El mayor problema del hibisco es que, aún siendo una planta tropical, soporta tan mal los excesos de calor como los de frío. Está acostumbrado a beber a gusto en verano, cuando las temperaturas suelen rondar en Canarias los treinta grados, pero, por el contrario, demasiado riego en invierno puede suponerle la aparición de gomosis, podredumbre, lo que termina por matarlo. También es importante mantenerlo libre de pulgones y polillas, sí, no es tan sencillo ver crecer hibiscos con salud y vívidos colores en las macetas que adornan nuestras calles. Sin embargo, afortunadamente para el Ayuntamiento de Las Palmas, Eugene DaSilva había demostrado una mano especial con estas plantas en los jardines que rodeaban el Mercado Central.
El brasileño llevaba doce años viviendo en la capital grancanaria, alejado del ruido y del olor a queroseno entre los que había transcurrido su primer medio siglo de vida. Había aprendido a convivir con la cojera que le retirara de la carrera militar activa y en la tierra que le había acogido en su vejez había encontrado dos nuevas pasiones que le devolvían las ganas de vivir: la jardinería y Cecilia.
El Mercado Central bullía de animación esa mañana que había amanecido fresca aunque despejada pero que de pronto se había cubierto con una nube aguada que ahora rompía en incómoda llovizna. Eugene ya había regado las parcelas de hibiscos, por lo que sabía que tanta agua no iba a sentarles nada bien. Por no hablar de que el olor de aquella lluvia le resultaba realmente molesto, una mezcla opresiva entre fertilizante va cuno y pis. La humedad siempre hacía volver el dolor de su antigua herida y su ligera cojera se volvía más visible, como tantos otros paseantes se refugió en el interior del recinto comercial.
En apenas unos minutos habían quedado empapados su uniforme verde y amarillo de Parques y Jardines y su mata de pelo cana, más descuidada de lo normal, y ahogó una risita al verse reflejado en el cristal de la puerta. Desde allí oteó por encima de las cabezas, como siempre lo hacía, para distinguir en su puesto de fruta y verdura a Cecilia, y decidió aprovechar el parón forzado para saludarla. En el cuarto de baño se adecentó con torpe vanidad, consciente de que sus gruesas arrugas y su piel reseca y tostada por el sol tenían ya poquito arreglo, se lavó las manos y atusó el cabello, y se dirigió a la caseta donde trabajaba la mujer que le tenía sorbido el seso.
La lluvia había abarrotado el Mercado todavía más que de costumbre pero Eugene consiguió abrirse paso hacia ella. Probablemente tuviera la mitad de su edad, pero eso para él no era un problema. Le tenían embrujado sus ojos negros como piel de ciruela, sus labios rojos y esa melena oscura que ese día, qué pena, llevaba recogida en una discreta cola de caballo. Se le acercó y le regaló una sonrisa, probablemente lo único que podría ofrecerle.
—¿Cómo está pasando el día? —le preguntó, su acento carioca casi enmascarado a fuerza de años entre españoles—. Se afeó la mañana, una pena.
Cecilia no le contestó, pero sonreía. Terminó de atender a una mujer que demandaba sus bolsas de fruta y se limpió las manos en el delantal. Tomó de debajo del mostrador una botella de agua mineral y bebió un breve sorbito.
—Dígame, Cecilia. ¿Cómo es que le permiten venir a trabajar tan bella?
La mujer se echó a reír.
—¿Sabe, Eugene —le dijo—, que en todo el tiempo que lleva trabajando aquí, nunca le he visto hablando con otro tendero?
Le brillaban los ojos y el brasileño amplió su sonrisa, lejos de la vergüenza.
—Bueno, señorita Cecilia, eso no hace más que alabar mi buen gusto. ¿No cree?
La vendedora se inclinó sobre una de las bandejas del mostrador y se dio maña en recolocar los melocotones.
—Es usted incorregible, Eugene.
—Sólo pretendo un paseo, Cecilia —sonrió él—. Un paseo por mi playa.
—¿Su playa?
Él asintió. La lluvia arreciaban afuera y la gente continuaba entrando en el Mercado para refugiarse. Algunos empezaban a mostrarse inquietos.
—Hay un rincón de Las Canteras, junto a la Cícer, que es mío. Cecilia, no me negará un paseo.
Ella no podía ocultar su sonrisa franca, le abrumaba el modo sincero en que el brasileño la miraba. La vida da muchas vueltas, había llegado a admitir, y Cecilia llevaba muchos años sin sentirse y sin querer sentirse pretendida.
—Conozco bien la playa —le contestó.
—No conmigo.
Cecilia sonrió de nuevo, boba. No sabía qué hacer con ese hombre. Sin que se hubiera dado cuenta una cola de compradores esperaba paciente ante su puesto.
—Ay, Eugene, es posible…
—¿Es posible? —repitió él, dejando paso.
—Es posible.
—¡Con eso me basta! —exclamó el brasileño mientras se alejaba con la sonrisa de un niño— ¡Volveré más tarde para concretar nuestra cita!
Eugene DaSilva dejó que la tendera prestara atención a sus nuevos clientes y paseó entre el barullo de personas que abarrotaban el Mercado Central colapsando los pasillos frente a los puestos de fruta fresca, verduras del día y las mejores carnes y pescados recién capturados. Iba feliz como un colegial, no sabía cuánto había avanzado en su cortejo a Cecilia pero se sentía henchido sólo por el hecho de haber vuelto a hablar con ella. Hacía tantísimo tiempo que no se enamoraba de una mujer, tanto, que el doloroso recuerdo anterior casi carecía de sentido.
De vuelta al exterior para comprobar los estragos de la lluvia en las macetas escuchó el alarido proveniente de una de las carnicerías, un grito aterrador al que siguieron otros que pica ron su curiosidad y le hicieron acercarse. Fue pavor lo que sintió al ver lo que sucedía, una mezcla de incredulidad y espanto que, cuando consiguió reaccionar, le arrancó una plegaria de manera inconsciente.
La carnicería, como tantas otras, tenía en su expositor una serie de animales de granja desollados y colgados de ganchos de metal. Pues bien, por más que pareciera una pesadilla los conejos y corderos lechales habían empezado a moverse, chillaban estridentes y se sacudían sin control cabeceando con sus cráneos huesudos y tratando de zafarse de sus ataduras. Sus ojos de retinas desprendidas buscaban la luz entre el tumulto de paseantes acorralados por la lluvia mientras intentaban alcanzarles con sus dientes finos y afilados como palillos de madera.
El horror cundió por el Mercado cuando en el resto de puestos de carne y pescado comenzó a ocurrir lo mismo. Eugene atendió a los chillidos que escuchara por su espalda y cuando devolvió la mirada al frente encontró la angustia de una mujer a la que la mandíbula de una liebre había atrapado el brazo. La señora gritaba y el tendero también, él intentó apartarle el animal de encima pero entonces un ternero despellejado alzó la cabeza y le arrancó la tráquea de un bocado. Los horribles chillidos animales se mezclaron con el gorgoteo del mascar carne viva, la gente atrapada intentó correr pero sólo logró aumentar el caos en el interior del Mercado.
Los mostradores tapizados en hielo de las pescaderías habían cobrado vida a través de las piezas frescas que empezaron a sacudirse sobre las piedrillas con un chapoteo gangoso que resultaba aterrador. Sus cuerpos fláccidos e imponentes cabeceaban de un modo grotesco boqueando en busca de carne human que llevarse a sus dientes picudos. En otra carnicería medio cerdo comenzó a gruñir desesperado berreando con estruendo infernal y en el puesto que ocupaba la parcela central los gallos de corral se pusieron en pie desplumados y la emprendieron a picotazos contra todos a su alrededor. Los clientes atónitos se empujaron y tropezaron entre ellos sin saber hacia dónde huir, y entonces las verdaderas criaturas irrumpieron por todas las entradas. Eran hombres y mujeres, o al menos lo habían sido no hacía demasiado. Sus cuerpos mostraban algún tipo de lace ración, habían sido atacados y mordidos, a muchos les faltaban pedazos de piel y partes de su cuerpo. Las heridas burbujeaban infectadas con pompas de pus negra y palpitaban como lengüetazos de carne muerta. Como si el hambre fuera lo único capaz de paliar su dolor lo que hicieron fue atacar los cuellos y extremidades de aquellos cuya sangre todavía seguía caliente.
En cuestión de segundos el recinto del Mercado Central se convirtió en un grotesco coto de caza en el que clientes y comerciantes no eran capaces de comprender lo que estaba sucediendo. Dientes ennegrecidos arrancaban tiras de carne humana, hilos rojizos salpicaban los toldos y escurrían por ellos hasta el suelo enfangado de fluidos y vísceras. Los guardias de seguridad se atrevieron a abrir fuego pero todo aquel que abatían se incorporaba al instante como si las balas no sirvieran de nada. Por arte de maldición los que fallecían regresaban con un hambre atroz a la vida.
Todo estaba pasando demasiado deprisa para que Eugene lo pudiera asimilar. Había logrado apartarse de los animales empalados y había esquivado la embestida de uno de los engendros más rápidos, no comprendía nada pero tenía claro que debía correr si quería sobrevivir. Era experto en supervivencia, no hacía tanto que lo había sido, y ese pensamiento le llevó inevitablemente a Cecilia. Buscó por encima de las cabezas y la descubrió volcada sobre el mostrador de verduras oprimiendo con la mano un espacio vacío donde poco antes debía haber estado una porción de su cuello. La sangre escapaba a borbotones de la herida.
—¡Cecilia, no!
El jardinero corrió hacia ella empujando por igual seres humanos y seres revividos y la tomó en brazos con mayor facilidad de la que esperaba. Salir del mercado no iba a ser tan sencillo pero aún así se dirigió con ímpetu a la puerta más cercana. Esas aberraciones trotaban hacia ellos, eran torpes y descoordinados pero no por eso desfallecían, el ansia les guiaba y movía con una determinación inquebrantable. Eugene pudo apartar a dos de ellos con un golpe en el plexo solar del primero que dio con los dos contra un grupo de cubos de basura y se abrió paso hasta el exterior propinando una sucesión de empujones y puñetazos como un corredor de fútbol americano. Tenía que llegar a su coche, y lo había estacionado dos calles más abajo. La furgoneta blanca de Parques y Jardines había pasado de ser un vehículo feo y destartalado a significar la salvación para su dueño. Durante años había combatido en mil y una misiones bajo órdenes que no siempre compartía, ahora mismo su única misión era meter a Cecilia en ese coche y su única orden la supervivencia.
Los gruñidos de los muertos vivientes llegaban de todas partes, cientos de ellos recorrían las calles del barrio comercial balanceando sus brazos cansinos y ladeando sus cabezas como perrillos hambrientos, sólo el olor a carne humana parecía hacerles reaccionar. Aquí y allá hombres y mujeres a medio pudrir se inclinaban sobre cadáveres de amigos y vecinos, los masticaban con dentelladas voraces royéndolos hasta el hueso hasta que, sin ninguna lógica, esos cuerpos empezaban a convulsionarse y se ponían de pie convertidos en abominaciones inhumanas.
Eugene a duras penas lograba conservar el aliento. Se sentía aterrorizado pero debía continuar, sus fuerzas decaían y cojeaba más que nunca pero tenía que sacar a Cecilia de allí por más que el número de criaturas aumentara a cada instante. Algunos, y resultaban los más peligrosos, eran capaces incluso de correr, al menos durante un tiempo. Otros sólo arrastraban los pies en un agónico deambular como si de un momento a otro fueran a desplomarse. Sus heridas supuraban una espuma blanquecina mientras sus cuerpos parecían deteriorarse lentamente.
DaSilva pasó junto a dos que devoraban un perro y sacudió un puntapié al que levantó la cabeza hacia él. Al otro lado de la calle una pareja de supervivientes intentaba huir. Ella gritaba aferrada al brazo de su marido, que pretendía contener con su paraguas el empuje de un cadáver enfermo. Cuando el perro muerto se incorporó y salió corriendo hacia ellos resultó ser ese brazo lo último que la mujer conservaría de su esposo.
—Aguanta, chiquilla —murmuró el brasileño doblando un recodo mientras el matrimonio se convertía sin quererlo en el centro de atención de las criaturas—. Estamos cerca.
Una maraña de dedos descarnados les asaltó a la carrera llegando desde la avenida principal. Eugene se agachó y golpeó con el hombro a los revividos para hacerlos caer, tropezaron sin equilibrio contra la verja verde de un colegio y quedaron amontonados en el suelo como un amasijo repulsivo de brazos y piernas pataleantes. El jardinero recuperó la compostura y cambió de acera antes de que otro grupo de espantajos notara su presencia.
Apenas tenía tiempo para comprobar el estado de Cecilia. La mujer perdía demasiada sangre, se le escapaba a borbotones de su garganta abierta y rodaba por el uniforme del jardinero. El coche ya estaba a la vista y sólo les separaban de él unos pasos. Una plegaria escapaba como un aliento de los labios de Eugene mientras la calle empezaba a llenarse de engendros, demasiado lentos para alcanzarles antes de que el brasileño lograra abrir la puerta de su furgoneta.
—¡Aguanta! —gritó mientras le colocaba el cinturón de seguridad. Cecilia seguía con él pero respiraba con dificultad—. ¡Aguanta!
DaSilva arrancó y se llevó por delante tres de esas criaturas al irrumpir en el tráfico. Dio media vuelta ignorando el sentido de la circulación y enfiló la Avenida Mesa y López aspirando los kilómetros hacia el Hospital.