Empezaba a llover en la noche infatigable. El cielo tupido como un velo de tizón ocultaba la luna y las tenues estrellas mientras un calor tórrido, consecuencia de los muchos incendios declarados por la ciudad, recorría las calles prendiendo el aire. Ventura pensó que los artistas y escritores universales no habían fallado en su interpretación de la última noche del ser humano sobre la Tierra. Los motivos se le escapaban, los mecanismos físicos y biológicos también, pero los muertos habían abandonado sus tumbas tal cual fuera predicho y el cansado historiador dudaba mucho de que en el legajo que atesoraba en sus manos, ni en ningún otro procedimiento lógico, fueran a encontrar la manera de devolver la realidad a su estado normal.
En la cabina de la ambulancia zozobraban Edgar y Hugo sentados junto a Eugene, el brasileño vadeaba de un carril a otro serpenteando entre los coches varados, dejados a su suerte con las puertas abiertas y los motores en marcha por sus ocupantes asesinados y devueltos a la vida. La serpiente desordenada de vehículos estancados vibraba entre alaridos espeluznantes, los últimos gritos humanos de aquellos que al huir eran asaltados por las criaturas deformes que buscaban morder su carne.
La entrada a la ciudad desde el barranco de Guiniguada estaba colapsada por la masa confusa de automóviles accidentados y cadáveres andantes que deambulaban entre ellos como tontos desorientados. La ambulancia encontró a su derecha el barrio de Vegueta, donde sólo horas antes José Ventura y Jaira habían investigado el pasado jesuita, y que ahora ardía en llamas con toda su historia de monumentos y piezas artísticas reducida a un conjunto indefinido de teas crepitantes. A su izquierda el barrio de San Antonio y la calle Triana inundados por ese tumulto lento pero incansable de muertos vivientes a la caza de carne viva. Calor, lluvia y gritos, estruendo de cristales rotos y sirenas de policía, el fin del mundo tenía que ser muy parecido a aquello. Con la autovía completamente impracticable, Eugene tuvo que detener la ambulancia.
—No podemos seguir en coche —anunció.
Edgar acaba de recargar su rifle, lo asomó por la ventanilla y voló la mitad de la cadera a uno de los resucitados. Sin embargo este continuó acercándose a gatas, aunque mucho más despacio.
—¿Cómo que no? —señaló a los coches detenidos de cualquier manera entre los dos quitamiedos—. ¡Empújalos!
—Está loco, podré empujar dos o tres, ni siquiera eso. Luego nos atascaremos.
El ruido del motor y más aún el del disparo habían alertado a las criaturas, un grupo de ellas empezó a cojear hacia la ambulancia.
—¡Acelere, demonio! —gritó el policía.
Edgar pasó la pierna por encima de la separación entre asientos y apretó el pedal sobre el pie del brasileño. La ambulancia salió disparada hacia delante como un león enfurecido, arrolló a los primeros cadáveres pero quedó empotrada contra el lateral de un turismo, rodeada de muchos más. Hugo se había golpeado en la cabeza contra el salpicadero, los pasajeros de la parte trasera entrechocaron unos con otros y contra el mobiliario de la unidad médica, costó unos segundos recomponer el grupo y cuando lo hicieron las alimañas se les echaban encima.
—¡En qué está pensando, payaso! —protestó el jardinero. Arrancó al policía el rifle de entre las manos y disparó por su ventanilla a una mujer retorcida que estaba a punto de alcanzar la puerta con su única mano completa. El balazo le agujereó el abdomen sin causarle mayor efecto, por lo que Eugene tuvo que abrir su puerta de golpe para empujarla hacia atrás y apartársela.
—A mí no me hable así, viejo —gruñó Edgar recuperando su arma. La martilleó y apuntó con ella a la cara del brasileño—. O se unirá a ellos.
Eugene le devolvió una mirada furiosa y descendió de la ambulancia cerrando la puerta tras él y dejando al policía apuntando al vacío. Rodeó el vehículo hasta abrir el portón trasero y encontró media docena de caras recibiéndole aterradas.
—Bajen —les dijo—. Debemos seguir a pie.
—¿A pie? —preguntó Rebeca.
—Estará de broma —masculló Jaira.
Algunas criaturas eran más rápidas que otras, en su caminar ansioso hacia la ambulancia tropezaban entre ellas y contra los coches atascados pero aún así nunca desfallecían. Los supervivientes no tendrían demasiado tiempo para decidir su siguiente paso.
El brasileño se mostró intratable.
—Tendremos que apartarlos como podamos.
Mientras los pasajeros bajaban Eugene rebuscó en el equipamiento de la ambulancia objetos con los que defenderse hasta llegar al portal de El Francés. Todo antiséptico, todo empaquetado en fundas de plástico inútiles para causar daño. Encontró un centenar de artilugios demasiado pequeños, demasiado pesados o demasiado débiles como para enfrentarse a nadie, menos aún a esos muertos vivientes a los que el dolor les resultaba indiferente. Entregó a Jaira un bisturí, a Zoe unas tijeras y él arrancó del techó la percha metálica de donde colgaban las bolsas de suero.
—Esto es ridículo —protestó la aventurera. La doctora Cabrera miraba sus tijeras de cortar vendas y las comparaba con la manada de criaturas deformes que la amenazaban rabiosas.
—Debe haberse vuelto loco.
El jardinero se puso al frente del grupo sin hacer caso a las protestas. Se dirigió a los hombres equipados con armas de fuego.
—Intentaré mantenerlos alejados con esto —dijo, mostrándoles la vara de dos metros que pensaba utilizar como ariete—. Pero si se acercan demasiado apunten a la cabeza.
Empezaron a andar, Edgar pasó junto a Flavio y este tuvo que sujetarle por un brazo.
—¿A dónde demonios vas? ¿Por qué no te tranquilizas?
Las miradas del policía y el brasileño se cruzaron.
—No me fío de él —gruñó Edgar.
—No seas idiota —le reprendió Flavio—. No tienes que fiarte de nadie, solamente no cagarla y ayudarnos a salir de aquí. No apuntar a ninguno de nosotros a la…
Edgar se llevó a su compañero a un aparte. Por detrás de ellos Hugo cerraba el grupo cojeando más de lo que le hubiera gustado.
—Nos la jugará, estoy seguro —susurró el detective señalando con la cabeza al jardinero.
Flavio arqueó las cejas desconcertado.
—¿Jugárnosla? ¿Qué te pasa?
—Nos ha mentido, te juro que desde que lleguemos a casa del coleccionista pienso quitármelo de en medio.
—¿Cómo que nos ha mentido? No, no quiero saberlo. ¿Si le matas quién levantará el helicóptero, estúpido? ¿Olvidas por qué hemos venido?
Edgar guardó silencio un segundo.
—No sé si quiero subirme a un helicóptero con ese tío.
—¿Pero a qué viene esto, Edgar? Mira, mejor fúmate un pitillo…
—Escucha, ha dicho que le hirieron en Afganistán, que por eso tuvo que retirarse —el policía clavó sus ojos en los de su compañero, Flavio asintió.
—¿Y qué?
—Brasil nunca ha intervenido en Afganistán, ¡es mentira! Flavio Correa miró a su colega como si nada de lo que estaba diciendo tuviera ningún sentido. Se golpeó la frente con la pistola y le agarró por el cuello de la camisa con su única mano sana.
—Escúchame, amigo. Tenemos dos rifles, dos pistolas a punto de quedarse sin munición, un bisturí y unas tijeras, y me importa una puta mierda dónde hirieran a Eugene en la maldita guerra. Ponte al frente de este grupo y empieza a cargarte criaturas hasta que podamos meternos debajo de un techo. Y déjate de paranoias estúpidas o mi próxima bala irá dentro de tu culo, ¿entendido?
Edgar miró a su compañero y por un segundo no supo si echarse a reír.
—Vale, chico. Pero el jardinero y yo tendremos una charla ahí arriba.
—Como quieras. Ahora camina.
La comitiva aceleró el paso con Eugene, Edgar y Ventura a la cabeza. El brasileño empujaba con la vara de hierro a las criaturas que se acercaban mientras los rifles del policía y del profesor frenaban, al menos durante un momento, a los que lo hacían demasiado. Flavio cerraba la retaguardia, vigilando a los rezagados con su pistola y con la de Edgar guardada en la pistolera para tomar el relevo. Cuánto hubiera dado por poder usar las dos manos. Jaira y Zoe protegían a los dos heridos y a Jaime, a sabiendas que sus armas blancas sólo servirían para aplazar una muerte segura en caso de llegar a tener que usarlas.
Las bestias se aproximaban incansables entre el laberinto de coches y llamas. Por alguna razón parecían limitarse a mirar.
—¿Por qué no atacan? —preguntó Hugo.
—A mi me parece excelente que sigan así —comentó Flavio.
Jaime apretó un poco más el brazo de Jaira.
—¿Por dónde vamos?
—La biblioteca —respondió ella—. La bifurcación de la autovía está cerrada por los coches accidentados. Hay muertos por todas partes.
—Les oigo. Hace calor.
—Vegueta se quema. Los muertos salen huyendo de ella humeantes y con restos de carne ennegrecida. Es repugnante.
—¿Dónde vive el coleccionista ese?
—Zoe ha dicho que cerca del viejo teatro. Al otro lado del centro comercial. Si pudiéramos atravesar Triana…
—¿Podremos?
La joven se mordió el labio. Al parecer Jaime lo notó. Con la mano libre empezó a quitarse el cinturón.
—Ten —le dijo. Se rodeó la muñeca con la tira de cuero y le entregó el otro extremo a ella—. Si hay que correr, no lo sueltes.
Los cadáveres les observaban cerrándose lentamente sobre ellos en una parsimonia aterradora a la que sólo faltaba el repicar de un réquiem. Les dejaban avanzar, les permitían adentrarse en su seno. El grupo aceleró aún más la marcha. Los restallidos de los rifles rompían los murmullos hambrientos pero cada hombre o mujer que Edgar y José derribaban recuperaba la postura al instante. No era tan sencillo apuntar a las cabezas. El viento traía el olor de la carne corrompida, la lluvia arreciaba conteniendo las llamas pero también convirtiendo en quimera el avance de los supervivientes. Los brazos de Eugene empezaban a cansarse y la vara a duplicar su peso, los golpes ya no eran certeros o no tan eficaces, por lo que Edgar y el profesor tenían que hacer frente a más enemigos cada vez. Las balas no siempre acertaban los blancos y su munición descendía.
—Gente, voy a ir necesitando ayuda aquí —exclamó Flavio, encarado con medio centenar de revividos que le clavaban sus ojos descoordinados. Tendió la segunda pistola a Rebeca.
—¡No he disparado en mi vida!
—No te preocupes, falles o aciertes el resultado será parecido —contestó él—. Sólo asegúrate de no darnos a nosotros.
El primer balazo de la periodista reventó la sien de uno de los resucitados. El tipo cayó al suelo como un tronco tieso y no volvió a levantarse.
—No puedo creerlo —murmuró el policía.
—¡Cómo en el cine! —chilló ella.
—Perfecto —añadió él—. Hazlo quince veces más y te daré el Oscar. ¡Edgar! ¡Se están acercando!
Acababan de atravesar la calzada contraria y buscaban su hueco en la plaza Hurtado de Mendoza, la famosa plaza de Las Ranas. El levantamiento resultaba tan numeroso que ni siquiera podían ver en qué dirección dirigirse. Los mandobles del brasileño buscaban abrir paso hacia la zona comercial mientras los disparos de los rifles causaban mayor daño al tener que producirse a bocajarro. Pronto se hizo evidente que la única vía de escape iba a ser cruzar por delante de la Biblioteca, y el momento oportuno llegó cuando uno de los cuerpos se abalanzó sobre Hugo y Edgar tuvo que apartárselo de un culatazo en la coronilla. Las criaturas tropezaron con el cadáver derribado y abrieron un pequeño hueco de no más de tres metros de diámetro en dirección a Triana.
—¡Corred! —gritó el policía.
Las manos de los muertos se multiplicaron por mil. Los dedos rígidos como palos rozaban sus cabellos, sus uñas rotas arañaban sus mejillas. Eugene apartó a golpes a cuanta criatura intentó atacarles y logró despejar un sendero improbable que Edgar agrandó utilizando su rifle como mandoble. Ventura se acercó a Jaira y a Zoe, evitó que las bestias agarraran a la doctora descerrajando un cañonazo contra el pecho de una de ellas que lanzó a más de dos contra el suelo con sus entrañas esparcidas por el pavimento. Antes de que pudieran celebrarlo habían vuelto a levantarse.
—¡A la cabeza, profesor! —le explicó Flavio desde detrás de ellos. Tanto él como Rebeca habían conseguido hacer caer a unas cuantas afinando la puntería. Sin embargo, el policía era consciente que el retroceso de sus pistolas no era el mismo que el del rifle de Ventura—. ¡Inténtelo al menos!
El profesor empezó a apuntar más alto pero sus cartuchos pasaban de largo acariciando apenas los cráneos de las alimañas. A una le reventó la oreja, eso fue todo cuanto consiguió y mucho más el tiempo que se le escapaba en cada disparo.
—Me importa más vivir que ganar un concurso, amigo —exclamó abriendo el pecho de una mujer medio desnuda, su piel cerúlea estalló en pedazos descubriendo el filo de su esternón.
En ese momento la pistola de Flavio dejó de disparar proyectiles y empezó a sonar como una triste pieza metálica sin función.
—¡En ese caso corra, profesor! ¡Edgar, sin balas!
El compañero del policía descendió a su altura y abatió con un disparo de su rifle a tres de las criaturas. Observó el brazo herido de Flavio, agarrotado en un espasmo de dolor que él nunca confesaría. La pierna de Rebeca también había vuelto a sangrar.
—Yo tampoco ando fino de munición —masculló el detective—. Es hora de correr para contarlo.
—¡Síganme, qué hacen! —les chilló Eugene desde el frente. El inicio de la calle Triana se vislumbraba ya entre las piernas torcidas y los cuerpos desgarbados— ¡Rápido!
Zoe tiró de Jaira y esta del cinturón atado a la mano de Jaime, José corría a su lado disparando a discreción contra cada bicho que se acercara, obviando ya el resultado de sus salvas. Flavio hubiera querido pedir el arma a Rebeca pero no hubo tiempo, tuvo que refugiarse tras ella mientras la periodista derrochaba sus pocas balas horadando el aire. Golpeaba sin miramientos a cuanta criatura se le acercaba, intentaba correr mientras una tras otra tiraban de su jersey y arañaban su cuero cabelludo. Miró hacia atrás buscando a su compañero, pero no le encontró entre la maraña de dedos y bocas abiertas.
—¿Dónde está? —chilló, pero ni Zoe ni Jaira supieron contestarle.
Más atrás la mole de músculo que era Edgar se debatía al borde del agotamiento contra los cadáveres que le trepaban por encima. Había intentado apartarlos a golpes con el talón de su rifle, había finiquitado sus balas en el destrozo inútil del pecho de un joven que no había tardado un segundo en volver al ataque. Había intentado correr pero una vez rodeado los resucitados habían aferrado sus piernas y le obligaban a arrodillarse. Gritó el nombre de su compañero, chilló en busca de ayuda pero la marabunta ocultó sus lamentos. Los ojos desencajados y el olor a muerte de esas fauces acuchillaban su cordura. De repente sintió liberado el peso a su espalda.
—¡Ahora! ¡Su mano!
El joven Hugo le había arrancado dos de esas cosas de encima y le tendía el brazo para sacarlo de la masa de cuerpos que le rodeaba. El detective la asió y corrió como nunca mientras las criaturas se desprendían de su carne arañada y mordida. Estaba herido y exhausto, pero la intervención de Hugo le había supuesto un volver a nacer.
El portal quedaba cerca de Eugene y el trío formado por la doctora, el atleta y Jaira. Una criatura saltó sobre la chica pero ella abrió su garganta de lado a lado con un movimiento fugaz de su afiladísimo bisturí. Recordó los años de escaramuzas y luchar por su pellejo mientras el cráneo del revivido caía descolgado sobre su pecho como un péndulo repugnante. Las tijeras de Zoe quedaron hundidas en el ojo de un hombre de mejillas purulentas y nariz rota, y más atrás la gabardina de Ventura se tiñó de púrpura al reventar de un disparo el cráneo de una niña que buscaba morder su cintura. De pronto escucharon un tronar de cristales rotos, y justo a continuación los gritos ansiosos de Eugene.
—¡Por aquí, está abierto!
Jaira empujó a Jaime hacia el jardinero y Zoe y Ventura entraron en el portal detrás de ellos. Flavio y Rebeca se apostaron tras la puerta, la periodista gastó su última bala derribando a una mujer que corría decidida hacia ella. Cuando se vio libre plantó un sonoro beso en la boca del policía. Sólo unos segundos después Edgar saltó por el hueco de la puerta de cristal. Estaba agotado pero no se dejó vencer por el cansancio, se giró hacia sus compañeros e hizo recuento. Estaban todos. El ciego sentado en las escaleras, el profesor junto a él, el jardinero, la chica salvaje de ojos verdes. Zoe Cabrera y sus botas de tacón, la doctora pulsaba histérica los botones del ascensor. En la entrada su compañero abrazaba a la periodista.
—Dónde está Hugo —dijo. Las caras de todos se giraron hacia él y después hacia la puerta rota. La masa de criaturas se acercaba despacio, sus llagas dejaban ver los huesos rancios entre los que jugueteaban insectos espabilados—. Dónde está Hugo.
La respiración entrecortada de los supervivientes rebotaba entre las paredes de madera del portal. Afuera la lluvia repicaba sobre los coches y chapoteaba en los charcos ponzoñosos formados en el asfalto. Edgar miró a sus compañeros, de pronto no era capaz de hablar. Un nudo nunca antes experimentado oprimía su garganta.
—Dónde está Hugo.