—Apuesto a que puedes explicarme lo que acabamos de ver —le dijo Edgar apurando un pitillo. Estaban sentados en el coche a la puerta de la casa de Flavio esperando a que sus hijas bajaran para llevarlas al aeropuerto.
—Apágalo, no quiero que lo vean las niñas —contestó él.
—No jodas, lo estoy dejando.
—Pues vamos, déjalo. Ya vienen.
El detective lanzó el cigarrillo lejos de la ventanilla.
—Explícame lo que ha pasado ahí arriba.
—Con ellas delante no. No hablemos de ello.
La puerta lateral se abrió y Martina y Sofía subieron al coche. Llevaban una maleta mediana y dos mochilas. La de Sofía tenía dibujos chillones de Hello Kitty.
—Hola, papá. Hola, Edgar —dijeron las dos casi al unísono. Los hombres les devolvieron el saludo con una sonrisa y se pusieron en marcha.
—¿Cómo vais de tiempo? —preguntó Edgar.
—Regular —contestó Martina.
—Justos —apuntó su padre.
El coche giró en la última rotonda antes de enfilar el carril de aceleración hacia la autovía.
—Lo digo porque es más que probable que pillemos atasco.
Flavio le puso su brazo bueno sobre el hombro.
—Apuesto a que serás capaz de hacer tu magia —sonrió.
—¿Tantas ganas tienes de que nos vayamos, papá? —preguntó Sofía. Su hermana se echó a reír. Él miró hacia atrás.
—Me lo estoy pensando, hija. Me lo estoy pensando.
—Creo que lo que tú no quieres es que volvamos —añadió Martina.
—¡Quizá! —dijo él, entre risas. Edgar le miró de reojo.
—No le hagáis caso —dijo—. Se pasaría el día llorando sin vosotras.
Flavio dejó escapar el aire.
—La verdad es que sí.
El tráfico no era fluido, desde luego, pero tampoco se podía considerar parado. Edgar maniobró con maestría entre los vehículos más lentos y consiguió serpentear hacia el sur a tiempo para dejar a las chicas en el aeropuerto.
—Espérame aquí —le dijo Flavio desciendo del coche detenido en el arcén de descarga de pasajeros—. Las voy a acompañar al embarque.
—Padrazo —respondió su compañero, encendiéndose ya un nuevo pitillo. Flavio meneó la cabeza.
—Dejarlo, dice.
La cola de embarque acumulaba varias decenas de pasajeros ante el mostrador de la compañía aérea. Muchos de ellos eran turistas que volvían a casa, otros sólo viajeros que aguardaban con ilusión a conocer la bella Italia.
—¿Has avisado a la abuela? —le preguntó Martina. Dejó la maleta de ruedas en el suelo tras el último de la fila y ayudó a su hermana a quitarse la mochila. Flavio acarició con cariño el cabello de su hija pequeña, ante lo que ella protestó ofendida.
—Claro que sí —repuso—. No se le olvidará.
Martina frunció en ceño.
—¿Seguro? Conociéndola…
Su padre sonrió.
—Confía en mí. La abuela y Vittorio estarán allí cuando lleguéis.
Sofía bajó la mirada y permaneció pensativa un segundo.
—¿Crees que ella estará también?
Martina miró a su padre con expresión cansada. Siempre lo mismo. Él tomó la mano de la niña.
—Hoy no creo, cielo —dijo—. Pero sabe que vais. Quizá llame a la abuela para veros un rato.
—Me gustaría conocer al hermanito.
Flavio sonrió.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó.
—David, creo —contestó la niña.
—Davide —corrigió su hermana.
—Eso.
Llegaba su turno en la fila así que Martina sacó de un estuche en el bolso los documentos de identificación de las dos. Sofía no soltaba la mano de su padre.
—Bueno —dijo él—. Cuando hable con la abuela le recordaré que si llama mamá le diga que cuando os vaya a ver lleve al bebé. ¿De acuerdo?
La niña asintió. La mayor recogió las tarjetas de embarque y se giró hacia su padre.
—Listo, viejito —le dio dos besos, el segundo más largo que el primero—. Cuídate ese brazo.
—Sí, viejito, cuídate —repitió Sofía.
Flavio no pudo más que sonreír.
—Cuidaos también. A ver si cuando volváis ya me han quitado el yeso.
La despedida fue rápida, no quedaba demasiado tiempo. El detective vio a sus hijas pasar el control de embarque de camino a una tierra que le había visto crecer pero que hacía años que no pisaba. De regreso al coche casi tropezó con un hombre encogido que se dirigía apresurado al mostrador de facturación. No podía dejar de toser con violencia, Flavio pensó que una costilla se le iba a escapar en una de esas sacudidas.
—¿Libre? —le preguntó Edgar al abrirle la puerta.
—No seas tonto. Estoy triste.
Su compañero arrancó y regresó a la carretera.
—Tristón, guapo y tullido —dijo—. Voy a salir a ligar contigo, seguro que pillo algo.
La autovía de regreso a la ciudad no parecía tan despejada como a la ida. El tráfico se había espesado y, aunque aún no habían tenido que detenerse, avanzar sí que resultaba un suplicio.
—Te dije que íbamos a pillar atasco —comentó Edgar.
—¿Qué coño le pasa al cielo?
—¿Qué?
—Mira. Es la nube de antes, empieza a darme miedo.
El detective Ramírez se retiró las gafas de sol y se fijó en el nubarrón que oscurecía la ciudad como un sudario que fuera a envolver la isla, una sombra grisácea que engullía los edificios al final de la autopista. Empezó a chispear.
—Es la mierda de las fábricas, chico —resolvió—. Un día nos matará a todos.
Subieron las ventanillas y Flavio apagó la música pachanguera de su compañero. Tomó la radio del coche y pidió acceso a la centralita pero nadie contestó del otro lado. Sacó entonces su propio teléfono móvil y llamó directamente a un conocido de Tráfico.
—Oye, ¿qué narices hay en la GC-1? Te escucho fatal. ¿Cuántos kilómetros de retención? —esperó. Hizo una seña a su colega— Tío, la cobertura es una… Ah, bien, de acuerdo.
Edgar volvió a subir la música.
—Y bien, ¿qué te han dicho?
—Al parecer hay un accidente, no saben aún el alcance.
—Parece serio, ¿deberíamos ir?
Flavio subió los hombros.
—Si consigues moverte de aquí…
—Eso está hecho, coloca a Lucille.
El policía se echó a reír. Sacó de la guantera la pequeña sirena imantada y la adhirió al techo del SEAT León. Por más que girara y aullara, los coches que les precedían no tenían espacio para apartarse. Aún con Lucille a tope no conseguían llegar al lugar del accidente.
—Bueno, ¿y ahora vas a hablarme de lo que pasó esta mañana?
Flavio se hizo el que no oía. Edgar insistió.
—Venga, hablemos de ello. Tío, no ha sido normal.
Su compañero le miró.
—No, no fue normal. Pero no sé lo que fue. Y ahora quítame esta puta música.
Edgar apretó los labios. Pulsó con vehemencia el botón de la radio y cambió de emisora.
—Vale, vale, señor quisquilloso. Aquí tienes.
—Ya con la sirena es suficiente ruido.
La música de fiesta había dejado paso a la voz de una locutora. La tertulia giraba en torno a la convención de jefes de estado que estaba teniendo lugar en Las Canteras, pero se escuchaba demasiado mal y entrecortado como para hacerle caso. Quizá, de haberle prestado atención, los detectives Ramírez y Correa hubieran podido anticipar lo que iban a encontrarse.
—Ahí está el accidente —advirtió Flavio.
Edgar se dirigió a la hilera de coches incrustados entre sí en cadena. El humo inundaba ese tramo de autovía, la lluvia lo perforaba dispersando un olor ácido de sudor, gasolina y suciedad. Se oían gritos y lamentos, pero también un extraño gruñido, como de animal salvaje, un rumor ronco y agónico imposible de identificar.
—¿Qué ha pasado aquí? —murmuró Edgar.
—Para.
El detective obedeció y Flavio descendió del coche. Se internó en la humareda escuchando el crujir de metales y el rumor de cuerpos arrastrándose para salir de entre ellos. La lluvia le escocía en los ojos.
—¿Puedes ver algo? —le preguntó Edgar bajando detrás de él.
—¡Ven, ayúdame!
Una llama surgía del capó de un Mercedes empotrado contra la parte trasera de un autobús turístico delante del que se amontonaban siete coches más con sus chasis fruncidos como pliegues de un acordeón. El accidente había sido terrible, muchos de los que habían logrado evitar el choque habían salido rebotados, tropezando entre ellos de lado al lado de los carriles hasta quedar atravesados en mitad de la carretera, algunos volcados panza arriba como tortugas perezosas. La colisión había causado un desastre atroz.
El policía se acercó al Mercedes y abrió la puerta del copiloto para ayudar a salir a un hombre mayor herido en la cabeza. Edgar hizo lo propio con un todoterreno varado en el que había quedado atrapada una pareja joven. Su perro aullaba en la parte trasera.
—Llama a los bomberos, a Tráfico, pide ayuda —le gritó el italiano.
Edgar le señaló al cielo. Un helicóptero policial observaba desde arriba sorteando la espesura de la neblina.
—Ya lo saben. Saquémoslos de aquí.
Un nuevo incendio se originó en otro de los coches pero no fue el único, los petardazos se reproducían entre los siniestrados como estallidos de palomitas de maíz. En cuestión de segundos el calor se hizo insoportable y el olor a combustible cada vez más intenso. Prácticamente pisaban asfalto encharcado. De repente sonó un pitido y las puertas del autobús turístico se abrieron vomitando una horda de excursionistas decrépitos.
—¿Qué es eso? —gritó Edgar.
Flavio se apresuró a sacar su arma y disparó contra uno de ellos. Era un tipo alemán, o lo había sido, la rodilla se le quebró hacia atrás y cayó al suelo, pero siguió avanzando hacia él en una postura grotesca.
Edgar lo apartó de una patada y se giró a su compañero.
—¿No hueles la gasolina? Como vuelvas a disparar te meto yo a ti otro tiro.
—¿Y qué hago?
Una veintena de resucitados descendían del bus con bermudas chillones y calcetines dentro de las sandalias. La mayoría eran de edad avanzada y sus pieles rojizas caían descolgadas como pergaminos marchitos. Mostraban mordiscos infectados y pústulas febriles en las mejillas, sus manos tentaban los hilos de lluvia al tiempo que sus ojos perdidos parecían buscar qué llevarse a la boca.
—No tengo ni idea, primero saca a los vivos.
Los policías esquivaron las acometidas de las criaturas y se acercaron al siguiente vehículo, un turismo de color azul incrustado contra el lateral de una furgoneta. Abrieron las puertas, y, cuando tendieron la mano a los ocupantes, por poco la pierden arrancada de una dentellada. El conductor tenía un pedazo de cristal alojado en el cráneo a través de una cuenca estallada, su acompañante el cuello ladeado en una posición inhumana, pero los dos se afanaban por alcanzarles con los dientes como si llevaran semanas sin probar bocado. De no ser por los cinturones de seguridad que los retenían, hubieran almorzado carne de detective.
Edgar y Flavio dieron un salto hacia atrás y se reunieron en el centro de la vía. Los incendios se propagaban hacia ambos lados mientras las criaturas corrían como dementes entre los vehículos atacando a los pasajeros. Muchos subían las ventanas y accionaban los seguros de las puertas como si eso fuera a servirles de algo, otros abandonaban sus coches y emprendían la huida por el asfalto, pero antes o después eran alcanzados y convertidos en aperitivo sanguinolento antes de volver a levantarse. El tramo de autopista pronto se convirtió en un grotesco desfile de monstruos hambrientos y el helicóptero policial empezó a abrir fuego contra ellos.
—¡Protégete! —gritó Flavio. Echaron a correr hacia su coche evitando dedos y manos y esquivando las balas.
—¿Están locos? ¿No ven la gasolina? —preguntó Edgar.
—Llegado a este punto no creo que les importe.
Entraron en el SEAT León y un segundo después una sacudida brutal estremeció la autopista. La explosión levantó el autobús turístico por los aires y desplazó los coches cercanos, las balas del helicóptero habían encontrado la gasolina. Las criaturas ardieron en llamas pero aún así consiguieron dar unos pasos antes de desplomarse. Como si sólo pensaran en engullir, siguieron cabeceando ajenas al calor y a la nube de humo negro que consumía el aire.
—Cierra las ventanas —ordenó Edgar—. Nos vamos.
El León hizo honor a su nombre y rugió en primera marcha llevándose por delante los cuerpos desmembrados y a medio corromper de un puñado de resucitados. Resonaron contra los bajos como monigotes de escayola hueca. Edgar consiguió colarse a trompicones entre los vehículos atascados que la explosión había desperdigado y salió a espacio abierto muchos metros después del accidente. El italiano se atropellaba al narrar por teléfono a la Central lo que había sucedido.
—Mandarán refuerzos —explicó a su compañero, colgando.
—¿Refuerzos? Al puto ejército es al que tienen que mandar.
Flavio miró hacia atrás, donde la humareda, lejos de disiparse, parecía adueñarse de las siluetas titubeantes que deambulaban por la autovía en llamas. Pensaba en sus hijas, en la suerte de haberlas enviado lejos antes de que aquel infierno se desatara en su tierra.
—¿Qué están diciendo en la radio? —Edgar llamó su atención subiendo el volumen. Apenas se escuchaba con claridad la voz de una reportera que explicaba el caos que estaba teniendo lugar frente al hotel AC de Las Canteras. Se la oía tan lejos que podría estar hablando desde otra galaxia.
—¿La convención? Debe haber miles de personas.
—Escucha.
«Desde hace unos minutos el terror ha tomado forma en las inmediaciones del hotel AC. Aunque parezca increíble la gente está fuera de sí, los manifestantes se atacan unos a otros con intención de morderse como, no sé, ¡caníbales! Hay cientos de heridos e incluso muertos en la calle y en la playa, ¡las fuerzas de seguridad se ven sobrepasadas! Hemos podido ver cómo algunos de los fallecidos se levantaban de nuevo y corrían tras los demás, ¡es cierto!».
Los policías se miraron horrorizados.
—¿No te parece que la chica exagera?
Flavio asintió.
—Muchísimo.
Edgar se llevó la mano al bolsillo.
—¿Un cigarro?
—Compañero…
—Ni de coña.
El detective tiró el tabaco por la ventana.
—Pues ya sabes.
Flavio Correa sacó su brazo sano por la ventanilla y conectó a Lucille.