Las sillas amontonadas por Hugo y que pretendían bloquear la puerta salieron despedidas contra la pared y las criaturas irrumpieron en el pasillo. Segundos después la entrada contraria también fue derribada por media docena de muertos vivientes, que tras unos segundos de zozobra buscaron con sus pupilas aguadas la procedencia del olor que anhelaban. El chico apenas acertó a encerrarse en una habitación antes de que los resucitados alcanzaran su espalda. Se había quedado atrapado.

—Mierda… —murmuró, todavía se resentía del dolor de los puñetazos de Sergio.

En la habitación bramaba un pitido constante y estridente. Los golpetazos asaltaron el exterior de la puerta, un torrente de manotazos contra la madera que le hicieron estremecer. Hugo se apartó de ella de un modo instintivo y buscó con qué bloquearla, rodó la cama más cercana hasta colocarla contra ella pero no le pareció suficiente. Cuando fue a mover la segunda un enfermo amarrado con correas intentó levantarse y abrazarle. Sus dedos tentaron el aire mientras de su boca manaba un puré verde que empapaba las sábanas. El susto hizo que Hugo cayera hacia atrás. La enclenque puerta de madera empezaba a combarse. Tenía que salir de allí cuanto antes y buscó desesperado el modo de hacerlo.

—Cómo coño…

Gateó hasta la ventana manteniendo a raya con la mirada al tipo en la camilla y comprobó, como antes había hecho Sergio, que la sola idea de salir por allí era una locura. Buscó a su alrededor, intentó encontrar algo con lo que atacar a los revividos pensando en dejar que la puerta se abriera y salir a la carrera por ella. Esa solución le pareció aún más estúpida, por muchos empujones y puñetazos que pudiera repartir antes de acabar convertido en un bistec de carne humana. La plancha de madera estaba a punto de ceder, escuchó su crujido, y entonces miró hacia arriba.

—Joder —se dijo, examinando el falso techo de escayola—. No aguantará mi peso ni de…

El entrenamiento le mantenía en buena forma, el ejercicio no le permitía engordar y tampoco podía quejarse de la utilidad de su musculatura. Sí, podía intentarlo, podía intentar alcanzar esas placas y subir al techo, seguramente lo conseguiría. Pero sobre la capacidad del entramado de escayola de soportar su peso y no dejarle caer en mitad de una congregación de monstruos hambrientos tenía muchísimas dudas.

—El problema está en auparme —analizó, escuchar su propia voz ocultaba los gruñidos y parecía infundirle ánimo. Subió a la cama y alcanzó el falso techo con la mano, desplazó uno de los paneles y palpó los soportes que lo sostenían—. Si me apoyo… se va a venir abajo.

Los golpes empezaban a destrozar el conglomerado en torno al picaporte, sacudían la camilla como en un concurso de habilidad, le costaba demasiado sostenerse de pie sobre ella. Hugo afianzó las manos e intentó auparse pero enseguida comprobó que las barras de metal eran demasiado débiles para soportar tantos kilos. No iban a aguantar. Las criaturas estaban a punto de entrar, tenía que tomar una decisión urgente.

—La puerta…

Justo encima de donde esos seres aporreaban la madera, el dintel de la puerta sostenía parte de las láminas de escayola. Decidió intentarlo.

Le horrorizó acercarse a las alimañas, podía sentir sus alientos fangosos a través de la abertura, así que se dio prisa. Levantó sin esfuerzo la plancha más cercana al dintel y se impulsó con las manos sobre él para auparse hasta dejar medio cuerpo colgado del falso techo. Trepó rápidamente sintiendo cómo la puerta cedía bajo sus pies.

—Dios… —suspiró.

Las criaturas invadieron atropelladas la habitación sacudiendo las camas y los soportes del suero. Hugo se tumbó boca abajo sobre el falso techo y se estiró tan largo como pudo, igual que una pegatina que se adhiriera a la escayola. Podía sentir cada centímetro de material estremecerse bajo su peso. Sólo cuando se sintió seguro se atrevió a mover las manos, los soportes metálicos de la instalación parecían resistir y se animó a comenzar a arrastrarse lejos de allí sin perder el contacto con la superficie.

Acababa de descubrir todo un mundo oculto de cables y escayola, un erial de polvo y suciedad que no entendía de tabiques ni de puertas, sin embargo, sin poder ver lo que tenía debajo resultaba demasiado difícil orientarse. Siguió los gritos de las criaturas en sentido contrario, gateó hacia delante y después giró a la izquierda, aceleró, los gruñidos parecían alejarse, se arrastró por lo que creía un pasillo, cada vez más confiado y deprisa, y de repente las planchas cedieron dejándole caer de bruces contra el suelo a tres metros de altura. El golpe le aturdió y tardó un segundo en girarse, el tiempo justo para que un trío de criaturas corriera a por él. Se levantó tan veloz como pudo pero una le alcanzó la pantorrilla.

—¡Mi pierna!

El mordisco crujió al arrancar un pedazo de músculo como el de un crío masticando regaliz y Hugo rugió de dolor. Se sacudió al moribundo con una patada y le hizo caer contra sus compañeros, que no acertaron a esquivarle en la estrechez del pasillo. El chico se levantó sobre un solo pie y aún perdiendo mucha sangre cojeó hasta la puerta más cercana, se precipitó por unas escaleras iguales a las que un siglo antes había recorrido con Sergio y Carmen y trastabilló por los escalones hasta chocar contra el suelo de un rellano.

Se tomó unos segundos antes de levantarse, estaba herido pero sobre todo agotado. Le dolían los dedos de las manos, los brazos, y esa pierna herida que no conseguía apoyar sin ver las estrellas. Sangraba mucho y no era un experto en primeros auxilios, así que se obligó a improvisar. Encontró un clínex casi sin uso el bolsillo, se quitó un calcetín y lo sujetó con él contra la herida. Pensó que era una cerdada enorme y que no conseguiría mucho con ella, sus manos acabaron teñidas de rojo, necesitaba conseguir una cura cuanto antes.

La puerta del rellano estaba a su lado, agarró el picaporte para ayudarse a ponerse de pie y la abrió despacio, oteando a su interior antes de hacerlo del todo. Descubrió un pasillo enmoquetado, muy luminoso, en el que gobernaba un silencio expectante. Al intentar caminar sintió un horrible pinchazo en la pierna herida pero cojeó hasta la pared y avanzó apoyado en ella para no tener que forzar el músculo. La primera puerta que vio estaba abierta y resultó ser un cuarto adaptado como improvisado comedor. Tenía un par de lavabos, agua corriente y una pequeña nevera vacía. Hugo bebió y se limpió la herida, cambió el clínex insano por unas servilletas de papel no mucho más higiénicas, y el calcetín por una patética venda de papel higiénico.

Continuó, dejó atrás una sala de reuniones y abrió una puerta cerrada que contenía objetos de ortopedia. Había muletas, andadores, férulas de plástico y una silla de ruedas. El chico sonrió por primera vez en muchas horas y cojeó hasta ella. Ahora tenía que encontrar la salida.

La moqueta no era de las más modernas pero tampoco estaba demasiado gastada. Tenía vivos colores rojos y naranjas en un diseño geométrico curioso, como una red de pentágonos unidos entre sí. A Hugo le recordó el esquema del sistema nervioso, con sus neuronas y axones, que la señorita Beiro, a quien solían llamar Tiburón por su gruesa ortodoncia, había explicado en clase. La planta estaba vacía, y mientras la recorría aprendiendo a manejar las ruedas de la silla pasaba delante de puertas cerradas y oficinas vacías. Parecía un laberinto que no llegara a ninguna salida. En las esquinas había grandes macetas con plantas de plástico, y algunas papeleras de metal con bolsas azules asomando por bocas abiertas, las luces brillaban como recién puestas y un hilo musical de un pésimo gusto reproducía melodías más propias de un cóctel que de un hospital.

La silla deslizaba con dificultad sobre la alfombra, y a pesar de que Hugo había conseguido adquirir cierta maña tras los torpes primeros intentos, sus brazos empezaban a cansarse. Secciones gemelas del corredor y vestíbulos vacíos se sucedían haciéndole girar hacia un lado y otro, parecían no tener ningún sentido, al cabo del rato llegó un pasillo corto que desembocaba en un ascensor. El corazón se le detuvo como oprimido por un puño.

Frente a él había dos figuras que le observaban. Dos niños pequeños, mellizos, tan inmóviles como estatuas de cera frente a la puerta del ascensor. El terror le hizo estremecer. Eran los hijos de Sergio, destrozados, su ropa manchada de sangre y su piel lacerada por terribles mordiscos mostraban el cambio que se había producido en ellos. Un pastoso líquido oscuro empapaba sus barbillas y enfangaba sus dientes cuando sonrieron. De repente sonó la campanilla del ascensor y sus puertas empezaron a abrirse vomitando un río de sangre sucia que recorrió el pasillo y caló la moqueta. La forma deshecha de una criatura partida en dos palpitaba en el suelo de la cabina, la mancha granate llegó hasta las ruedas de Hugo justo cuando los niños empezaban a correr hacia él.

El chico retrocedió la silla atolondrado, a duras penas consiguió darle la vuelta, no era una maniobra sencilla en absoluto, y accionar las ruedas hacia delante lo suficientemente rápido para enfilar el pasillo antes de ser alcanzado.

Cada recodo era un desafío y cada tramo en línea recta un tormento para sus brazos. Los críos le ganaban terreno, la moqueta resultaba un obstáculo terrible que le hacía ir cada vez más lento. Se coló por un pasillo tras una puerta doble, se detuvo para cerrarla con el pestillo por dentro pero el empuje de los mellizos le hizo tropezar y caer de la silla. Se arrastró, se apartó de ellos apenas, los críos pugnaban por ver quién se quedaba con sus piernas mirándole con ojos hambrientos inyectados en sangre. Hugo veía el final del corredor tan lejano como si no fuera a llegar nunca, estaba en un ala ocupada por muebles de suministros y material de limpieza y empezó a lanzar a los niños todo cuanto podía alcanzar con sus manos. Se sintió desfallecer de agotamiento y miedo. Nada los detenía.

Encontró la abertura casi disimulada en mitad del corredor y no le cupo ninguna duda, se aupó a una repisa y sin pensarlo dos veces se precipitó por el conducto de vertido de toallas y sábanas sucias. Escuchaba los gruñidos de los mellizos mientras caía.