El profesor guiaba el grupo con el rifle recién cargado entre los brazos, Zoe Cabrera iba detrás de él, tan deprisa como le permitían su pantalón ceñido y sus botas con más tacón del que ahora querría, y les seguían Jaira y Jaime, ella intentando tranquilizar al chico que tiritaba en sus brazos. Ventura salió del callejón que desembocaba en la morgue y empezó a subir rodeando el edificio hacia la entrada principal. Había una furgoneta blanca aparcada delante del acceso a urgencias. El historiador se asomó con el arma preparada y regresó justo al instante con una expresión de terror en la cara.
—¿Están ahí? —le preguntó Zoe.
—Muchos.
La doctora inclinó medio cuerpo y buscó con la mirada la puerta. Una comitiva de muertos vivientes deambulaba bajo la pérgola de entrada con los ojos perdidos en un cielo oscurecido que no dejaba de derramar su lluvia pútrida sobre la ciudad. Cuando volvió junto a José, Jaira llegaba con Jaime a su lado.
—¿Qué hacemos? —preguntó la chica.
—Por aquí no se puede pasar —negó Zoe menando la cabeza con vehemencia.
—Lo que hay ahí dentro es un infierno —añadió Jaime—. No debéis entrar por nada del mundo.
Las mujeres esperaron la reacción de Ventura.
—Necesitamos pedir ayuda, chico. Afuera las cosas no están mucho mejor.
Los revividos dominaban la carretera y casi rodeaban el hospital. La rotonda que conectaba con los barrios de Escaleritas y La Minilla empezaba a llenarse de cadáveres andantes y la bajada a Guanarteme era ya territorio de ultratumba gracias a la invasión de reanimados procedentes de la playa.
—Dentro no la encontrará, señor.
—Llámame José —le contestó el profesor, bajando la mirada hacia el rifle—. Me temo que lo de señor me queda grande.
Las mujeres callaron, un instante incómodo en el que sus ojos buscaron el suelo.
—¿Qué sucede? —preguntó Jaime—. ¿Ustedes saben lo que está pasando?
Los ojos del chico buscaban algo invisible en el aire. Ventura miró a Zoe Cabrera.
—Vamos, hijo, será mejor que busquemos un lugar donde escondernos hasta que encontremos una solución.
—¿Una solución? ¿Cómo?
Empezaron a descender alejándose de la puerta principal hacia la zona de garajes y entradas de suministros en la parte trasera del hospital. Tres ambulancias aparcadas soportaban la lluvia que se deslizaba verdosa sobre sus carrocerías blancas.
—Hacia dónde —preguntó Zoe.
—No tenemos dónde ir —intervino Jaime—. ¿No me entienden?
El profesor se detuvo y puso su mano sobre el hombro del chico. Buscaba palabras de aliento que no le sonasen a vacías pero tampoco quería darle esperanzas de segunda mano. Iba a empezar a hablar cuando la voz de otro joven les llamó desde algún lugar entre los soportales.
—¡Por aquí! —les dijo, a medio camino entre el grito y el susurro, como si no se decidiera a calibrar cuánto riesgo estaba asumiendo al salir de su escondite. Cojeaba, tenía un pedazo de sábana amarrado debajo de la rodilla que ya empezaba a empaparse de sangre—. Entren conmigo.
El invidente se giró hacia él.
—¿Hugo?
—¿Jaime? ¡Conseguiste salir! Venid, venid, aquí estaremos a salvo.
Le siguieron hacia uno de los garajes y tras rodear una ambulancia subieron unas escuetas escaleras de metal. A través de una puerta de seguridad que Hugo había abierto desde dentro accedieron a una amplia sala en la que olía a suavizante y a productos de limpieza. En los estantes se ordenaban cientos de sábanas y toallas recién lavadas y en un enorme cajón colocado debajo de una abertura en la pared se amontonaban sin ningún cuidado las que todavía estaban sucias según iban cayendo.
—Me deslicé por ahí —explicó Hugo señalando el orificio—, y caí sobre la montaña de ropa para lavar. No os lo recomiendo.
—¿Cómo está la cosa dentro? —le preguntó Ventura. Cerró la puerta tras ellos y se sentó en el suelo junto a las mujeres y Jaime. Jaira aplicaba sobre la frente y los ojos del chico una toalla plegada que había humedecido con uno de los grifos junto a las enormes lavadoras.
—Fea —respondió Hugo, llevándose la mano a la pierna. La improvisada venda iba necesitando un relevo—. Hay cosas de esas por todas partes.
—¿Te han mordido? —le señaló Zoe.
—No es nada —contestó él—. Un estúpido rasguño, duele y no deja de sangrar, pero viviré.
—Eso espero —replicó ella, y sólo Ventura percibió la intención en sus palabras. Hugo asintió.
—Lo que yo espero es salir de aquí para contarlo.
—¿Dónde está tu tía? —preguntó de improviso Jaime— ¿Y mi hermano?
Hugo se estremeció, pensó en cuánto querría saber el muchacho exactamente.
—No lo consiguieron —dijo—. Yo me escabullí por el falso techo cuando las criaturas nos atraparon en un rincón del pasillo.
—¿Les dejaste morir? —añadió Jaira. Hugo la miró con ira. Tuvo que morderse la lengua para no decir la verdad y hacer daño a Jaime. El atleta se había reclinado contra la pared atragantado en dolor. No quería creerlo, Sergio, Marta, los niños, todos caídos en esa locura.
—No pude hacer nada por ellos.
José Ventura intervino. Se colocó las gafas y se acercó a la puerta del lado contrario.
—Bueno, ya está bien. No solucionaremos nada peleando.
—Yo que tú no abriría esa puerta —le dijo Hugo—. Conecta con la planta baja.
El profesor le escuchó pero ya había empezado el movimiento. Un alargado pasillo de paredes grises iba a parar a una puerta azul, triste plancha de metal que desde la distancia parecía temblar. El ruido al otro lado crecía, les llegaban gritos, golpes, y de repente un disparo. La puerta se abrió con una sacudida y una mujer con el muslo teñido de sangre echó a correr cojeando hacia ellos. A su espalda dos hombres abrían fuego contra una multitud de cadáveres andantes mientras otro se afanaba en que la puerta volviera a cerrarse.
—¡Socorro! —chilló la mujer—. ¡Ábrame!
Ventura obedeció y sus compañeros se pusieron de pie horrorizados. Los disparos se repetían como estallidos de eco entre las paredes, ensordeciendo el pasillo y llenándolo de olor a pólvora. La chica se precipitó al interior de la lavandería y rodó por el suelo entre las sábanas sucias. Casi al mismo tiempo los hombres lograron cerrar la compuerta metálica y afianzaron su pasador sin demasiada esperanza de pudiera resistir el empuje de las criaturas. El profesor vio que uno de los tipos armados llevaba un brazo en cabestrillo y que otro era casi un anciano y había quedado exhausto. El tercero, alto y robusto, debía soportar el peso de la puerta por sí sólo. Entonces Ventura llamó a Hugo.
—Ayúdame con esto —le dijo. Entregó al chico una caja con productos de limpieza altamente inflamables y él cogió otra, corrió adonde estaban los recién llegados y les pidió que se apartaran.
—Está usted loco —exclamó el más fuerte. Otro detuvo su mano.
—Quizá funcione.
El profesor observó al hombre del brazo escayolado que le apremiaba con la mirada, indicó a Hugo lo que tenía que hacer y empezaron a verter los líquidos corrosivos por debajo de la puerta. El olor se extendió por el pasillo, los golpes sobre el metal resultaban impresionantes pero Ventura no se detuvo hasta que estuvo seguro de haber encharcado, si no todo el pasillo, al menos todo cuanto fuera posible a los pies de las criaturas. Entonces se incorporó con un aerosol en la mano y una mirada de decisión impropia del viejo ratón de biblioteca que solía ser.
—Un encendedor —dijo.
Edgar le tendió el suyo.
—Yo le abriré la puerta.
A la señal el policía tiró del pasador y las criaturas recibieron de primera mano un fogonazo de fuego con olor a insecticida. Sus caras retorcidas empezaron a arder.
—¡Cierre!
El gritó del profesor quedó sepultado primero por el portazo de Edgar y segundo por la explosión que se llevó consigo todo lo que todavía se moviera.