Había dejado de llover, pero la noche encapotada devoraba cada ápice de luz.

La rotonda del hospital, aupada sobre el puente de La Minilla, estaba infestada de muertos vivientes que deambulaban entre los vehículos detenidos. Fue imposible para la ambulancia mantener la velocidad al esquivarlos pero Eugene mostró la pericia suficiente al volante para evitar cualquier tropiezo que pusiera fin a la huida. Las criaturas se giraban hacia ellos al escuchar su motor y trataban de alcanzarles, la mayoría acababan despedidas contra el asfalto, sin embargo tres consiguieron asirse de las ventanillas y del techo. Tras interminables segundos de forcejeo Edgar se encargó de hacerlas descender con certeros puñetazos. Las balas de Flavio no las detenían pero ayudaron a mantenerlas a raya mientras el vehículo se alejaba por la circunvalación.

—No puedo creer que volvamos al cementerio —murmuró Jaira.

—Podría ser importante —le contestó José.

—Por lo que yo sé podría ser el maldito menú de la fragata.

—Es cierto —intervino Zoe—, no podemos saberlo. Pero podría contener información sobre el ritual. Además, tampoco se me ocurre otra manera de entrar en el ático de Dupont sin coger primero sus llaves, te aseguro que con todo lo que tiene dentro no es una puerta sencilla de forzar.

Flavio estaba sentado junto a Rebeca, la sostenía contra él mientras, pistola en mano, vigilaba que ninguna de esas bestias atacara su ventana. Los tres carriles de la autovía parecían el escenario de una carrera que hubiera quedado súbitamente abortada. La diferencia era que los participantes, en lugar de recoger y marcharse, se habían quedado a pasear por el asfalto desangrándose lentamente.

—Un momento —intervino el policía—, usted no dijo nada de que tuviéramos que buscar al coleccionista para pedirle sus llaves.

La historiadora negó con vehemencia.

—No, no. Las llaves estarán junto al legajo, en el maletín de El Francés.

—¿Y ese maletín?

Zoe tragó saliva.

—Espero que siga en su coche, y su coche en el cementerio.

Edgar se giró desde el asiento del copiloto y señaló por la ventanilla.

—Y yo espero que no se equivoque, señora, porque no va a ser fácil llegar hasta él.

Eugene desvió la ambulancia hacia el barrio de Siete Palmas y arrolló a media docena de revividos antes de enfrentar la primera glorieta. Ante la magnitud de la muchedumbre que le observaba tuvo que detenerse, las calles entre los centros comerciales estaban invadidas por cientos de esas criaturas, vomitadas de todas partes con sus cuerpos rotos y andares sincopados. Muchos habían perdido alguno de sus miembros, arrancados o mordidos, era la cabalgata más grotesca jamás vista la que recorría la avenida llenando el aire de un aroma apestoso y un gorgojeo gutural como el canto de un buque lejano. Ambulancia y tripulantes estaban atrapados.

—Por aquí no puedo seguir —anunció el jardinero—. Acepto sugerencias.

—Me temo que tampoco darás la vuelta —añadió Hugo, observando por la ventanilla de la puerta trasera.

Los desvíos estaban cerrados, las calzadas y la rambla invadidas, la única manera de avanzar, como Edgar propuso, era pisando a fondo.

—El aparcamiento del cementerio está pocos metros más arriba, Eugene. Llévanos cuando te diga —se giró hacia el profesor, Ventura sostenía todavía en sus manos el rifle del esbirro de El Francés—. ¿Sabe usar eso, cerebrito?

José le miró conteniendo una respuesta que no iba a llevarle a ningún sitio.

—He aprendido.

—Me basta. Flavio, espagueti, suelta un momento a nuestra preciosa celebridad y acompáñame en esto.

El policía se levantó colocando con mimo la cabeza de Rebeca contra la puerta trasera, con un tirón del percutor que le causó un pinchazo en los músculos doloridos del brazo roto preparó su pistola.

—Hoy te estás pasando, amigo —dijo.

Edgar le sonrió por encima del hombro y asomó medio cuerpo por su ventanilla.

—En general hoy todo está un poco raro.

El policía abrió fuego y una de las criaturas cayó de rodillas con una pierna reventada por un balazo. Flavio se asomó a duras penas a la ventana de su lado y Ventura a la contraria. Esperaban la señal.

—¡Písale, Eugene!

El motor de la ambulancia rugió con estruendo y el vehículo salió disparado contra la masa informe de cuerpos decadentes. El olor a pólvora se unió al de la carne podrida a medida que las dos pistolas y el rifle disparaban contra los resucitados, errando más que acertando, pero abriendo el espacio suficiente para que el brasileño no tuviera demasiados cadáveres que atropellar de camino al cementerio. Así dejaron atrás los centros comerciales y enfilaron la última glorieta antes de la estrecha carretera que desembocaba en San Lázaro. El número de criaturas se multiplicaba por diez en ese tramo.

—¡No me quedan balas! —gritó el profesor.

Los dos policías seguían disparando y recargando cuando era necesario, pero su munición tampoco era infinita, como sí parecía serlo la resistencia de los seres que se cerraban sobre ellos.

—¡Por qué no se mueren! —gritó Flavio.

—Porque ya están muertos, Callahan —le contestó Jaira—. ¿Cómo anda de puntería?

El policía miró hacia atrás, la joven clavaba sus ojos verdes en los suyos.

—¿A qué te refieres?

Jaira soltó la mano de Jaime y trastabilló hacia la parte trasera de la ambulancia. De su lateral derecho arrancó del soporte una de las dos alargadas botellas de oxígeno.

—Quizá sea hora de probarla.

Flavio resopló y torció el gesto.

—Me parece una idea estúpida —contestó.

—¿Se le ocurre otra mejor?

El policía arqueó las cejas.

—En fin, probaremos. ¡Edgar!

El compañero del detective seguía malgastando sus balas contra la horda demencial que no desfallecía y cuando se giró hacia él pensó que había perdido la cabeza.

—Esto no funcionará, espagueti, es la idea más absurda que jamás hayas tenido.

—Celébralo porque no es mía.

—Entonces puede que igual funcione. ¡Apártense!

Siguiendo sus instrucciones Eugene ladeó la ambulancia hasta que la puerta lateral quedó de frente a la masa de criaturas que bloqueaba la carretera. Ventura y Flavio la abrieron con un tirón seco y Edgar lanzó la botella de oxígeno tan lejos como pudo. A continuación tiró una segunda y de postre el extintor situado en el lado contrario del portón trasero. Los objetos cayeron entre las piernas de los revividos, más cerca de la ambulancia de lo que hubieran deseado pero desde luego no tanto como para abortar la intentona. Los policías levantaron sus armas.

—¡Dispara!

Las balas volaron desde la ambulancia contra el asfalto y las piernas de los muertos andantes, reventaron pies y ciscos de pavimento pero algunas también golpearon como un torrente las carcasas de metal de las bombonas. Una de ellas, a saber cuál fue primero, estalló con un estruendo brutal y una sacudida a la que acompañaron sin pausa las otras dos. La llamarada se extendió por la comitiva decrépita arrugando brazos e incendiando cabezas, haciéndoles explotar entre burbujas de gases corruptos que manaban de esas incongruencias biológicas. Eugene no perdió comba y aceleró, pasó entre los muertos y atravesó las llamas como un cuchillo rasgando un pudín de fresas flambeadas, y treinta segundos después se detuvo en lo alto de la loma del cementerio.

—¡Aquí estamos! —gritó— Y supongo que eso es lo que buscan.

Sólo uno de los hombres de Dupont seguía tirado en la loma. Uno al que habían arrancado los brazos y parte de la cabeza a dentelladas. Los coches de Alacrán y de El Francés continuaban allí, pero no quedaba ningún otro signo de vida. Las alimañas huidas del cementerio hacía rato que se habían desperdigado por la ciudad.

—Dense prisa —rogó Flavio—. Hemos llegado hasta aquí pero si nos rodean no podremos salir.

—Iré con ustedes —anunció Edgar. Tomó el rifle del profesor—. Y me llevo esto.

José asintió, qué remedio, y encabezó el descenso de la ambulancia y posterior carrera hacia el coche del coleccionista seguido por Zoe y el policía. Eugene mantuvo el motor en funcionamiento para acelerar la huida, y mientras tanto, junto a la puerta trasera, Jaime buscó con sus manos el hombro de Jaira.

—Sigues aquí —dijo, con voz temblorosa—. No sé dónde estamos.

Jaira le apartó el flequillo de la frente y acercó los dedos de él a su cara.

—Frente al cementerio de San Lázaro. Aquí comenzó todo.

—¿Cómo?

La muchacha dejó escapar el aire. Buscó con la mirada el cofre azul entre los restos de tierra remojada y pisoteada.

—Abrimos una maldita caja —dijo—. Y al hacerlo despertamos algo que no debimos.

—Como la caja de Pandora —añadió el chico. Ella sonrió, aunque él no lo viera, y se volvió a fijar en la ventana.

—Sí. Puta Pandora.

Edgar cerraba la carrera y cuando llegó junto al cadáver abandonado el profesor y la historiadora ya revisaban la guantera del coche del coleccionista. El cuerpo yacía convertido en un puzzle grotesco sobre el charco de plumas y moco acuoso que había desencadenado la pesadilla, y soportando las náuseas el policía se arrodilló para recoger el segundo rifle y cuanta munición pudo cargar en sus bolsillos. Se dirigía al vehículo cuando Zoe salía de él con un llavero plateado en las manos. De una corta cadena pendía la pezuña de una pata de conejo.

—Tengo las llaves del apartamento —dijo. El profesor la observaba.

—¿Y el maletín?

—No está aquí, mira en los asientos de atrás.

Ventura se asomó a la ventanilla.

—Tampoco.

—Necesitamos el libro.

Edgar terminó de recargar uno de los rifles y empezó con el segundo.

—Amigos, admiro su interés por la lectura pero si esas llaves llevan a un helicóptero, por favor, las necesito.

—Un segundo —pidió la historiadora. Dejó de lado el coche de Dupont y corrió al vehículo azul de Alacrán. Su maletero seguía abierto—. Le dimos el legajo a Gérard pero él no le hizo ningún caso, quizá volviera a dejarlo…

—¿Está ahí? —preguntó Ventura.

La doctora regresó a la luz con un maletín de cuero negro entre las manos. De su interior extrajo un fardo de papeles manuscritos mal encuadernados con un simple cordón que en su día debió ser rojo. Zoe Cabrera no podía ocultar una sonrisa.

—Lo tengo.

El detective tendió uno de los rifles a José.

—Me alegro, señora, y no dudo que debe tener un tremendo valor sentimental para usted, pero vámonos de aquí porque me temo que tendremos que abrirnos paso otra vez a balazos.

Los tres regresaron a la ambulancia a la carrera, los resucitados que se arremolinaban en la avenida todavía no habían conseguido atravesar el tramo de carretera convertida en crematorio, pero no iban a tardar demasiado en hacerlo y acorralarles en la loma. Edgar ocupó su lugar delante junto a Hugo y Eugene mientras Flavio franqueaba el paso a los profesores hacia la parte de atrás del vehículo.

—¡Arranca! —gritó el policía.

—¿Por dónde volvemos ahora? —preguntó Hugo.

La ambulancia bramó con un rugido, el brasileño fruncía el ceño y apretaba los labios, pero en lugar de enfilar el camino por el que habían venido se lanzó contra el extremo contrario del montículo.

—¿A dónde vas? —gritó Edgar— ¡Por ahí no hay carretera!

—¡He tomado una decisión! —exclamó Eugene.

Sus pasajeros sufrían para agarrarse. Edgar asió el apoyabrazos de su puerta como si fuera a arrancarlo.

—¡Espero que sea buena!

La ambulancia atravesó el descampado zozobrando entre zanjas, piedras y malas hierbas, Jaira abrazó a Jaime para protegerlo de los golpetazos y Rebeca buscó refugio entre los brazos de Flavio. De repente se precipitaron por la ladera inclinada contra la carretera de Las Torres, muchos metros más abajo.

—¡Está chalado!

El pesado vehículo golpeó el asfalto con el morro y rebotó de lado a lado antes de posar las cuatro ruedas con la delicadeza de un rinoceronte mareado, sin embargo el brasileño consiguió recuperar el control de algún modo y enfilar la carretera vacía y sin peligro en dirección a la autovía del norte.

—No tan chalado, ¿eh? —sonrió. El policía le clavaba una mirada de las que podían hacer sangrar.

El interior de la ambulancia, con todo su equipamiento, tardó en asentarse de nuevo, los pasajeros dudaban entre respirar con alivio o encomendarse a las alturas. Más de uno hubiera sacudido un par de sopapos a Eugene de no ser porque probablemente acababa de salvarles la vida. La autovía no llegó mucho más tarde y el jardinero buscó a la doctora por el espejo retrovisor.

—¿Hacia dónde, señora?

Zoe no era capaz de levantar la mirada del códice. Viejo, reseco, le aterraba intentar abrirlo y que las páginas se deshicieran entre sus dedos.

—Al teatro —anunció—. El apartamento de El Francés está junto al teatro.

El brasileño le guiñó un ojo a través del espejo y viró el volante del todo hacia el sur. La ambulancia saltó a los cuatro carriles de la autovía y sorteó los vehículos abandonados apartándose a las criaturas con el morro abollado, el parabrisas se salpicaba de sangre y el cielo se oscurecía en un presagio funesto de tormenta.

—¿Lo vas a abrir? —preguntó Ventura. Zoe sonreía.

—Me da miedo —contestó—. Y un cierto respeto.

—¿Respeto?

—Es la vida de un hombre, de muchos, la que podría estar aquí dentro.

Ventura le sonrió. Un bache al pasar por encima de un muerto les hizo perder la compostura.

—Ya oíste a Jaira, podría ser el menú de la fragata.

Zoe apretó los labios escondiendo una sonrisa.

—No creo que lo sea. Es sólo que… No sé, siempre es solemne destapar algo así, quitarle el sello que el tiempo le ha puesto.

—Entrar en la vida de alguien fallecido —añadió él.

—Sí, supongo.

—Se me hace extraño escucharte así.

El profesor acarició la barbilla de su competidora. Por primera vez en mucho tiempo veía en sus ojos la sombra de la ambiciosa estudiante empujada por sueños de conocimiento que había sido un día. Aquella de la que se había enamorado.

Ella asintió.

—Ayúdame.

Ventura sostuvo los extremos apergaminados de las hojas marchitas mientras Zoe deshacía el lazo ajado que los sostenía unidos. El profesor desplegó las páginas sobre el regazo de la mujer y les asaltó entonces la primera de las sorpresas que aquel descubrimiento les iba a suponer. El texto estaba escrito en inglés.

—¿Qué es esto? —preguntó ella.

La tinta era débil, corrompida por los siglos y la humedad del sarcófago aruquense, pero aún así en su mayor parte legible. Ventura empezó a leer la primera página, arrancada como las demás de un libro mucho mayor.

—Diario de a bordo del Esperanza, capitán John Henry al mando. Agosto de 1655.