El barrio antiguo de la ciudad bullía de gente que entraba y salía de los comercios como hormigas en su hormiguero. La ancha y alargada avenida peatonal de Triana rebosaba actividad aquella mañana en la que Ventura la atravesaba de punta a punta, esquivando a duras penas el torrente humano, hasta sentarse en el banco convenido del parque de San Telmo. Personas de todas las edades y nacionalidades pasaban por su lado, algunas hacia la estación de autobús, otras hacia la zona comercial o hacia la biblioteca. Era un sábado por la mañana reluciente, aunque a Ventura no le hiciera mucha gracia. Para acudir a esta cita a ciegas había tenido que dejar a medias un trepidante combate entre la Sophie de Aubrey y un anónimo navío francés y, a decir verdad, abandonar una emocionante batalla naval para perderse en el gentío capitalino no era su idea de un fin de semana atractivo.

Nunca le había gustado la gente, y, desde luego, tanta junta, mucho menos. Intentando vencer la sensación de agobio, decidió entretenerse observando a los transeúntes. Su cita, el hombre que le había dejado el mensaje en el contestador, llegaba tarde, y desde luego no parecía importarle. El dueño de esa voz segura e imponente y de ese acento extranjero no parecía de los que se preocupen por hacer esperar a alfeñiques como él. Pero lo cierto era que José odiaba las esperas, y ahora se maldecía por no haberse llevado el libro de O’Brian al parque. Los estudiantes, los músicos de prestado y los consumistas le aburrían a partes iguales, y, cuando pensaba que iba a asfixiarse en su propia impaciencia, le llamó la atención un tipo alto y muy delgado, vestido de manera exquisita y con larga melena blanca recogida en una coleta. Caminaba hacia él como si le conociera.

—¿Profesor Ventura? —le preguntó con un marcado acento galo.

José levantó la vista con un sobresalto, se puso de pie y le estrechó la mano, fue su primer contacto con esa sonrisa plateada de la que le costaría tanto olvidarse.

—Mi nombre es Gérard Dupont —se presentó el recién llegado. Cuando se retiró las gafas de sol de marca Ventura descubrió que hasta sus ojos tenían un extraño color pálido—, aunque en mis círculos suelen llamarme El Francés. Hablé con usted por teléfono.

—Así es —se atropelló el profesor, desconcertado. Se preguntaba cuáles serían esos círculos de los que hablaba. Con ese aspecto, desde luego, no repartiría octavillas de beneficencia—. Dijo que tenía información sobre mi hermano.

—Exacto —corroboró El Francés. Hablaba con un tono suave, casi meloso, que a José no terminaba de parecerle agradable ni cómodo—. Enseguida satisfaré su curiosidad. Pero antes tomemos una copa. Hace, como dicen por aquí, un sol que rasca las piedras.

—Que las raja, las piedras —corrigió el profesor. El Francés sólo sonrió.

Se sentaron en un café con forma de clásico quiosco en una de las aristas del parque. Ventura pidió un refresco y Dupont un Martini seco, y durante algunos minutos guardaron silencio, simulando observar a los paseantes para no descubrir que cada uno estaba estudiando a su oponente. Entonces todavía no sabían el caos que estaban a punto de desatar ni cómo acabarían odiándose a muerte.

El Francés no debía rozar todavía los cincuenta, a pesar de su cabellera invadida por las canas. Dominaba el castellano al estilo del mejor vendedor de seguros, pero no podía evitar un sutil acento que le obligaba a suavizar las erres y marcar las tildes, no siempre en el lugar correcto. Y desde luego no era discreto: a sus gemelos y prendedor de corbata de oro les acompañaba un reluciente pedrusco en el anular de la mano derecha. Destilaba el olor del dinero por cada poro. Y tenía información sobre Tony. Cuál, y por qué.

—¿Qué relación tenía usted con mi hermano, señor Dupont?

El Francés miró al profesor y sonrió levemente, como si no le apeteciera entrar en materia todavía.

—Supongo que una mucho más distante que la suya —contestó, y fue entonces a José al que se le escapó una risa irónica.

—Yo no conocía a mi hermano.

La cara de Dupont mantenía la sonrisa pero sus ojos ya no lo hacían. Cruzó las manos sobre la mesa y se reclinó en la silla.

—¿Quiere decir que no hablaba habitualmente con él?

—Desde hacía años.

El Francés tomó una larga bocanada de aire que se convirtió en un bostezo. Se disculpó. Su actitud había cambiado, oteaba pensativo más allá de los tejados de los hoteles que rodeaban el parque.

—Entiendo… —dijo al fin.

—¿Algún problema?

—¡No! —el galo meneó la cabeza, como regresando de un lugar muy profundo y complicado de sus pensamientos. A Ventura le causó la impresión de ser de esas personas cuya mente funciona mucho más deprisa que las del resto. Desde luego, él mismo no era de esos—. En realidad tampoco importa… No demasiado.

Dupont se recolocó en su silla y se acarició la cabeza, palpando el pelo engominado como para asegurarse de que permanecía perfectamente pegado a su cráneo. Sus manos ágiles recorrieron la coleta y una vez comprobado el correcto estado del peinado dio un breve sorbo a su copa de Martini. El profesor le observaba en silencio, partida de ajedrez torpe y mal preparada.

—El caso es que me gustaría saber en qué andaba metido Tony. Me cuesta creer que se lo llevara un simple incendio.

—Sí —dijo El Francés—. Es muy extraño este tipo de accidentes en un marino experimentado. Y su hermano ciertamente lo era.

Si por un momento había dado la sensación de que Dupont perdía el interés en el desbaratado profesor, ahora en cambio le hablaba despacio y midiendo prudentemente sus palabras. José se sentía estudiado y, por alguna razón, necesitado.

—Su hermano trabajaba para mí.

Ventura arqueó las cejas.

—¿Y a qué se dedica usted?

—Soy coleccionista. Colecciono obras de arte y objetos antiguos. Objetos que, en el peor de los casos, triplican en una subasta su valor inicial.

—Ya veo. No colecciona, revende.

Dupont sonrió ante la ingenua acusación.

—Es una manera de verlo.

Empezaba a gustarle ese astuto profesor que parecía ser más de lo que aparentaba. Se levantó de la mesa y volvió a mostrar su sonrisa plateada.

—Vamos —dijo—. Quiero enseñarle algo en casa.

En una suerte de hilo musical sonaba Bach. En el ambiente, un cuidado aroma de almizcle afrutado.

El apartamento de Dupont, en una zona privilegiada del Paseo Marítimo, en la cara más oriental de la ciudad, ocupaba el ático de un edificio colosal que daba por tres de sus costados al Atlántico. Ventura llegó a pensar al asomarse que con sólo un saltito acabaría zambulléndose en él. La decoración interior no tenía nada que envidiar al mejor museo y junto a diferentes obras de arte pictórico y esculturas abundaban los objetos históricos referidos a la navegación. Mapas, instrumental y cartas de guía abarrotaban vitrinas que llegaban a sumar un valor incalculable. Hasta el más mínimo artículo que adornaba las paredes de El Francés superaba con creces el dinero que Ventura podría llegara a ganar en una vida.

Tras dejar que el profesor se recrease la vista, Dupont le pidió que le siguiera a un salón al otro lado de una cortina carmesí, le acompañó con una bandeja de plata y dos copas de brandy que dejó sobre un escritorio junto a un grueso volumen que parecía tener más años de los que la encuadernación sería capaz de soportar sin los debidos cuidados. Les rodeaban otra serie de estanterías con instrumentos marineros, algunos de origen griego o fenicio, pero especialmente de época colombina y precolombina. Los cuadros de la pared representaban batallas navales y en un reservado relucían bajo una luz especial las maquetas de las tres naves que utilizó Cristóbal Colón en su primer viaje.

Aquella colección podía perfectamente no tener precio ni, pensó Ventura, legalidad. Artesanía indígena, imágenes religiosas, trozos de quillas y pedazos de velas, piezas de vajillas oxidadas, un escudo de Castilla tallado sobre madera, una brújula y un astrolabio enmohecidos o el mapa original de Europa y las Indias tal y como se establecieron en el siglo XVI.

—Ya veo a qué se dedicaba mi hermano —comentó el profesor—. ¿Sacó él todo esto para usted?

El Francés se echó a reír. Ventura estaba progresando a pasos mayores de lo que esperaba.

—Yo sólo trabajé una vez con su hermano. Casi la totalidad de lo que ve en esta colección pertenece a hallazgos anteriores. Pero sí, en cierto modo ha acertado, puesto que mi colaboración con él se debía a un objetivo similar. Venga, siéntese.

Debajo del libro colocado sobre la mesa José distinguió una carpeta roja. Dupont la tomó entre sus manos y desplegó un extenso mapa de Europa y América, repleto de anotaciones hechas a mano sobre el dibujo. Encima de él colocó un taquito de documentos, que dejó que el profesor hojease. Uno de ellos era una antiquísima instancia manuscrita firmada por la autoridad portuaria de la Habana y que parecía querer deshacerse entre sus dedos. También había informes plastificados cuya tinta difícilmente aguantaría mucho más sin esa protección y alguna que otra hoja de periódico. Por último, un buen número de fotocopias y páginas web impresas. El Francés puso especial atención en que Ventura observase la fotocopia de la noticia de un diario local, no de muchos años atrás, en cuyo titular se leía: Terrible Naufragio en Alta Mar.

—Lo que voy a contarle no debe salir de aquí —dijo Dupont, tajante—. Estoy seguro de que conoce parte de la historia pero existen pasajes, digamos… ocultos. Sí, esa sería la manera más adecuada de definirlos.

Ventura se inclinó hacia el conjunto de documentos sobre la mesa con miedo de tocarlos con las manos y trató de descifrar los. Letra confusa, tinta medio borrada, la portada del diario… Ninguno de ellos le decía nada, no encontraba la manera de conectarlos. El Francés empezó a hablar dejando al hombrecillo enfrascado en aquellas hojas ininteligibles.

—A finales del siglo pasado un estudio subacuático con intenciones de valorar la posible ampliación de uno de los puertos del norte, demostró la existencia de un navío hundido a ciertos kilómetros de nuestra costa. La falta de fondos y las características sedimentarias de la zona aplazaron de por vida unas labores de rescate que hubieran resultado muy interesantes. Lo único que pudieron hacer fue bajar a explorarlo y dataron su fabricación en torno a principios del siglo XVII.

El Francés hizo una pausa y observó cómo Ventura escrutaba los papeles. El profesor se giró hacía él con una mueca a la vez de interés y desconcierto.

—¿Me está diciendo que tenemos un galeón del diecisiete esperando bajo nuestras aguas y a nadie le ha urgido ir a rescatarlo?

—No, ninguna de las dos cosas —contestó Dupont con una sonrisa sarcástica—. No es cierto que nadie esté interesado en él, yo lo estoy, y de ahí mi conexión con su hermano. Ya sabe que los fondos públicos…

Ventura asintió con la cabeza, bastantes veces había tenido que lidiar él con las trabas presupuestarias cuando todavía dirigía equipos de investigación y necesitaba la colaboración de las instituciones. Suspiró. Aquello parecía haber tenido lugar en otra época, en otra vida.

—Qué me va a contar.

—Por otro lado —continuó el coleccionista—, tampoco fue un galeón lo que encontraron allí, sino algo más pequeño: una fragata inglesa, un barco pirata del siglo XVII. El Esperanza.