EL SANTO OFICIO

Yo mismo me impondré a mí mismo

Este nombre: Catarsis-Purgante.

Yo, que abandoné estilos sórdidos

Para atenerme a la gramática de los poetas,

Difundiendo en la taberna y en el burdel

La ciencia del ingenioso Aristóteles,

No sea que los bardos marren el intento

Debo ser aquí mi propio intérprete:

Por lo cual recibid ahora de mis labios

Sapiencia peripatética.

Para entrar en el cielo, viajar por el infierno,

Ser compasivo o terrible

Se requiere sin la menor duda el amparo

De las indulgencias plenarias.

Ya que cada místico de nacimiento

Es un Dante sin sus prejuicios,

Quien a salvo desde la chimenea, sin dar la cara,

Se expone a una heterodoxia radical,

Como quien halla placer en la mesa

Considerando las incomodidades.

Rigiendo la vida por sentido común

¿Cómo evitar ser vehementes?

Mas no debo ser considerado miembro

De tal compañía de farsantes…

Junto con quien se apresura a mitigar

Las liviandades de sus damas veleidosas

Mientras que ellas lo consuelan cuando gimotea

Con orlas célticas repujadas en oro…

O con quien, sereno todo el día,

En su pieza teatral introduce invectivas…

O con quien su proceder «parece mostrar»

Preferencia por hombres de «buen tono»…

O con quien sirve de andrajoso remiendo

A los millonarios de Hazelpatch

Mas llorando después de la Santa Cuaresma

Confiesa todo su pasado de pagano…

O con quien no se ha de descubrir

Ni ante el whisky ni ante el crucifijo

Si no es para mostrar a todo el mundo cuán mal vestida va

Su eminente nobleza castellana…

O con quien adora a su Mentor querido…

O con quien apura con temor su pinta…

O con quien arrebujado en su lecho

Vio una vez a Jesucristo sin cabeza

Y puso un gran empeño en recuperarnos

Las obras de Esquilo largo tiempo extraviadas.

Mas todos éstos de quienes hablo

Me convierten en la cloaca de su cenáculo.

Para que puedan soñar sus fantasías ideales

Yo evacúo sus inmundas corrientes

Así les puedo prestar tal servicio

Por culpa del cual perdí mi diadema,

Este servicio por el que la Santa Abuela Iglesia

Me dejó cruelmente en la estacada.

Así aligero sus culos timoratos

Cumpliendo con mi oficio de Catarsis.

Mi color escarlata los deja a ellos blancos como la lana:

Gracias a mí purgan sus panzas atestadas.

Para todas estas bien avenidas farsantes

Hago el papel de vicario general

Y a cada doncella turbada y nerviosa

Presto el mismo amable servicio.

Ya que al descubrir sin ninguna sorpresa

Esa hermosura umbría en sus ojos,

El «no me atrevo» de su dulce doncellez

Que responde a mi depravado «quisiera».

Siempre que en público nos encontramos

No parece pensar en tal asunto;

Mas por la noche cuando se acuesta a mi lado

Y percibe mi mano en su entrepierna

Mi dulce bien con su ligero atuendo

Experimenta el tierno ardor que es el deseo.

Pero la Codicia proscribe

Los usos del Leviatán

Y este espíritu sublime por siempre guerrea

Con los incontables siervos de la Codicia

Aunque nunca puedan verse libres

De sus gabelas de desprecio.

A respetable distancia me vuelvo a observar

Los vacilantes andares de esta abigarrada cuadrilla,

De estas almas que odian la reciedumbre del acero

Que la mía adquirió en la escuela del viejo Tomás de Aquino.

Donde ellos se han agachado, han andado a gatas y han rezado,

Yo me yergo, dueño de mi destino, sin temor,

Sin compañeros, sin amigos, en solitario,

Indiferente como una raspa de arenque,

Firme como una cordillera montañosa en donde

Saco a relucir mi cornamenta al aire.

Que así sigan, pues así conviene

Para que se mantenga el equilibrio.

Aunque hasta la tumba forcejeen,

Mi espíritu nunca lo habrán de dominar

Ni lograrán mi alma vincular a las suyas

Hasta que el Mahamanvantara expire:

Y aunque a coces me echen de su puerta

Mi alma los despreciará por los siglos de los siglos.