Las puertas del ascensor se habían cerrado con un metálico clic, apagando los gritos de los niños en su interior. Marta lloraba de rodillas abrazada a Jaime, era incapaz de abrir los ojos, se negaba a volver a mirar y descubrir que sus hijos se habían marchado. El pasillo permanecía en silencio a excepción del chasquido ocasional de algún fluorescente mal ajustado, recordaba a la boca insondable del túnel de una atracción macabra.

—Ya está —murmuró Jaime media vida después, no sabía qué decir para hacerla sentir menos desgraciada. Cuando Marta se incorporó necesitó la pared para no caer otra vez al suelo.

—Mis…

—Lo sé.

En ese momento Jaime pensó en su hermano. Imaginó cómo iba a decirle lo sucedido, si alguna vez volvía a tener ocasión de decirle nada.

—¿Qué está pasando, Jaime? —gorgojeó ella. Le abrazó para sostenerse, él sintió su cuerpo caliente contra el suyo, sus formas a través de la ropa humedecida por el sudor. Su olor. Le sacudieron imágenes y sensaciones perdidas en el tiempo, en aquellas noches diluidas en la pena por la pérdida de Amelia, cuando esas formas y ese olor intentaron curarle. Amelia.

—No tengo ni idea —respondió—. Parece una pesadilla.

—Es una pesadilla.

Las manos de ella buscaron su cara, su pelo, sintió el roce de su boca abierta contra sus labios. Sergio. Amelia. La apartó. Ella era incapaz de dejar de llorar, estaba nerviosa, confundida, desolada.

—Debemos ponernos en marcha —dijo él, pasando página—. ¿Dónde estamos?

—No lo sé, hemos bajado demasiadas plantas.

—¿Ves alguna salida?

Escuchó un sorbido de mocos y el frotar de tela contra los ojos. Marta le cogió el brazo y le ayudó a dar media vuelta.

—Está oscuro. El pasillo es demasiado largo para ver el otro lado.

—¿No tiene luz?

—Poca.

—¿Puertas?

—Veo una. Es muy grande.

Se dirigieron hacia ella afianzando cada paso como si pudiera ser el último. La doble compuerta metálica estaba diseñada para dejar pasar grandes camillas y tenía una célula de color verde brillando sobre ella. De un panel rectangular a su lado brotaba un curioso zumbido eléctrico.

—Aquí es —dijo Marta. Entre la junta de las dos hojas escapaba una ligera brisa fresca.

—Ponme la mano sobre la puerta.

La mujer obedeció. Jaime palpó la lisa superficie de metal frío y la empujó.

Entraron y se activó una luz automática con el parpadeo característico de una cocina. Con el último clic brilló con rabiosa claridad una estancia rectangular en la que hacía un frío terrible. En tres de sus paredes y en un islote central se apilaban taquillas metálicas como nichos de cementerio, y ocupaban los espacios libres mesas de operaciones de aluminio desnudo. A través de las puertas abiertas asomaban camillas vacías como cajones de archivador, pero en el interior de las cerradas tronaban unos golpetazos aterradores.

—¿Qué es esto? —preguntó el invidente.

—¡La morgue!

Como si pudieran oírles, los golpes contra las puertas de metal se volvieron frenéticos. Marta tiró del brazo de su cuñado y regresó al pasillo mirando a ambos lados. Demasiado lejos del ascensor hacia su izquierda, todavía más metros de penumbra hacia una salida improbable en sentido contrario. La luz se apagó cuando abandonaron la habitación, pero de pronto las puertas de metal estallaron, la oscuridad se llenó de gemidos gangosos y los fluorescentes volvieron a parpadear hasta encenderse, ahora con la morgue llena de cadáveres regresados de la muerte.

Las criaturas olieron el aire, aguzaron el oído y se giraron hacia la puerta.

—¡Corre! —gritó Marta. Empujó al chico hacia la penumbra del corredor y se interpuso entre él y los resucitados. Decenas de bocas hambrientas se abalanzaron sobre ella.

En su oscuridad Jaime se dejó caer al suelo y gateó con la cabeza gacha alejándose de los ruidos que oía a su espalda. Le estremeció el chasquido de los músculos al romperse, el crujido de los huesos partidos y arrancados por esas bestias. El alarido de Marta se ahogó en un chapoteo y cuando terminaron con ella los pasos se dirigieron al chico que huía por el pasillo.

Jaime escuchó con horror cómo se acercaban. Se puso de pie y trató de acelerar el paso. Era mucho más rápido que las criaturas, tenía que serlo, sin embargo por más que hubiera entrenado mil veces no era lo mismo correr en un entorno desconocido en el que no tenía manera maldita de orientarse. Cayó una y otra vez al suelo, probó el sabor de la pared, se atrevió incluso a trotar sin separar la mano del muro, sentía su corazón desbocarse y sus piernas flaquear, los gruñidos ya no eran murmullos eran gritos en su nuca. El pánico le obstruía y de repente tropezó con algo que jamás iba a identificar y cayó rodando por el suelo. Las lágrimas brotaron a sus ojos. Pensó en su padre, pensó en Amelia. Amelia. Pensó en Sergio, dónde estás, se dio la vuelta, se cubrió la cabeza con las manos y en lugar de arañazos y dentelladas lo que recibió fue el silencio. Los muertos vivientes se habían detenido.

Jaime gateó de espaldas y se pegó a la pared. Los revividos estaban allí, le observaban, podía sentir sus movimientos. Sus jadeos resonaban entre los muros como un susurro anhelante y sus alientos nauseabundos acariciaban su nariz como brisas infectas. Los tenía muy cerca, terriblemente cerca, oía sus babas pastosas caer sobre las baldosas. El invidente se puso de pie sin despegar las yemas de la pared y enfrentó la oscuridad que le envolvía, que le rodeaba infectada de cadáveres esperando el ataque. Sentía su cuerpo temblar, se preguntó si alguno de ellos sería el de Marta pero no tenía modo de saberlo.

El ciego estiró la mano y palpó el vacío con sus dedos. Dónde estáis, dónde. Por qué me miráis, fuera. Apartaos de mí. Por Dios, dejadme.

Se atrevió a recular tentando el muro con las manos, escuchar era aún peor que saber. Oyó un graznido y encogió el brazo, por un momento le pareció que… Se quedó quieto de nuevo y empezó a caer, a arrodillarse, a encogerse. Su llanto llenaba el pasillo con hipidos nerviosos y horrorizados. Escuchó un paso, después otro, pies fríos y rígidos que se arrastraban hacia él. Primero despacio, ahora deprisa. Uno, dos, las criaturas corrieron, gritaron, las escuchó abrir las fauces y entonces un viento fresco agitó su pelo al mismo tiempo que un estallido llenaba de olor a pólvora el pasillo.

—¡Chico, al suelo! —escuchó, y hubiera obedecido de cualquier modo.

Una segunda sacudida apartó a las criaturas y otras manos más delicadas le sacaron del pasillo. Volvió a respirar aire limpio por primera vez en muchas horas, le sentaron en el suelo y escuchó un portón de metal cerrarse. Un hombre y una mujer se dictaban órdenes para mantener esa puerta atrancada pero fue otra la voz la que con dulzura y un suave acento secó sus lágrimas.

—Tranquilo, chico, te encontramos a tiempo.

—¿Quién eres?

—Me llamo Jaira.