—Descríbeme lo que quieres —le pidió el hechicero a John Henry clavándole en sus ojos una mirada dilatada, de animal salvaje. Su inglés era rudo, afrancesado y despectivo.

—Lo quiero de vuelta —exclamó el capitán pirata por encima del estruendo de tambores. La secuencia rítmica repetida, cada vez más alto, cada vez más deprisa. Por qué, con qué derecho, gritó todavía más el mago. El bucanero, apretando los dientes y a punto de llevarse las manos a los oídos, llamó a uno de sus hombres, que se le acercó con un saco de tela y extrajo de él un gallo vivo de buen tamaño. El hechicero lo observó unos segundos antes de dar su aprobación y quitárselo de las manos para ponerlo al cuidado de uno de los suyos. Después volvió los ojos al cielo y el capitán y su secuaz pudieron retirarse.

El ritual había comenzado. Los tambores cambiaron de cadencia y el hechicero vertió algún tipo de polvo sobre la hoguera. Un espectro de ascuas y chispas se elevó hacia la noche prácticamente huérfana de luna. Mientras el viejo empezaba a danzar y dar vueltas el coro de haitianos arrancaba a cantar una canción que a los piratas les pareció compuesta por el diablo. El hechicero, inmerso en una especie de trance, se acercó al capitán y a cada uno de sus hombres y les abrió las camisas para marcarles el pecho con el polvo blanco que acumulaba en sus manos. Regresó al centro del círculo golpeándose con fuerza a sí mismo en los hombros, en las piernas, en la cabeza. Tomó del altar un extraño recipiente de madera y bebió de él antes de obligar a sus seguidores y a los piratas a hacer lo mismo. Fuera lo que fuese, aquel líquido ardía, la comezón se llevó las gargantas de los marineros y casi al instante les arrebató la razón.

Un extraño éxtasis enajenó a los asistentes a la ceremonia. Empezaron a cantar al ritmo enfermizo de los tambores, aporreándose el pecho, gritando y llorando entre ellos. El hechicero abrió entonces el cofre que contenía las reliquias, las desenvolvió del paño y derramó sobre ellas la cera de una de las velas, cierta cantidad del líquido del recipiente, pétalos de colores y las imágenes de dos santos cristianos. A continuación, tomó el gallo de los brazos de su compañero, lo levantó a modo de ofrenda, quizá hacia alguno de sus loas o al todopoderoso Bondye, y con un rápido tajo acabó con su vida. Lo apretó boca abajo para que su sangre cayera sobre las exequias mientras su cántico y su danza tomaban un cariz aterrador.

Los marineros se sentían fuera de su cuerpo, incapaces de recuperar su control más allá de los ritmos hipnóticos de la percusión. Un sutil humo gris empezó a brotar del interior del arcón y el hechicero elevó la mirada al cielo al tiempo que daba comienzo a una plegaria. El coro repetía a gritos sus palabras y el cofre empezó a sacudirse, a vibrar, mientras el brujo, con ojos en blanco, balbuceaba las oraciones como si alguien hablara por boca suya. Y entonces una flecha atravesó su cuello suspendiendo en el aire una vocal ahogada.

Inmediatamente cesaron los tambores y el silencio se apoderó de la hacienda. El hechicero sin vida cayó hacia delante volcando el altar con todo su contenido, incluido el arcón con las reliquias. Parte del líquido se derramó y se extendió por el montículo bajo esa neblina que brotaba de la caja y que oscurecía la tierra, esponja húmeda que parecía querer engullirlos. Antes de que ninguno de los asistentes al ritual pudiera recomponer el desastre irrumpió por el lado opuesto una avanzada de soldados españoles guiados por un grupo de jesuitas. El padre Guzmán, con un brazo en un desordenado cabestrillo y la sotana manchada de sangre, los dirigía.

—¡Ahí están! —gritó desde la loma del cementerio—. Recuperad el cofre y aniquilad a los sacrílegos.

Los soldados no eran demasiados, apenas una parte de la guarnición permanente en la ciudad colonial. Habían perdido muchos efectivos en la reciente batalla contra los ingleses de Cromwell, pero sin duda eran más numerosos que los piratas y los haitianos juntos. Profanaron sin miramientos el círculo de piedras y embistieron a los ritualistas con sus sables y sus mosquetes antes de que los bucaneros, atolondrados por el frenesí del ritual y la sorpresa, pudiesen empuñar los suyos. La neblina despedía un olor picante y la tierra parecía agitarse bajo ese tropel de botas militares.

Los haitianos cayeron como sacos de carne y hueso inanimados. El trance y los alucinógenos no les ayudaron a ponerse a salvo de los españoles. Algunos piratas, sin embargo, sí intentaron presentar batalla. El capitán Henry, experimentado y curado de espanto, fue de los primeros en desenvainar su sable y abatir a una pareja de atacantes. Aaron Tate empuñó su arcabuz y tuvo el honor de matar a su primer hombre. El arma tremoló entre sus manos. En todo caso la pelea resultaba desigual. Los piratas, drogados y torpes, hacían lo que podían contra unos soldados preparados y ciegos de venganza, mientras los jesuitas les jaleaban y remataban a los haitianos en una suerte de ajuste de cuentas dogmático. La tierra húmeda del montículo se cubrió de sangre y cadáveres abrazados por la bruma. Una neblina que se extendía rápida como el olor de la pólvora.

Entonces uno de esos cuerpos haitianos asesinado por soldados españoles volvió a moverse. Y volvió, de algún modo, a ponerse de pie. Y también volvió a andar.

El joven Aaron Tate apuntó con los ojos cerrados al militar español que corría hacia él blandiendo su bayoneta, estaba a punto de apretar el gatillo cuando escuchó el grito de su rival y un crujir de piel y carne. Volvió a mirar, asustado, y encontró a un ser que antes había sido un religioso haitiano devorando con ansia la cara del soldado. Otro más se unió al banquete. Cada uno de los hombres muertos que yacían en el suelo entre la bruma se levantó para atacar a los combatientes, daba igual el bando.

Aaron escuchó las maldiciones de su capitán. Una de esas criaturas había llegado hasta él y a pesar de que había conseguido ensartarle con su espada por segunda vez, aquel seguía moviéndose, intentando alcanzarle, casi rozándole con sus garras inquietas. John Henry era un capitán duro y curtido en cien batallas, pero ante la rebelión de los muertos no tenía ninguna respuesta. Su expresión de espanto alarmó más a Tate que cualquier otra cosa.

—¡Aaron! ¡Dispara! —le gritó. Un segundo engendro se apoderó del brazo libre del corsario, antes de que el chico pudiera abrir fuego el temido John Henry había sucumbido ante cinco de esas criaturas.

La matanza era implacable. El número de engendros revividos se multiplicaba por momentos, cada vez que un soldado, jesuita o pirata era asesinado, segundos después regresaba de entre los muertos para reiniciar el ataque. Los supervivientes tuvieron que dejar de distinguir banderas y objetivos para luchar juntos contra aquella invasión infernal. El padre Guzmán, demasiado herido para pelear, observaba desde el cementerio, junto al anciano padre Felipe, aquel infierno en la tierra. No podían dar crédito a sus ojos y no encontraban la plegaria adecuada para lo que estaban presenciando. La bruma que manaba del cofre de madera les alcanzaba los tobillos, acariciaba las lápidas y continuaba extendiéndose por la selva. De pronto el suelo sagrado sobre el que pisaban empezó a estremecerse, y sus tumbas a abrirse.

El padre Guzmán y el padre Felipe ignoraron por un segundo el combate que se estaba llevando a cabo en torno a la hoguera porque, junto a ellos, decenas de cuerpos descompuestos, roídos, pútridos, estaban saliendo de sus enterramientos entre gemidos de dolor. Dedos de hueso arañaban la tierra, los cadáveres calludos y vestidos apenas por jirones de tela se alzaban desde sus tumbas hacia la noche oscura. Sus fauces deformes y sus calaveras peladas buscaban a los vivos con sus cuencas vacías. Y cuando los encontraron fueron a su encuentro.

—¡Debemos salir de aquí, Guzmán! —exclamó el padre Felipe. Su barba blanca temblaba tanto como las viejas manos que querían aferrarse al brazo de su compañero.

El padre Guzmán tuvo que obligarse a salir de su asombro y reaccionar. La horda de muertos vivientes llegó al círculo de piedras y se abalanzó contra los humanos, cada vez más superados en número y faltos de fuerzas y munición. Cada criatura que derribaban o conseguían abatir se levantaba de nuevo, una y otra vez, y cada combatiente que esas miserias mataban tardaba segundos en unirse a ellas. Entre el dolor, los gruñidos, el olor de la sangre, la bruma, la maldita y siseante bruma, el padre Guzmán creía desfallecer.

—¡Fraile, por aquí!

Aaron Tate, el joven que había conocido a bordo del Esperanza, había conseguido cruzar entre el tumulto de cuerpos vivos, muertos y revividos, para llegar hasta los dos curas. Tenía algún rasguño en la frente y considerables manchas de sangre, pero no parecía estar herido de gravedad. Empuñaba las dos pistolas de John Henry, que ahora se desenvolvía bastante bien atacando a sus propios compañeros con dentelladas y arañazos.

—¿Estás bien? —preguntó el sacerdote. Aaron le mostró las pistolas.

—Estas me han ayudado. Tenga —le puso en la mano sana un sable corto ensangrentado—. No entiendo nada de lo que está pasando, padre. En cuestión de resurrecciones me pongo en sus manos, pero pienso salir de aquí y le ofrezco que me acompañe.

El padre Guzmán observó al chico, su decisión y fortaleza habían cambiado. Por detrás de él los resucitados se ensañaban con los todavía vivos, desperdigaban sus miembros y les arrancaban pedazos de carne. Con cada nueva muerte inmediatamente aumentaban su número.

—Iremos contigo, hijo —exclamó el jesuita por encima de la marabunta, se deshizo del cabestrillo con un gruñido incómodo de dolor—, pero primero debemos recuperar las reliquias.

Aaron Tate quedó boquiabierto mientras el cura pasaba casi por encima de él y trataba de correr hacia el altar volcado, a cuyos pies yacía la caja de huesos. El padre Felipe intentó seguirle pero a este el joven pirata sí que pudo detenerle.

—¡Está loco, padre, vuelva!

Los cadáveres andantes estaban demasiado ocupados para prestar atención al fraile. Guzmán se escabulló entre ellos y, semioculto por la neblina, se esforzó por devolver al arcón los restos esparcidos por el suelo. A esas alturas estaban sucios y desordenados, embadurnados de la sustancia líquida y vaporosa que el hechicero vudú les había vertido durante el ritual, los envolvió en la tela y se apresuró a rellenar el cofre con ellos. Sangre, plumas y arena se entremezclaron con las reliquias del Almirante. Cuando Guzmán lo cerró, el arcón apestaba y parecía temblar en sus manos. Escuchó cercano el estallido de una pistola y descubrió con horror que uno de los reanimados había estado a pocos centímetros de alcanzarle. Aaron Tate le ayudó a levantar el cofre todavía con su arma humante y esquivando las acometidas de esas criaturas consiguieron reunirse con el padre Felipe para alejarse de la hacienda a través de la selva.

Podían caminar deprisa pero no podían correr. Aunque la penumbra les dejase ver, aunque las ramas y las raíces les permitieran un paso accesible, todavía hubieran tenido que superar el peso del arcón y las limitaciones del padre Felipe. Lo que sucedía, en cambio, era que escuchaban los pasos de los muertos vivientes cada vez más cerca.

—Frailes, apresúrense —rogaba Aaron Tate, cargando la parte delantera del cofre. El padre Guzmán, apretando los dientes por el dolor, sostenía a la vez la trasera y al padre Felipe, al que le costaba demasiado seguirles el paso.

—¿A dónde nos llevas muchacho?

Estaban en lo alto de un risco, la maraña de hojas de palmera se recortaba contra el velo fúnebre de la noche y el rasgón de luna dejaba caer su reflejo contra la superficie del mar en calma.

—Allí, padre, allí —contestó Aaron señalando hacia la bahía—. Allí sigue nuestro barco, el Esperanza. Sólo tenemos que llegar a los botes que esperan en la playa y regresar a bordo.

Un gruñido aterrador destrozó el minuto de pausa. La bahía seguía lejana y los resucitados demasiado cerca. Uno de ellos, algo que antes había sido un pirata, surgió de entre la confusión de hojas y se arrojó sobre el chico con las garras crispadas y una mueca retorcida en su rostro ausente. El sable de Aaron fue más rápido, la criatura cayó por el precipicio rebotando con golpes secos hasta que su voz se apagó en la profundidad de la sima.

—Este sólo ha sido el primero, padre —dijo el pirata recuperando el aliento—. ¡En marcha!

Podían escuchar las hordas de carne muerta corriendo tras ellos, no habían llegado al fondo del valle cuando ya los vieron dejar atrás la maleza para perseguirles a campo abierto. Los piratas y españoles delante, los haitianos detrás y los despojos del cementerio todavía más lentos. La playa no terminaba de llegar nunca para Aaron Tate y los dos sacerdotes.

El cofre pesaba como una penitencia y el padre Felipe estaba por desfallecer. Aaron se detuvo entonces y se dio la vuelta echando rodilla en tierra. Una bala por cada arcabuz de John Henry se incrustó en el pecho de dos de los que hasta una hora atrás, cuando estaban vivos, eran sus compañeros. Nada. Uno apenas se frenó, al otro el impacto le tiró al suelo pero una vez más volvió a levantarse. Entre gruñidos y a trompicones reemprendió la cacería.

—¡Tate, deja eso! —exclamó el padre Guzmán intentando cargar sólo las reliquias. Para el viejo Felipe y para él los botes salvavidas empezaban a dibujarse en las tinieblas que gobernaban la playa—. ¡Corre!

El joven pirata regresó junto a ellos y ayudó a Guzmán con su carga. Los resucitados parecían no acusar el cansancio, no necesitaban parar ni recuperar el aliento. Al contrario, se les echaban encima.

Un zarpazo inoportuno castigó la espalda de Aaron Tate como un latigazo.

—¡A los botes, padre! —gritó Guzmán empujando a su compañero. Giró la cabeza y encontró al joven bucanero rodando por la arena—. ¡Chico!

El muchacho se revolcó entre gritos de dolor pero acertó a disparar contra el haitiano revivido que le atacaba. Sus fauces ensangrentadas y fuera de sus límites dejaron una estela de sucia saliva al caer hacia atrás. Aaron no tuvo mucho tiempo para recuperar el equilibrio y correr hacia Felipe y Guzmán antes de que la criatura se levantara de nuevo. Los sacerdotes acababan de meter el cofre en uno de los botes y cuando el pirata llegó junto ellos empujaron los tres para devolverlo al agua. El pánico les hizo atolondrarse con los remos. Guzmán y Aaron Tate, ambos heridos, emplearon sus últimas fuerzas en alejar el bote de la bahía, en conducirlo al Esperanza, donde el resto de los hombres de John Henry les esperaban observando desde la baranda de babor la tétrica escena.

Un ejército de seres grotescos corría hacia ellos hundiéndose en el agua. El mar les cubría hasta las rodillas, alguno avanzaba a contracorriente con el océano al cuello. Piratas y soldados deformes luchaban contra las olas incapaces de nadar, el Mar Caribe se tragó a buena parte de ellos. Los hombres del bote respiraron y los que esperaban a bordo se prepararon para recibirles. Mientras veía alejarse la playa y crecer la silueta del Esperanza, el padre Felipe, sentado detrás de Aaron Tate, descubrió que la espalda del joven estaba perdiendo demasiada sangre.