—Tenemos que subir a ese helicóptero cuanto antes —exclamó José Ventura dando un golpe sobre la mesilla. Parte de las hojas del manuscrito de John Henry habían acabado esparcidas por el suelo con el ajetreo de las últimas horas.

Habían vaciado la caja plateada de El Francés y conseguido munición para su pistola. Sumando la pistola de Edgar y algunas balas que quedaban para el rifle de Ventura, era todo cuanto tenían.

—No deja de llover, y no debería volar de noche —explicó Eugene desde una de las sillas de la mesa comedor. Flavio le observaba sentado en un rincón en el suelo, tenía a Rebeca echada sobre su pecho, asustada, aterida de frío a pesar del calor dentro del apartamento—. No es una noche normal, es demasiado… oscura.

—Y a dónde vamos —intervino Jaime, apretaba entre las suyas la mano helada de Jaira, todavía impresionada por lo que había vivido en la azotea—. Cómo saber dónde estaremos a salvo.

Eugene dirigió su mirada hacia Flavio en busca de una opinión, sin embargo aquel solamente le observaba, se negaba a decir nada. Buscaba en sus ojos algo que el viejo jardinero no le podía confesar.

—La isla entera estará infestada a esta hora —continuó el profesor, en cambio—. Las criaturas son lentas pero se extienden de un modo implacable de una muerte a otra. Cualquiera que haya fallecido en las últimas horas en este pedazo de tierra puede haberse levantado de nuevo igual que ellas.

—Y habrá extendido su maldición asesinando a otros —añadió el brasileño.

—Pongamos agua de por medio —apuntó Rebeca con voz queda—. Hasta donde sabemos los muertos vivientes no son capaces de nadar, yo misma lo vi en la playa.

Eugene y José cruzaron las miradas, podría tener sentido.

—¿Hasta dónde podríamos llegar —preguntó Jaime—, fuera de esta isla?

El brasileño se giró hacia él. La mirada de Flavio le estaba incomodando.

—Con la cantidad de combustible que marca el indicador, con suerte ciento cincuenta kilómetros. Probablemente pudiéramos llegar a Tenerife.

Se hizo el silencio y los supervivientes se miraron entre ellos.

—¿Y si Tenerife está igual? —interrumpió Flavio. Era la primera vez que hablaba desde que volviera de la azotea. La explicación de Eugene le había resultado tan falsa como todo lo que había contado sobre su pasado. El anciano negó con la cabeza.

—¿Y qué opina usted, detective?

Flavio no se inmutó. Rebeca le observaba desde abajo y él sin darse cuenta tomó su mano.

—Opino que no confío en usted.

—Le repito que fue un accidente, su amigo me atacó, iba a agredirme y me defendí.

—«Iba a agredirle» no es lo mismo que «me agredió», y usted le pegó un tiro.

El brasileño tragó aire y orgullo, las miradas de todos se fijaban en él. Tampoco esperaba otra cosa.

—Usted sabe, como todos, que yo no le gustaba —añadió—. Decida creerme o no, pero decida rápido. Tengo que pilotar un helicóptero.

—Tiene razón, debo decidir. Y decido que no quiero subirme a un helicóptero tripulado por usted.

El policía se acercó a los labios los dedos de Rebeca, la encontró temblorosa. Eugene le observó un instante y después encogió los hombros.

—Eso ya depende de usted —dijo—. No creo que otro de nosotros pueda llevarlo.

El policía acarició el cabello de la periodista y después fijó la mirada más allá de la ventana. Tronaba, algún relámpago iluminó los tejados de la ciudad y le hizo pensar en sus hijas, con ayuda de Dios ya aterrizadas en Italia. Se preguntó cuán lejos habría llegado la bruma infecta que abriera las entrañas de este mundo.

—Tiene razón, Eugene, es el único que puede pilotar ese helicóptero. Iré con usted, todos lo haremos, y pilote con precaución, con pasión y disfrute el viaje, porque en cuanto aterrice en Tenerife le meteré una bala entre las pestañas.

El brasileño empezó a accionar los mandos oportunos y la hélice del helicóptero se puso en marcha una vez sus cuatro pasajeros tomaron asiento en la parte trasera. No tardaría en amanecer, sin embargo el cielo bajo las grandes nubes apenas había cambiado de color en toda la noche. Eugene confiaba en poderlas sobrevolar y dejarlas atrás de camino a Tenerife.

Mientras el vehículo despegaba Jaime apretó la mano de Jaira, no la había soltado prácticamente desde que la chica le sacara del callejón de la morgue.

—Oye, gracias —le dijo, ella se giró y puso los dedos de él en su cara para que percibiera su sonrisa. Le encantaba sentir el tacto tímido y a la vez entregado del chico.

—¿Gracias por qué? —le preguntó.

—Por salvarme —él sonrió también, avergonzado. Notaba el rubor subir a sus mejillas. Para empeorarlo ella se echó a reír.

—Vamos, hombre. No te salvé de nada. Ventura fue el que pegó los tiros y espantó a los zombis.

—No hablo de los zombis.

Jaira se quedó con la boca entre abierta descifrando sus palabras. Él amplió su sonrisa, por fin. Sin duda el alivio de alejarse de la pesadilla había obrado el milagro. Jaime deslizó su mano por la mejilla de ella, acarició su oreja y caracoleó con su pelo entre los dedos. El helicóptero alcanzó altura y la chica cedió al impulso de acercarse y juntar sus labios. Si ella le había salvado, de una manera que no comprendía él la había rescatado a ella también.

Frente a ellos Rebeca soltó una risilla y miró de reojo a Flavio Correa. El policía oteaba las nubes, buscaba el resquicio por el que el helicóptero pudiera penetrarlas y salir al otro lado, salir a un día radiante y bello, a un amanecer sin bruma, sin tormenta ácida, y sin seres regresados de sus tumbas. Pero ese resquicio no llegaba.

—¿Podremos volar por encima de las nubes? —preguntó a su improvisado piloto. Eugene no miró hacia atrás pero le escuchaba.

—Lo cierto es que lo dudo mucho. Sigo el rumbo casi a ciegas, guiado por la brújula. No tendrán algún lugar predilecto de la isla de Tenerife al que quieran dirigirse, porque me temo que llegaremos a cualquier parte.

—¿Las nubes son demasiado altas?

—No, si fuera así el viento las disolvería antes o después y, sin embargo, vean que ni las mueve. El problema no es que sean altas, sino que no termina la maldita nube.

—¿Cómo puede ser eso? —le preguntó Rebeca.

—No es una nube normal, es, digamos, compacta y densa como una esponja de lana.

En el asiento del copiloto, José Ventura apretaba la culata del rifle entre sus manos como si su contacto le tranquilizara. Palpó la munición que le quedaba en el bolsillo de su gabardina y sintió el sudor humedeciendo su palma.

—¿Y cómo sabe que vamos en la dirección correcta? —preguntó.

—Orientación norte-oeste. Eso es todo cuanto puedo decirles.

En todas direcciones la negrura más espesa envolvía la aeronave. De cuando en cuando un relámpago iluminaba un cielo de algodón gris como una cicatriz de luz en un tapiz de tinta china, uno de ellos hizo zozobrar el pulso de Eugene y Rebeca apretó el brazo de Flavio. Se asomó a la ventana. Ni arriba ni abajo veía más que noche pasada por agua.

—No nos pasaremos de largo… —murmuró.

—Espero que no, señorita —respondió el anciano—. Confío en que más pronto que tarde saldremos de la tormenta.

Seguían subiendo, y cuanto más se elevaban más sacudía el viento el enclenque aparato. Los pasajeros necesitaban asirse de los soportes anclados en las puertas y el techo, mientras Eugene luchaba por controlar el timón que quería escapársele de las manos.

—¿Puede elevarse más? —chilló Flavio por encima del fragor de lluvia y truenos.

—¡Lo intento!

La fuerza de la tormenta les empujaba hacia atrás como si de un segundo al siguiente fuera a doblar por la mitad sus aspas igual que tiras de aluminio. El helicóptero era un juguete ridículo en manos de la tempestad, el brasileño tiraba a ciegas de la palanca hacia arriba, ¡más arriba!, soportando el temblor que le hacía doler los músculos.

—¡Agárrense!

El ágil Eurocopter trazó un giró extraño e impulsado por el viento salió despedido hacia delante, escupido más allá de la maraña de nubes hacia un cielo celeste gobernado por el sol radiante. La cabina estalló con gritos de júbilo y muestras de alegría. Flavio estrechó la mano de Jaime con un gesto de euforia, después el muchacho se abrazó a Jaira y Rebeca reclamó al policía para fundirse con él en un beso largo y deseado. José Ventura dejó escapar un suspiro de alivio, mientras a su lado Eugene apuntó con su dedo hacia delante.

—Miren ahí —dijo con una amplia sonrisa.

Por encima de la masa oscura que parecía bullir bajo ellos asomaba la cumbre puntiaguda del pico más alto posible.

—¡Es el Teide! —exclamó el profesor— ¡Estamos llegando!

El acercamiento a la isla vecina resultó mucho más sencillo por encima de las nubes, incluso hacía calor y Jaira se asomó a la ventana para recibir esos rayos de sol que tanto había extrañado. Una bruma otoñal envolvía los perfiles de Tenerife, teñía sus paisajes de un verde aceitoso como un filtro de luz fantasmal.

—Empiezo a bajar. No se suelten.

Eugene inclinó la nariz del helicóptero y acometió el descenso de la aeronave, los últimos jirones de nube quedaron atrás y la circunferencia tostada de una playa de arena negra se dibujó ante ellos recortando el marino del océano. Se acercaron. La cala, preciosa y perfecta, se enmarcaba al pie de un acantilado de roca y la custodiaba una corona de arbustos de un pálido color cetrino. Al rumor de las hélices la cima del promontorio comenzó a llenarse de curiosos, de hombres y mujeres, de niños, y los supervivientes sonrieron. Se movían de un modo extraño, no obstante. Desde más cerca comprobaron que se trataba de cadáveres revividos cuyos cuerpos decrépitos y lacerados se caían a pedazos. Los muertos vivientes elevaron sus manos hacia ellos.

—¡No puede ser! —gritó Jaira. La aeronave zozobró ante la duda de Eugene y les hizo tambalearse.

Rebeca emitió un alarido y buscó dónde agarrarse, presa de un ataque de pánico. Jaime apretaba los dientes, sus dedos se clavaban en el almohadón de su asiento.

—¡Qué hacemos! —chilló— ¿Tenemos combustible para volver? ¿Para ir a otra parte?

Eugene había perdido el habla, veía a esas deformidades correr, precipitarse por el risco para volver a levantarse una vez estrellados contra la arena. Intentaba mantener el helicóptero en el aire mientras la playa se inundaba de criaturas hambrientas como las que acaban de dejar atrás en la isla vecina.

—No, desde luego que no —contestó—. Tenemos que posarnos o caeremos igualmente.

Jaira se llevó las manos a la cara.

—No puede ser cierto —repitió.

Eugene se giró hacia el policía.

—¿Va a dispararme ahora?

Flavio Correa no se había apartado de la ventanilla. Apretaba su pistola entre los dedos de la mano.

—Parece ser que vivirás un poco más, viejo.

El helicóptero y sus cinco ocupantes culminaron su descenso hasta la playa. Apenas se posaron en la arena fueron rodeados por medio centenar de criaturas, muchas más de las que habían calculado.

—¡Levántalo, Eugene! —chilló Flavio— ¡Levántalo de nuevo!

—¡No tenemos combustible para llegar a ningún lado!

—Eso me da igual ahora, ¡sólo sácanos de aquí!

El brasileño empezó a accionar las palancas y controles al tiempo que las alimañas se precipitaban contra el helicóptero. Las manos ansiosas y atolondradas se aferraban en torno a las palas de la aeronave haciendo inútiles los esfuerzos del jardinero por elevarse, y aumentando el terror en la cabina.

—¿Le queda munición, profesor? —preguntó el policía. Ventura asintió mostrándole el rifle.

—¡Poca!

—Pues si estaba esperando el momento oportuno para darle uso, ¡es este!

Flavio Correa descerrajó dos tiros contra sendas criaturas y el profesor Ventura hizo lo propio. Las alimañas se apartaron del helicóptero pero pronto volvieron a la carga. Los bandazos del Eurocopter no les ayudaban a afinar la puntería. Jaira expulsó de una patada a uno de los engendros que ya se colaba en el habitáculo trasero y le disparó en la cabeza con el arma que había sido de Edgar.

—¡Arriba, Eugene!

—¡No puedo!

El brasileño tiraba de la palanca pero el helicóptero apenas cabeceaba como un cachorro intentando salir del agua. Los revividos sujetaban las palas con una fuerza inusitada que lo retenía en la playa.

—¡Dispara, José!

Las armas retumbaron y el aire se llenó del olor de la pólvora. El rifle de Ventura crujió vacío y el profesor no encontró bala alguna ya en el bolsillo de su gabardina, a los demás no les quedaba tampoco demasiada munición, sin embargo habían caído las alimañas suficientes para que el Eurocopter consiguiera elevarse.

—¡Agárrense!

El helicóptero se separó una docena de metros del suelo, todavía lastrado por los monstruos deformes que se aferraban a sus palas. El peso era enorme pero la aeronave conseguía vencerlo aún con dificultades. Cuando parecía que iban a poder remontar el vuelo algunos de los engendros que trastabillaban por la playa alcanzaron a los que pendían del helicóptero y se agarraron a sus piernas, multiplicando la carga. Eugene era incapaz de estabilizarlo, en lugar de elevarse empezó a escorar hacia la izquierda demasiado deprisa. Las patadas en las manos y cabezas de los revividos resultaron estériles y los pasajeros rodaron en su interior a punto de caer por las aberturas.

—¡Eugene!

—¡No puedo controlarlo! ¡Sujétense!

El Eurocopter se alejó de la playa inclinándose de costado y acercándose peligrosamente a la pared del acantilado.

—¡Levántalo! —chilló Ventura.

—¡Imposible! ¡Pesan demasi…!

Las aspas rozaron la pared en mitad de un estallido de chispas y un estruendo de metal roto, la aeronave se precipitó contra la roca destrozando su fuselaje y perdiendo repentinamente su capacidad de vuelo. Deslizó por el acantilado en un zozobrar aterrador hasta estrellarse contra la arena de la playa.

El detective Correa abrió los ojos despacio, le dolía incluso pestañear. Sentía en el pecho una presión que no identificaba y estaba seguro de haberse quebrado el yeso del brazo herido. Antes no podía moverlo así. Tardó un segundo en empezar a escuchar los quejidos a su espalda y entonces recuperó la orientación y recordó dónde estaba. Era la voz de Rebeca la que oía, un llanto ahogado que se intercalaba con los jadeos de Ventura, que parecía esforzarse por realizar algún trabajo. De cuando en cuando escuchaba un estallido. Al abrir del todo los párpados encontró la panorámica inclinada de la playa infestada de seres decrépitos que se les acercaban. Intentó incorporarse y descubrió que el peso que le oprimía era el de la reportera, caída sobre él, y el de José luchando por tapar una hemorragia en el estómago de la mujer que no remitía.

—Rebeca… —murmuró.

—Está herida —anunció el profesor—. Será mejor que no la mueva.

—Los muertos…

—Jaira se está encargando de ellos. Es posible que ahí sí que necesitemos su ayuda.

En la parte de atrás, la joven aventurera se afanaba por mantener a raya a los muertos vivientes con la pistola que había sido de Edgar. Sabía que le quedaban pocas balas y tenía que afinar bien los disparos. No siempre resultaba posible. Jaime se acurrucaba detrás de ella con las manos cubriéndose las orejas. En su imperturbable oscuridad, estaba aterrado.

—No puedo moverme —murmuró Flavio, intentando zafarse del cuerpo de Rebeca sin hacerla daño. Con la mano sana tanteó el suelo del habitáculo—. Mi arma…

Un gruñido rotundo sonaba más cercano que el resto. Flavio miró por encima del hombro de Ventura y encontró a Eugene rígido y babeante, sujeto por los cinturones de seguridad del asiento del piloto. Le miraba fijamente con ojos aguados y un pedazo terrible del destrozado cristal delantero le atravesaba el pecho.

—Sí —dijo Ventura—. Se me olvidaba advertirle que tuviera cuidado con ese.

Los dedos de Flavio rozaron el metal de la pistola de Dupont, caída bajo el asiento, casi a la vez que las fauces de Eugene se abrían como las de un depredador y el brasileño se lanzaba contra él. El cinturón y el asta de cristal le retenían, el detective levantó el arma en un gesto mil veces practicado y abrió fuego sin detenerse a apuntar. El balazo ensordeció por unos segundos la oreja izquierda de Ventura, pero la cabeza de Eugene saltó en pedazos desparramando materia gris por la luna lateral del helicóptero.

—Tengo que levantarme —anunció el italiano—. Ayúdame a moverla.

El historiador sostuvo el cuerpo malherido de Rebeca mientras Correa salía de debajo de ella. El policía comprobó la cantidad de balas disponibles en el cargador y dedicó una mirada preocupada hacia Jaira. Ella se la devolvió negando con un gesto descorazonador. Flavio se acercó a Rebeca.

—Qué le ha…

Ventura levantó el faldón de la camiseta de la reportera, encharcada en sangre, y descubrió un pedazo de metal incrustado a pocos centímetros del ombligo de la joven.

—El golpe contra la pared…

Correa echó un vistazo al fuselaje destrozado en la pared junto a la que había estado sentada la reportera y frunció el ceño. Se acercó a ella y posó la mano sobre su frente, Rebeca medía cada aliento para no arder de dolor pero las lágrimas corrían por su mejilla dibujando surcos de color gris sobre la piel sucia de polvo y sangre.

—¿Debo sacarle el pedazo? —preguntó el profesor.

—Ahora mismo no tengo ni puñetera idea —respondió el policía.

—¡Agente!

El grito había sido de Jaira y le alertó de que los seres se acercaban. Flavio se dio la vuelta a tiempo para patear a un cadáver fofo que buscaba su espalda y que acabó rodando por la arena como un fardo de músculo reseco. Abrió fuego una vez, dos más, los cuerpos caían pero uno tras otro volvían a levantarse, su puntería dejaba mucho que desear a esas alturas. El detective escuchó el alarido de Rebeca y se giró lo justo para atisbar que Ventura le había arrancado el trozo de metal y cubría la herida con material encontrado en el botiquín de primeros auxilios de la aeronave.

—¿Podrá detener la hemorragia? —le preguntó por encima de la marabunta.

—¡En eso estamos!

El chasquido metálico, repetido como un tamborileo, estremeció la piel de la nuca de Correa. Jaira había terminado sus balas. La joven tiró el arma y se acercó al italiano ondeando una vara retorcida de metal que el accidente había desprendido del fuselaje del Eurocopter. Las criaturas seguían acercándose y Flavio apretaba el gatillo con la duda, cada vez más terrible, de si la siguiente bala iba a ser la última. La pared del acantilado protegía su espalda pero por delante la horda se acercaba sólo entorpecida por la dificultad de manejarse sobre la arena.

—¿Tiene algo pensado, agente? —le preguntó Jaira.

Correa masculló una maldición entre dientes.

—Si le digo rezar no va a tomarme en serio, ¿verdad, señorita? Jaira rio y sacudió un mandoble atolondrado a una de las criaturas.

—Nunca he sido muy de rezar, lo reconozco.

Flavio derribó a una mujer especialmente rápida con un tiro que lejos de la cabeza al menos le quebró una pierna.

—Vaya —contestó—. Rezar había sido mi mejor opción.

—Recemos entonces. ¡Cuidado!

El policía apuntaba con atención, se esforzaba por acertar alguna vez en un cráneo, para variar y dejar de desperdiciar munición, cuando unas manos que le parecieron enormes agarraron sus hombros y le zarandearon a punto de ser mordido.

—¡Quítamelo!

Jaira se movió alrededor de su compañero buscando el hueco por donde incrustar el hierro en la sien del ser que intentaba morderle.

—¡No puedo!

Los incisivos de la criatura se acercaban demasiado al cuello del policía, incapaz de sujetar al impetuoso cadáver con un solo brazo, pero entonces una sucesión de balazos se lo arrancaron de cuajo. Otros cuatro muertos vivientes cayeron después, acribillados desde lo alto, y tras un crujido metálico una tercera salva aniquiló media docena más, los disparos los desmadejaban como muñecos de trapo rellenos de algodón. Flavio y Jaira miraron a la vez hacia arriba, a su espalda, donde sobre la loma del acantilado un soldado apostado junto a un jeep militar recargaba por segunda vez su metralleta humeante.

—Tú sí que sabes rezar —murmuró el policía propinando un codazo sutil a la chica.

—Ustedes, suban aquí. Rápido.

Flavio y Ventura tomaron en brazos a Rebeca, Jaime se apoyó en el hombro de Jaira y rodearon el helicóptero para subir por un camino enredado que se dibujaba en la arena hacia la cresta del risco. El militar contenía a los muertos vivientes con su arma de precisión y una puntería envidiable.

—Suban al Jeep.

Situaron a la reportera recostada en dos de los sillones traseros y José se sentó a su lado sujetando contra su abdomen un atillo de algodón y gasas hipodérmicas.

—¿Eso es lo mejor que se te ha ocurrido? —le preguntó Jaira, sentándose con Jaime enfrente de ellos.

—¿Desde cuando eres enfermera?

Rebeca emitió un quejido, casi cercano a un atisbo de risa, y apretó la mano del historiador.

—¿Ves? Está mejor.

Jaime también rio y se acercó a Jaira.

—¿Dónde coño estamos? —le susurró.

—Ahora mismo no tengo ni idea.

Todavía fuera del coche Flavio Correa se acercó a su salvador caído del Cielo. Aún le costaba creerlo.

—¿Quién…?

—Mi nombre es Roger, Roger de Flor. Les hemos visto llegar. Lamento no haber podido darme más prisa.

—Cómo que nos han visto… —preguntó el italiano.

El tal Roger sonrió. Era alto, muy alto, más joven que él y de tez morena. Llevaba un uniforme militar caqui sucio y gastado, y una palestina ajedrezada en torno al cuello. Una brizna de barba crecía por debajo de su labio inferior.

—Suba al jeep —le dijo—. Les llevaré con los demás.

Las ruedas del coche levantaban una humareda de polvo de la tierra, parecían estar cruzando un desierto árido y reseco, pero la línea del litoral les acompañaba a la derecha despuntando destellos azules del océano. En el cielo la bruma verduzca ensuciaba las nubes y empezaba a rodear la corona del pico más alto de España.

—Empezó esta mañana —narraba Roger—. No sabemos por qué ni cómo. Los muertos comenzaron a…

—Levantarse —masculló Ventura.

—Sí, podemos hacernos una idea —añadió Flavio lanzando una mirada acusadora al profesor.

—¿Cómo? ¿Lo saben?

El jeep atravesaba un tramo entre dunas en el que la carretera quedaba a menudo cubierta de arena y ralentizaba su avance. Se trataba más de un camino trazado por las ruedas de muchos vehículos como ese más que una vía realmente preparada para circular por ella. Serpenteaba hacia el norte sorteando badenes y arbustos mustios.

—¿A dónde nos lleva? —preguntó el detective.

Roger no dejaba de mirar los espejos retrovisores, Flavio se dio cuenta, como si esperase que de un momento a otro la masa de cuerpos deformes apareciera siguiéndoles desde la playa.

—Les llevo al Refugio.

—¿Al Refugio? ¿Qué es esto?

Roger dibujó lo más parecido a una sonrisa de lo que en esa situación era capaz.

—Tranquilos. El Refugio es como llamamos ahora al cuartel sur. Llevamos ahí a los supervivientes, bueno, a todos los que encontramos.

Flavio y Ventura intercambiaron una mirada.

—¿Tienen heridos allí? —preguntó el profesor. De Flor asintió.

—Claro, y médicos también. Pueden estar tranquilos por su compañera.

Jaira y el historiador miraron la herida de Rebeca, los ojos de Correa encontraron los de la reportera.

De pronto el jeep zozobró al abordar un hoyo de la carretera. Poco a poco empezó a tomar forma en el horizonte la silueta de una construcción de piedra, más similar a un fuerte que a un edificio militar moderno. Tenía una puerta doble en el centro de su fachada y alambre de hierro enredado sobre las murallas, que debían medir al menos diez metros de altura.

—Es el lugar más seguro de la isla. Confíen en mí.

Flavio sintió en su garganta un nudo que no supo identificar, pero que por un segundo le impidió respirar. Pensó en sus hijas, tan lejos, tan…

—Hay también heridos graves ahí dentro —preguntó, aunque su voz sonó más como si lo afirmara.

—Por desgracia —respondió Roger—. Los ataques de esas cosas han sido implacables.

Jaira y Ventura cerraron los ojos y Jaime se llevó las manos a la cara. De repente a Flavio le temblaba la voz.

—¿Qué hacen con esos enfermos si… bueno con los que mueren?

El cuartel sur, el fuerte, ahora llamado Refugio terminó de dibujarse al contraluz. La bruma verdosa parecía posarse sobre sus almenas.

—Pues enterrarlos, por supuesto —sonrió Roger.

—¿Ahí dentro?

—Sí, claro. Tenemos un área habilitada como cementerio. ¿Por qué no?

Habían llegado. Roger saludó al vigilante apostado en la entrada y las puertas de acero empezaron a abrirse. Flavio Correa miró al profesor Ventura y después a Jaira. Sonrió con tristeza a Rebeca y con un clic comprobó la cantidad de balas almacenadas aún en el cargador de la pistola de Dupont. Roger no entendía por qué lo había hecho, todavía no. Sus últimas palabras resonaban en la mente del policía.

¿Por qué no?