El oleaje devoraba los remos de Aaron Tate y del padre Guzmán. Uno de los hombres de John Henry, el indiano Sebastián Titch, les preguntó a gritos desde la borda del Esperanza que dónde estaba el resto del grupo. Aaron le contestó que si no los veía correr hacia ellos desde la playa.
El mar pudo finalmente con la insistencia de los resucitados. El último de los que se atrevieron a enfrentarse a las olas desapareció bajo la pátina aceitosa del océano. Los demás, decenas de ellos, se limitaron a gritar desde la playa mientras su presa se les escapaba entre los dedos. El padre Guzmán se preguntó qué clase de brujería sería aquella. Había oído hablar de endemoniados, allá en su viejo continente, de rituales paganos como el que había interrumpido, de nigromancia, de magia negra, pero nunca había presenciado el resurgir de los fallecidos. No quiso imaginar qué sería de esas criaturas ahora, si se atacarían entre ellas o si fallecerían simplemente por no encontrar sustento, por no tener más carne viva con la que saciar su hambre. La población más cercana quedaba demasiado lejos como para aventurar que fueran capaces de encontrarla. Se preguntó cuánto durarían los efectos de esa… lo que fuese que había despertado el sacerdote vudú.
Cuando la pequeña embarcación llegó al Esperanza los marineros les alcanzaron la escala y les ayudaron a subir a bordo. John Henry se preciaba de ser un corsario tan vil como precavido, y solía mostrarse generoso a la hora de dejar en la nave un buen número de hombres encargados de cuidar que la embarcación y todo su contenido siguieran allí cuando el grueso de la expedición regresara tras desembarcar en alguna población para practicar el sano arte del saqueo. Acomodaron a Tate y a los dos jesuitas en uno de los salones y dejaron el cofre con las reliquias en la bodega, también les dieron de beber y de comer y curaron la herida del chico. El miedo y el sufrimiento traspasaban los rostros de los tres rescatados, de manera que sin más preguntas los marineros levaron el ancla y emprendieron la marcha. A España, pidió el sacerdote y Tate, nombrado segundo de a bordo por el propio John Henry antes de morir, o de no morir, dio la orden.
Pero las semanas de regreso a Europa pasaban más despacio que las de ida. Eso, todo marinero que se plantease emprender la ruta atlántica hacia las Indias Occidentales lo sabía. Había que seleccionar bien la estación del año, además del itinerario correcto para aprovechar las corrientes submarinas y el empuje de los Alisios. Pero en aquel viaje sin previo aviso el Esperanza no había tenido en cuenta nada de eso. Aaron Tate le había propuesto a los jesuitas llevar las reliquias a Cuba, territorio español, pero el padre Guzmán había desoído todas sus sugerencias. Quería llevar ese cofre a España por encima de toda razón y de las peores inclemencias del tiempo.
Las tentativas de la tripulación por averiguar qué les había pasado a sus compañeros habían sido vetadas casi desde el principio por el propio Titch, ahora segundo del joven capitán Tate. El recio marinero tampoco ocultaba su angustia y su necesidad de conocer lo sucedido en la isla, pero había aprendido a vivir temeroso de los secretos que los demás no quieren contar y no iba a ser él quien rompiera su silencio. Por otra parte, fuera lo que fuese lo que Aaron y los dos frailes habían vivido en La Española, sus caras no le animaban a preguntar. Se dirigía a su nuevo capitán con respeto, temeroso por la maldición que parecía estarlo devorando. Porque a pesar de todos los cuidados y atenciones que recibía la herida del joven no había jornada de viaje en la que Tate no perdiera una buena cantidad de sangre.
El que sí mejoraba era el brazo del padre Guzmán, pero no fue hasta la segunda noche de travesía cuando consiguió conciliar el sueño. Las imágenes de los muertos resucitados, de los cuerpos decrépitos abandonando sus tumbas para volver a ca minar sobre la tierra, evocaban todos los terribles pensamientos que le habían enseñado a temer en el seminario. No dejaba pasar muchas horas sin bajar a la bodega para comprobar que el cofre seguía en su sitio y que nadie se había atrevido a abrirlo. El padre Felipe no se separaba de su lado. Agotado, casi exhausto, a su edad no le iba a ser fácil recuperarse del espanto, estaba seguro de haber visto el infierno abrirse, la llegada del Juicio Final anunciado en las escrituras, y se negaba a salir del camarote si no era en compañía de su hermano ordenado. Una mañana, cuando el anciano aún dormía, Guzmán subió a la cubierta para buscar a Aaron Tate, le encontró asomado a la borda con el semblante descolorido.
—¿Cómo vas, hijo? —le preguntó. A pesar de las vendas que le cambiaban cada pocas horas, la gruesa camisa de Tate aparecía siempre ensangrentada. No habían dado con la manera de detener la hemorragia. Hacía días que el chico tosía y sudaba abundantemente, se negaba a comer, y en alguna ocasión había vomitado su propia sangre.
—Buenos días, padre —respondió. La brisa del alba despejaba un ápice su debilidad, pero se mostraba cada día un poco más apagado, más enfermo—. Lo cierto es que no sé si llegaré a ver el continente.
—No digas eso, Aaron. En Sevilla podrán tratarte.
—Sevilla está lejos, padre —murmuró el joven, perdiendo la mirada más allá del horizonte—. Está muy lejos, y yo demasiado cansado.
Un acceso de tos hizo que el chico cayera doblado sobre la barandilla. El padre Guzmán se acercó a socorrerle y su túnica acabó salpicada de rojo.
—¡Titch! ¡Venga aquí!
Los dos hombres sujetaron al muchacho y lo tendieron en el camastro del capitán. Le dieron la vuelta y el pirata ayudó al monje a despegarle la camisa y los vendajes de la piel de la espalda. Al descubrir la herida se miraron, el grueso trazo granate de carne rota que cruzaba el espinazo del chico se había convertido en un amasijo palpitante de pústulas febriles. La infección resultaba incontenible y en alta mar no disponían de los medios para curarle.
—¿A qué distancia estamos de tocar tierra? —preguntó el cura.
—A mucha, padre —musitó Titch, apenas sin voz—. El archipiélago más cercano…
El jesuita bajó la mirada y colocó un paño húmedo sobre la herida del joven capitán. El chico gimió y se estremeció apretando los dientes. El viejo bucanero puso su mano sobre la del sacerdote.
—¿Padre?
Guzmán le clavó una mirada.
—Ayúdeme a bajarlo.
Levantaron el cuerpo de Tate, que rompió a toser entre quejidos de dolor, y lo llevaron a la bodega, donde prepararon un camastro con sacos y jergones para tenderle y desnudarlo. Lavaron su espalda con agua de mar mientras tres piratas sujetaban sus brazos y piernas, y volvieron a coser la herida con la única aguja, retorcida y mugrienta, de la que disponían en el barco. Muchas otras pieles rotas se habían suturado con ella. Después le administraron medio vaso de ron y lo dejaron dormir cubierto con mantas. Dieron la orden a los demás de no bajar a visitarle. Antes de retirarse, el jesuita sintió el peso de la mano del capitán sobre la suya.
—¿Cómo es? —le preguntó el muchacho con un hilo de voz.
—¿El qué?
—España.
El religioso tragó saliva.
—Es… Ya lo verás.
El joven Tate se durmió en el improvisado catre, su respiración, aunque lenta, animaba a Guzmán a pensar que lo vería mejor cuando hubiera descansado unas horas. Frente a él, la sórdida caja mortuoria seguía rezumando su extraña sustancia verdosa como un halo de humo pestilente.
Antes que los gritos, les alertaron los gruñidos. Llegaron antes incluso que el crujir de la madera y el portazo, porque los quejidos desde la bodega eran tan intensos que resonaban por todo el navío. Los hombres de guardia se acercaron a la puerta y los que dormían no tardaron en despertar y asomarse a ver qué sucedía. La madrugada caía sobre el Esperanza, con su manto de estrellas y el mar en calma, y de la oscuridad al final de la escalera surgían bufidos y golpes como si en el interior de la despensa estuviera teniendo lugar una contienda.
El incauto que se atrevió a abrir la puerta fue Jake Spall, pirata tan impetuoso como estúpido. Unas manos calludas y blanquecinas agarraron su cabeza y se lo llevaron consigo hacia la penumbra. Justo después, Aaron Tate, o algo que había tenido la forma de Tate en vida, terminó de subir a cubierta con pedazos del cadáver de Spall entre los dientes.
Decir que cundió la alarma entre la tripulación del Esperanza sería quedarse corto, porque de la sorpresa se pasó al pánico en un segundo. La histeria se desató cuando el cuerpo sin vida de Jake se unió al de Tate para perseguir al resto. Los somnolientos piratas desenvainaron sus sables y corrieron a buscar sus pistolas, pero por más que acuchillaban y disparaban a los dos engendros estos seguían buscándolos con los dedos rígidos por delante, las mandíbulas batientes y un turbio vacío en la mirada. Nunca desfallecían. Uno de los marineros ensartó a Spall con su espada, le atravesó el estómago hasta la empuñadura, y, aún así, el recién resucitado lo levantó en vilo y engulló una porción de su clavícula como si no pesara. Tate arrancó la pierna de uno de sus compañeros y lanzó lo demás lejos de sí. La cabeza del pirata crujió al estrellarse contra uno de los cañones. Sin embargo, se incorporó sólo unos segundos después, con los ojos hundidos y la sangre tiñendo su cara, olfateando el aire en busca de carne mientras gateaba por la cubierta.
Observando la escena desde el castillo de proa, el padre Guzmán abrazó a su anciano compañero Felipe, Sebastián Titch acudió junto a ellos con su pistola en la mano y una terrible expresión de asombro.
—¿Qué demonios ocurre, fraile? —chilló por encima de la marabunta.
Tate y sus revividos aniquilaban uno tras otro a bucaneros armados con plomo y acero que tras fallecer volvían a levantarse. El Esperanza se había convertido en un campo de batalla entre piratas y cadáveres andantes.
—Demonios, Titch, usted lo ha dicho —respondió el jesuita—. ¡Demonios!
El caos se había apoderado de la nave. Los aguerridos marineros buscaban la manera de huir de aquella ratonera, lanzaban mandobles con la efectividad de un soplo de aire, disparaban contra cuerpos que recibían sus balas como si no hicieran daño. Por el contrario, las deleznables criaturas les sujetaban, les clavaban los dientes y les mascaban como si no hubieran probado bocado en semanas. Aunque los sablazos desgarrasen su piel y cortasen su carne, no conseguían más que aturdirles, jamás detenerlos. La cubierta se llenó de pedazos, de tendones, de músculos palpitantes, y, de alguna manera, cada pirata que caía sin vida tardaba instantes en volver a ponerse en pie tambaleante.
—¡Es una maldición! —exclamó Titch—. Salgan de aquí, padres. Arriaremos un bote.
El bucanero y los dos jesuitas cruzaron la cubierta del Esperanza esquivando las dentelladas de los no muertos y las acometidas agónicas de los piratas. Titch cedió a Guzmán su pistola y empezó a denudar el cabo que descendía uno de los botes, hasta que más manos de las que los frailes pudieron contar lo arrancaron de la baranda y sus propietarios se dieron un banquete con el cuerpo descuartizado del segundo oficial.
—¡Corra, Felipe! —chilló el padre Guzmán tirando de su compañero—. ¡A la bodega!
—¿Abajo? —preguntó el anciano, agotado.
—Nos encerraremos allí, protegeremos las reliquias.
Los dos sacerdotes tuvieron que volver a pasar entre la maraña de manos putrefactas. Cada vez quedaban menos hombres vivos, cada vez había más cadáveres de vuelta. Se toparon con la espalda descarnada de Aaron Tate y después con sus ojos ausentes y sus fauces ensangrentadas pero fue otro de los supervivientes el que llamó la atención del capitán y acabó convertido en un guiñapo sanguinolento. Los curas alcanzaron la entrada de la despensa cuando un grupo de criaturas corría hacia ellos. La oscuridad de la bodega parecía el único refugio.
—¡Baje, padre!
Los estrechos escalones resbalaban, manchados por alguna sustancia grumosa y reblandecida. El padre Felipe descendió a trompicones y se agazapó en un rincón al fondo, con las manos en los oídos para no escuchar el barullo agónico de los resucitados. Se limitaba a murmurar un rezo y encomendar su alma a Dios de todas las maneras que le habían enseñado.
—Aguante, Felipe… —el padre Guzmán se las ingeniaba en la entrada para atrancar una puerta diseñada para abrirse desde fuera. Encontró un grupo de sogas, un cubo y una serie de botellas de ron bajo la escalera. Estrelló una de ellas a los pies de la masa deforme de cuerpos que comandaba Aaron Tate y abrió fuego contra el charco de alcohol con la pistola de Sebastián Titch. La llamarada duraría poco pero obligaría a las criaturas a detenerse por un momento, segundos que aprovechó para cerrar el portón y afianzarlo por dentro utilizando las sogas. No tenía ni idea de nudos, pero empezaba a saber de supervivencia. Observó el lío de cabos que había formado entre la puerta, la barandilla y la pared y se persignó rogando porque fuera suficiente. Después descendió la escalera y buscó en la oscuridad al padre Felipe.
La bodega del Esperanza apestaba a una amalgama de orín, sudor y carne pasada de fecha. Se mezclaba con ese aroma el alcohol, dulzón y cargante, y un nuevo olor picajoso, incómodo, que nacía del cofre dominicano. Una líquida luz azul se filtraba por la claraboya enrejada del techo, de donde procedían los lamentos y los murmullos lánguidos de los medio hombres que les esperaban arriba. Al principio los golpes en la puerta y los forcejeos habían sido constantes, pero con el paso de las horas los resucitados fueron cediendo en su ansia y cuando cayó la noche ya sólo se limitaban a pasear por cubierta quizá buscando otras opciones, quizá esperando pacientes a que la puerta que les separaba de Guzmán y Felipe se abriera por sí sola.
El aspecto del anciano fraile no era el mejor posible. Ojeroso y pálido como si llevara horas muerto, alarmó al padre Guzmán y le puso sobre aviso: si no le conseguía agua y comida en buen estado el viejo iba a morir. Por desgracia, sin patrón y a la deriva, el Esperanza podía tardar semanas en tocar tierra firme. La única alternativa del sacerdote era ser encontrado, o su propia vida también correría peligro. En el suelo frente a ellos la caja de las reliquias supuraba aquel débil hálito verduzco que el ritual haitiano había despertado, y, tras ella, engarzadas en la pared, pendían dos gruesas cadenas acabadas en grilletes. Guzmán llevó hasta allí al padre Felipe.
—Tranquilo, hermano mío —le susurró mientras le encadenaba—. Pronto saldremos de esta bodega.
El anciano no contestó, sus rodillas flaquearon, sus piernas perdieron la fuerza y se dejó caer sentado en el suelo. Sus brazos, escuálidos alambres de hueso y pellejo, colgaban de los grilletes como un vulgar condenado a muerte. Guzmán se sentó a su lado y trató de respirar despacio, de relajarse. Intentó ignorar los gruñidos guturales que le llegaban desde cubierta. Necesitaba descansar, recuperarse, idear el modo de luchar contra la inanición antes de desfallecer y volver a despertar como uno de ellos.