La puerta de urgencias batió contra los topes de plástico adheridos al suelo, empujada por la manaza impaciente de Edgar. El policía dirigió la mirada al mostrador de recepción, vacío y desbaratado como si un animal salvaje la hubiera emprendido a golpes con él.
—¿Aquí también? —preguntó Flavio, entrando detrás de su compañero con Rebeca Ruano apoyada sobre su hombro.
—Me temo que sí —le contestó Edgar—. Te buscaré una camilla.
—Una camilla… ¿Y si no hay médicos qué hacemos con ella?
Flavio sentó a la chica en una de las butacas y se acuclilló a su lado para examinar la herida. La reportera había perdido mucha sangre, el borde de su minifalda se había adherido a la carne viva y se quejó cuando el policía intentó separarlo.
—La curaremos nosotros.
Flavio miró a su colega desde abajo.
—Claro, doctor. Opere.
Edgar protestó.
—No jodas, espagueti. Levántala y vamos a buscar un cuarto de curas.
El detective señaló a su alrededor, media docena de pasillos desembocaban en aquella sala de espera.
—Esto puede estar lleno de cadáveres, valiente.
Su compañero le miró enfadado.
—Y tú vas a tener uno encima de ti enseguida como esta monada siga desangrándose. Levántala.
Los agentes se pusieron en marcha, Flavio sostenía a Rebeca y Edgar su pistola reglamentaria. La sala de espera zumbaba con el chirrido metálico de los fluorescentes, amplificado por ese silencio incómodo y antinatural que llena los espacios grandes cuando están vacíos. Sus pasos rebotaban en las paredes desperdigándose por esos pasillos que les miraban como gargantas oscuras. Tras dejar atrás dos puertas dobles Edgar los detuvo.
—Gruñidos —dijo.
Retrocedieron sin dejar de mirar la oscuridad al frente. Las puertas abiertas de las consultas se asomaban al corredor dejando caer sus rectángulos de luz sobre las baldosas, pero todo lo demás era penumbra. Procedentes del extremo opuesto escuchaban los siseos de pies arrastrados por el suelo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Flavio. Habían regresado a la sala principal. Edgar le señaló el pasillo contiguo.
—Por aquí.
Antes de abandonar la luz se detuvieron a escuchar. Nada. Edgar cerró la puerta con pestillo y buscó el interruptor en la pared, y tras una sucesión de chasquidos el nuevo corredor se iluminó con una potente claridad. Encontraron varias puertas cerradas, todas marcadas sobre el dintel con el símbolo de la especialidad médica que albergaban, y al fondo otro portón doble que debía dar a la siguiente sección del pasillo. Unas marcas de sangre brillante en el suelo serpenteaban hacia la sala más próxima a él.
—No pienso acercarme allí —murmuró Flavio.
—Mira.
Junto a la salida había un armario pequeño con puertas de cristal y una selección muy básica de suministros médicos. Edgar se dirigió a él y buscó gasas, antiséptico y esparadrapo. No era un botiquín demasiado completo, sin duda el mínimo para cubrir alguna necesidad, y supusieron que la sala de curas principal debía estar en otro pasillo. También cogió aguja e hilo de sutura. Echó un vistazo la herida de Rebeca y después miró a su compañero.
—¿Quién?
—Tío, yo no he cosido a nadie nunca.
—Pero tienes dos hijas, algo más que yo sabrás.
Flavio torció el gesto.
—¿Qué coño tiene que ver? ¿Y qué voy a coser con una sola mano?
—No jodas, la mano puedes moverla.
La periodista se estremeció de dolor, estaba muy débil y sin darse cuenta abrazó el cuello de Flavio para sujetarse.
—¿Ves? —aprovechó Edgar— Te ha cogido cariño. Coses tú.
La llevaron a una habitación que mostraba sobre la puerta el letrero SALA 2 y que contenía equipo de radiología, la tumbaron sobre la camilla y encendieron la luz de la lámpara para iluminar la herida. Flavio intentó separar la minifalda de la mordedura pero ella volvió a gemir.
—Tío, le voy a hacer daño.
Edgar miró a su alrededor.
—Toma esto.
Le entregó una botella empezada de agua mineral que había sobre la mesa de control de imagen, él vertió un poco sobre la herida mientras Edgar inmovilizaba con una mano los brazos de Rebeca y con la otra su cabeza.
—Amigo, será mejor que no se te muera o no me librará ni Dios de la dentellada.
Flavio le miró destapando el bote de agua oxigenada.
—Sujétala.
Con la tela húmeda fue más sencillo liberar la herida, aunque no menos doloroso, y cuando el policía aplicó el desinfectante sobre la carne viva Edgar necesitó toda su fuerza para que la mujer no se le escapara. Flavio se apuró en secarla con una gasa y le pidió por favor que intentara no moverse. La periodista había espabilado a fuerza de sobresaltos, sentía el palpitar de su músculo mutilado con un dolor insoportable.
—Te voy a coser —le dijo él.
—¿Sabes hacerlo? —preguntó ella con un hilo de voz.
—Claro que sabe —intervino Edgar a su espalda—. ¿Verdad, chaval? Venga, hazlo.
El policía enhebró la aguja, no podía mover el codo pero los dedos de la mano todavía conservaban su pulso, después la acercó a la mordedura y buscó una tira de piel donde clavarla. Era imposible, clavó donde pudo y Rebeca casi le atizó una patada.
—¡Qué haces, hombre! —exclamó Edgar intentando volver a sujetarla.
—¡Qué quieres! En mi puta vida he cosido nada. ¡No sé cómo hacerlo!
—Yo sí sé —dijo una voz desde el otro lado del pasillo—. Pero tendrán que ayudarme a salir de aquí.
Los dos policías se miraron. Dejaron a Rebeca sobre la camilla sosteniéndose una gasa contra la herida y se acercaron a la habitación de donde llegaba la voz. La SALA 3 de rayos estaba a oscuras y con todo el equipo técnico apilado contra la puerta. Al fondo, junto a la esquina inferior, dos cuerpos se acurrucaban uno contra otro. El que estaba debajo era un hombre mayor vestido con un mono verde y amarillo manchado de sangre, les miraba con preocupación y miedo. Sobre él tenía el cadáver de una mujer más joven a la que debía sujetar para que no le mordiera la cara.
—Ayúdenme y coseré a quien ustedes me digan.
Los detectives se apartaron de la puerta.
—Dios mío —murmuró Edgar. ¿Qué hacemos?
Flavio fue el primero en intentar girar el picaporte, atascado desde dentro, pero la puerta no se abrió. Mostraba unas marcas terribles como si hubiera sido golpeada por manos manchadas de sangre. Edgar apuntó al cerrojo con la pistola.
—¿Estás loco? ¿Quieres que vengan cien más? —le susurró su compañero.
—¿Entonces?
El policía levantó las manos y guardó el arma. Flavio se alejó un segundo y regresó con una radiografía extraída de la sala de control.
—Es una consulta, no la Casa Blanca —dijo.
Dobló una de las esquinas de la radiografía y la introdujo por el quicio de la puerta. En unos instantes sonó el clic característico.
—¿A qué te dedicabas los veranos en Italia? —le preguntó Edgar.
—¿Por qué crees que me hice policía?
Ahora la puerta estaba abierta pero no iba a ser fácil moverla con la camilla y todos los aparatos bloqueándola. Cuando empezaron a empujar y agrandaron la abertura escucharon los gruñidos en su interior y el esfuerzo de Eugene por sujetar más fuerte.
—¿Cómo está, amigo? —preguntó Flavio.
—Confuso —respondió el brasileño—. Agradecería que se dieran prisa.
—Lo intentamos.
Con los siguientes empujones la barricada cedió unos centímetros más y la pareja de detectives pudo colarse en la habitación. Flavio se acercó al jardinero mientras Edgar retiraba del todo los muebles de la puerta.
—¿Son policías? —preguntó Eugene al ver las armas. Flavio asintió, incapaz de hablar. La mujer le miraba con sus ojos vidriosos y un ansia voraz por levantarse y saltar sobre su cuello. Los brazos de Eugene temblaban por la tensión y el esfuerzo de sujetarla.
—Nos presentaremos luego —intervino Edgar—. Díganos, ¿qué hacemos?
Eugene bajó la mirada hacia Cecilia.
—La verdad es que no he tenido ocasión de pensar en ello. Murió hace unos minutos y al poco se despertó así. Me he concentrado en que no me mordiera y, lo siento, no se me ocurre cómo levantarme.
Los policías observaron la escena.
—Sabe que tendremos que…
Eugene asintió con un nudo en la garganta.
—Lo sé.
—Verá, intentaremos cogerla por los brazos. ¿Podrá sujetarle la cabeza?
—Preferiría que se la sujetaran ustedes —replicó el jardinero con media sonrisa temblorosa—, pero está bien, lo veo.
Los detectives acercaron sus manos a las de Cecilia y las agarraron con fuerza.
—Lo haremos a la de tres —dijo Flavio. Eugene por fin liberó sus brazos y apretó entre sus manos las sienes de Cecilia—. Una, dos…
Edgar y su compañero tiraron a la vez y pusieron de pie a la mujer revivida mientras Eugene sostenía su cabeza desde detrás. Durante unos segundos Cecilia quedó atrapada entre ellos pero al instante se revolvió con un rugido y trató de alcanzar con sus dientes las manos que la retenían. El jardinero no tenía ya fuerzas suficientes para mantenerla quieta, se le escapó, y su voracidad fue tan incontenible que los policías acabaron lanzándola contra la puerta. Apenas recibió el golpe se revolvió y se encaró con ellos. Estaban atrapados.
—¡Caray con su amiguita! —exclamó Edgar, una dentellada había rozado su dedo y por poco lo pierde. Sacó su pistola un segundo después que Flavio.
—¡Si disparan atraerán a los demás! —advirtió Eugene. La criatura rugía como si decidiera a cuál atacar primero. Edgar miró al brasileño, no había sentido tanto miedo en su vida.
—¿Y qué quiere, que la escupamos?
El cadáver de Cecilia saltó sobre él y cerró sus manos en torno a su cráneo, sólo la fuerza del policía sujetándola por los hombros impedía que esos dientes a medio desprender se incrustaran en sus mejillas. Flavio corrió hacia la camilla, regresó con una de las almohadas y colocándola entre la sien de la mujer y el cañón de su arma le reventó los sesos contra la pared.
El cuerpo de Cecilia cayó como un saco de huesos sobre el suelo.
—Espero que no se oyera demasiado —sentenció el italiano ayudando a su compañero a recuperar el aliento. Dejó el cojín caer sobre la camilla y se llevó la mano derecha al yeso en el otro brazo—. Me he destrozado el codo por intentar levantarlo.
—Lo has hecho bien, chaval —suspiró Edgar exhausto—. Lo has hecho de lujo.
Llevaron a Eugene a la sala donde esperaba Rebeca y le ofrecieron el instrumental de sutura. El brasileño calmó a la mujer con una sonrisa, ella le vio fatigado y triste, pero algo en su mirada ayudó a tranquilizarla.
—Me llamo Eugene DaSilva —le dijo mientras acariciaba su frente y la ayudaba a tumbarse—. Vine hace muchos años desde Brasil. ¿Conoce usted Río?
Ella asintió y él sonrió de nuevo.
—Nunca estuve —murmuró Rebeca.
—En realidad yo no soy de Río, pero es un lugar precioso.
Las manos del brasileño se deslizaban expertas sobre la piel de la chica, una técnica que no había olvidado, que nunca podría olvidar por más que lo intentara. Miles de heridas como esa, si no peores, había tenido que coser en condiciones terribles en los cráneos y estómagos de sus compañeros.
—¿A qué te dedicas, Eugene? —preguntó Flavio.
—Soy jardinero, para el Ayuntamiento.
—Un jardinero que sutura como un médico —añadió Edgar—. ¿Qué hacías antes de cuidar plantas, amigo?
El hombre sonrió. Al hacerlo su piel quemada dibujo profundos surcos en torno a sus ojos que hicieron sonreír también a Rebeca.
—Era militar. Fuerzas Aéreas de Brasil. Me hirieron y tuve que abandonar. Acabé rebotado en esta preciosa isla.
—Vaya —comentó Flavio—. ¿Dónde te hirieron?
El jardinero se golpeó apenas con los nudillos en el muslo izquierdo como si llamara a una puerta. Sonó seco y duro.
—En la pierna —respondió—. Como a esta linda senhorita.
—Eso lo sé, te vi cojear. No me refería al lugar de tu cuerpo sino dónde, en qué conflicto luchaste.
—Oh, luché en muchos, como piloto, ya sabe. Pero me hirieron en Afganistán.
—Afganistán —repitió Edgar.
Eugene asintió.
—Esta pierna ya está cosida —sonrió—. Todavía no podrá bailar, pero sí caminar.
—Todo lo que necesito es andar para volver a casa —contestó Rebeca incorporándose—. Gracias. A los tres.
—La parte de caminar no será la más difícil —añadió Flavio—. Sino la de encontrar una salida que no esté tomada por esas cosas.
Edgar alzó las cejas.
—Sí, lo de volver a casa ha sonado muy bien como idea, pero…
—¿Qué creen que está sucediendo? —inquirió ella.
Flavio negó con la cabeza.
—No tenemos ni idea. Por mi parte sólo sé que lo que está muerto resucita.
—Caminarán sobre la tierra —murmuró Eugene.
—¿Qué? —le preguntó Edgar. Los demás también le miraron.
—Cuando los muertos no quepan en el infierno…
El jardinero les miró a los ojos. Se persignó.