Finn deslizó los binoculunares hasta sus ojos. Sobre él, el profundo cielo nocturno resplandeció tenuemente. Alcanzó a ver un crucero espacial que transportaba geólogos a Marte y otros lugares más lejanos. ¿O tal vez volvía a casa para las fiestas? Era difícil saberlo desde tan lejos. No obstante, alcanzaba a ver que los reflectores del crucero parpadeaban con una luz color verde, quizá para saludar al crucero SunTeam, el cual estaba repleto, supuso, de saltadores de bungee que salieron de paseo para vivir una emoción cósmica. Se estremeció solo de pensarlo. Jamás le habían agradado las caídas libres e ingrávidas.
Más abajo, volando a lo largo de la costa y cada vez más cerca, venía el planeador del pueblo; el de las 11 p.m. El planeador describió una silenciosa trayectoria circular hacia la tierra y se cernió sobre Finn antes de aterrizar en el Metropuerto Exterior de Nueva York, el cual se encontraba a sus espaldas: al norte y hasta el otro lado de la bahía.
Entonces, el mar rugió. Las olas rompieron. Luego se alejaron. De ida y vuelta. El agua se elevaba y volvía a caer.
El aire todavía estaba cargado del calor del día anterior, de sal, brisa marina y del jazmín del jardín contiguo. Finn creyó que se quedaría dormido ahí mismo en la playa, bajo las estrellas —así de cansado se sentía. Pero entonces, un cangrejo pasó corriendo de prisa junto a sus pies desnudos. Y luego otro. Algo los había alarmado. Finn también prestó atención cuando escuchó los suaves pasos sobre la arena y el crujir de tela. Alguien se aproximaba. Volteó… y ahí estaba Rouge.
—¡Oh! —gimió ella, sorprendida. Sin embargo, un instante después se rió—. ¡Finn! ¿Qué diablos son esas cosas? ¡Me asustan!
Finn se puso de pie, se levantó los Binoculunares y los dejó sobre su cabeza, cuidando de no estirarlos para que no perdieran la forma. Luego dio un paso hacia Rouge.
—Lo lamento, tu visita es completamente inesperada.
Rouge dejó caer sus sandalias sobre la arena y luego saludó a Finn con varios besos al aire: mejilla derecha, izquierda y derecha. A pesar del efusivo saludo, había algo de incomodidad entre ellos. A Finn no le agradaban las sorpresas, ni siquiera si se trataba de la deslumbrante Rouge Marie Moreau, aquella elegante y ágil rosa de tallo largo, en esa escondida franja de tierra que era la playa de Fire Island.
—No es nada sencillo ponerse en contacto contigo —dijo ella, al mismo tiempo que retiraba algunos mechones de cabello que le cubrían los ojos. Ah, esos ojos color verde acero, tan punzantes, a los que nunca se les escapaba un detalle—. ¿Sucede algo con tu Botón Cerebral? —A la luz de la luna, sus rizos brillaron con un tono metálico, tan rojizo como el cobre.
Finn sacudió la cabeza.
—No, está apagado. Todo estará apagado por algunos días.
—¿Todo? —preguntó ella.
Finn detectó un tenue y seductor tono en su voz. Alguna vez fueron pareja. El romance terminó casi tan pronto como empezó —Finn creía que no eran del todo compatibles—, pero continuaron siendo amigos, e incluso, compañeros de unidad. En tiempos recientes, no obstante, él había vuelto a percibir un delicado cambio en el afecto que ella le demostraba. ¿O sería solo su imaginación?
Rouge le sonrió a Finn y él devolvió el gesto, aunque con una ligera sombra de renuencia que ella notó al verlo titubear.
—¿Qué son esas cosas? —prefirió preguntar, pero su voz ya no tenía el mismo tono seductor.
—Binoculunares. —A Finn le dio gusto cambiar de tema. Repitió el nombre con mayor lentitud—: Bi-no-cu-lu-na-res —y gozando, evidentemente, del singular ritmo silábico—. Pero Rouge pareció no notarlo. —Eran de Mannu —continuó—. Fueron un regalo de nuestro padre. Los encontró en una vieja tienda hace muchos años. Estaban en uno de los cajones de mi hermano. —Finn se los entregó a Rouge, al mismo tiempo que señalaba la inscripción que se leía en el armazón—. ¿Lo ves? Dice «Hecho en Estados Unidos». Esto significa que fueron ensamblados antes de 2095. Nuestro padre creía que en 2030 o algo así.
—Mmm —dijo Rouge mientras contemplaba la tonta apariencia de los goggles—. Más de 230 años. Fabricados precisamente a la mitad del Invierno Negro. —Rouge giró los goggles con las manos—. Más de la mitad de la población del mundo se estaba muriendo, y los estadounidenses todavía buscaban nuevos mundos.
—Es lógico —dijo Finn, con un ligero tono defensivo en la voz. Muy a menudo, y en especial cuando estaba con Rouge, terminaba en la desagradable posición de tener que defender a su país natal. Le gustaba pensar que en realidad era un europeo continental, pero ahí estaba, defendiendo a los estadounidenses—. Creyeron que era el fin del mundo, ¿por qué no buscar otros?
—Touché —dijo ella, y luego hizo el gesto de devolverlos—. ¿Y todavía funcionan? —Los goggles quedaron colgando de sus dedos como si fueran un ratón muerto sujetado de la cola. Y es que, justamente, esa era la impresión que a ella le daba el objeto.
—Sí —contestó él—. Más o menos. Solo a una distancia máxima de 400 000 kilómetros. Hace unos minutos había un crucero espacial cerca de Alpha Sextantis, pero no pude definir si iba o venía.
—Podemos ver mucho mejor con nuestra aplicaciones del telescopio del Botón Cerebral. Con Skyze, C-Stars, AtroVu y…
—Pero, Rouge, ¡solo los uso por diversión! —dijo él, intrigado, como siempre, por la falta de humor de la chica—. Eran un juguete —dijo con una sonrisa—. ¿Te gustaría probarlos?
Ella sacudió la cabeza.
—No, gracias. No. —Tras contestarle miró hacia arriba, al cielo nocturno.
Por un momento Finn se preguntó si Rouge se habría sentido insultada, pero entonces notó que solo estaba tratando de localizar al crucero espacial a través de su Botón Cerebral.
—¿Lo ves?
—Sí —contestó ella un momento después—. Ahí está.
Finn estaba impresionado. Rouge era, por mucho, la portadora de BC con los impulsos más rápidos para manipularlo que conocía. Su manejo del Botón Cerebral era de verdad asombroso.
—Viene a casa. Se dirige a nosotros —dijo ella, en tono de reporte oficial, y luego volteó a ver a Finn y esperó a que sus miradas se encontraran—. ¿Cómo estás? —le preguntó en cuanto eso sucedió.
Finn respiró hondo y miró hacia el mar. Ella esperó a su lado en silencio a que él encontrara la respuesta.
—Ha sido difícil —dijo, finalmente—. En especial por la pérdida de Lulu y Mannu. Éramos muy unidos, los tres. Nuestros padres siempre estaban trabajando, así que, cuando Lulu era una pequeñita, nosotros no solo éramos sus hermanos sino también sus cuidadores. Nos llamaba Manny y Fanny.
—¿Fanny? —preguntó Rouge en un tono divertido—. Como que no te va muy bien ese nombre.
Finn se encogió de hombros y luego miró sus pies. Se enfocó en el sitio en que uno de sus dedos topaba con una piedra. La levantó y, debajo de donde estaba, se materializó una libélula. —¡Vaya! ¿Qué hace aquí este amiguito? —se preguntó Finn, al mismo tiempo que observaba asombrado el vuelo de la criatura bajo el tenue resplandor lunar. La libélula voló alrededor de ellos batiendo con furia sus alas fosforescentes, y luego se alejó. Finn volteó a ver a Rouge.
—Lulu siempre trataba de atrapar libélulas cuando era niña y, cada vez que corría detrás de ellas, chillaba como lechón salvaje. La casa se siente demasiado quieta ahora que ella no está. Era una parlanchina nata. Como muchos adolescentes, se pasaba el día entero haciendo yakety-yak.
—¿Yakety-yak? —preguntó Rouge, ya que no estaba familiarizada con la palabra. Naturalmente, con su BC podría encontrar el significado casi de inmediato, pero sabía que a Finn le encantaba dejarle bocaditos de términos desconocidos en el camino, solo para después poder ilustrarla. Finn sonrió.
—Término estadounidense que data de la década de los cincuenta; significa hablar con persistencia. Proviene del verbo «to yack», de origen desconocido. Es posible que sea una onomatopeya del sonido que se escucha en medio del parloteo.
El inglés de Rouge era impecable pero Finn sabía que su conocimiento de los términos coloquiales estadounidenses era, como en el caso de la mayoría de los científicos del continente europeo más comprometidos con su materia, bastante rudimentario.
—Yakety-yak —repitió ella, divertida—. Sí, suena como el parloteo.
La mirada de Finn volvió al mar.
—Extrañaremos a Lulu, con dolor. A todos ellos. —Miró la piedra que aún tenía en la mano y la arrojó. Observó el distorsionado reflejo de la luna sobre la superficie transformarse en ondas en cuanto la piedra rompía en el agua para luego desaparecer. Luego volteó a ver a Rouge.
—En realidad Mannu era el que sabía lanzar piedras bien. Solíamos pararnos aquí para ver quién lograba hacer saltar más las piedras en el agua. Él siempre ganaba.
Rouge esperó a que Finn continuara hablando.
—Mannu solía alardear bastante —dijo, sin dejar de mirar el mar iluminado por los rayos de luna—. Todas las chicas de la playa lo rodeaban, luego él se quitaba la camisa, los músculos le estallaban, y lucía todo el rizado vello que le subía por el pecho. Entonces lanzaba una piedra que saltaba diez o quizá quince veces en la superficie del agua si esta se encontraba en calma, y las chicas se quedaban extasiadas. —Finn miró a Rouge—. Mannu era un espectáculo difícil de igualar, pero su hermano lo adoraba. Sin condiciones. —Finn trató de sonreír pero luego desistió y se mordió un poco el labio—. Tener veintiséis años y perder a toda tu familia, a sus cuatro integrantes, es algo demasiado prematuro. Pero todos se fueron, así nada más.
Finn escuchó a Rouge respirar hondo por la nariz.
—Un huérfano —dijo, indignado—. Finn Nordstrom es un huérfano.
Rouge le puso una mano en el hombro y él sintió que el calor atravesaba su delgada camisa.
—¿Quieres entrar? —le preguntó ella.
—Mejor sentémonos aquí un rato.
Rouge llevaba un vaporoso vestido de verano; diáfano, con brillante filigrana de colores verde y azul. Tenía corte bajo en «V», por lo que su escote brillaba a la luz de la luna y sus senos casi se desbordaban del sostén. Arriba del seno derecho, Finn notó aquel perfecto punto café sobre la blanca piel. ¿Sería que nunca había notado aquella marca de nacimiento, o la habría creado Rouge especialmente para una noche como esa? Tras hacerse esas preguntas, miró en otra dirección.
Rouge se acomodó la parte trasera del vestido para sentarse sobre ella en la arena y extendió sus piernas infinitas; luego las flexionó y se sentó, apoyándose en ellas con gran elegancia. Lo hizo con tanta gracia y economía de movimiento, que Finn se acordó de aquellas antiguas navajas de Solingen que se exhibían en el Museo de Cultura Europea, el cual se encontraba cerca de donde vivía cuando estaba en Berlín. Fue fascinante ver cómo se abrieron y cerraron las piernas de Rouge. Sscchhtt.
Rouge y Finn miraron al mar.
Finn sonrió para sí. Qué atrevimiento, ¡comparar las piernas de Rouge con las hojas de una navaja! Pero, vaya, siempre hubo algo peligroso, casi depredador en Rouge: como si estuviera a punto de atraerlo hasta una trampa para halarlo con sus largas extremidades y luego comerlo vivo.
—Estás sonriendo —dijo ella.
—¿Qué es lo que en realidad te trajo por aquí? —quiso saber Finn.
—Se trata de un favor. Para tu universidad.
Otra sorpresa para Finn.
—¿Greifswald? ¿Te pidieron que vinieras? ¿Hasta acá?
—Les causa ansiedad pensar que podrías renunciar al empleo ahora y volver a Norteamérica.
—¡Es natural que les cause ansiedad! —exclamó—. ¡Los últimos tres meses casi han vuelto bananas a este traductor!
—¿Bananas?
—Loco; orate. Término estadounidense de la década de los cuarenta, de origen desconocido.
—¿Y se deletrea…?
—B-a-n-a-n-a-s.
—Bananas —dijo ella, e hizo una pausa como si estuviera frente a un espejo probándose la palabra en lugar de un vestido—. ¿Y?
—Nos tienen revisando la puntuación de las traducciones que generó la computadora de los informes financieros que descubrieron hace algunos años. ¡Revisiones! Se podría pensar que las aplicaciones ya habrían aprendido gramática para este momento, pero no. Y además, ¡son aburridísimas!
A Finn le frustraba mucho el empleo que tenía en la Biblioteca de Europa en Greifswald. Era un competente traductor de dos idiomas —alemán extinto y nuevo mandarín estándar— al inglés, su lengua materna; también se especializaba en decodificar documentos escritos a mano en alemán y, además, era un historiador altamente calificado, especialista en cultura popular de la Era previa al Invierno Negro (1950–2018); pero por desgracia, no había recibido los desafíos intelectuales que merecía. —Deberían darnos grandes obras literarias para trabajar —dijo—, y no el «Estado consolidado de ingresos y gastos reconocidos para el primer trimestre de 2017» del Deutsche Bank. Ese tipo de trabajos los deberían reservar para la inteligencia artificial. ¿A quién le importa si hay errores de puntuación?
Rouge se rio, pero con amabilidad.
—Eres un historiador junior, Finn, ese es el trabajo que te corresponde.
—Y tú eres una físico junior, pero no por eso te piden que te sientes junto a un árbol y esperes a que te caiga una manzana en la cabeza para que puedas hacer teorías sobre la gravedad, ¿verdad?
Rouge volvió a reírse. A veces era muy sencillo divertirla. Si su BC no estuviera apagado, Finn anotaría la broma porque, ahora, seguramente se le iba a olvidar.
—Pero toda la gente dijo que los informes financieros eran un tesoro cultural del mundo —interpuso Rouge.
Ciertamente los informes provocaron gran sensación cuatro años antes, en 2260, cuando fueron encontrados en la excavación. Se les descubrió a cincuenta metros debajo de la tierra, en el lugar donde alguna vez estuvieron las oficinas centrales del banco, en Frankfurt. Los arqueólogos encontraron menos de treinta metros cúbicos de archiveros de metal repletos de informes financieros en idioma alemán, pero el hecho de que hubiesen sobrevivido a la Gran Devastación por Calor de 2050 era un verdadero milagro. La Devastación por Calor libró a Europa de la Peste alemana, pero, por desgracia, junto con el virus, también destruyó la mayor parte de esa cultura.
—¿Tesoro cultural del mundo? ¿Esos informes financieros ? ¡Por favor! —exclamó Finn.
—Está bien, está bien —admitió ella, al mismo tiempo que se recargaba hacia atrás, sobre los codos, para contemplar las estrellas. Finn también se recostó.
—Pero seguramente la gente de Greifswald no te hizo venir desde Berlín hasta una comunidad de flojera en la playa, solo porque les causa ansiedad perder a un historiador junior que también tiene la habilidad de traducir.
—Estás en lo correcto —dijo ella mientras estiraba las piernas.
—Y entonces, ¿por qué viniste?
Rouge volteó a verlo.
—Los arqueólogos del Báltico, en Stralsund, encontraron algo en la península Fischland-Darß.
—¿Encontraron algo? —preguntó él, al mismo tiempo que se volvía a sentar.
—Un contenedor a prueba de agua, corrosión y polvo, y con sellado al vacío. A prueba de todo. Del tipo que se usaba en los barcos de principios del siglo XXI. Estaba en el fondo del Bodden de Saale, cerca de Wustrow.
—¿En el fondo de un bodden?— Finn estuvo a punto de reírse. ¡Qué absurdo! Ese bodden, en particular, era demasiado superficial y poco espectacular. Lo que encontraron no estaba, ni siquiera, cerca de algún océano profundo, donde uno imaginaría que estarían enterrados los grandes barcos y sus tesoros.
El paisaje del Bodden era una sarta de lagos de agua salada que se conectaban con el mar a lo largo de la costa sur del Báltico y que, aunque alguna vez fue santuario de aves migratorias y una reserva natural, también sufrió muchísimo durante la Era del Invierno Negro. Ahora que Europa había sido reubicada, sin embargo, algunas de las áreas costeras del Báltico se estaban organizando de nuevo para funcionar como comunidades de minería marítima.
—Pero esas aguas son demasiado superficiales —reclamó Finn—. Cualquiera pensaría que, para estas fechas, ya se habría rescatado todo lo que alguna vez estuvo ahí.
Rouge se encogió de hombros.
—El lugar donde encontraron el contenedor tiene, por lo menos, seis metros de profundidad. Al parecer estuvo ahí por mucho más de doscientos años. Lo encontraron por casualidad mientras preparaban la zona para construir algo.
El corazón de Finn comenzó a palpitar velozmente.
—¿Es un hallazgo importante? —preguntó, al mismo tiempo que trataba de controlar su respiración.
—Un tesoro cultural del mundo. —La frase tenía un ligero, ligerísimo tono de burla, por lo que Finn no supo si eso era lo que decían los expertos o si Rouge solo lo estaba retando.
—¿Por qué? ¿Hay algo importante en su interior? —preguntó.
—Dicen que es posible.
—¿Y qué tiene que ver todo eso con este historiador?
—Hay algo en el contenedor, Finn, y está escrito en alemán. Tiene que ser decodificado.
—¿Pero por qué recurren a este traductor? ¿Y por qué te enviaron a ti? ¿Cuál es la prisa? —Nada le parecía lógico a Finn. Rouge se encogió de hombros.
—Quizá les preocupa que alguna de las universidades importantes se los arrebate si no actúan con rapidez. Es obvio que creen que puedes hacer el trabajo. —Lo miró—. Podría ser lo que has estado esperando.
En un principio Finn quiso estar de acuerdo. No era probable que, en el superficial fondo de un lago de agua salada, aparecieran informes financieros. Pero entonces, ¿qué habría ahí?
—¿Hablarás con la gente de Greifswald al respecto? —preguntó Rouge.
—Sí, claro. Ciertamente.
—Bien —dijo ella al ponerse de pie y luego, tras sacudirse la arena de las manos, agregó—: el director de la Biblioteca de Europa espera tu llamada a primera hora de la mañana.
Finn también se levantó.
—¿Tan pronto? —Su sorpresa era evidente.
—Incluso más pronto de lo que imaginas. Porque la mañana del director es en… —Rouge inclinó ligeramente la cabeza para acceder al reloj de su BC—, dos horas.
—¿Dos horas?
Rouge asintió y luego bostezó.
—Estás cansada —señaló él.
—Sí. ¿Podemos entrar?
Estaban tan cerca el uno del otro, tan cerca… Finn volvió a notar el lunar en su seno derecho; lo vio elevarse y descender con la respiración. Podría conducirla hacia él y besarla.
Pero no lo hizo.
—Por aquí —dijo Finn, al mismo tiempo que giraba y señalaba la gran casa de madera al oeste—. La residencia Nordstrom.
Rouge recogió sus sandalias y lo siguió.