El apartamento de El Francés se convirtió en cuestión de minutos en un hospital de campaña. No hubo tiempo para admirar la colección de arte precolombino, ni los cuadros genuinos ni las maquetas tan detalladas como verdaderos libros de historia. La panorámica de la ciudad que días atrás Ventura contemplara estaba ahora oscurecida por el vacío absoluto de la noche infecta. Los aullidos y las sirenas del caos llegaban desde cien metros por debajo de esas ventanas.

Zoe y el profesor se sentaron en el sofá del salón y desplegaron las hojas del manuscrito del Esperanza como un puzzle arrugado sobre el cristal de la mesa, leerlo iba a resultar muy difícil. Jaime se dejó caer sobre una butaca mullida y hundió la cara entre las manos, incapaz de resistir el llanto mucho más, y Rebeca buscó sitio en el suelo junto a la ventana. Edgar se había quedado petrificado frente a la cristalera, escudriñando en aquellos ventanales castigados por la tormenta la mano del chico que había rozado su espalda minutos atrás para salvarle la vida.

Eugene DaSilva escogió la soledad de una silla de madera junto a la mesa comedor, Flavio y Jaira regresaron de la cocina con una serie de botellas de agua mineral y una bolsa con pan y embutido empaquetado.

—Tendrán hambre —dijo el policía.

El brasileño alzó una ceja y reclamó una botella. Flavio entregó otra a los profesores, no muy seguro de que ellos se dieran cuenta, y abrió una más para Rebeca. Ella le devolvió a cambio una sonrisa. Jaira se sentó junto a Jaime, le retiró las manos de la cara y secó con un beso sus párpados húmedos. Él sorbió lágrimas y agradeció su caricia.

—Come algo —le susurró ella.

—Tengo hambre, es cierto —respondió él—. ¿Qué hay?

Jaira sonrió.

—Te haré un bocadillo.

—Gracias.

En el centro del salón Edgar clavaba sus ojos con rabia en las nubes mientras oprimía con su manaza una herida abierta en el bíceps izquierdo. Tenía magulladuras en el pecho, en la espalda y en la frente, y no podía dejar de pensar que sólo la intervención de Hugo le había evitado ser ahora una más de esas criaturas. Quizá como él.

—Colega —le dijo Flavio. Edgar no se había dado cuenta de que estaba parado a su lado y que le tendía una botella de agua. La aceptó y sintió el aguijonazo del dolor al abrirla—. ¿Tienes hambre?

El policía soltó un bufido.

—Aunque tuviera no podría comer —dijo. Se dirigió a los historiadores—. Lo que quiero es que me digan qué demonios está sucediendo.

Zoe Cabrera no se dio por aludida, estaba abstraída ordenando los pergaminos, tenía ante sí un manuscrito original del XVII y nada parecía capaz de hacerle apartar sus ojos de él. Ventura, en cambio, sí levantó la mirada.

—Ojalá lo supiera —dijo—. Ojalá supiera explicarlo. Intento encontrar las palabras en este libro.

—¿Y qué es eso?

—Es el diario de navegación de la fragata que robó las reliquias de Santo Domingo. Está redactado de puño y letra por el capitán John Henry, quizá podamos descifrar de él lo que sucedió entonces y cómo solucionar lo de ahora.

—¿Cree que estamos viviendo la repetición de algo pasado? —le preguntó Flavio.

—Creo que es el eco de algo pasado —respondió él—. Quiero decir, su consecuencia.

—Explíquese.

El profesor se puso de pie.

—Al abrir el cofre esta mañana no realizamos ningún ritual sobre él, la magia negra que pudiera afectarle no fue cosa nuestra sino que la traía… consigo.

Edgar se enfrentó con él y le señaló a la ventana.

—¿Ese dichoso cofre contenía la causa de esto?

—Creo que las reliquias fueron utilizadas hace trescientos cincuenta años en un ritual, sí. ¿Su fin? Aún no lo sé, es lo que pretendo averiguar con estos documentos. Pero sea lo que sea lo que les hicieron ha perdurado hasta nuestros días.

La doctora Cabrera llamó la atención de Ventura tirando apenas de su camisa. Había terminado de ordenar las hojas sobre la mesa, parecía el tapete de un burdo juego de magia, y algo en ellas había llamado su atención.

—Las últimas páginas no están escritas en inglés, José, sino en castellano. En dos tipos de escritura diferente, dos tintas distintas, por dos manos, una temblorosa y débil, la otra más firme.

El profesor volvió a sentarse junto a ella y se asomó al manuscrito.

—Deberíamos leerlo.

La historiadora asintió, Flavio se sentó junto a Rebeca y la abrigó con una de las mantas que adornaban los brazos del sillón. Edgar ocupó otra silla junto a la mesa, con la vista baja perdida entre las manchas de sangre de sus manos, Jaira volvió de la cocina y entregó a Jaime un sándwich frío, y Eugene le pidió los materiales para prepararse uno. Sin que ninguno lo anunciara, todos prestaban atención a la lectura de Ventura.

—Diario de a bordo de la fragata Esperanza, al mando Capitán John Henry, agosto de 1655 —leyó—. Según el texto la fragata salió del puerto de Plymouth, al suroeste de Inglaterra, armada con 40 cañones y rumbo sur en la mañana del 15 de agosto. No es fácil leer todos los apuntes, señala el nombre de oficiales y suboficiales y de un joven pupilo del capitán, el aprendiz Aaron Tate.

—No me suena ninguno de estos nombres —intervino Zoe.

—John Henry fue un importante capitán —explicó José—. Oficial condecorado de la marina inglesa, se dio a la piratería y el pillaje cuando comprendió que la prosperidad en el Caribe radicaba más en saquear navíos que en defenderlos. Obtuvo la patente de corso de manos del gobierno inglés poco antes de que su pista en la historia desapareciera.

—Hasta el Esperanza —apuntó Zoe.

—Sorpresa.

Edgar abrió las manos.

—¿Qué tiene que ver esto con lo que nos pasa ahora?

Ventura hojeó algunas páginas, buscando las partes que el tiempo no hubiera borrado y tratando de traducirlas lo mejor posible. Después de leer para sí pedazos de anotaciones y fragmentos aislados, se detuvo cuando encontró una página donde la información era más accesible.

—Es curioso —dijo—. No nombra puerto de destino pero habla de Santo Domingo como final de su viaje.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Zoe.

—Fíjate.

La doctora leyó donde José le indicaba.

—«Avistamos la ciudad Primada después de cuarenta días de viaje sacudidos por las inclemencias de un océano hostil y de no poder hacer puerto en archipiélago alguno para no desvelar nuestra misión. Echamos ancla, plegamos velas, esperando el encuentro anunciado por el Escocés».

Zoe dejó de leer y miró a Ventura.

—¿Quién será el Escocés? —preguntó— Crees que…

Edgar se puso de pie.

—Vamos, esto es ridículo. Averigüen cómo parar este infierno, cómo salir de aquí… Qué Escocés ni…

El profesor revisó algunas páginas más. En algunas áreas el manuscrito mostraba haberse mojado y el agua de mar se había comido parte de la tinta.

—Sólo puede ser el Rey —sentenció.

—¿El rey? —repitió Zoe— Querrás decir el Lord Protector, Cromwell. Era quien gobernaba Inglaterra en esos años.

Ventura negó con la cabeza.

—No se dirigiría a Cromwell como el Escocés —explicó. Por una vez, obviando el caos afuera, el viejo historiador se sentía en su elemento—. El Escocés es Carlos II. Exiliado por orden de su padre en 1648 para protegerlo de los rebeldes durante la Guerra Civil, fue nombrado rey de Escocia en 1649 y desterrado bajo pena de muerte dos años después tras un fracaso estrepitoso en un intento por derrocar el gobierno de Cromwell. Trató por todos los medios de reunir un ejército con el que recuperar su trono, pero sólo lo hizo a la muerte del Lord Protector y tras la abdicación del hijo de este en 1660.

—¿Crees que él envió el Esperanza? —preguntó la doctora.

—Estoy completamente seguro. Carlos II necesitaba dinero, mucho, a decir verdad —el profesor Ventura miró a Jaira—. Todo encaja con los documentos que mi hermano encontró y que muestran la relación de Colón con el Temple.

Edgar se llevó las manos a la cabeza. La doctora Cabrera resopló.

—Esa es una vieja teoría, tan antigua como enclenque.

—No te creas que tanto, Zoe. Y si es cierta resulta perfectamente admisible que Carlos II enviara a buscarle, como reconocido francmasón iniciado en la orden durante su exilio en Holanda.

—Un momento, basta ya —rugió Edgar—. ¿De qué mierda están hablando? Masones, templarios, Colón. ¿Tú entiendes algo, colega?

Flavio levantó la mano.

—Esto parece un jodido capítulo de El Código DaVinci.

—No se trata de conspiraciones ni de literatura —se defendió Ventura—. Si no de datos históricos contrastados.

—Pero estás hablando del siglo XVII, José —intervino Zoe—. Con Colón más que muerto y la orden templaria disuelta.

—Disuelta pero no acabada. Muchos huyeron al Nuevo Mundo, como sabes.

—¿Y qué prueba eso?

—El tesoro templario —murmuró Jaira.

Los supervivientes giraron la cabeza hacia ella y Zoe Cabrera se llevó la mano a la boca.

—Oh, eso.

—El tesoro nunca se dio por encontrado —añadió la joven.

—La investigación de mi hermano apunta a que fue trasladado y escondido gracias a los viajes de Colón.

Esta vez Edgar se echó a reír.

—¿Oyes eso, colega? Ahora tenemos tesoros en este potaje. ¡La cuestión se pone cada vez más divertida!

Flavio carraspeó.

—En serio, amigos, no es por interrumpir pero me parece que a todos nos importa una mierda este baile de conspiraciones, deberíamos ir pensando en…

Zoe hizo que no le escuchaba.

—¿Crees que Carlos II mandó a Henry por el tesoro?

—Si quería un ejército, sí.

La doctora miró las hojas arrugadas dispuestas ante ella.

—No lo consiguió.

—La muerte de Cromwell hizo que tampoco lo necesitara. Pero la cuestión es qué pretendía que Henry encontrara ciento cincuenta años después de enterrado Colón en Santo Domingo.

—Sigue leyendo.

Edgar resopló, pero José retomó la lectura. Su traducción del inglés resultaba torpe a veces.

—«El enviado del Escocés ha traído a los frailes a la hora convenida. Uno de ellos dice ser custodio de la Catedral Primada, si quiere vivir nos guiará».

—¿Guzmán Placeres? —intervino Zoe.

—«Fondeados sin luz ni bandera, me dispongo a ordenar desembarco y pillaje. Por Inglaterra, y por el Rey». Es la última línea manuscrita en inglés.

—¿Qué opinas?

—John Henry fue enviado a la República Dominicana para robar las reliquias de Colón. No me cabe duda.

—¿Pero qué iba a hacer con ellas? ¿Acaso pensaba encontrar un mapa enterrado con ellas? Es absurdo. ¿Y cómo han podido terminar en ese estado?

Eugene levantó la voz, había permanecido callado todo ese tiempo, como ajeno a la conversación.

—Magia negra.

La doctora y los policías le miraron. Edgar dejó escapar un chistido y acto seguido abrió la puerta de la terraza. Seguía lloviendo en la noche calurosa, quería observar si el gentío a sus pies aumentaba o se iba debilitando. Al regresar dentro su expresión dejó claro que más bien lo primero.

—Eugene tiene razón —anunció el profesor—. Leo ahora el primero de los tres pasajes anotados por el padre Guzmán a continuación de lo escrito por Henry. Su letra es apretada y confusa, apresurada, a menudo las palabras se superponen y las líneas se tuercen, como si hubiera escrito con poca luz y de manera descuidada. Dice: «Abandonamos la isla sólo tres de los que desembarcamos. El padre Felipe hállase muy malherido, creo que morirá pronto. El joven Tate ya lo ha hecho. Lo vivido en la jungla escapa a mi capacidad de imaginación. Que Quien Todo Lo Ve perdone lo que estos hombres han hecho y proteja lo que he subido a este barco» —Ventura carraspeó al terminar—. Creo que no buscaban un mapa entre los restos de Colón, creo que querían resucitarlo.

Las miradas se centraron en el pergamino arrugado que sostenía Ventura.

—Suena a mala novela de aventuras —refunfuñó Edgar.

—Entonces Guzmán fue quien sacó el cofre de Santo Domingo —explicó Zoe.

Jaira resopló.

—El hijo de puta que trajo la maldición.

Ventura la miró con el ceño fruncido.

—Los hombres de Henry realizaron el ritual que comenta Eugene, si sólo dos regresaron al Esperanza debió salirles peor de lo que esperaban.

Edgar se llevó las manos a la cara y se sentó al borde de la butaca. Su brazo no había dejado de sangrar pero lo hacía mucho menos abundantemente.

—Me parece estupenda toda esta lección de historia pero quiero seguir con vida mañana. ¿Podemos empezar a pensar en ello?

—¿No dice nada de cómo resolvieron lo sucedido tras el ritual? —preguntó Flavio. Su compañero le observó sintiéndose traicionado. Ventura negó con la cabeza.

—Eso es lo que pretendía encontrar pero no lo explica.

Zoe se giró hacia el profesor.

—De alguna manera tuvieron que hacerlo, de lo contrario tendríamos constancia en las crónicas de ataques tan extraños como estos en Santo Domingo, y no es así.

José se encogió de hombros y se colocó las gafas.

—Sigo: «lo que oigo en cubierta me aterra y pone a prueba mi Fe. Si el único capaz de volver de entre los muertos es Cristo Salvador, lo que estoy viendo ahora es el mismo Infierno y soy yo quien ha fallecido. He tenido que atar a Felipe para que no me ataque, arriba no queda alma viva o, mejor dicho, no quedan almas pero los cuerpos bullen de vida».

—La maldición subió con él al barco —murmuró Eugene.

—Su última anotación parece más serena. La letra es débil, más, si cabe, pero menos apresurada: «El ataque de la mujer roja me brindó el ánimo para escapar. Acogido por los hermanos de Canaria, pido ser enterrado a solas con mi carga y olvidado, ajeno como sé que soy al perdón de Dios». Aquí acaba su testamento.

—Queda una última página —añadió Zoe.

—Sí, el apunte es breve y la firma el párroco Lorenzo Finollo, de Arucas. Dice: «en sepulcro sellado y callado se da entierro al padre Guzmán Placeres de ultramar junto a aquello que es suyo, y rogando no sea jamás devuelto, en Arucas, mes de marzo de 1656».

—Esto es una locura —masculló Zoe.

—El padre Finollo sabía lo que hacía.

—¿Por qué no destruyeron la caja?

—Imagina un cura del XVII intentando enterrar a otro que se niega a morir. Bastante tendría con evitar que le mordiera y con sellar su tumba a cal y canto. Supongo que no querría ni acercarse a esa caja.

El silencio invadió el salón, Eugene y Ventura cruzaron miradas, el brasileño negaba apesadumbrado y se santiguó tres veces antes de besar la cruz que pendía de su pecho. Edgar se recostó en la silla.

—Pues ese manojo de papeles no nos sacará de aquí.

Ventura abrió las manos y buscó más anotaciones entre las hojas.

—Pensé que explicaría cómo detener el efecto del ritual.

—Pues se equivocaba.

—¿Y cómo crees que acabó la maldición entonces? —le preguntó Zoe. El profesor se levantó y se dirigió a la terraza. Dejó caer la gabardina en el sofá junto a la puerta y se mesó los cabellos mientras observaba el modo en que la muchedumbre hambrienta trastabillaba de un lado a otro.

—Hemos visto que los que resucitan al poco de morir resultan más rápidos y fuertes que los que salieron del cementerio, de la morgue o de los tanatorios, pero que también ellos pierden vigor con el tiempo.

—Tiene sentido —añadió Flavio—. Sus músculos y articulaciones no dejan de estar muertos, poco a poco tienen que deteriorarse y caer.

Edgar también se incorporó.

—¡Estupendo! ¡Esperemos entonces a que varios cientos de miles de cadáveres revividos se pudran y ya no nos puedan morder! —fingió una carcajada— ¿Cuánto puede tardar eso?

—Sólo he dado mi opinión sobre lo que pudo pasar en 1655 —replicó Ventura—. Aislados y sin sustento seguramente fueron desfalleciendo. Quizá los españoles los encontraran así y los decapitaran, o los quemaran o lo que sea.

—¿Y ahora?

El historiador se enfrentó al policía.

—No tengo ni idea de qué carajo hacer ahora.

El silencio se asentó como una losa en la abarrotada habitación, hasta que fue Eugene quien se atrevió a romperlo.

—Yo, sin que sirva de precedente, estoy con el colombiano —dijo—. Prefiero salir de aquí que esperar a comprobar una hipótesis.

El detective le miró de reojo. Jaime, por primera vez, alzó la voz.

—Yo también —añadió—. Alejémonos de esta pesadilla, vamos adonde no haya… Esto.

Durante unos segundos las miradas hablaron por las voces.

—¿Dónde está ese helicóptero, señora? —preguntó Edgar.

—En la azotea —contestó Zoe—. Las llaves están en este cajón.

La doctora se levantó y se dirigió al mueble frente al sillón, abrió un compartimento que contenía un estuche acolchado y una caja plateada de buen tamaño. Del primero sacó un llavero negro y se lo ofreció al policía. Al tiempo que lo recibía Edgar le cogió la mano.

—¿Estará preparado? ¿Tiene combustible?

La mujer forzó una sonrisa y se zafó de los dedos del detective.

—Cómo voy a saberlo.

Eugene pidió las llaves y Edgar, a regañadientes, tuvo que entregárselas.

—Iré a comprobarlo —anunció el brasileño al tiempo que se dirigía al ascensor. Edgar miró a su compañero, que arropaba en el suelo a la periodista, y este le devolvió el gesto con un asentimiento. Después subió a la azotea detrás de Eugene.

Mientras, en el sillón, Zoe escrutaba la mirada de José, perdida aún entre los papeles.

—¿Qué es lo que no te gusta? Nos vamos, nos alejaremos de aquí.

Ventura la miró a los ojos.

—Eso debieron pensar Guzmán, Tate y los demás —dijo—. Y la maldición se alejó con ellos.