La furgoneta de Parques y Jardines se detuvo ante la puerta de Urgencias con un rechinar de neumáticos. Eugene manejaba el volante con la mano izquierda mientras con la derecha intentaba sostener a Cecilia, incapaz de mantenerse erguida por sí misma. La mujer perdía sangre a velocidad alarmante y no iba a poder aguantar mucho más si el brasileño no conseguía poner freno a su hemorragia. La dejó apoyada contra la ventanilla y descendió del vehículo, ya se preocuparía por aparcarlo bien luego, rodeó el capó y oteó los ojos de Cecilia a través de la mancha rojiza que había vomitado al cristal. Ya no le miraban a él, veían más allá.

La bajó de la furgoneta y la cargó hacia la puerta de Urgencias, ella a duras penas podía mover los pies para ayudarle, así que los arrastraba dejando un reguero de sangre brillante sobre los adoquines. Un zapato se desprendió de su pie sin que fuera capaz de hacer nada por evitarlo. Las puertas dobles se abrieron de forma automática y Eugene sentó a Cecilia en una butaca azul para acercarse al mostrador de recepción. Estaba vacío, sólo un libro de notas abierto y el teclado inalámbrico acompañaban a un monitor en perpetuo protector de pantalla: Espere su turno.

Mientras esperaba el brasileño no podía dejar de mirar a Cecilia. La mujer dejaba caer la cabeza sobre su propio hombro, en una posición que por fuerza tenía que resultarle incómoda, y un cordón de saliva rojiza pendulaba lentamente hacia sus zapatos. Eugene golpeó el mostrador como si hubiera un timbre que en realidad no estaba pero nadie apareció al otro lado.

—¡Oigan!

Se asomó al interior del despacho. Vio archivadores, carpetas de cartón y una bandeja con diminutos pasteles sobre una mesa blanca. Un reloj barato de pared marcaba la hora con un tictac constante.

—¿Hay alguien?

Por toda respuesta unos pasos comenzaron a escucharse desde el otro lado de la sala de espera, un andar cansado y enfermo, como de zapatos de gamuza arrastrándose, a los que acompañaba un siseo metálico interminable. Segundos después apareció una anciana tras una columna. Su pelo blanco, encrespado, rodeaba una frente despellejada en la que palpitaban verrugas de pus como pompas de detergente. La mujer intentaba acercarse a ellos apoyada en su andador, mientras desde sus retinas aguadas goteaba un líquido blancuzco que resbalaba por sus mejillas. Por alguna razón ignoró a Cecilia pero cuando llegó a pocos metros de Eugene se deshizo del andador y trastabilló torpe buscando la cara del hombre con sus manos.

El jardinero se apartó y la mujer tropezó contra el escritorio, su mandíbula cayó desprendida sobre el libro de registro humedeciéndolo con una saliva densa y pringosa. Eugene se hizo a un lado, la anciana le miró con la expresión de un cachorro que no comprendiera nada, la misma que acababa de descubrir en las criaturas que atacaran el Mercado. La segunda acometida no le pilló desprevenido, agarró la cabeza de la mujer con ambas manos y realizó el giro que tantas veces había practicado en aquella otra vida que quería olvidar. La anciana cayó al suelo agitando las piernas hasta que se quedó inmóvil.

—Me temo que aquí no hallaremos ayuda —musitó el brasileño sin dejar de observar si la mujer volvía a levantarse.

Tomó a Cecilia en brazos y recorrió con ella la sala principal. A su izquierda quedaba una sucesión de butacones adosados de espaldas a los ventanales y a su derecha nacían varios corredores que se internaban en las entrañas del hospital. De la oscuridad de uno de ellos brotaba el rumor de los gruñidos que Eugene tan bien conocía, así que decidió dejarlo atrás. El siguiente era muy corto y conducía a los ascensores que subían a las plantas, y sobre el dintel del último encontró un amplio letrero en el que se representaban los símbolos de las diferentes especialidades. Se adentró por él.

Cecilia había dejado de moverse pero aún así no suponía demasiada carga para él. Objetos mayores y más pesados había tenido que acarrear en sus años de esquivar balas y evitar explosiones. El recuerdo le hizo pensar en cuánto tiempo había pasado sin volver a reparar en lo efímero de la vida ni en el olor de la sangre, cuánto había visto, desde luego, sin encontrarse jamás con criaturas difuntas que volvieran a levantarse. Utilizando su mano libre se dibujó la señal de la cruz sobre la cara y el pecho. Nunca había conocido nada muerto con tantas ganas de regresar para dedicarse a matar.

La primera habitación que encontraron era una sala de curas anexa a una amplia consulta decorada con pósters de huesos y atlas anatómicos. Las dos estaban vacías. Eugene entró y tumbó a Cecilia sobre una camilla, su brazo derecho quedó colgando por fuera como un péndulo blanco surcado por líneas rojas, y con los pocos conocimientos de enfermería que podía haber atesorado reparando sus propias heridas y las de sus compañeros, aplicó desinfectante y un apósito de gasa sobre el mordisco que se había llevado gran parte del lado derecho del cuello de la mujer. Intentó vendarlo con torpeza, sus ojos nadaban más en la excitación de encontrar en cualquier momento a alguna de esas criaturas acechándoles desde la puerta que en prestar toda su atención a lo que tenía entre manos. Los gruñidos se les acercaban.

La venda quedó teñida enseguida de un rojo oscuro que se expandía por la tela como el calor del mechero sobre el papel. Eugene retiró el segundo zapato a Cecilia, la puso de pie y trató de que ella misma caminara a su lado pero resultó imposible. Tuvo que abrazarla de nuevo antes de que cayera. Él mismo empezaba a sentir el cansancio, la pierna le ardía agudizando su cojera y la tensión desataba el ritmo de sus pulsaciones. Le costaba respirar. Con ella apoyada en su hombro se asomó al pasillo y encontró al otro lado la manada lenta y desorganizada que deambulaba por la sala de espera. Aún estaban lo suficientemente lejos para atreverse a salir.

—Ya está curada, señorita —murmuró aupándola—. Salgamos de aquí.

Saltó al pasillo con todo el cuidado de no hacer ruido, sus pisadas quedaban ahogadas por el murmullo de los revividos a veinte metros de él. Tenía cerca la puerta doble que daba al siguiente sector del pasillo cuando Cecilia emitió un alarido que alertó a las criaturas. Un hombre pequeño con bata blanca y un jirón de brazo se le quedó mirando durante un segundo antes de emitir un aullido ronco y empezar a correr hacia ellos seguido por el resto.

Eugene no se amedrentó, cruzó la puerta y la cerró de golpe destrozando con ella el cráneo reblandecido de su atacante. Pudo escuchar el topetazo al otro lado, pero desde luego no iba a ser tan sencillo frenar del mismo modo a la manada perturbada que venía detrás. DaSilva se arrodilló junto a la chica.

—¡Cecilia! —exclamó, zarandeándola con dulzura. La cabeza de ella rebotaba sobre su pecho como la de una muñeca de trapo— Ceci, Cecilia. Necesito su ayuda. No me haga esto más.

Se pasó el brazo de la mujer por encima y la sujetó por la cadera. Ella respiraba con dificultad, apenas podía apoyar la punta de los pies en el suelo.

—Ceci, mi amor —le dijo él—. Esas malditas quieren cazarnos. Hágame, por Dios, el favor de caminar conmigo.

Con ella a su lado trató de alejarse por el pasillo. Probó las primeras puertas pero estaban todas cerradas, y pronto comprendió que haciéndolo solamente perdía tiempo. Las criaturas no se iban a detener a probar nada, dejó de intentar abrir puertas y se concentró en acumular metros entre ellos y los cadáveres andantes.

—Escuche —continuó hablándole—. Si usted me ayuda, si no se pone malita y salimos de aquí, la llevaré a ver mi tierra —una puerta de madera con un rectángulo de cristal en el centro cerraba el corredor y Eugene vio la turba que se le acercaba a través de su reflejo. Dio gracias a Dios porque el picaporte cediera con facilidad, pasó al otro lado y trató de acelerar el paso todo cuanto pudiera. Que la dejara cerrada sólo iba a frenar unos segundos a las alimañas—. Sí, sé que aunque no diga nada le gusta la idea. Ya verá, Río le va a encantar.

Mientras avanzaba iba derribando cuanto objeto sirviera para obstruir el pasillo: un estante con vendas y cajas de algodón, un mueble con ruedas y cajones cargados de jeringuillas y paquetes de suministros, percheros huérfanos de bolsas de suero. Se sentía agotado y a punto de desfallecer. Los resucitados se le acercaban.

—¿Le gusta la playa? —le preguntó a Cecilia— Bueno, estaba menos pálida esta mañana, pero apuesto a que disfruta tomando sus baños de sol. Yo en realidad no soy de Río, se lo confieso, pero iremos a Copacabana igualmente, si es lo que le apetece.

El brasileño abrió una puerta más y tras un recodo entraron en el área de especialidades. Esas salitas eran más grandes que las consultas y cada una mostraba en su puerta el símbolo del área que trataba en su interior.

—Tengo familia en Río, eso es cierto. Vaya, debe hacer mil años que no ando por allá…

La puerta que acababan de dejar detrás estalló rebotada contra la pared del pasillo y no menos de seis criaturas se plantaron en la última sección del corredor. Eugene y Cecilia estaban atrapados contra una compuerta corredera eléctrica que no mostraba intención de abrirse. Seguramente había que accionarla con un pulsador cuyo responsable a esas alturas debía encontrarse cuando menos indispuesto.

—Estos amigos son insistentes —jadeó el jardinero, mientras evaluaba las opciones. La respiración de Cecilia se entrecortaba, a menudo amagaba con desaparecer pero al poco volvía con un tosido—. Por favor, no se me convierta en uno de ellos. Cálmese.

Los engendros se les echaban encima sorteando los torpes obstáculos dispuestos por Eugene. No estaban sirviendo de nada. El brasileño abrió con el pie la puerta de la sala más cercana, resultó ser la de rayos, y la aseguró por dentro con un simple pestillo. Sonrió a medias con amargura. Acto seguido dejó a Cecilia apoyada en el suelo y volcó contra la entrada todo el equipo de radiología que fue capaz de desplazar. Camilla, proyector, brazo y lámpara formaron parte de la barricada que le regalaría unos segundos, minutos quizá, de vida junto a la mujer que amaba.

Se acurrucó en la penumbra junto a ella, se echó su cabeza contra el pecho y acarició su cabello. Olía igual que esa lluvia agria con la que la mañana se había tornado en pesadilla. Eugene había soñado mil veces con aquella proximidad, ahora podía sentir el temblor de su piel, cómo se estremecía con cada inspiración. Pensó en cuánto hacia que no abrazaba a una mujer y sonrió ante la idea de que Cecilia fuera a ser la última.

En el pasillo las criaturas se multiplicaban. Empezaron a golpear la puerta una y otra vez despacio, sin prisa, como si supieran que, sólo por insistencia, antes o después, iban a tirarla abajo. El brasileño rezó porque aguantara lo suficiente, si alguien tenía que matarlo y convertirlo en un alma condenada a la muerte en vida, quería que fuera ella.