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LA CAJA DE ÓNIX

Finn despertó cuando la luz del sol entró por su ventana. Se quedó un rato inmóvil en la cama, desde donde estudió el lúdico movimiento de las sombras en su habitación y escuchó el sonido de las olas afuera de la casa. Las oyó quebrarse y luego replegarse. Una y otra vez.

Solo había podido dormir algunas cuantas horas y se encontraba en un estado de agobio total. La muerte de su familia, tan solo dos semanas antes, la visita de Rouge, la llamada de Doc-Doc y, ahora, una nueva misión: el diario color rosa. Estaba sucediendo demasiado en muy poco tiempo. Con suerte podría recuperar algo de sueño durante el vuelo de dos horas y media.

Luego le pareció escuchar que Rouge se movía en la habitación contigua. Se levantó en silencio y fue hasta la puerta; estaba abierta. Ella dormía y su respiración era constante. Observó cómo sus fosas nasales se ensanchaban y contraían. El punto de color café sobre su seno derecho se elevaba y luego descendía, se elevaba y descendía.

Rouge era hermosa cuando dormía: así, con la prolongada curva de su hombro iluminada por la temprana luz rosada que se colaba por las persianas; con la respiración tan uniforme y los rizos color cobre esparcidos sobre la almohada como una corona de fuego. Sí, en ese momento casi podía imaginar que ella era su pareja. Aunque…

Pero no. Rouge jamás podría ser su pareja. Sus temperamentos no coincidían. La mente de ella era pragmática y se basaba en hechos, en tanto que la de él era juguetona y podía divagar entre las ideas. A ella no le interesaba lo mismo que a él y, de hecho, él ni siquiera tenía idea de qué podría interesarle a Rouge aparte de su trabajo, sobre el cual Finn sabía poco menos que nada. Los físicos cuánticos o «fiscuans», como la gente solía llamarlos de cariño, casi no hablaban sobre lo que hacían, en particular los que trabajaban para el prestigioso Instituto Olga Zhukova de Física Aplicada. ¿Cómo podría criar hijos con alguien cuyo trabajo no entendía, cuyos pensamientos ni siquiera podía empezar a imaginar y cuyos intereses no compartía?

«Es algo que aprendes a hacer», le había dicho su madre.

«Eres demasiado selectivo», había agregado su padre.

«¡Acuéstate con más mujeres mientras puedas!», había sido el consejo de Mannu.

«Todo mundo encuentra a su pareja», le había dicho Lulu. «Finn también lo hará.»

Pero ya era hora, se le hacía tarde, muy tarde. El sexo se consideraba sano, y a los jóvenes se les instaba a practicarlo desde los catorce años. Se esperaba que la mayoría hubiera encontrado una pareja o recibido la asignación correspondiente para cuando llegara a los veintiocho años. Si Finn no conseguía pareja en menos de un año, tendría que solicitar una. A muchos adultos jóvenes les agradaba la idea de que se les asignara una persona respecto a la que todo —desde la compatibilidad del ADN hasta la cuenta de esperma y los hábitos alimenticios— hubiese sido probado, comparado y evaluado, aunque nada de eso parecía evitar el drástico y casi fatal desplome de la fertilidad que había tenido lugar en los últimos doscientos años. A pesar de que prevalecía la práctica de la fertilización in vitro, el declive en nacimientos era un problema que, aunque mundial, afectaba en particular al continente europeo, donde familias como la de Finn, que tenían tres hijos producto de los mismos padres, eran una excepción absoluta. Las parejas eran muy felices si llegaban a tener un hijo, y el Gobierno Global General soñaba con que por lo menos una de cada tres parejas tuviera un cuarto hijo, ya que, en ese momento, la cifra era de solamente una de cada cinco.

Con cuidado de no despertar a Rouge, Finn se deslizó a un lado de la puerta y subió por las escaleras hasta el cuarto superior.

El rubicundo sol salía por el oeste y bañaba la playa con su luz rosada. Al sur, el Atlántico fulguraba con un tono gris metálico, al norte, la Gran Bahía del Sur permanecía inmóvil. Junto a él, a la derecha, en la pared oeste de la habitación, había un gabinete para libros que su padre había construido y su madre llenó. A la izquierda, un espejo.

Finn se miró al espejo. Vio a un hombre joven de apariencia decente aunque con ningún rasgo fuera de lo ordinario; cuerpo bronceado; estatura promedio de dos metros; cabello oscuro, hirsuto y despeinado por haberse despertado apenas; dos días de crecimiento de vello facial y ojos tan negros como la caja de ónix que estaba sobre la mesa de nogal.

Finn caminó hasta la mesa. Esparcidos sobre ella, había varios objetos de la casa. El plan era deshacerse de ellos o regalar algunos. Otros, como la caja negra de ónix, los Binoculunares de Mannu, el osito de Lulu y la raqueta de su padre para jugar slapback, los llevaría consigo a su departamento de Berlín. El estuche de equipo de su madre podía quedarse ahí. Era una caja grande de madera que había arrastrado hasta el cuarto superior desde el taller donde ella trabajaba. Abrió la caja y se deleitó en la forma en que se doblaba hacia ambos lados como si fuera una escalera en la que, en cada escalón o piso, había un compartimento lleno de botellas con líquidos y artículos de reparación. El aroma se esparció. Era una mezcla agria de aceites y químicos que de inmediato lo transportó de vuelta a su niñez. Vivió un momento de dulzura embriagante, como si de verdad fuera pequeño de nuevo y explorara el interior de la caja y sus tesoros. El asombro lo embargó cuando encontró los suaves paños, en algunos casos de telas como la lana, que ya rara vez se producían en esos días, y que su madre solía usar para limpiar los libros. También vio el hilo y el estambre para reconstruir los encuadernados; una bolsita con pelusa de un kit que servía para fabricar papel pero que nunca se usó; las exquisitas brochas para sacudir las páginas de los libros, y un tipo de papel rígido con arena finísima para remover manchas de tinta, al que su madre llamaba «lija». Había, asimismo, algo llamado «goma» que servía para deshacerse de las líneas grises trazadas con lápiz sobre las páginas de los libros. Recordó que una vez su madre le mostró uno.

«Está hecho de madera y grafito, y la gente lo usa para escribir», le explicó. Luego hizo algunas marcas con él en el interior de la caja. «Así se deletrea Finn, con letras mayúsculas.»

Él todavía no podía leer cuando eso sucedió, pero recordaba que se había sentido muy orgulloso porque ¡esas líneas eran su nombre!

Finn se inclinó sobre la caja de madera para ver si todavía estaba ahí su nombre. Sí, ahí estaba, aunque las líneas eran más tenues de lo que las recordaba. Las recorrió con su dedo y, por un instante, lo embargó un vacío y le ardieron los ojos. Sabía que extrañaba a su madre y a toda su familia, pero cada vez que lo acosaba ese sentimiento o él mismo formulaba el pensamiento, se lo tragaba. Las demostraciones públicas de dolor no estaban prohibidas y, ciertamente, habría podido hacer lo que se le diera la gana en su casa, pero en general los episodios emotivos se consideraban perturbadores e incluso ofensivos y hasta destructivos. Sería muy imprudente de su parte regodearse en su dolor, en especial con Rouge en el piso de abajo.

Finn se sentó e inició su BC, ya que había entrado de línea un rato para poder participar en la holotransmisión con Doc-Doc, pero después de eso no revisó la bandeja de correos en varios días. Encontró que su amigo Renko Hoogeveen, bibliotecario de la Biblioteca de Europa, lo había bombardeado con una pila de mensajes. Buscó los boletos del vuelo de ese día, así como el reporte del Buró de Aeronáutica sobre el accidente espacial en que falleció su familia. Él también iba a tomar ese vuelo pero no pudo hacerlo porque tuvo que trabajar. ¡Qué ironía! Gracias a los informes financieros del Deutsche Bank, ahora era el único Nordstrom con vida en la costa oriental.

Finn sintió que algo oscuro y desagradable volvía a surgir dentro de sí, pero en ese momento escuchó movimiento en el piso de abajo. Rouge ya estaba despierta y, seguramente, tendría ganas de desayunar. Se dirigió a la cocina.

Tendría que pedirle al chef Carlo Canelli-NY-FireIs3 que preparara comida fresca para el almuerzo. ¿Langosta tal vez? ¿O ballena del Rancho del Mar Oriental? Aunque tal vez el tiburón le resultaría más apetitoso a Rouge, pensó, y sonrió para sí.

Finn miró hacia el otro lado de la bahía. El cielo sobre Long Island estaba despejado. Luego insertó en su Botón Cerebral la aplicación C-Tierra y descubrió que los cielos situados más hacia el oriente también estaban despejados. Aquel sería un buen día para viajar, pensó mientras mezclaba las dos berryolas: sodas heladas de bayas. Colocó una en el refrigerador, se llevó la otra y regresó a la mesa de nogal.

De acuerdo con las antiguas historias familiares, Florian Lawrence, ancestro paterno de Finn, construyó aquella mesa con sus propias manos. Con el paso de los siglos la mesa le fue entregada al hijo mayor de cada generación; de los Lawrence a los Scheinwalds, los Soprano y los Nordstrom.

La leyenda cuenta que Florian Lawrence sobrevivió al caos del Invierno Negro porque viajó a Europa con su familia en un barco que salió de la costa báltica de Alemania y llegó a la costa de Suecia. De ahí navegó hasta Noruega, luego Islandia y Groenlandia, para, finalmente, llegar a Canadá. Fue el único miembro de la familia que resistió el viaje. Sin sucumbir, viajó al sur a lo largo de la costa y, en algún momento, encontró a una mujer, se casó y se estableció. También, en algún otro momento, construyó la mesa. Con el paso de los siglos esta se fue convirtiendo en el símbolo de la supervivencia de la familia.

El diseño de la mesa era sencillo y realmente clásico: líneas rectas y un grueso tablón de madera de nogal oscura, casi negra. Los ornamentos, por otra parte, eran muy originales. En cada esquina había un girasol pintado; en todos los casos la flor era del tamaño de un plato pequeño y el tallo bajaba por cada pata de la mesa. En el centro de la misma había un sol. También era peculiar porque tenía un cajón oculto que salía de abajo. Desde que Finn tenía memoria, en aquel cajón se había guardado el único objeto que sobrevivió tras la huida de Florian de Europa: la caja de ónix negro.

Finn levantó la caja.

Era bastante pequeña, no más larga que su mano. Tanto la parte superior como la inferior estaban hechas de inmaculado ónix negro con acabado de espejo, pero la tapa estaba decorada con incrustaciones en forma de girasol.

Finn abrió la caja y, adentro, sobre un cojín de terciopelo negro, había una pluma fuente y un anillo.

El anillo era de plata y tenía montada una gran piedra de ámbar translúcido de una calidad extraordinaria. La piedra era de color amarillo brillante y la rodeaba un círculo de diminutas gemas negras opacas: eran obsidiana. Atrapado en el ámbar había un abejorro grande y gordo; estaba intacto y su forma era perfecta. En la superficie interior del anillo estaba grabada la fecha 20.08.2018.

Finn levantó la pluma del cojín de terciopelo. Recordó que siempre lo intrigó en su niñez. Las plumas eran obsoletas y no se habían usado en más de ciento cincuenta años. ¿Quién escribía todavía a mano? Nadie que él conociera. Eran aún más arcaicas que los teclados. Y de hecho, aunque todavía era posible encontrar un teclado o dos en alguno de los distritos rurales perdidos, incluso en las zonas menos tecnificadas, las señales e imágenes del Botón Cerebral eran de uso común entre todas las personas que ya habían terminado el kínder.

Finn deslizó los dedos sobre las estrellas incrustadas en el lustroso mango negro de la pluma. Difícilmente se podría encontrar un objeto similar fuera de un museo o una tienda de regalos de la colonia Forester. Excepto por los curadores de los museos, las únicas personas que de verdad usaban plumas, lápices y crayolas —y ni mencionar antigüedades del mismo tipo como grafitos y tintas— eran los Forester, quienes resultaban, para la mayoría de la gente, suficientemente raros, y a quienes todo mundo trataba, por lo general, como si también fueran piezas de museo. Los Forester vivían con sencillez, se vestían de una manera simple, evitaban las comodidades modernas, y educaban a sus hijos por sí mismos. Sus colonias eran comunidades extremadamente cerradas y no tenían contacto con el mundo exterior. Había muy pocas de ellas y estaban bastante alejadas; se podían encontrar, si acaso, entre cuatro y seis en cada continente. Debido a sus empleos, los padres de Finn establecieron lazos sólidos con los Forester, en particular con el clan Aaronson-Aiello, una familia de impresores y productores de papel establecidos en Sternwood Forest, una colonia Forester canadiense, al norte de Toronto.

Finn miró la pluma en su mano. No podía recordar cuándo había sido la última vez que la sostuvo. Tenía la impresión de que solía ser más pesada, pero ahora el peso parecía el ideal. La rodó a lo largo de su palma y admiró cuán lisa era, y la aguda elegancia de la punta de oro de catorce kilates, chapada en platino. Tocó la inscripción con el dedo y se maravilló con la escritura cursiva, las letras unidas. Siendo niño nunca pudo leer aquellas palabras y, de hecho, muy pocas personas podían hacerlo. La escritura cursiva, al igual que los jeroglíficos egipcios, era inaccesibles para la mayoría porque había sido remplazada mucho tiempo atrás por caracteres en mayúsculas, generados por computadora.

Efectivamente, algunas profesiones requerían la lectura de escritura cursiva. Era el caso de bibliotecarios, arqueólogos, curadores de museos, especialistas en paleografía, traductores e historiadores, quienes a menudo se encontraban con documentos manuscritos debido a su trabajo. Por lo general, dichos documentos se escaneaban en aplicaciones para letra cursiva que estaban más o menos equipadas para decodificar varios tipos de escrituras, y que tomaban en cuenta el estilo y la individualidad. Por desgracia, dichas aplicaciones proveían resultados inferiores en alemán. Para que esos programas funcionaran bien, literalmente necesitaban miles y miles de ejemplos de escrituras buenas y malas. Y solo entonces, tras ser alimentados con la información, podían, sobre la marcha, descifrar cómo leer un nuevo tipo de escritura altamente particular. Por desgracia, el Invierno Negro había destruido casi toda la cultura alemana manuscrita. Las aplicaciones sencillamente no tenían suficiente información para descifrar documentos con gran precisión.

Debido a lo anterior, se entrenó a un grupo de académicos, mientras estudiaban su carrera, para que pudieran descifrar documentos escritos a mano en alemán extinto. Algunos de ellos alcanzaron cierto nivel de competencia, sin embargo, muy pocos se sintieron motivados a levantar una pluma, ponerla sobre el papel y aprender a escribir por sí mismos. Finn no era la excepción.

Miró la inscripción en la pluma fuente de su antecesor. Según la leyenda, Alisa, la primera esposa de Florian Lawrence, mandó grabar la pluma y se la regaló. Algunas letras desaparecieron con el paso de los años, pero todavía se alcanzaba a leer:

Para F

co am in f to

li

gosto 201

¿Agosto qué? Pudo haber sido cualquier año entre 2011 y 2019, pero el resto era…

—Buenos días.

Finn giró asustado. Era Rouge. Por supuesto. Se rió.

—Soñando despierto —dijo.

Finn no supo si la oración era pregunta o afirmación, por lo que solo sonrió. Notó que el cabello color cobre de Rouge estaba desordenado; había tomado una ducha. Su bata de seda era de un deslumbrante color azul rey, y se pegaba a su cuerpo aún mojado. Había manchas de agua en los lugares en que la seda cruzaba el pecho y cubría sus senos. Debajo del color azul, Finn podía ver los pezones perfectamente delineados.

—No tienes esterilizador de manos —le dijo Rouge a Finn, al mismo tiempo que leía su mirada.

—No, solo toallas. Nosotros, los isleños, siempre hemos sido bastante chapados a la antigua.

—¿Qué es esto? —preguntó ella mientras tomaba la pluma de entre sus manos.

—Las joyas de la familia.

Rouge se rio.

—Es una pluma. Qué pintoresca. Tiene diamantes.

—No, no son diamantes, es platino y representa varias estrellas.

Rouge olió la pluma, le quitó la tapa, probó la punta con la yema de su dedo índice y volvió a taparla. Fue muy meticulosa. Finn daba por hecho que todos los fiscuans del Instituto Olga Zhukova eran así. Tenían que serlo.

Rouge señaló la inscripción.

—¿Qué dice aquí?

—Faltan algunas letras, pero dice «Para Florian, con amor infinito, Alisa. Agosto dos mil algo». Florian es mi ancestro, Florian Lawrence. Él logró escapar de Europa en 2018 por un pelo de rana calva. «Alisa» fue su primera esposa. Dicen que murió en el Invierno Negro debido al virus. —Finn extendió la mano para tomar la pluma—. ¿Qué no te enseñan a leer cursiva en el IOZ? —añadió, con ganas de molestarla.

—En el Instituto Olga Zhukova nos enseñan a pensar. —Rouge debió haberse dado cuenta de que sonó demasiado cortante porque, de inmediato y con una sonrisa, añadió—: La lectura es para los que sueñan despiertos. Y para los poetas. —Luego le entregó la pluma a Finn—. Con amor infinito —murmuró, al mismo tiempo que ponía los ojos en blanco.

Finn recordaba que, de niño, llegó a reflexionar mucho sobre aquellas palabras: «Con amor infinito». En la escuela le enseñaron que el amor conducía al egoísmo, a los celos, a la locura, a la miseria y a la guerra. ¿Por qué alguien querría que fuera «infinito»?

Por supuesto, sabía que en aquellos días la miseria y la guerra no eran necesariamente resultado de un amor que se había agriado. Era obvio que sus maestros exageraron, sin embargo, el concepto del amor romántico, el tipo de amor sobre el que había leído en las novelas de los siglos XIX, XX y XXI en la universidad, le era ajeno y, para ser exactos, también le resultaba ajeno a toda la gente que conocía. Durante los ciento cincuenta años subsecuentes al final del Invierno Negro, la principal preocupación de la humanidad fue la supervivencia. El trabajo arduo se convirtió en una necesidad que debía ser cubierta por el bienestar de todos. La reproducción se volvió un deber, aunque, por supuesto, esto no quiere decir que los humanos se hubieran transformado en objetos sexuales que se reproducían exclusivamente para el bien de la sociedad. El hombre se hizo una criatura social a la que le importaban sus congéneres. Reconoció el valor de una vida equilibrada aunque en esta no hubiera grandes pasiones. ¿Qué tenía que ver el amor con todo aquello?

Por otra parte, Finn tenía que admitir que, por momentos, le parecía que el amor romántico era un concepto que, innegablemente, le intrigaba.

—¿Finn? —preguntó Rouge—. Estás soñando despierto otra vez.

Finn la miró.

—Oh, lo lamento. ¿Tienes hambre?

—Sí, muchísima —contestó ella.

Finn notó, una vez más, un tono seductor en la voz de Rouge; entonces se volteó y volvió a poner la pluma en la caja de ónix.

Ella levantó la raqueta de slapback y la contempló.

—Es de Artu —dijo Finn—. Solíamos jugar. —El sonido del nombre de su padre causó un extraño efecto en él. Escuchó su voz oscura, incluso ronca. Tragó saliva con fuerza—. Era un jugador excelente. Cuando éramos niños, él jugaba solo contra nosotros dos. Era «Artu el Invencible contra los Chicos Nordstrom», como solía decir. Finalmente lo vencimos cuando tuvimos trece y quince años. Jamás lo vi tan emocionado en la vida. —Finn aclaró la garganta.

Rouge lo contempló por un instante, y luego dijo:

—Ahora nos tienes a nosotros, Finn. El DPA es tu familia ahora.

—¡Ay, por favor! ¡Suenas justamente igual que el manual del PA!

El manual del PA se descargaba en el Botón Cerebral de todo mundo al cumplir dieciocho años. A los ojos del Gobierno Global General, ese día se convertían oficialmente en pre-adultos. «Bienvenido a tu nueva vida como pre-adulto», era la frase de bienvenida, «esos encantadores años entre los dieciocho y los treinta; ese tiempo de tu vida en que ya no eres adolescente, pero tampoco tienes el estatus de adulto. Sabes quién eres y en quién te gustaría convertirte. Estás preparado para extender las alas, emprender el vuelo y unirte a las filas de la población que trabaja. Es hora de dejar a tu familia atrás y encontrar una nueva familia en tu Dormitorio Pre-Adulto designado. El DPA será tu nuevo hogar. Disfrútalo.»

Eso fue solamente ocho años antes. Lulu era una estudiante de ocho años, Mannu tenía veinte y estudiaba Derecho Espacial. Su madre batallaba con la restauración de una edición de lujo de 1993 de la Enciclopedia Británica, encuadernada en piel acolchada, y que se estaba desmoronando por las costuras. Su padre acababa de abrir una tienda de antigüedades con muebles poco comunes de madera natural, del siglo XXI. Y Finn se acababa de matricular, con bastante alegría, en la Universidad Europea Greifswald. La UE Greifswald era una de las pocas instituciones del mundo que todavía tenía un campus intacto. Era un refugio para los librepensadores y los espíritus creativos. Ahí se privilegiaba la interacción humana entre estudiantes y mentores, por encima del predominio de la inteligencia artificial y el acceso remoto. La universidad estaba muy cerca de Berlín, donde se encontraba la comunidad DPA más grande del mundo, y el hogar de Finn. Solo bastaba tomar el SwiftShuttleX, también conocido como el «Swuttle», un transbordarapidor que llegaba a la universidad en quince minutos. La comunidad estaba ubicada en el barrio más popular de la ciudad, el Märkisches; y la gente le llamaba, de cariño, el DPA BAD. Era el DPA con más alcohol, acción y drogas, y, por lo tanto, el más malo: B-A-D.

Finn sonrió al pensar que, ahora, el DPA BAD era su gran familia: una cacerola de diez kilómetros cuadrados rebosantes de la testosterona y los estrógenos de más de cien mil hombres y mujeres jóvenes de los siete continentes: todos con prisa, todos en busca de pareja, todos dedicados a estudiar o entrenarse de tiempo completo, o a mantenerse ocupados. Rouge y Finn vivían en una unidad de cuatro habitaciones, junto con otros PA: Yolanda Abbas, terapeuta de clones, y Severin Boxberg, ingeniero de bicicletas. Su casa era una de las estructuras más pequeñas del DPA BAD, una villa de tres pisos con ventanas alineadas irregularmente y balcones de tonalidades blancas, anaranjadas, rojas, azules, amarillas y verdes. Le llamaban el «Rubik» porque parecía un cubo de Rubik incompleto. El cubo era un rompecabezas tridimensional para niños, creado trescientos años atrás.

—¿Finn? —preguntó Rouge con suavidad, pero aún así interrumpió su tren de ideas—. ¿Has pensado en buscar entre memoclones?

Finn sacudió la cabeza. Rouge insistió.

—¿Cuándo fue la última vez que se descargaron los recuerdos de tu familia?

Era probable que ese dato se encontrara en el Banco de Información Personal de Finn, pero no lo había buscado aún.

—La familia Nordstrom nunca se preocupó mucho por actualizar sus recuerdos —explicó—, además, Lulu todavía no cumplía la edad mínima señalada para la transferencia de memoria. Solo tenemos su genoma y el contenido de su BC.

Los clones más básicos, así como los memos, eran para Finn un problema. Problema: con «P» mayúscula.

Por lo general, a los basiclones que se desarrollaban de forma natural, y cuyo proceso llegaba a su fin en una madre donadora, se les consideraba seres humanos sanos. Eran tan solo gemelos, aunque retrasados por unos cuantos años. A los basiclones de mediados del siglo XXI se les criaba en producción en serie para que pudieran luchar en guerras y, más adelante, cuando el Triple G, es decir, el Gobierno Global General asumió el poder, se les continuó criando de la misma manera, pero para reconstruir el mundo. Desde la perspectiva del público general, continuaron siendo ciudadanos de segunda clase hasta que el Triple G los sacó gradualmente de circulación y enfocó sus esfuerzos en el desarrollo de androides que parecieran humanos, pero que no tuvieran los mismos inconvenientes emocionales de estos. Los basiclones siguieron concibiéndose bajo estrictas leyes de clonación, pero se les crio y educó en condiciones normales y sus identidades se mantuvieron ocultas. No obstante, la ley exigía que a los clones se les explicara su origen al cumplir los dieciocho años. Los clones rara vez lograban confrontar la noticia de manera adecuada y, por lo tanto, sufrían bastante debido al antiguo estigma.

Los memoclones, por otra parte, proclamados como el primer paso hacia la inmortalidad, eran criaturas completamente diferentes. El memoclón recibía el ADN de su donador de la misma manera que el basiclón, pero además, también recibía sus recuerdos descargados. Al memoclón se le hacía madurar con rapidez. Se necesitaba poco menos de seis meses para madurar uno de treinta y cinco años completamente desarrollado.

A Finn, como a la mayoría de los europeos mayores de veintiún años, se le descargaron los recuerdos con un procedimiento indoloro, llevado a cabo durante sus exámenes médicos. Luego la información se transmitió a neurobóvedas de alta seguridad ubicadas en la provincia suiza, donde se almacenó y preparó para ser cargada si alguno de los miembros de la familia así lo solicitaba.

Idealmente, para el momento en que el donador o donadora fallecía, su memoclón debía ser una réplica sana y exacta de él o ella. Pero en realidad sus recuerdos eran irregulares e imperfectos, y, por lo general, dejaban de funcionar adecuadamente en los primeros cinco años, lo que daba lugar a serias enfermedades mentales, agresividad e imbecilidad. Al final, casi todos los memoclones terminaban siendo una carga para sí mismos o para la gente que les había dado vida, y, en la mayoría de los casos, pasaban sus últimos días encarcelados en Hogares para Clones.

—No, Finn, ya han avanzado bastante con los memoclones —dijo Rouge en un tono dulce—. Reynaldo Torres, del IOZ, dice que su esposa es casi perfecta.

—Casi —interpuso Finn—. Casi, pero no completamente. Y «no completamente» no es suficiente. Además, ¿por cuánto tiempo será «casi perfecta»? Estamos hablando de seres humanos, gente con la que tenemos vínculos y que nos importa. ¿Cómo podría un hijo o hermano traer de vuelta solamente a un miembro de la familia y no a los demás? Un historiador junior no puede darse el lujo de ordenar tres clones. ¿Y qué pasaría con Lulu? No tenemos sus recuerdos. ¡Olvídalo! Es una idea ridícula.

Algo perturbada por el exabrupto de Finn, Rouge lo miró por un momento. Luego volvió a poner la raqueta sobre la mesa y pasó el brazo rápidamente por encima de esta.

—Tesoros culturales del mundo, al estilo Nordstrom —dijo alegremente.

El cambio de tema le brindó alivio a Finn.

—De hecho —dijo—, los verdaderos tesoros están aquí. —Volteó hacia el librero de la pared oeste y abrió una de las puertas de vidrio oscuro. Una ráfaga de aire fresco llenó la habitación.

—¡Vaya, está frío! —exclamó Rouge.

—Es para proteger los libros.

Rouge sacó uno al azar; el volumen más delgado, de apenas unas cien páginas. El título estaba escrito en letras script mayúsculas.

—El Código del Ileísta —leyó. Finn se dio cuenta de que el libro no le interesaba pero, de todas maneras, la vio abrirlo, y apreció el gesto—. ¿Qué tan antiguo es? —preguntó ella.

—De hecho, es uno de los más jóvenes de la colección. —Finn le enseñó el sello de derechos de autor. Era la reedición del año 2100, de un libro que se publicó originalmente en 2020—. Fue un libro de texto escolar en Norteamérica y Europa durante los primeros años del Invierno Negro —continuó Finn—. A los niños en edad escolar les costó bastante trabajo dejar de usar el pronombre personal en primera persona del singular.

Rouge abrió el libro en la primera página.

—Introducción en conmemoración del octagésimo aniversario de su publicación —leyó en voz alta—. El ileísmo, o costumbre de referirse a uno mismo en la tercera persona, fue una práctica que prevaleció en los Estados Unidos Marítimos a principios de la década de los treinta. En los entrenamientos, a los reclutas se les motivó para que se refirieran a sí mismos como «este recluta» porque eso reducía la identidad individual y estimulaba la cohesión y cooperación en la unidad. —Al terminar de leer, Rouge miró a Finn—. ¿Tú sabías eso?

—Primer semestre de Historia.

Rouge continuó leyendo.

—En 2018, cuando la Plaga alemana llegó al continente americano, se volvió imperativo que las tropas de la ley y el orden de todo el país trabajaran de manera muy unida. A partir de eso, no solo fueron los marinos: también la policía, el ejército, las fuerzas navales y aéreas, así como la guardia nacional, adoptaron los principios del ileísmo con la esperanza de restablecer el orden en toda la nación con mayor facilidad. Sorprendentemente funcionó, por lo que muchas otras naciones también adoptaron el nuevo código ileístico. En poco tiempo, el código se filtró y llegó al lenguaje coloquial; entonces el pronombre personal «yo» perdió su importancia, particularmente en los subgrupos germánicos e itálicos de los idiomas indoeuropeos. Cuando el Gobierno Global General se reunió en 2095, y se hizo énfasis en el internacionalismo y la cooperación global, se consideró que usar el «yo» era un desacierto para la sociedad bien educada. —La voz de Rouge fue apagándose. Ya se estaba aburriendo.

—El libro provee claves sobre cómo evitar el uso de la primera persona del singular —dijo Finn, al mismo tiempo que le mostraba la página del índice—. Cómo sustituir «yo» con «nosotros», cómo formular preguntas en lugar de expresar opiniones personales. Y temas similares. Son actitudes que nos resultan perfectamente naturales en la actualidad. —Finn tomó el libro de las manos de Rouge y lo volvió a colocar en su lugar en el librero. Luego se dirigió a la cocina—. ¿Dijiste que tenías hambre? ¿Quieres una berryola?

—Sí, claro. —Rouge recibió la luz del norte que inundaba la cocina—. ¿Qué tal te fue anoche con la llamada? —le preguntó a Finn, quien solo se encogió de hombros.

—Este historiador solo espera estar haciendo lo correcto. Se trata de un diario escrito por una persona de trece años. Una niña.

—¡Oh, vaya! No suena muy intrigante.

Finn sacó del refrigerador la berryola de Rouge.

—Podría serlo. ¿Te gustaría desayunar pescado? —le preguntó—. Tenemos una granja pesquera al otro lado de la bahía.

—Excelente.

—¿Langosta? ¿Ballena?

—¿Qué te parece tiburón? —dijo ella.

Finn no pudo evitar reírse.

—¡Bingo! —dijo.

—¿Bingo? —preguntó Rouge.

—Es lo que se dice cuando ganas un juego de bingo. En el inglés norteamericano también se usa como una exclamación con que se expresa satisfacción o sorpresa por un resultado positivo. Década de los veinte. Origen desconocido.

—¿Pero cuál es el «resultado positivo»?

—Este amigo adivinó que sería exactamente tiburón lo que elegirías para desayunar —le explicó—. Eres una depredadora, Rouge Marie Moreau. Y todo mundo lo sabe.

Rouge se rio, le dio un sorbo a su berryola, y luego preguntó:

—¿Quién es la presa?