En la azotea, las palas de un helicóptero modelo Eurocopter se asentaban sobre una gran hache pintada de amarillo en el suelo blanco. Eugene se asomó al panel de mandos y revisó la configuración mientras Edgar se acercaba desde la puerta y le observaba bajo la lluvia.

—¿Sabrás conducir esto? —le preguntó. El brasileño se asomó como si no supiera que estaba allí.

—No es tan moderno como parece, así que creo que sabré interpretarlo.

El policía sacó un paquete de tabaco arrugado del bolsillo interior de su cazadora y se encendió un cigarrillo.

—¿Interpretarlo? —masculló expulsando el humo.

—Claro, adivinar para qué sirve cada cosa.

—Transmite mucha confianza usted.

El jardinero sonrió.

—No voy a mentirle.

Edgar dejó escapar un hilo de aire teñido de gris y emitió una risilla.

—¿Hasta dónde llegaremos? —preguntó— ¿Tiene combustible?

—El indicador anuncia medio tanque, ¿se fía usted? —el detective encogió los hombros— Yo votaría por no intentar ir demasiado lejos.

—Ya —el policía dejó caer el cigarrillo al suelo—. Esto apesta.

Flavio Correa había utilizado el baño y regresaba al salón con nuevas gasas, esparadrapo y un gel antiséptico para la herida de Rebeca. Había mejorado bastante pero aún así cuando le hizo la cura la chica no pudo evitar una mueca de dolor. Jaime estaba sentado al lado de Jaira, se frotaba los ojos con dos dedos y trataba de relajarse pero las sensaciones de las últimas horas regresaban a él como dardos candentes.

—¿Estás bien? —le preguntó ella. Él asintió— Deberías dormir un poco.

—Pero cómo voy a dormir —contestó—. Intento poner la mente en blanco pero los gritos siempre vuelven.

—Te entiendo —dijo ella—. Ven, déjame.

Jaime acercó su cuerpo al de ella y posó la cabeza sobre su hombro. Se estremeció al sentir el contacto de una mujer después de tanto tiempo. Se dio cuenta de que no había nada malo, no sentía el mismo malestar que cuando años atrás Marta había calmado su angustia. Siempre había sospechado que Sergio lo sabía y ese recuerdo le hizo sentirse extraño y casi culpable. Vieron cómo Zoe se acercaba de nuevo al cajón del mueble y tras coger algo de su interior, abandonaba la habitación y se internaba por uno de los pasillos.

José Ventura salió detrás de ella.

—¿A dónde vas?

La encontró paseando entre las vitrinas de cristal que albergaban monedas y tallas antiguas. Ella se dio la vuelta y le miró desde la mesa donde reposaba una maqueta de un galeón inglés del siglo XV, no demasiado distante en el tiempo de la fragata que les había llevado hasta allí. La camisa blanca de Zoe estaba manchada de sangre y polvo a la altura de su escote mal abotonado y tras sus gafas de pasta negra le miraba con esos ojos oscuros que siempre le habían desarmado.

—Estaba pensando —dijo ella—, que no tenemos por qué subir a ese helicóptero.

Ventura dio un paso atrás y frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—¿No lo ves? ¿Por qué huir hacia algún lugar incierto, quizá peor que este, pudiendo esperar?

Ella le cogió las manos y lo acercó hacia sí.

—Esperar a qué, Zoe.

—Esas criaturas caerán, tú lo has dicho.

—Es sólo una tonta teoría, quizá me equivoque y, aunque no sea así, ¿cuánto tardarán en caer? No tendremos comida suficiente, ni agua.

La historiadora paseó por la habitación.

—Observa todo esto, José. Tenemos más de lo que nunca soñamos. Nos sobrará el dinero, podemos crecer, investigar, acabas de dar con una veta de oro que explorar en esos documentos de tu hermano.

—¿Y a quién piensas venderle estas maravillas, doctora? Dudo que a los muertos vivientes de ahí fuera les sirva de mucho un original de Durero o un collar de oro atribuido a Cleopatra.

—Pasará, y cuando podamos salir de aquí los expertos de toda Europa, ¡del mundo!, se volverán locos con lo que podemos ofrecerles.

—Me hablas de saquear el patrimonio de El Francés para vivir a costa suya.

Zoe Cabrera volvió a acercarse a él, José percibió ese cálido aliento estremecer la piel de su garganta, de su barbilla, de sus labios.

—Y qué. Está muerto.

El beso no le sorprendió tanto como esperaba. Probablemente lo deseaba. A su memoria acudió el último, entregado con anhelo más de quince años atrás, en Granada, durante un trabajo de colaboración entre esa universidad andaluza y la de Las Palmas. Su pasión intermitente había claudicado allí tras temporadas de escarceos investigando en Sevilla, en Madrid, en La Habana, mucho tiempo antes de conocer siquiera a Daniela. Ahora José sabía que ese sentimiento no había muerto sino que sólo lo habían pospuesto. Las manos de la mujer obligaron a las suyas a recorrer su cintura y su pecho, ella lo arrastró hacia atrás, salió con él de la habitación y se dejaron caer en el colchón mullido de un cuarto en penumbra. El dormitorio de Dupont, sin duda.

Los cuatro labios se buscaban y escondían, los dedos se entrelazaron sobre la piel, arrancaron botones y desabrocharon un cinturón.

—Apuesto a que conoces bien esta cama —murmuró el profesor.

—¿A qué viene esto ahora? —jadeó la respuesta Zoe. Él empezó a apartarse pero ella le retuvo.

—No estoy dispuesto a que me utilices, doctora. Voy a marcharme de aquí, voy a sacar a esta gente. Quédate tú si quieres con tus tesoros y esos sueños de grandeza. Yo prefiero vivir.

—Quién te oyera, José Ventura, vieja llorona. ¿Ahora quieres vivir? No es lo que El Francés me contaba de ti.

El profesor se separó de la cama. Ella le observaba medio desnuda, con la melena oscura revuelta y el sujetador de encaje negro torcido sobre los pechos.

—Eres malvada.

—Y tú un iluso. Quédate conmigo José, quédate aquí, follando, leyendo códices que ni siquiera imaginas. Podrás estudiar, conocer, quédate y tendrás cuanto siempre deseaste. ¿No ves lo que hay a tu alrededor? Tendrás saber, tendrás historia, tendrás riqueza. Me tendrás a mí.

—Estás loca —replicó él colocándose la ropa—. Me marcho. El brasileño tendrá ya listo el helicóptero.

—Idiota. Vayas donde vayas te encontrará la muerte. Esas cosas, ya las has visto, están por todas partes.

—Quizá no.

—¿Quizá? —la doctora se echó a reír— No me dejes sola, José, te arrepentirás.

—Lo siento. Quiero ayudar a estas personas a salir de esta pesadilla, nosotros las metimos en ella. El edificio debe estar llenándose de alimañas mientras hablamos, la ciudad entera lo está. Si quieres te conseguiré una pistola con una única bala para que la utilices cuando te encuentren.

—La pistola ya la tengo.

La doctora sacó de la cinturilla de su pantalón el arma que había robado del estuche plateado de El Francés y se la apoyó en la sien. Antes de que Ventura pudiera decir nada apretó el gatillo y su cabeza reventó como una bolsa de sesos.

—¡Qué ha sucedido! —exclamó Flavio corriendo desde el salón. Encontró al profesor paralizado, observando la silueta perfecta de la mujer bañada en sangre sobre la cama. El policía recogió la pistola caliente del suelo—. Será mejor que nos marchemos, amigo.

Tuvo que obligar al historiador a salir del dormitorio. Entonces empezaron a escuchar los gritos desde la azotea.

La lluvia golpeaba las aspas del helicóptero mientras el brasileño ajustaba los controles en el panel de mando. Edgar apuraba un segundo cigarrillo recibiendo el agua al borde de la plataforma y lo dejó caer con un golpe de los dedos. El punto de luz anaranjada serpenteó entre las gotas de lluvia hasta perderse en la confusión del mar de cadáveres andantes muchos metros más abajo. El policía se dio la vuelta.

—¿Por qué dijiste Afganistán? —preguntó. El jardinero le dedicó una mirada por encima de su hombro pero no dejó de atender sus asuntos.

—Es allí donde me hirieron.

Edgar se acercó a él, se apoyó con una mano en la portezuela del piloto y con la otra acarició la culata de su pistola, devuelta a su cartuchera. Había colocado el único cargador que le quedaba después de que Rebeca agotara el penúltimo durante la huida.

—Eso es mentira.

El anciano sonrió.

—¿Eso cree?

—Estoy seguro.

Eugene no se giró hacia él. Comprobaba que los pilotos de encendido y arranque se mantuvieran funcionales.

—Me está llamando mentiroso, detective, eso no es muy educado.

—Es posible. Pero como bien adivinó mi familia es colombiana y tengo primos y hermanos en el ejército. Supongo que conoce bien el Plan Colombia, y también el Plan Cobra.

—Por supuesto —replicó Eugene.

—Sus fuerzas armadas y las nuestras han trabajado muchos años en común preocupadas por el terrorismo, la guerrilla, el tráfico de drogas. A través de mis hermanos estoy familiarizado con la vida militar desde muy pequeño.

—Y sabe que Brasil no ha participado nunca en Afganistán.

El policía asintió.

—¿Por qué nos mintió? ¿Qué oculta? La FAB no ha salido del Atlántico desde la Segunda Guerra Mundial.

El brasileño se colocó de lado en el asiento y miró directamente a los ojos del detective, que se calaba bajo la tormenta sin que aparentemente le importara.

—La razón por la que no les dije la verdad es por la vergüenza.

—Explíquemelo ahora.

Eugene tomó aire y bajó la cabeza. Los gruñidos bajo sus pies recorrían las entrañas de la ciudad desafiando a la lluvia.

—Qué más da ya —murmuró—. No fui herido en combate, es cierto, ni fue una herida la que me retiró.

—¿Y su cojera?

El brasileño sonrió.

—Han pasado ya muchos años, cerca de dos décadas, ahora que lo pienso. Estuve fuera de casa durante varias semanas por una misión de vigilancia en la frontera boliviana, recuerdo que todo iba bien, telefoneaba a mi esposa a diario, se acercaba el día del regreso a casa cuando sufrí un accidente absurdo de esos que nunca te esperas.

—Continúe.

—Mi helicóptero se averió, algo hice mal en el aire, nunca tuve tiempo ni ganas de averiguarlo. El caso es que resulté herido, aunque no de gravedad, y me mandaron de vuelta antes de lo previsto.

—¿Por qué ocultar algo así?

Eugene torció el gesto, parecía súbitamente más viejo y cansado que de costumbre.

—Nunca se debe volver a casa antes de lo previsto, ¿verdad? Lo habrá visto en cientos de telefilmes. Yo regresé y descubrí a mi mujer con otro hombre en mi cama. Estallé en cólera, le golpeé, y también la golpeé a ella. El tipo se revolvió y sacó una pistola, su disparo me destrozó el fémur pero antes de caer inconsciente saqué la mía y vacié un cargador sobre ellos, sobre los dos.

—Santo Cielo.

—Sí —el brasileño sonrió con amargura—. Me inhabilitaron, me obligaron a renunciar y la vergüenza me hizo abandonar mi ciudad y mi país para empezar de cero en esta isla.

Edgar encendió otro cigarro y le tendió uno a Eugene. El brasileño lo recogió y el policía encendió los dos con su mechero.

—Bueno, no es mal lugar para empezar de nuevo —suspiró, dejando escapar el humo.

Eugene suspiró.

—No, no lo es.

—Ni siquiera para un asesino como usted.

El jardinero le miró desencajado.

—¿Qué quiere decir?

Edgar sonreía, estaba disfrutando.

—Matar es sencillo, ¿verdad? Y especial. Causa una sensación… ¿cómo la definiría, abuelo?

Eugene miró al suelo.

—Extraña.

—¡Sí! —Edgar tomó un largo sorbo de su cigarrillo, sin embargo el brasileño lo tiró al suelo casi entero, había perdido las ganas de fumar. Lo observó ahogarse en un charco hasta apagarse del todo— Una sensación extraña. Qué voy a decirle, amigo, todos tenemos monstruos en el armario que queremos ocultar.

Le guiñó un ojo. Acariciaba el borde de su pistola como si fuera la cintura de una mujer.

—Supongo —contestó, mirando el arma.

—Sí. Apuesto a que ha vuelto a hacerlo —dijo el policía. El brasileño frunció el ceño—. Apretar el gatillo, quitar una vida. Quizá incluso le están buscando, por eso se oculta tras un uniforme de jardinero.

—Este juego deja de gustarme, detective.

—¿Sí? No me lo niegue, matar resulta adictivo. Una vez se empieza… —terminó su cigarro con una larga calada y dejó caer la colilla al suelo mojado—. Sí, asesinar es sencillo.

—No lo sabe usted bien.

Eugene descendió del sillón de un salto y sacó la pistola de la funda del policía. El disparo quebró las costillas de Edgar y dejo abierto el boquete por el que se le escapó la sangre y el aire de sus pulmones, cayó de rodillas mirando a su asesino con expresión confundida. El brasileño se le acercó y le quitó el paquete de tabaco del bolsillo al tiempo que el hombre caía hacia atrás sobre un charco especialmente profundo.

—Y no puedo dejar que un cabrón como usted me aceche noche y día.

El brasileño se giró hacia el helicóptero y se encendió un cigarrillo mientras pensaba cómo les iba a explicar a los demás lo sucedido. Escuchaba el barullo en el piso inferior cuando el hombre que acababa de abatir empezó a levantarse. El pecho de Edgar mostraba la noche a través de él, uno de sus ojos buscaba el cielo y el otro un espacio inconcreto entre los charcos de la azotea, su boca se abría en una postura que de no haber estado muerto tendría por fuerza que resultarle dolorosa, y sus dedos buscaban a Eugene con la decisión de una pala excavadora. Se le echó encima y el anciano apenas pudo repelerlo empujándolo con los brazos. En el forcejeo tenía todas las de ganar el resucitado.

—¡Qué ocurre! —gritó Flavio apareciendo por el ascensor. Tras él llegaba el profesor y justo después Jaira.

¡Ayuda!

Los hombres se abalanzaron contra el corpachón deslavazado de Edgar y consiguieron apartarlo de Eugene. El muerto viviente quedó trastabillado ante ellos, buscándoles con expresión confundida, lanzando manotazos al aire entre gruñidos incomprensibles. A Flavio se le partió el corazón, llevaba en la mano todavía la pistola de El Francés y disparó. Disparó. Disparó. El cadáver de Edgar retrocedió con cada impacto hasta que perdió pie en el filo de la azotea. Se precipitó al vacío en una caída de la que probablemente no volvería a levantarse.

El policía miró al brasileño. La lluvia calaba su yeso sucio y le molestaba en la cara.

—Dígame qué coño ha pasado.