenía doce centímetros de ancho y cuatro de altura. Infinitissimo, el nombre del producto, se leía al frente de la botella en letras de superficie reflejante, ligeramente levantadas, y en una fuente cursiva que fluía con elegancia. El nombre estaba subrayado con un símbolo de infinito, es decir, el número ocho recostado. El perfume era de color coñac.
Era adorable, pensó Finn, sencillamente adorable.
Cuando extendió el brazo para abrir la botella, le sorprendió notar que le temblaban los dedos. Envolvió con ellos la tapa y la levantó con cuidado. Cuando la retiró se escuchó un suave sonido de envasado al vacío. En el cuello de la botella había un atomizador plateado con un delgado tubo que bajaba por la botella y el perfume.
Finn acercó la nariz al atomizador, donde todavía se percibía la esencia. El aroma era… ¿cómo describirlo? Creyó que no podría encontrar las palabras. Todavía no lo atomizaba, pero la fragancia era tan deliciosa que ya lo tenía bajo su hechizo. Era… ¿embriagante? No, eso sonaba trillado. ¿Misteriosa? ¿Deleitante? ¿Excitante? Sí, todo eso y mucho más. Era… ¡espera! El laboratorio le había escrito un BCmemo que contenía la descripción del perfume. Entró para leerla.
«Infinitissimo comienza con una nota fresca y de cítricos —decía la gente del laboratorio—, a la que le sigue una nota media de violeta rosada y ciclamino. El jazmín es lo que le otorga al perfume su matiz floral. Suave y gentil, termina en una nota de cedro y ámbar musgoso con un ligero toque de almizcle.» Sonaba como si hablaran de un vino, y no de esta cautivante fragancia. Definitivamente la descripción no le hacía justicia. Tal vez si lo atomizara y respirara la esencia al máximo, ¿podría él describirla mejor?
Finn levantó la botella rectangular, oprimió la bomba con el pulgar y… el atomizador hizo zzsscchhtt y descargó un delicioso rocío de Infinitissimo justamente en su rostro. ¡Achú!