Las noches y los días se sucedían a través del cuadrado enrejado del techo de la bodega del Esperanza. Hacía varias jornadas que los gruñidos y el susurro de los pasos en cubierta se habían silenciado, pero aún así el padre Guzmán no se atrevía a subir esas escaleras y abrir la puerta. El padre Felipe dormía, dormía mucho, cada vez más. Su respiración se había vuelto débil e incluso algunas veces se detenía, para volver a arrancar al momento con un estremecedor suspiro.
Todavía no escuchaban el graznido de las gaviotas ni el romper de las olas, de modo que la tierra aún quedaba lejos, y aunque Guzmán intentó incorporarse para buscar más comida, estaba tan agotado que sólo podía gatear. Donde días atrás había carne pasada, ahora encontró una colonia de gusanos. El jesuita no recordaba cuándo fue la última vez que había probado bocado, así que limpiar esa carne y comerla de igual modo no le pareció la peor de las ideas. Entonces escuchó un gemido a su espalda, casi un estertor, que escapó de lo que quedaba del padre Felipe. Regresó a la luz y comprobó que su compañero había caído definitivamente.
El padre Guzmán dio un paso atrás. El sabor ácido y corrompido de la carne pútrida se diluía en su boca mientras observaba al fraile muerto que pendía de los grilletes como un cristo malnutrido. Le observaba, porque sabía que en cualquier momento le vería moverse.
El anciano tenía la barbilla caída y la boca abierta. De su interior brotaba un hilo de sangre. Sus párpados inferiores parecían dos bolsas de piel demasiado dadas de sí, Guzmán se acercó y examinó sus ojos. Habían perdido el brillo, no tenían expresión, estaban ausentes y súbitamente girados hacia arriba. Observó sus dedos de las manos, de los pies, escuchó el tintineo de las cadenas justo a tiempo para apartarse y evitar la dentellada. Las fauces de Felipe buscaron la cara de Guzmán con una voracidad inusitada en aquel cuerpo desgastado al que minutos atrás le costaba incluso respirar. El jesuita no pudo evitar que se le escapara un grito, incluso a él le sonó extraña su voz después de tantas horas en silencio. El padre Felipe se había incorporado y se debatía contra las cadenas con el anhelo febril de alcanzar a su compañero. Guzmán se alejó despacio, horrorizado, con el corazón galopándole en el pecho. Se sentó en el suelo del lado opuesto de la bodega y masticó la carne cruda sin quitar ojo a los anclajes de las cadenas en los tablones de madera. Cedían, cedían…
Fue un cañonazo, sí. El padre Guzmán despertó de un lento sueño y buscó el cielo a través de la abertura del techo de la despensa. Vio el humo, olió la pólvora, escuchó los silbidos de proyectiles que surcaban el cielo de mediodía y chapoteaban en el mar o impactaban en el Esperanza, sacudiéndolo de un lado a otro. Un número incierto de gargantas jaleaba el abordaje al tiempo que se acercaban a la nave. Frente al sacerdote, el resucitado padre Felipe gruñía aburrido de luchar contra las cadenas. Esperaba su momento, igual que las criaturas latentes que aguardaban en cubierta y para los que la visita suponía una noticia tan feliz como inesperada. Guzmán se puso de pie con torpeza e interpuso su cuerpo entre la puerta de la bodega y las reliquias del Almirante. Sobre su cabeza las criaturas comenzaban a despertar. Iba a ser una masacre.
El bergantín se llamaba Calipso y su capitana, Anne The Red Morrisey, llevaba a gala considerarlo el más veloz del Atlántico. La Jolly Roger ondeaba en lo alto del mástil mayor con orgullo, y en su mascarón tantas muescas como navíos saqueados y hundidos. Se acercó a la fragata hasta la distancia convenida según el código de piratería y disparó las salvas acordadas para ofrecer la opción de rendirse. Al no obtener respuesta La Roja Morrisey ordenó el abordaje.
Abarloados al Esperanza, el asalto no parecía difícil. La capitana Morrisey vaticinó a su tripulación que sería rápido y sin excesivas bajas, es más, se atrevió a augurar que no habría combate. La dotación de la fragata parecía escasa y perezosa, un hatajo de marineros enfermos que apenas acertaban a ponerse de pie y que no levantaron la cabeza salvo cuando el Calipso ya les cortaba la brisa.
—Simples sacos de paja húmeda —gritó La Roja alentando a los suyos, se puso al frente de un grupo de sus mejores hombres y saltaron la borda del Esperanza blandiendo sus armas. Entonces descubrieron su error, cuando los sacos de paja húmeda empezaron a levantarse.
Las enmohecidas paredes de la bodega amplificaban los golpes, pero especialmente los gruñidos de los revividos, sus zancadas pesadas y artificialmente lentas, sus dentelladas, su masticar. El padre Guzmán deambulaba nervioso bajo las rejas de la claraboya intentando otear lo que sucedía sobre su cabeza. Veía retazos de piratas luchar contra muertos vivientes, les oía maldecir en su lengua materna, preguntarse los unos a los otros con qué clase de embrujo se habían encontrado. Escuchaba una voz de mujer rugir órdenes por encima del resto, pero no supo quién era hasta que la vio detenerse encima de la bodega. Su melena de fuego y su manera de luchar la delataba. A Guzmán el corazón le dio un brinco en el pecho, sin duda esa era su oportunidad, los hombres de Ana la Roja no abandonarían la lucha sin liquidar a sus enemigos. Por otra parte, se decía que siempre que la Morrisey atacaba, un navío terminaba hundido. Hasta entonces nunca había sido el suyo.
El padre Guzmán evitó las garras del viejo Felipe y se detuvo delante de la caja de las reliquias. Tenía que decidir, y cualquier decisión le parecía una locura.
La temible mujer pirata había pensado saltar la primera, como siempre hacía y como dictaba su reputación. Sin embargo algo la había detenido y decidió dejar que otros tomaran el Esperanza en primer lugar. Tal vez que no se fiaba de aquel navío a la deriva. Quizá, con mayor seguridad, la puso sobre aviso el hombre que pasó de yacer como muerto a caminar por cubierta con medio cráneo descubierto. Eso no le gustó, pero aún así acompañó a sus hombres al otro lado agitando su sable curvo y uniéndose al grito de abordaje.
Se arrepintió en cuanto pisó la fragata. Aquellos que consideraba enfermos se levantaron con parsimonia pero de manera implacable. Los aceros y pistolas de los piratas no les causaban daño, las balas y los sables entraban y salían de sus cuerpos sin surtir el menor efecto. Morrisey exclamó una maldición, observó cómo un marinero decrépito caía con la espada de un bucanero atravesándole el cuello y al segundo se incorporaba de nuevo para arrancarle la mejilla de un sonoro mordisco. Los piratas fueron abordados en su abordaje, sorprendidos por esos demonios deformes traídos desde el otro mundo por algún ensalmo inexplicable. La capitana se preciaba de su puntería pero sus dispararos parecían perder la fuerza en su recorrido por el aire. Las balas acertaban, el pecho de los engendros estallaba con los impactos, pero no había manera de derribarles. Los piratas del Calipso estaban sucumbiendo por más que superaran en número a los del Esperanza y en habilidad y en destreza a todos los del océano.
En cuestión de minutos la cubierta de la fragata quedó sembrada con cadáveres mutilados a medio devorar por esas bestias. Los pocos supervivientes, los más hábiles evitando los dedos y las dentelladas, acabaron rodeados contra el castillo de proa. Anne la Roja abrió fuego contra las criaturas desde más cerca, el resto de su guarnición la llamaba desde la borda del Calipso pero la Morrisey nunca aceptaba una derrota. Jaleó a los hombres que le quedaban en pie y les conminó a un último esfuerzo para devolver a aquellas alimañas a las entrañas del infierno. Parecía una quimera imposible. Cuando evaluaba si una retirada en inferioridad desmerecería su reputación de sanguinaria o si reforzaría su fama de juiciosa loba de mar, los piratas que alfombraban con sus despojos la cubierta del Esperanza también se pusieron en pie. La capitana perdió el habla y sus hombres el valor, la masa de falanges carcomidas y calaveras calvas se cerraba sobre los últimos estertores del Calipso.
Nunca antes se había escuchado una sinfonía similar en el mar. Gritos de hombres asesinados dos veces, gruñidos de bes tias sin alma recién salidas del averno. El padre Guzmán subió por última vez las escaleras de la bodega y se esforzó por deshacer los nudos que él mismo se había encargado de convertir en impenetrables. Se asomó por una mínima abertura y vio los cuerpos mordisqueados que deambulaban por la cubierta dejándose atrás pedazos de carne. Los sonidos de la refriega todavía taladraban sus oídos, los chillidos, los llantos, pero debía salir y arriesgarse, tenía la obligación de escapar con vida y poner a salvo su preciada carga, el paquete envuelto en terciopelo que sostenía en brazos. Dedicó un último susurro al padre Felipe antes de abrir la puerta. Los ojos vacíos del anciano escrutaban la oscuridad mientras hociqueaba el aire. Después el jesuita irrumpió en la cubierta.
Una peste corrupta inundaba la madrugada, una mezcla de distintas inmundicias que confluía en la turba de carne muerta cuyas manos buscaban las de los acorralados bucaneros, que con sus armas inútiles sólo podían mantenerlos a distancia, durante un tiempo al menos. Entre los gritos de unos y los gemidos de otros el fraile recogió un sable corto abandonado en el suelo y se abrió paso hacia la baranda de estribor, donde todavía esperaba el bote que días atrás Titch había empezado a bajar. Dejó con cuidado el paquete dentro y saltó al interior de la embarcación, levantó el arma para cortar los cabos que todavía le unían al Esperanza y sus ojos tropezaron con los de la capitana de fuego, una mirada desnuda, suplicante, que él sólo pudo devolverle con un timorato gesto de negación. Aquella súplica desesperada, antes de que la mujer más temida del Atlántico se apoyara la pistola en sien y abriera fuego contra sí misma, antes de que su cabellera roja estallara en una nube ruidosa de pelo, hueso y sangre, le perseguiría en sueños hasta el fin de sus días. Ahogado en culpabilidad, Guzmán segó los cabos del bote y se precipitó al océano con un chapoteo ensordecedor.
Los remos escapaban de las manos del fraile mientras se esforzaba por alejarse del Esperanza. Al cansancio, el hambre y la edad se unió el dolor por la herida causada por el sable de John Henry, que regresaba con toda la intención de frenarle. Cuando escuchó el cañonazo y miró hacia atrás descubrió al contraluz del cielo estrellado la llamarada y la columna de humo con las que la fragata se despedía de él con toda su guarnición de muerte a bordo. Más allá, lo que quedaba del Calipso navegaba hacia poniente al tiempo que en dirección sur se abría para él un océano incierto. Se dedicó a remar, maniobrar esas pesadas palas sin pensar en nada de lo sucedido. De cuando en cuando dedicaba una mirada furtiva al secreto que trasladaba entre pliegues de terciopelo.