Esta vez el teléfono móvil sí que estalló contra la pared sobre el mostrador de celadores y desperdigó diminutas piezas electrónicas por el suelo. Sergio se acercó a una de las habitaciones y le arreó un puñetazo a la puerta.

—Eh, tío, tranquilízate —le gritó Hugo. Estaba arrastrando una de las hileras de butacas para apoyarla contra la doble puerta que retenía a los revividos.

—Me tranquilizaré cuando quiera, chaval —replicó el policía—. No puedo contactar con mi mujer y nos hemos quedado aquí encerrados con esos monstruos del demonio. Dime dónde está la parte tranquilizante.

—Pues ahora sí que no podrá hablar con ella, bruto —apuntó Carmen señalando al móvil reducido a pedazos. Ayudaba a Hugo a empujar las sillas y al levantar la cabeza descubrió la mirada de Sergio buceando en el hueco que la camiseta formaba sobre su escote en esa postura. No era la primera vez que cazaba al policía radiografiándola así desde que se conocieran—. ¿Qué narices está mirando?

—Son bonitas —le dijo él, con media sonrisa—. No te sulfures.

Carmen se llevó rápido las manos al pecho.

—Será cerdo…

Hugo terminó de apilar los cuatro tríos de asientos. La barricada era un verdadero desastre que no aguantaría lo más mínimo.

—Oye, no hables así a mi tía.

Sergio forzó una mueca entre el asco y el desprecio.

—Bah, dejadme en paz.

Los golpes de los muertos vivientes eran terribles contra la puerta del pasillo. La zarandeaban como si fueran a partirla y lo único que detenía su empuje era ese puñado de hierros y plástico que Hugo había colocado contra ella. No transmitía demasiada confianza. En la salida contraria el número de engendros que pretendía entrar era menor, pero un simple pestillo tampoco iba a retenerlos. Los supervivientes estaban atrapados, pero no sería por mucho tiempo.

—Maldita sea…

Sergio refunfuñaba golpeándolo la pared con rabia contenida, se mordía el labio y de cuando en cuando se apretaba con la mano la entrepierna. Entró en una de las habitaciones y se asomó a la ventana, apenas era mediodía pero la bruma oscurecía el cielo como si fuera noche cerrada. La lluvia había aumentado de intensidad.

—Tenemos que salir de aquí —murmuró Hugo en el rellano. Su tía asintió.

—Este hombre está fuera de sí. Es violento.

El policía regresaba al pasillo.

—¡Mierda! —exclamó— La ventana está demasiado alta.

Hugo le miró con el ceño fruncido.

—¿Pensaba salir por la ventana?

—Pensé en intentarlo, niño. Al menos yo pienso en algo.

—Yo me he encargado de sellar las puertas.

Sergio se echó a reír. Se dejó caer en el suelo frente a ellos.

—¿Eso? Menuda basura. No aguantarán un segundo más.

Carmen juntó las rodillas y cruzó los brazos sobre el pecho, la forma de mirarla de aquel tipo le incomodaba. Sergio sonrió de medio lado e hizo la cabeza hacia atrás, apoyándola contra la pared.

—¿Y qué propone que hagamos? —le preguntó ella. El policía suspiró, le clavó una vez más esa mirada que sólo buscaba desnudarla.

—¿Tú y yo? Cielo, no queremos escandalizar al chiquillo.

La carcajada de Sergio resonó por todo el pasillo compitiendo con los puñetazos de los cadáveres en las puertas. Se le había ido completamente la cabeza.

—Usted está loco…

—Sí, eso dice mi psiquiatra. El otro día también me lo llamó mi esposa, esa furcia. Y hasta mi hermano. ¿Sabéis? Si tantos lo dicen supongo que debe ser verdad —el policía se levantó y se acercó a ella. Le señaló hacia el interior de la habitación—. ¿Por qué no vienes conmigo allí dentro y te demuestro lo loco que estoy?

Hugo se interpuso y le apartó la mano, él le sacudió un bofetón que acabó con el chico en el suelo.

—¿Qué está haciendo, monstruo? —chilló la mujer. Sergio la cogió por los brazos y la puso de pie apretándola contra la pared.

—Vamos a morir —gruñó mientras olfateaba la piel de su cuello—, divirtámonos primero.

El muchacho se levantó y corrió a separarle, él empujó a Carmen contra el suelo y frenó la acometida de Hugo, le golpeó con tal fuerza el abdomen que le cortó la respiración. Antes de que la mujer pudiera recomponerse Sergio había vuelto a abrazarla por la espalda, ella podía sentir su erección, una mano buscó su pecho y lo estrujó sin ningún pudor.

—Sí… Verás cómo nos divertimos.

Hugo se arrastró hacia ellos pero aún no había recuperado el aliento.

—No puedo creer que haga esto —masculló desde el suelo—. Su mujer… ¡sus hijos!

—A mi mujer puedes quedártela si la quieres, chico. No me importa una mierda —replicó el policía lamiendo la oreja de Carmen, incapaz de repelerlo—. Ella se folló a mi hermano, no le debo ningún respeto. Mis hijos… Ya deben estar muertos. ¡Como nosotros! ¡Escúchalos!

Los puñetazos en las puertas eran cada vez más contundentes y los hierros que unían las sillas chirriaban arañando las baldosas. Marta y Jaime. Así había comenzado todo. Nunca había sacado el tema con su hermano, para qué. De algún modo no podía culparle de haber sido engatusado por esa enferma viciosa. Qué fácil era ir de madre sensata de cara a los demás, pero Marta no lo era y Sergio lo sabía, claro que sí. El día en que ella le había confesado su traición con su propio hermano fue el primero en que él le puso la mano encima. El primero de una larga lista escrita con la tinta del odio y de la vergüenza.

Mientras la mente del policía volaba hacia el pasado no tan lejano Carmen consiguió girarse y escupirle en la cara. Sergio le contestó con un rotundo cabezazo que le rompió la nariz.

—Perfecto —dijo él, cegado por la adrenalina—. Pónmelo difícil, así me gusta más. No serías la primera.

La levantó en brazos y la llevó hacia la habitación, ella sangraba abundantemente y apenas podía ver, Hugo ahogó un chillido y se incorporó a trompicones para detenerle pero el policía le paró en seco con un puñetazo tan duro y certero que le mandó rebotado contra las sillas.

—Ahora verás —masculló Sergio.

El policía tumbó a la mujer sobre una de las camillas, le rompió la camiseta de un tirón y la dejó caer como un trapo roto.

—Preciosos…

Las manos de Sergio se hundieron en los pechos de Carmen sacándoselos del sujetador. Los golpetazos de las criaturas aumentaban de intensidad y sus brazos y sus cabezas empezaban a asomar entre las hojas de la puerta.

—Tendremos que darnos prisa antes de que estos amigos interrumpan nuestro romance.

Abrió la cremallera de su pantalón, cuando la mujer sintió el suyo deslizarse por su cadera empezó a sacudir las piernas.

—¡Quieta! —gritó Sergio propinándole otra bofetada. La sangre resbalaba por la cara de Carmen y empapaba la cama. El hombre tiró de ella y le dio la vuelta, la colocó boca abajo contra el colchón, la sujetó del pelo y la penetró brutalmente desde detrás— ¡Sí!

Ella luchaba por patalear, por alcanzarle con las manos, pero la fuerza de Sergio era mucho mayor y mantenía su cara empotrada contra la almohada. Le resultaba demasiado difícil respirar.

—¡Muévete, zorra! —le gritaba él— ¡No me lo pongas fácil!

Hugo alzó la cabeza del suelo y vio entre lágrimas lo que ese monstruo estaba haciendo a su tía. Intentó levantarse, pero apenas era capaz de despegar medio cuerpo del suelo. Las acometidas del policía eran tan potentes que desplazaba la cama a pesar de los seguros en las ruedas. Carmen quería zafarse, cada vez con más dolor pero al mismo tiempo con menos fuerzas. El hombre gritaba fuera de sí apretando su cadera contra la de ella, oprimiéndole la cabeza contra la almohada. Como una vela que se consume, Carmen dejó de moverse.

—¿Ya te rindes? —masculló Sergio entre dientes sin detenerse—. Está bien… Me gusta de todos modos. Sí, ¡me gusta!

Las lágrimas difuminaron la violación en los ojos de Hugo. Consiguió ponerse de pie y trastabilló hasta la puerta de la habitación, la rabia apretaba sus mandíbulas, estaba dispuesto a entrar y jugársela con el policía cuando de pronto el cadáver de su tía volvió a moverse.

Carmen, lo que había sido ella, se dio la vuelta y esta vez la sorpresa derribó la superioridad física de Sergio. La mujer había perdido dientes, empotrados contra el colchón, sus ojos caían acuosos sobre párpados dados de sí y se le había desprendido parte del pelo atrapado entre los dedos del policía. Bajó de la cama a medio desvestir, con la torpeza de la resurrección añadida a los vaqueros por las pantorrillas, y lanzó los brazos contra el cuello de su asesino.

—¡Socorro! —gritó él, esquivándola aturullado de camino a la puerta. Escuchó el clic del metal antes de recuperar el control sobre sus piernas.

—No saldrás de ahí, hijo de puta —le anunció Hugo mordiendo las sílabas.

Un olor terrible invadió la habitación chorreando por los muslos del policía, su mirada desencajada buscó a través del rectángulo de cristal la del chico que sujetaba desde fuera el picaporte con todas sus fuerzas.

—¡Abre…!

No terminó la frase. La mujer revivida tiró de él y lo separó de la puerta. Los gritos llenaron la habitación mientras las vísceras arrancadas ensuciaban sus paredes.