Le daba lástima terminar un libro. Siempre le quedaba ese regusto amargo cuando cerraba la contraportada, como si dejase en el aire una relación íntima, casi familiar, con unos lugares y unos personajes en los que había estado sumergido durante toda una semana. Nunca tardaba más de esos siete días de rigor en leer una novela.
La primera vez que había experimentado ese vacío al despedirse de un libro había sido con La Isla del Tesoro, siendo todavía un crío, y desde entonces se había convertido en un fanático de las novelas de aventuras y, en especial, de las de piratas, de las que había leído más de un centenar. Estas habían dado paso a todas las que tuvieran al océano como elemento referido o personaje central, las de corsarios, las de naufragios, las de expedicionarios o las de conquistadores, pero siempre a bordo de un barco y atravesando el ancho mar.
Eso le unía en cierto modo a su hermano, aunque no le gustase pensar en ello. Con la diferencia de que él, José, se dedicaba a la teoría y su hermano, Tony, se arriesgaba mucho más con la práctica. Hacía años que no veía a ese bribón. Qué habría sido de él.
Aquella madrugada de octubre José Ventura cerró por fin y se despidió con pesar del Capitán Ahab, de Ismael y de su terrible ballena, justo cuando el reloj despertador indicaba las cuatro y media. Con suerte, aún podría descansar tres horas antes de tener que levantarse y regresar a la Universidad para pasear su cadáver entre la multitud de alumnos alborotadores y los demás profesores que, espantados por su aspecto, no dejarían de murmurar por los pasillos. La rutina. Estaba cansado de las advertencias del Decano en cuanto a cuidar su imagen y respetar los horarios. Si aquel viejo y estirado gruñón quería echarle, que lo hiciera, pero él no tenía la más mínima gana ni de cambiar, ni de siquiera pensar en ello.
Hacía ya muchos años que Daniela y el bebé habían muerto. Casi una década que a José se le había pasado como si fueran diez días. Ella no le hubiera permitido abandonarse de aquel modo, pero si en alguna de esas mañanas de irritante melancolía Ventura hubiera cogido un peine o una maquinilla de afeitar el recuerdo latente de Daniela y el niño hubiera azotado su mente de un modo casi irreparable. Sólo había sabido vivir para ella, y, sin su aliento y sus manos, José se encontraba perdido. Lo peor era no haber podido superar aún aquel accidente, la imagen del pequeño atrapado entre los hierros del Wolkswagen, la de su mujer desangrándose entre gritos que repetían su nombre. Tampoco había vuelto a beber, y no porque su cuerpo no se lo pidiera, especialmente en las tardes de viento y lluvia que inevitablemente le devolvían a quince años atrás, sino por no traicionar el recuerdo de Daniela. La mitad de las noches no dormía, empapado en sudor con aroma de aceite y humo, sabor de hierros deformados, y un barullo de gritos y sirenas enloquecidas. En esas ocasiones la voz de la culpa repicaba en sus oídos. Gritos y voces de las que jamás se desharía.
La alarma del despertador bramó implacable y casi le pareció no haber dormido. Ventura surgió de entre las sábanas y calzó su cuerpo flaco y simple en los mismos pantalones y la misma camisa del día anterior. Un café al vuelo, un cepillo de dientes desgastado y un remojón en la cara y después el ascensor le acercaba a la calle, a tres minutos de la parada de autobús que le llevaría a la Facultad. Otra de las cosas que se había jurado era no volver a conducir un coche.
Aunque hiciese calor, y en aquella ciudad isleña era lo habitual, nunca se deshacía de una gabardina gris que le acompañaba desde tiempos inmemoriales, era ya una veterana. Y mientras esperaba a su transporte se sentó en el banco de la parada para limpiarse las gafas con un pañuelo de tela que en su momento debió de ser blanco. A los ojos de los demás, José Ventura no podía dejar de pasar por un desastrado sin beneficio, alguien que se encogiera sobre sí mismo para esconderse del resto del universo. Un universo que le resultaba tan lejano y extraño como si nunca hubiera pertenecido a él.
Tal vez nunca había pertenecido a él.
No le era ajeno que los estudiantes se burlaban de su anómalo profesor, hacía mucho que habían dejado de hacerlo a escondidas, ni que sus propios compañeros docentes no valoraban su trabajo ni aprobaban su actitud. Tampoco ignoraba que el Decano se había convertido en su sombra, que sólo esperaba que le brindara la excusa para abrirle un fulgurante expediente y con poco trámite más apartárselo de delante para siempre. Esa era su vida y no podía hacer nada por cambiarlo. Bajó del autobús y se dirigió hacia el edificio universitario, sin embargo, antes de subir los tres tramos de escalera dio media vuelta sobre sus pasos y entró en la cafetería.
—Un zumo.
—¿De qué? —repuso el camarero. Su aspecto no resultaba mucho mejor que el de Ventura, esa camisa azul podía no haberse remojado nunca.
—Me da lo mismo.
—¿No prefiere un café?
—No, ya he tomado antes uno.
—Tiene cara de necesitar otro, profesor.
José ni siquiera levantó la mirada del mostrador metálico en el que las gotas de agua formaban un círculo donde antes había estado apoyada una lata. Sujetaba la cartera con su mano derecha y se disponía a pagar con la izquierda, antes de sentarse en su mesa de siempre y apurar los últimos minutos antes de entrar en clase.
—No, gracias. Sólo tomo uno al día. Si no, no duermo.
El camarero le sirvió su zumo y se abstuvo de más preguntas. El profesor Ventura tenía pinta de haber tomado todos sus cafés por adelantado, de tener tantas horas de sueño atrasado como para pasar dormido el resto de sus días. Le observó mientras se alejaba y hasta que se dejó caer en una de las sillas del lado opuesto del local, casi aislado del resto. El metal re chinó como un chillido al arrastrarse por el suelo y el profesor comenzó a juguetear con el vaso, más ausente que pensativo. Desde la barra le hizo un gesto con la mano pero él no pareció darse por enterado. El Decano entraba en la cafetería.
—¡Ventura! —exclamó, buscándole entre las mesas. Cuando dio con él casi le arrancó de la silla—. ¿Qué demonios hace usted aquí? ¿Acaso no tiene clase?
Sin mediar respuesta el aludido se limitó a recoger sus bártulos, apurar su zumo y caminar hacia la salida.
—Escuche, Ventura. Voy a pasar un informe a la Consejería, no puedo demorarlo más. ¡Esto es ya inadmisible! Usted tiene unas responsabilidades como catedrático ¡y las está incumpliendo todas!
Ventura no sé dejó amilanar, tenía muy claro que le quedaba un suspiro como docente. Hacía semanas que olvidaba, al llegar, firmar en el libro de registro de secretaría; tampoco había acudido a las reuniones del departamento ni cumplía con las tutorías; no se acordaba de la última vez que había sido puntual y no tenía el más mínimo crédito entre la comunidad universitaria. Mientras atravesaba el patio, ya abarrotado de estudiantes, dedujo que sus días como profesor de Historia Moderna estaban contados.
El Decano le dejó a las puertas de su clase y se marchó por el pasillo refunfuñando y mejorándose el nudo de la corbata. Estaba harto de aquel desecho de hombre y esta vez no le temblaría el pulso a la hora de redactar el informe que diera con sus huesos en la cola del paro. Sin embargo, no dobló la esquina al final del corredor hasta que tuvo la certeza de que Ventura había entrado efectivamente en el aula.
—¿Por dónde lo dejamos ayer… el viernes? —el profesor se sentó detrás del escritorio y dejó sobre él su pesada carpeta cubierta de polvo, la abrió mientras se colocaba las gafas con algo más parecido a un tic nervioso que a una verdadera necesidad óptica. Cerca de cuarenta alumnos le observaban como si hubieran visto llegar un alien, acusada desorientación, calor y nervios, muchos nervios. No, ya no se sentía preparado para ese tipo de trabajo—. ¡Ah! Los viajes de Colón y la explotación de las Indias Orientales. Estupendo.
Esa era la única gran pasión de Ventura. La historia colombina. Si hubiera podido elegir, hubiera deseado ser uno de los grumetes del Almirante en sus viajes a las Indias. Descubrir, explorar, embarcarse en la aventura, aunque suponía que no hubiera durado demasiado con vida en semejante empeño. Esa era más bien la herencia genética que le había tocado a Tony, no la suya. La de José había sido acercarse a esas hazañas a través de los libros de texto y las horas de estudio. A su manera, había estado más cerca de los descubridores y los lobos de mar que su hermano, y además evitando las fiebres, tuberculosis y pestes de cualquier tipo.
Por otro lado, el mayor de los Ventura odiaba el agua.
La Casa de Colón, el Museo Canario, los archivos de la Casa de Contratación de Sevilla y hasta el Real Museo Nacional de Historia habían disfrutado de sus servicios, había impartido conferencias y guiado investigaciones a ambos lados del Atlántico y ahora estaba a punto de perder un sencillo trabajo como acomodado profesor. Maldito accidente, en más de un sentido. Todo había cambiado tras la muerte de Daniela y el crío. Al terminar la clase, mientras los alumnos recogían, el Decano le llamó desde la puerta.
—Ventura, venga aquí.
Acompañó a su superior más allá del pasillo y subieron un par de tramos de escaleras. Una vez en su despacho el Decano le entregó un sobre lacrado de color crema.
—Ha llegado esto para usted.
José Ventura abrió la carta sin detenerse a leer el nombre del remitente. El mensaje era corto, casi telegráfico, adornado en la parte superior derecha por el membrete de la Autoridad Portuaria y en el izquierdo por el sello de la firma aseguradora de los yates de recreo que atracan en el muelle deportivo. En pocas palabras, y en menos líneas, informaban al profesor de la muerte de su hermano en accidente marítimo, tras sufrir un incendio a bordo que no dejó supervivientes. Lo lamentaban mucho y le acompañaban en el sentimiento.
—¿Y por qué me llega esto aquí? ¿Por qué no a mi casa? —musitó el profesor sin terminar de decidirse por cuánta credibilidad darle a la carta. Se la mostró al Decano para que este también la leyera.
—No lo sé —le contestó este—. Tal vez fuera la dirección que su hermano diera a la aseguradora. Eso mismo he preguntado yo al mensajero.
Ventura guardó la carta en su portafolio con gesto de autómata, despacio, como si aún no alcanzara a entender todo lo que significaba aquel mensaje.
—Claro.
El Decano había cambiado su gesto, ya no era el vehemente arrebato de cada mañana lo que desahogaba contra el profesor, sino que parecía esforzarse por tragar un nudo que tuviera atascado en la garganta.
—Escúcheme, José. Debo advertirle que ya se ha enviado un informe a la Consejería vía e-mail. No tardarán en leerlo, si no lo han hecho ya, y enviarán un inspector. Tómese unas vacaciones, pida una baja, yo mismo se la certificaré, y regrese cuando esté por lo menos aseado.
Ventura asintió sin apreciar el comentario. Abandonó el despacho y poco después hacía cola para subir al bus de regreso a casa. Sí, un descanso. No sabía de qué, si de las clases o de su propia vida. Necesitaba pensar y colocar esta pieza nueva en un lugar en el que encajase.
Su apartamento ocupaba una diminuta porción de la undécima planta de un antiguo edificio pegado al viejo estadio de fútbol. Esa altura perfecta en la que, tiempo atrás, los días de partido no había manera de pegar ojo. Nunca le había gustado el fútbol y mucho menos su bullicio, de manera que para él había sido una grata noticia que el equipo local decidiera trasladarse a un estadio mayor en la zona alta de la ciudad. Ahora, si se asomaba al balcón, sólo veía a sus pies una ruina de cemento y malas hierbas.
Vivía en un estudio pequeño para una pareja pero suficiente para quien vive sólo y no tiene intención de dejar de hacerlo. Era oscuro y claustrofóbico, y tenía una distribución extraña, como diseñado con trampa. El salón era un habitáculo antigeométrico, con escalones enmoquetados que hacían las veces de sillones, pero el balcón bordeaba todo el lateral del edificio, obviamente diseñado para disfrutar de las vistas cenitales de la ciudad.
El bocadillo del almuerzo le supo igual que el de la cena posterior, y entre medias tuvo que dejar a un lado las páginas del recién comenzado Capitán de Mar y de Guerra para hacer un hueco a su hermano y analizar lo sucedido. No conocía demasiado de Tony y hacía muchos años que ni lo veía ni hablaba con él, pero sabía que al igual que el capitán Aubrey y el doctor Maturin su hermano era un marinero consumado. Que se dedicaba al comercio no siempre legal y a la caza de tesoros más o menos perdidos no era ningún secreto, como tampoco que había pasado dos tercios de su vida en alta mar como patrón de todo tipo de embarcaciones de las que no se hundían con un inesperado incendio. Nada de lo que ponía en la nota lacrada encajaba ni tenía sentido.
Pasadas las diez de la noche bajó al bar de Tere, El Pistón, cargado con su libro y muy pocas ganas de pensar en más accidentes familiares. Tomó dos copas de vino y dejó a Aubrey embarcado y con rumbo a Galápagos. Al regresar a casa la luz del chivato del contestador parpadeaba en rojo. Cuando José Ventura cruzó el salón y se dirigió al teléfono se dio cuenta de que estaba a punto de escuchar su primer y único mensaje desde hacía casi diez años.