—Lo que has hecho me ha parecido impresionante —murmuró Zoe.
—Algo de mi hermano debió habérseme pegado. Pero no me pidas que vuelva a hacerlo.
Estaban sentados en el suelo del almacén de suministros, el calor del otro lado del pasillo aliviaba en cierto punto el fresco del atardecer ensuciado por la llovizna infecta que de algún modo parecía empezar a ceder. Flavio y Edgar se habían asomado al área de los aparcamientos para comprobar que los revividos no habían dado aún con su escondite, y se preguntaron cuántos minutos más duraría esa suerte. En el interior Jaira sostenía la mano de Jaime, que había escuchado con atención el relato de Hugo y después se había sumido en el silencio. Eugene terminaba de cambiar el vendaje de Rebeca mientras Ventura y Zoe parecían discutir en un rincón, ajenos al resto.
—Cómo va esa pierna —preguntó Flavio a la periodista sentándose a su lado. Ella sonrió. A pesar de su gesto de cansancio al policía le pareció especialmente hermosa.
—Va —contestó ella. Con alguna de las sábanas y la ayuda de los grifos habían limpiado la herida y mejorado su vendaje. No tenía muy buen aspecto pero mucho mejor que cuando la encontraron—. Duele menos. Gracias.
—No hay de qué.
Había sido un pensamiento fugaz, el detective se maldijo por fijarse en semejante trivialidad mientras vivían una situación como esa. Ella le miró y la sensación regresó de nuevo.
—¿Y usted?
Flavio carraspeó.
—Uy, usted —rieron apenas—. No sé si alguna vez alguien me ha llamado de usted. Este mastuerzo desde luego no —señaló a Edgar, él sólo le miró de reojo mientras oteaba el aparcamiento a través de un ventanuco rectangular sobre las lavadoras.
—Bien, ¿cómo estás? —corrigió ella.
—Contento —respondió él.
—¿Contento?
—Sí, mucho. Contento por haber metido a mis hijas en un avión esta mañana.
Sentado sobre un grupo de sábanas limpias y cubierto por una manta que olía a lavanda, Jaime intentaba reordenar su vida con la cara enterrada entre los brazos. Una vida que había cambiado entre dos puestas de sol de un modo arrebatador.
—¿Te sientes bien? —le preguntó Jaira. Él sonrió con amargura.
—Es evidente que no.
La joven pasó un brazo por los hombros del muchacho, un gesto espontáneo del que no fue consciente hasta que sintió el peso del chico arropándose contra su hombro. Se encontró sin más acariciándole el pelo.
—Me duelen los ojos.
Jaira arqueó las cejas, no había pensado siquiera en que eso fuera posible.
—Debes estar agotado.
—Y triste.
Ella besó la frente del chico.
—Hace poco perdí al único hombre del que estuve enamorada —se le escapó una mirada hacia Zoe—. Le mataron. Me sentí vacía y desnuda, como si toda mi vida hasta ese momento hubiera sido una mentira. Me vi perdida intentando aprender a vivir desde cero.
Jaime se incorporó apenas, apoyó su cabeza contra la pared y apretó la mano de Jaira entre las suyas.
—Yo estuve a punto de casarme —dijo—. Qué joven, ¿verdad? —sonrió— Pero la quería. Y ella a mí, nunca tuve dudas.
—¿Qué pasó?
—Un día no volvió a casa. Hasta que mi familia no vino a consolarme no supe que sobre la mesa del salón había una nota de despedida.
—Oh, vaya.
—Fue la primera vez que morí. Hoy ha sido la segunda —besó las manos morenas—. Tú me salvaste de la tercera, la última.
Jaira, conteniendo las lágrimas, sonrió.
—Aún te quedan muchas vidas, chaval.
Él la acompañó en el gesto, la risa amarga del chico sonó cristalina.
Edgar se había acercado al centro de la habitación y llamó la atención del grupo.
—Atiéndanme —les pidió—. Me gustaría saber quiénes son, con quiénes contamos para salir de aquí.
Nadie contestó, en un principio, todos se miraron.
—¿Se refiere a que nos presentemos? —preguntó Eugene con una sonrisa— ¿Podemos considerarle al mando?
El policía le dedicó una mirada que hubiera podido matarle si el jardinero no hubiera tenido espaldas suficientes para soportarla. Flavio seguía sentado junto a Rebeca y mientras echaba un vistazo al nuevo vendaje de la reportera intervino.
—No nos pongamos más tensos de lo que estamos. Aquí mi amigo se refiere a que si vamos a trabajar juntos estaría bien saber quiénes somos.
—No sabía que fuésemos a trabajar juntos —replicó el brasileño. Edgar se acercó a él.
—¿No piensa salir de aquí?
—No por ahora. Y apuesto a que parte de estos buenos amigos tampoco.
La tensión podía cortarse en el aire. Lo cierto era que los gruñidos en el exterior habían conseguido que muchos pensaran como el jardinero.
—Yo me llamo Jaime —dijo el chico de repente, apartando con cuidado las gasas húmedas que Jaira le había aplicado en la frente—. Soy atleta, al menos lo era. He perdido a toda mi familia en este hospital en menos de doce horas y sí, quiero salir de aquí, aunque no mientras esas cosas esperen fuera.
—Yo opino como él —añadió Hugo—. Ya he pasado demasiado ahí dentro como para volver a enfrentarme a ellos.
—¿Tu nombre? —le preguntó Edgar.
—Me llamo Hugo, estudio en el instituto. Iba para futbolista pero me temo que este mordisco ha destrozado mi pierna.
—Tampoco creo que te quede nadie con quien jugar, hijo.
—Yo soy Rebeca Ruano —dijo la mujer con voz cansada—, periodista. Algunos me conocerán, supongo… espero —sonrió—. Ya no llegaré a dar las noticias de la noche.
—Mi nombre es Flavio Correa —continuó el hombre a su lado—, y él es mi compañero Edgar. Somos policías.
—Eso lo imaginaba —interrumpió el jardinero con su perpetua sonrisa, ahora teñida de sarcasmo—. Me hubiera asustado de lo contrario.
—Eugene, el jardinero soldado —añadió Edgar.
—Sí, señor. Brasileiro, pero no de Río.
—Cierto —el detective se giró hacia la pareja del fondo—. Faltan ustedes.
Ventura y Zoe habían permanecido ajenos a la charla, cada uno absorto en sus propios pensamientos, trazando el rastro de lo sucedido esa noche, de los pasos que habían ido dando hasta desembocar ahí.
—Yo soy José Ventura. Profesor de historia.
—Zoe Cabrera. Lo mismo.
—Parece que tienen mucho que contarse ahí atrás, sin embargo no quieren hablar con nosotros.
—¿Por qué habríamos de hacerlo?
—No pretendo molestarla, señora, pero creo que si colaboramos entre todos podremos dar con la forma de salvar el pellejo.
—No lo harán.
La chica sentada entre Jaime y Hugo había hablado con tono fúnebre. Sus ojos verdes esquivaron los del policía.
—¿Y tú quién eres?
—Yo no soy nadie.
Edgar miró a Flavio y este encogió los hombros.
—Da la impresión de que nuestros nuevos amigos saben más que nosotros, aunque no lo quieran compartir.
—De nada sirve compartir lo que podamos saber, no nos creerían.
El grupo guardó silencio en el almacén asediado por los monstruos. José y Zoe podían sentir las miradas de los demás taladrándoles. Jaime volvió a levantar la voz.
—Si hay una explicación para todo esto me gustaría saber por qué ha fallecido mi hermano.
Rebeca también tomó la palabra.
—He visto gente muerta resucitar en la playa de Las Canteras y comerse al resto. Dudo mucho que puedan explicarme por qué, pero también necesito escucharles.
—Mis primos han asesinado a su madre —intervino Hugo—. Mi tía…
El profesor se puso de pie y paseó con las manos en la cabeza hasta la pared contraria, desde allí se giró hacia Zoe.
—Si alguien tiene algo que explicarles es la doctora Cabrera. Ella buscó, encontró y pagó con sangre la caja que nos ha traído hasta esto.
Las pupilas de la historiadora ardieron con cólera. Los demás fijaron sus ojos en ella.
—¿A qué caja se refiere? —preguntó Edgar.
La mujer resopló.
—Encontramos unas reliquias… —dijo—. Sacamos un cofre de un barco hundido. Al abrirlo esta mañana…
—Díselo, Zoe, cuéntales cómo despertaste a los muertos.
Las miradas cambiaron de rumbo y se posaron en Ventura. El profesor se frotaba nervioso las manos embutidas en la gabardina, sucia y gastada como si tuviera la edad de las propias reliquias.
—¿De qué carajo habla? —exclamó el otro policía— Cajas que resucitan muertos.
—Magia negra —murmuró el brasileño. El profesor le buscó con la mirada—. ¿Las reliquias estaban intactas?
Ventura negó con la cabeza.
—Qué va, estaban pringosas, bañadas en… cómo saberlo.
—La bruma… —añadió Zoe como si hablara sola. Un escalofrío la recorría y se abrazó los hombros.
El jardinero dio un respingo.
—¿Había plumas, sangre, líquidos olorosos?
Jaira se llevó las manos a la cara.
—Al abrir la puta caja toda esta nube asquerosa escapó y llenó el cielo de mierda.
—¡Brujería! —chilló Eugene y se puso de pie.
Los policías trataron de calmarle.
—¿De dónde sacaron la caja? —preguntó Flavio.
—Ya le he dicho que de un barco —replicó la doctora.
—Sí, han dicho un barco hundido —añadió Jaime—. Resulta una historia increíble.
Eugene detuvo sus gestos y se acercó al centro de la estancia. Se enfrentó al profesor.
—Ese barco, de dónde venía.
José Ventura bajó la cabeza. Había asimilado las palabras del brasileño como piezas de un puzzle que fueran encajando hasta bosquejar un esbozo de imagen, el principio de una explicación.
—Creemos que de República Dominicana.
El jardinero se tapó la boca abierta con las manos, cerró los ojos y dejó escapar el aire.
—Lo que ustedes han encontrado es el objeto de un rito vudú. Un ritual destinado a traer de regreso a alguien fallecido. Ustedes sabrán a quién y por qué, supongo, a mí sólo me importa cómo revertirlo.
—Es imposible que el poder de tal rito permanezca hasta hoy día —sentenció Zoe.
—Yo no soy experto en vudú, señora —dijo Edgar indignado—. Pero asómese ahí fuera si quiere comprobar esa tesis.
Flavio levantó la mano sana para que el brasileño le diera la palabra.
—¿Ha dicho que el rito se puede revertir?
—Cómo saberlo. Sólo quienes lo pusieran en marcha sabrían cómo pararlo.
—Nos movemos en un terreno muy difícil —dijo Ventura—. Sólo tenemos pinceladas y suposiciones de lo que pudo suceder hace quinientos años. Retales sobre quién pudo ser el responsable, de cuándo se llevó a cabo. Indicios, nada más.
—¿Qué crees que pasó, José? —le preguntó Zoe. El profesor negó con la cabeza.
—Qué más da lo que yo crea. Pensemos en salir de esta pesadilla.
Edgar levantó las manos.
—Es la primera cosa sensata que les oigo decir, empollones —se giró hacia Eugene—. ¿Crees que hay manera de pararlo?
—Votaría mejor por salir echando leches —contestó el carioca atropellándose con su acento.
—Salir hacia dónde —preguntó Flavio—. ¿Esto pasará? ¿Podemos alejarnos?
El jardinero se asomó al ventanuco que daba al exterior.
—Hay ambulancias ahí fuera donde cabemos todos. Podemos probarlo.
—La ciudad esta invadida por esas cosas —interrumpió Edgar—. No llegaremos a ningún sitio por carretera.
—El hospital tiene helipuerto. Lo he visto —intervino Hugo. El policía se giró hacia él.
—¿Y quién va a sacarnos volando, chico?
—Yo mismo —contestó por él Eugene.
—Vaya, un jardinero que sutura, sabe de vudú y de pilotar helicópteros. La selección de personal del Ayuntamiento resulta excelente.
Eugene sonrió. Descubrió que su paciencia parecía infinita.
—La santería no es tema desconocido en Brasil, diría que en toda Sudamérica. Usted debería saberlo.
—¿A qué se refiere?
—No me diga que Edgar es nombre español. Disimula su acento pero por su aspecto yo diría que usted tampoco lo es. Dígame… ¿colombiano, tal vez?
—Te han pescado, hermano —murmuró Flavio.
—No tengo acento, brasilero. Mis padres son colombianos, es cierto, aunque yo nací aquí. Canarión de pura cepa. Ya basta, ¿sabrá pilotar un helicóptero?
Eugene, como siempre, sonreía.
—Catorce años en las Fuerzas Aéreas de Brasil, ¿recuerda? Salvo que los helicópteros médicos sean ahora naves espaciales, no creo que difieran mucho de los que manejé en el Ejército.
—Recuerdo —dijo Edgar—. Herido en Afganistán.
El brasileño y el policía midieron sus miradas.
—Así es.
Flavio se levantó y se asomó a la puerta que daba al aparcamiento. Con el arma en su única mano útil se agazapó tras una de las ambulancias y se asomó a la parte alta de la loma del hospital. Regresó con los demás enseguida.
—El helicóptero no está, así que dejad de haceros los duros. Con las llamadas de emergencia que se habrán precipitado hoy debe haber salido.
—Quizá vuelva —dijo Rebeca. La miraron sin dar demasiado crédito a su esperanza.
Eugene regresó al suelo junto a ella.
—Bien, sin helicóptero acaba mi participación en la huida.
—¿No crees que podamos detener esto? —le preguntó Hugo. El jardinero tendió las manos hacia los profesores.
—Pregúntales a ellos —dijo—. Pero si quieren mi opinión, tal y como están las cosas no creo que podamos invocar a ningún chamán y que todos esos cuerpos revividos se desplomen sin vida como sacos de paja.
—Tiene razón —continuó Ventura—. No tenemos suficientes datos. No sé cómo empezó, no sé cómo pararlo.
—Pues si no lo sabemos parar lo mejor será largarnos de una vez —protestó Jaime.
Zoe Cabrera había pasado los últimos minutos en un silencio rígido, helado. Ventura se acercó a ella y pudo descubrir el brillo de las lágrimas en la comisura de sus párpados.
—Ey, qué pasa…
Ella se hizo hacia él y le rodeó el cuello con los brazos, si quería decir lo siento no pudo pronunciarlo. La mirada de José tropezó con la de Jaira, un sablazo directo a la sien. No te dejes engañar por ella, decía. El profesor sabía que tenía razón, pero también que conocía a Zoe desde hacía más de veinte años y nunca la había visto tan destruida.
—Señora, nos preocuparemos de culpas y de llorar cuando estemos muy lejos de está basura —gruñó Edgar—. Si tiene algo que decir dígalo.
La historiadora tragó saliva y miró directamente a José con temblor en las pupilas.
—Sé dónde encontrar esos datos y sé dónde hay otro helicóptero —dijo.
—Explíquese.
—José, en la tumba del cura no sólo estaba la caja, había también un códice, un legajo muy deteriorado que le entregué a Dupont en la loma del cementerio.
—¿Lo leíste?
—No, y no creo que él tampoco lo hiciera. Estaba demasiado ansioso por abrir el cofre.
—Y tú qué crees que contenía.
La doctora negó despacio con la cabeza.
—No lo sé, pero sin duda pertenecía al cura.
—¿Y qué? —gruñó Jaira, pero Zoe no le hizo caso, seguía hablando directamente a las pupilas del profesor.
—Quizá sea un diario, una crónica de lo que vio.
José meneó la cabeza.
—O quizá cualquier narración de su llegada a costas de Agaete que no nos ayudaría en nada.
—Debemos ir a buscarlo.
—Te has vuelto loca.
Edgar interrumpió la conversación que todos escuchaban pero sólo Jaira entendía.
—¿Dónde dice que está ese helicóptero, señora?
—En la azotea del coleccionista Gérard Dupont.