Las manos rugosas se aferraban a sus tobillos. Los dedos, como palos de hueso, estaban consiguiendo quitarle un zapato. Rebeca lo dejó ir, sin duda descalza le sería menos difícil sostenerse sobre la furgoneta. Estaba acorralada. Lucho le gritaba desde abajo que se mantuviera agarrada al mástil de la antena, pero el vehículo rodeado de manifestantes circulaba demasiado despacio como para que los revividos no la alcanzaran.
—¡Eso intento!
La reportera definitivamente perdió los dos zapatos, las uñas de los engendros se clavaban en sus gemelos y le rasgaban la piel en esos saltos desesperados por hacerse con una de sus piernas. La nube de color gris tostado había ocultado el sol y ahora una ola de frío estremecía la playa, su abrigo corto era insuficiente para protegerla y la lluvia arruinaba el peinado que tanto le había costado conseguir.
—¡Lucho, cuidado!
La unidad móvil pasó por encima de un cadáver sin brazos derribado en el suelo y Rebeca estuvo a muy poco de caerse por su culpa. Consiguió sostenerse, a duras penas, y cuando miró hacia atrás vio cómo aquel cuerpo aplastado se levantaba despacio y se unía a los demás tambaleándose como un muñeco roto. Sintió las lágrimas inundar sus ojos temblorosos, no era capaz de entender lo que sucedía pero se esforzaba por tomar notas mentales de todo lo que tendría que explicar cuando consiguieran ponerse a salvo para una nueva conexión.
La estampida de manifestantes se desperdigó por el puerto y la playa. La gente desesperada corría en cualquier dirección que significase un espacio abierto para huir de los revividos, y así algunos consiguieron guarecerse tras las puertas del centro comercial o subir a sus coches para abandonar La Isleta. Desde todas partes surgían seres repugnantes que convirtieron Las Canteras en una ratonera suicida entre ellos y el océano, una marea de cadáveres incansables que se extendió por el paseo y la arena aniquilando a los sorprendidos bañistas y ganando efectivos con cada nuevo asesinato.
Sobre el techo de la furgoneta Rebeca se abrazaba a la antena mientras intentaba evitar las manos temblorosas que buscaban sus piernas. Contemplaba horrorizada la horda de muertos vivientes que se estaba desplegando sobre la playa como un alud de termitas hambrientas, se obligaba a creer lo que veían sus ojos. Los todavía vivos tropezaban entre sí por el paseo abarrotado o intentaban correr por la arena que les entorpecía y les hacía tropezar. Si caían, los voraces resucitados no les dejaban la oportunidad de volver a intentarlo. El fino polvo dorado se tiñó de sangre como manchas de vino que crecieran en un mantel reluciente, y el océano devolvió olas tiznadas que arrastraban cuerpos sin vida a los que a menudo faltaban pedazos de carne. Muchos de ellos, inexplicablemente, al llegar a la arena se pusieron de pie.
—¡No veo nada! —chilló Lucho.
La multitud que envolvía la unidad móvil sólo era capaz de gritar y correr. Hombres, mujeres y niños, Las Canteras a rebosar, cada vez menos vivos, cada vez más muertos. Dirigir la furgoneta entre ellos resultaba imposible, así que, más que evitarlos, Lucho tuvo que empezar a empujarlos, a pasarles por encima. Tampoco tenían sitio para apartarse. El técnico subió la unidad móvil al bordillo y continuó por la zona peatonal, los que seguían con vida acertaban a duras penas a quitarse de en medio pero los engendros quedaban atrapados bajo sus ruedas y estallaban como sacos de pus antes de ser conscientes de lo que se les había venido encima. Poco más adelante el paseo marítimo se estrechaba, unos y otros quedaron arrinconados en un cuello de botella por el que la unidad móvil no fue capaz de pasar. Brazos histéricos golpearon la furgoneta, la zarandearon y se auparon al techo para alcanzar a la reportera. Rebeca escuchó el chasquido de un cristal y el grito de Lucho, el furgón quedó retenido en el centro de la horda hambrienta de cadáveres andantes.
—¡Huye! —le chilló el técnico mientras las manos ansiosas le sacaban por la ventanilla. Rebeca sintió flojear sus rodillas, la mirada del mejicano le rompió el corazón pero de repente ya no estaba ahí, se había desvanecido tras un barullo de cabezas peladas y ennegrecidas.
Escuchó los desgarros de la carne arrancada de su esqueleto.
—¡Lucho!
La atención de los revividos se volvió hacia ella.
Rebeca Ruano siempre había querido atención, ¿no se trataba de eso?, sin embargo en ese momento sintió el escalofrío del pánico cuando todos aquellos ojos enrojecidos y de pupilas diminutas se fijaron en los suyos. Trató de saltar para esquivar los zarpazos pero su equilibrio sobre la furgoneta era precario. Los más espabilados se apoyaron en los neumáticos para ampliar su alcance y algunos lograron rozar su falda con las manos. Pronto encontrarían el modo de subir a por ella si no escapaba de allí. La reportera gritó fuera de sí, presa del llanto, resbaló por el parabrisas y rebotó en el capó de la furgoneta, de pronto se vio acorralada en mitad de un círculo de alimañas cuyas caras se deformaban furiosas anhelando su carne.
Lucho era ahora uno de ellos. Parecía querer cobrarse tras la muerte lo que sólo había podido soñar en vida.
La mujer esquivó la acometida y echó a correr a ojos cerrados intentando alejarse de la turba que desataba el caos en los alrededores del hotel. El auditorio Alfredo Kraus se dibujaba al oeste contra los perfiles de las lomas de Los Giles y Arucas, demasiado lejos como para soñar con alcanzarlo sin ser mordida. Los desesperados que huían con ella parecían haber tenido la misma idea, el paseo y la playa se llenaron de gritos y llantos en una ceremonia del asesinato nunca antes vista. Rebeca consiguió evitar las primeras dentelladas, menuda y escurridiza como era, pudo colarse entre los cuerpos que tropezaban y facilitaban la caza a las bestias, y a su paso dejaba atrás tragedias terribles en las que no podía permitirse pensar.
Un hombre tiró de ella pidiéndole auxilio, su pierna había quedado destrozada por un mordisco y no conseguía volver a ponerse de pie. Su mirada de pánico la hizo estremecer. Junto a la barandilla se desangraba el cadáver de un niño, hubiera jurado verlo moverse de nuevo antes de hacer oídos sordos y seguir corriendo. Manos de gente más rápida la empujaban, querían quitarla de en medio, la despedían rebotada de un lado a otro y sólo el instinto de superviviente la mantenía de pie. Tras la curva de Playa Chica sintió una fuerza que la lanzó hacia delante y a continuación un peso enorme que la aplastó contra el suelo, cuando se dio la vuelta tenía a Lucho encima, o mejor dicho un ser asqueroso que se parecía a él, que buscaba lamer su cara con una lengua negruzca y purulenta. El muñón de un brazo extirpado a mordiscos vomitó la sangre que dejó arruinado el vestido de la reportera.
—¡Socorro!
Igual que ella antes, nadie se detuvo a auxiliarla. El técnico mejicano abrió la boca de una manera tan desmesurada que Rebeca creyó escuchar el chasquido de su quijada descoyuntándose, y cuando se precipitaba sobre su cara fue la cabeza del monstruo la que reventó como una piñata de seso y hueso. Otras dos criaturas agarraron las piernas de Rebeca.
—¡Señorita, apártese! —le gritó un hombre desde la bocacalle.
Tres disparos más batieron el aire y las alimañas cayeron de espaldas. Pronto volverían a levantarse.
—¡Venga aquí!
Igual que la aberración en que se había convertido Lucho, el hombre que la llamaba sólo tenía un brazo útil, lo llevaba inmovilizado en un cabestrillo aparatoso y sucio. Le vio cambiarse la pistola de mano y con la sana tiró de ella hacia sí. Hablaba con un acento curioso que a pesar de los años no había logrado disimular.
—Me llamo Flavio Correa y soy policía. Bajo ningún concepto se separe de mí.
La periodista asintió y Correa la condujo por la maraña de calles apestadas de cadáveres, apartándoselos a ritmo de balazo y patada sin miramientos. Si consiguió derribar a alguno debió ser sólo por un momento. Los revividos eran muchos y perseverantes, pero sólo rápidos al principio, su ferocidad descendía a medida que sus órganos muertos perdían vigor. Llegando a Santa Catalina el SEAT León de Edgar Ramírez se detuvo ante ellos derrapando.
—¿Dónde narices estabas? —espetó el detective. Flavio dejó caer a la reportera en el asiento de atrás y él se sentó a su lado. Sacó de su bolsillo un pañuelo blanco y lo apretó contra su muslo desnudo y ensangrentado.
—La han herido, señorita —le dijo. Rebeca estaba desconcertada, viviendo un sueño dentro de una pesadilla. El detective puso la mano de ella encima del improvisado apósito y se estiró para coger de la guantera una botella de agua. Se manejaba con dificultad pero sabía apañarse con una mano. Después de beber un trago se dirigió a su compañero—. No me pareció buena idea esperarte allí.
Edgar protestó con un bufido y arrancó el coche, necesitaba otro cigarro. Observó por el espejo retrovisor y alzó las cejas. Apreció la belleza de la mujer antes de reconocerla.
—¡Carajo, Rebeca Ruano! ¿Cierto?
Ella asintió como si despertara.
—¿La conoces? —preguntó Flavio.
—Joder, espagueti, en qué país vives… Es Rebeca Ruano, de la autonómica. Está como un… En fin, es una de las reporteras más conocidas.
La periodista hizo amago de sonreír, sin embargo sintió más próximo el momento de desmayarse.
—¿A dónde la llevo? —solicitó el policía.
Flavio levantó un ápice el pañuelo del muslo en carne viva. No tenía buen aspecto.
—Vamos al hospital. Ya sabes lo que pasará si pierde demasiada sangre y…
—Entiendo.
Los detectives cruzaron sus miradas a través del espejo. No, ninguno quería que Rebeca Ruano, por conocida que fuese, se transformara en una de esas criaturas dentro del coche. Edgar, en todo caso, aceleró.