—Esta lluvia sabe raro —se quejó Jaira.

Aceleraban el paso entre las naves del polígono industrial, las dos mujeres delante, José detrás con el rifle recién cargado. El cementerio vomitaba un ejército de criaturas deformes que se desperdigaban por las calles circundantes como pollos sin cabeza. Algunos perseguían al trío de supervivientes, todavía demasiado lejos para suponer un problema pero acercándose de manera insistente.

—No es lluvia normal —confirmó José paladeando las gotas que mojaban sus dedos—. Procede de la nube que salió de la caja.

—Dios sabrá qué era eso —añadió la chica. El profesor miró a Zoe Cabrera.

—Dios no.

Podían escuchar los gruñidos a su espalda. La carretera descendía dejando a un lado amplios locales de industrias mecánicas y de suministros de albañilería. Aunque la lluvia se intensificaba no les impedía huir por el asfalto pero sí dificultaba la marcha de sus torpes perseguidores. Se detuvieron al final de la pendiente, donde una rotonda desnuda servía de intersección de dos carreteras más amplias y otra menor que rodeaba el polígono. Delante de ellos el edificio de la ITV recibía impasible la tormenta.

—¿Y ahora? —preguntó la doctora.

Ventura miró hacia ambos lados, una de las opciones era sumergirse en un barrio empobrecido de casas bajas, demasiado poblado como para atreverse a llevar hacia allí a los espectros, la otra ascender la loma y tomar el camino que llevaba a la playa. El profesor resopló, lo suyo no era decidir, no era tomar la iniciativa.

—Vayamos hacia arriba —dijo—. La carretera de Las Torres debería estar despejada.

Las mujeres le hicieron caso sin aportar otra idea, ninguna tenía formada una opinión diferente, sólo querían alejarse del cementerio sin perder más tiempo porque la horda de seres desfigurados se les acercaba. Subieron una rampa empinada hacia la entrada del polígono industrial y desembocaron en la vieja comarcal que separa Las Palmas de Tamaraceite. Desde allí hubieran podido ver el mar si el cielo no hubiera estado secuestrado por el nubarrón que lo engullía. De todos modos Ventura los dirigió hacia el norte.

La propia pendiente les sirvió para ampliar su ventaja sobre los resucitados, demasiado lentos y débiles para seguir su ritmo. Muchos dejaron de perseguirles y echaron a correr calle abajo hacia el barrio de Las Torres.

—Parece que pierden fuerza —apuntó Jaira.

La carretera descendía en escurridiza espiral hasta el barrio de Guanarteme, bordeando un barranco que ofrecía una panorámica sublime de la playa de Las Canteras. Hacia el otro lado podían ver la desbandada de criaturas que abandonaban el polígono industrial.

—¿Por qué crees que les pasa? —preguntó Zoe.

—Míralos —señaló Ventura—. Quizá hayan tenido fuerza para romper sus tumbas y puede que no desfallezcan, pero esas bazofias no dejan de ser cadáveres. Están muertos, llevan años muertos, sus procesos de descomposición están en marcha y por más que quieran correr sus músculos y sus huesos están a medio pudrir, son inútiles.

La doctora asintió.

—Supongo que lo lógico es que poco a poco vaya abandonándoles esa vitalidad.

—Yo no encuentro nada lógico en todo esto —replicó el profesor.

Vieron cómo los cuerpos mohosos corrían hacia los edificios y se colaban por los portales abiertos. Los gritos de los vecinos les llegaron desde allí. La gente empezó a huir de sus casas, algunos heridos, otros incapaces de dominar sus nervios. El miedo y la histeria estremecieron las calles mientras se llenaban de hombres y mujeres atolondrados que quedaban irremediablemente a merced de los revividos en una orgía macabra de sangre y vísceras.

Los muertos vivientes se estaban sirviendo un festín.

—Es horrible —murmuró Jaira.

De repente aquellos que habían caído empezaron a levantarse en mitad de unas convulsiones terribles y los asesinados en sus casas salieron vomitados de ellas en un desfile demencial. Los recién devueltos a la vida olfatearon el aire con el gesto desencajado y emprendieron una estampida en busca de carne fresca.

—¿Y estos? —preguntó Zoe.

Sintieron un nudo de pánico descender por su gaznate, la nueva riada de cadáveres andarines empezaba a subir a por ellos. El profesor dio un paso hacia atrás.

—Estos no serán tan lentos —exclamó—. ¡Corred!

Los muertos estaban causando una verdadera masacre en Las Torres y subían por Felo Monzón hacia Siete Palmas. José celebró que los locales estuvieran cerrados y confió en que no hubiera partido de fútbol a esa hora en el flamante estadio de Gran Canaria. Cualquier aglomeración en su camino multiplicaría el número de alimañas por cien en un abrir y cerrar de ojos.

De momento estaban consiguiendo colapsar las avenidas. Los vehículos que subían por Las Ramblas se encontraban con la sorpresa de tener que esquivarlos y uno de ellos erró el volantazo con la mala suerte de ir a estrellarse contra uno de los surtidores de la gasolinera al pie del barrio de La Feria del Atlántico. La explosión hizo zozobrar el suelo de varias manzanas extendiendo una nube negra que rezumaba el olor del gasoil.

El profesor Ventura, que guiaba a las mujeres por la vieja carretera que desembocaba en el extremo occidental de Guanarteme y El Rincón, no pudo evitar darse la vuelta.

—Qué hemos hecho… —murmuró. Jaira le puso una mano en el hombro mientras él buscaba la mirada huidiza de Zoe.

—Vámonos.

Por delante la carretera estaba despejada, como había predicho el profesor, pero pronto dejaría de estarlo. Todavía a suficientes metros a su espalda la comitiva de seres caducos les perseguía despacio pero incansable. Bordearon el barranco dejando a su izquierda el mirador de Bellavista, acercándose al edificio blanco del tanatorio de San Miguel.

—Ustedes dos se conocen —dijo Jaira entonces—. Es cierto.

José Ventura no contestó, la observó de reojo y después frunció el ceño ante la mirada de Zoe.

—Es una larga historia —contestó ella.

—No me vengan con eso de larga historia. Las historias que decimos ser largas para no tener que explicarlas rara vez lo son realmente.

El profesor volvió abrir el rifle para comprobar que la munición estaba bien colocada. Quería estar seguro de que sabría recargarlo cuando llegara el momento.

—No, en realidad no lo es —dijo con un gruñido. El arma se doblaba por la mitad y dejaba al descubierto el espacio para los cartuchos. Seguían allí.

Zoe le clavó una mirada elocuente pero no le costó ignorarla.

—¿Qué sucedió? —preguntó Jaira.

—Trabajamos juntos en la Universidad de Granada. Fue hace muchos años —contestó la historiadora.

—Granada, La Habana, Sevilla, Madrid, varios museos e instituciones —corrigió Ventura—. Sí, buen resumen.

—Has sido tú el que ha dicho que no fue larga.

El profesor se colgó el arma al hombro por la correa. La marea de cuerpos pútridos se disgregaba muchos metros más arriba.

—Nuestra colaboración fue larga —replicó él—. Nuestra historia no.

Zoe le miró con desgana y Jaira apretó los labios en una mueca. Estaban llegando a las inmediaciones del tanatorio, una construcción rectangular y sobria pintada de un blanco inmaculado. Desde allí les llegaban los golpes de un número incierto de criaturas que golpeaban los cristales desde dentro. Les miraban con ojos vidriosos y fauces desencajadas.

—¿Ellos también? —murmuró la doctora— Pensé que sólo habíamos resucitado a los muertos del cementerio.

—No lo entiendo —añadió Jaira.

Los puñetazos eran veloces y junto a las sacudidas de las ventanas empezaba a escucharse el crujido de las grietas.

—Hay muchas cosas que yo tampoco entiendo —apuntó el profesor—, pero intuyo que cuando consigan liberarse saldrán a por nosotros.

—No deberíamos acercarnos —sentenció Jaira, la lluvia calaba su melena negra y hacía brillar sus ojos verdes.

—No lo haremos.

Continuaron alejándose hacia la playa, dejando los golpes atrás, y escucharon el estallido de la puerta y los gritos de las bestias cuando estaban varias curvas más abajo, junto a la entrada del campo de golf.

—¿Adónde piensas ir, José? —preguntó Zoe.

Al otro lado del acantilado se dibujaba la línea del océano que lamía la arena de Las Canteras. El auditorio se erguía como un faro de referencia a pocos metros de ellos y desde sus pies se extendía, como una lengua tramposa, el emblemático paseo marítimo ahora rebosante de gente y criaturas que corrían hacia todos lados. Zoe, Ventura y Jaira perdieron la voz al ver el horror que habían desatado.

La matanza en la playa estaba siendo horrible pero si no se daban prisa los escapados del tanatorio también les alcanzarían a ellos.

—Es mucho peor de lo que pensaba —murmuró el profesor.

Jaira se llevó las manos a la cabeza.

—Qué está pasando…

José miró al cielo y maldijo la llovizna que derramaba la nube verde sucio que ellos y sólo ellos habían dejado escapar. Se giró hacia su antigua colega.

—¿Qué diablos había en esa caja? —le espetó. Zoe bajó la cabeza. Los gruñidos les llegaban ahora tanto desde lo alto de la loma como desde la playa.

—No tengo ni la más remota idea, José. Ahora sácanos de aquí.

¿Yo? Pensó Ventura. Difícilmente podré sacarme a mí mismo. A su derecha la carretera de Las Torres recibía a la que conectaba con el hospital, un enorme edificio gris que ocupaba una depresión del terreno junto a la rotonda de Las Ramblas. El profesor volvió sobre sus pasos y señaló con un gesto hacia allí.

—Se me ocurre pedir ayuda en el hospital.

Jaira le miró frunciendo el ceño.

—¿Qué ayuda vas a pedir? ¿Hola, hemos abierto una puta caja que ha llenado la ciudad de mierda y de muertos vivientes?

—Al menos tendrán puertas —apuntó José.

—Y comida —añadió Zoe.

La joven aventurera arrancó el rifle del brazo de Ventura y apuntó a la sien de la doctora.

—Usted será mejor que se calle, maldita…

Pero Zoe no sólo no se apartó sino que apenas la miró de soslayo.

—¿Maldita qué, niña? José, quítale el juguete a esta cría que ya hace algún tiempo debería estar muerta.

El profesor se acercó a Jaira y la sujetó antes de que golpeara a Zoe con la culata del arma.

—Basta ya. Necesitamos escondernos, descansar y comer algo, y seguro que esas tres cosas el hospital nos las dará.

—¿Crees que estaremos a salvo? —le preguntó la joven recuperando la compostura. Se estiró la camiseta sobre los tejanos y sacudió su melena empapada.

—Sé que aquí no lo estamos.