Al menos el mar estaba en calma, se dijo. Era mucho peor realizar ese trabajo con mala mar o con tormenta, cuando los bandazos del yate con cada ola hacían casi imperceptibles los tirones del cable desde abajo. Ella lo sabía, había acompañado a Tony demasiadas veces como para no saberlo, y por eso se sentía un tanto aliviada. Sin embargo —pensó un segundo, fijando la mirada en la luz intermitente y lejana del faro de Agaete—, por Dios bendito, sal ya de ahí.

Entornaba los ojos como los de un gato. Verdes, de un brillo intenso, incluso bajo la débil mirada de la luna. Ella la prefería llena, con todo el mar inundado de acogedora claridad mortecina, como un tapiz azulado que reflejase mansamente el vibrar de las estrellas. Pero, circunstancias son circunstancias. Será mejor no llamar la atención, había dicho El Francés. Correcto, había apuntado Tony, ignorando la mirada desconfiada y reprobadora de ella.

Por eso todo estaba oscuro. Por eso la línea fina, como una risilla entre dientes, de la luna menguante no servía para tranquilizarla. Y por eso tenía que forzar la vista para descubrir con alivio, nunca a más de quince millas de distancia, los destellos dorados de las casitas blancas que poblaban la bahía. Ojalá no pase un ferry, se repetía. Ojalá este mamón encuentre de una vez por todas lo que demonios esté buscando.

No hacía demasiado de aquella conversación con El Francés. De hecho, apenas se cumplía una semana desde que aquel les invitara a un suculento almuerzo en El Bodegón, en pleno casco histórico, para explicarles los detalles de la operación. Yo os pongo todos los medios a mi alcance, por eso no os preocupéis, les había dicho con su estudiada sonrisa de perlas mientras daba cuenta, una tras otra, de media docena de lapas bañadas en mojo verde y acompañadas, sólo algunas veces, de algún mordisco de pan sancochado y un par de taquitos de queso fresco. El tinto caro y ostentoso no podía faltar en la mesa de un francés multimillonario. Nos pones todos los medios, había repetido ella en su mente, luego él se había lavado las manos y eran ella y Tony, con su yate y su pellejo en juego, quienes debían sortear las inclemencias del mar, la amenaza de los ferrys y la presencia incierta de las patrulleras de la Guardia Civil.

Sin embargo, esa noche la superficie del mar era una balsa de aceite. Apenas unas ráfagas de suave brisa punteaban de vez en cuando la mancha negra haciendo brotar leves crestas, ni siquiera olas enteras, que prácticamente se rompían antes de nacer. A veces, a lo lejos, creía escuchar, no sin asustarse, los chapoteos de delfines o cachalotes. Adoraba el mar, le encantaba observar embobada los juegos de los peces con la estela del yate, acompañándoles a través del Atlántico o del Mediterráneo. Era algo de lo mucho que había aprendido durante aquellos años junto a Tony, la belleza de lo no humano. Él decía que nuestra raza empeora lo que ya es bello, en lugar de admirarlo. Que destruimos lo que es hermoso hasta hacerlo parecerse a nosotros, seres inútiles y aburridos que no sabemos apreciar, ni disfrutar el escaso tiempo del que disponemos. Tal vez tuviera razón.

Por eso Tony huía del mundo civilizado, por eso se perdía en su yate durante meses o desaparecía entre selvas y montes exóticos sin rumbo aparente. Por eso buscaba tesoros, por eso vivía con la luna y las estrellas, con el fuego y con la tormenta y, según ella, demasiado con el peligro. Vivir es breve, solía decir Tony, hagámoslo merecer la pena.

Ella adoraba el mar, sí. Había crecido a su vera, allá, en su tierra, y ahora, junto a Tony, había aprendido a amarlo. Pero aquella noche, de madrugada, sola en cubierta, tiritando y no precisamente de frío, maldita la gracia que le hacían los chapoteos de los delfines.

Ya no busco tesoros, ya te encontré a ti, le había susurrado Tony dos amaneceres atrás, minutos después de despertar desnudo a su lado en la pequeña habitación del apartamento alquilado del Puerto de las Nieves. Se lo había susurrado al oído, con su voz dulce y perezosa, paciente, a pesar de estar enredado en otra de esas desagradables conversaciones en las que ella le pedía, le rogaba, que dejase de mezclarse con según qué gente. Pero este francés nos va a pagar una pasta, lo sabes, y la necesitamos para nuestro sueño.

El sueño de Tony era, en realidad, el sueño de ella. Llevaba cinco años sin separarse de su lado, viajando, explorando, buscando por todos los confines del globo. Junto a él había recorrido varias veces el Mediterráneo comerciando, intercambiando productos y ejerciendo como transportista para vendedores anónimos que deslizaban, sin hacer demasiado ruido, mercancías más o menos legales para compradores sin nombre ni rostro. Travesías nocturnas bajo el manto estrellado y el viento traicionero del estrecho, viajes eternos por costas remotas, vendiendo su valor y experiencia a ricachones cobardes y avariciosos, que, como ahora, enviaban al cazador de recompensas a la búsqueda de templos escondidos, ciudades enterradas, arrecifes inaccesibles o tesoros ocultos en las tripas de galeones hundidos. Pero siempre, norma inequívoca del manual de estilo de los coleccionistas sin escrúpulos, poniendo en peligro sólo la vida del intermediario.

De su mano había viajado y conocido lugares que hasta entonces sólo creía posibles en su imaginación y en los escasos libros que había podido leer en su infancia. Si algún día los barcos pudieran surcar el firmamento —solía repetirle el marinero en susurros a la luz de la luna, con su yate a la deriva en algún punto indefinido del paralelo que separa Tasmania de Nueva Zelanda— yo seré el primero en llevarte a conocer las estrellas. Para el hambre de mar de Tony no había saciedad, y ella le amaba, amaba su compañía, su voz, el calor de sus labios y la pasión de su abrazo. Se estremecía cuando sus ojos la miraban enamorados al atardecer en alguna escondida bahía a la que sólo él tuviera el valor y el conocimiento para llegar. Porque Tony era el mejor, y, por desgracia para ella, todos lo sabían.

Y estaba cansada. Estaba harta de tener que jugársela a solas intuyendo el rugir de los motores de las patrulleras, cansada de no saber dónde iba a despertar al día siguiente, de la incertidumbre del mañana, de si habría un mañana. Tenían dinero suficiente para llenar dos vidas, tenían experiencia, mundo y cultura, tenían recuerdos, buenos y malos, de los que no mucha gente podía presumir, y ella no necesitaba más. Lo que sí necesitaba era a su hombre, una casa en tierra firme, una puesta de sol que contemplar a su lado sin el vaivén de una cubierta. Ese era su sueño, el de ella.

No podía seguir así. Eso fue lo que decidió mientras le esperaba apoyada en la baranda de babor, asustada y a oscuras, sintiendo la brisa húmeda de la madrugada colarse por las mangas de su jersey. Sujetaba con ambas manos el cable plastificado, su misión consistía en mantener la presión con delicadeza, soltando algún metro más si era necesario pero sin dejar de sentir la tensión, atenta a los tirones que Tony, desde el otro lado, daría cuando hubiese encontrado aquello por lo que se había sumergido y que significarían que comenzase a subirle. Atenta también, aunque sin querer pensar en ello, a un difícil, pero nunca descartable, aumento repentino en el peso del cable, como un largo tirón continuado que no cesase, señal inequívoca de que la bombona de oxígeno había dicho basta. Entonces también tendría que subirlo, pero volvería a casa sola.

Sí, no podía seguir así. En cuanto terminasen el trabajo y saldasen su cuenta con El Francés le pediría que lo dejase, que se retirase. Él la miraría y sonreiría, con aquellos ojos azules tan tiernos como fríos a veces, que dirían sin palabras, pero sin dudar: claro cariño, eso está hecho. Lo haría.

Eso sería después. Ahora, bajo ese cielo estrellado y hermoso que le hacía recordar al de su tierra, tan poblado de luceros que parecía blanco más que negro, el hombre al que amaba se encontraba colgado de un cable, atado a una bombona de oxígeno, setenta metros por debajo de sus pies, haciendo equilibrios sobre tablones de madera podrida de trescientos años de antigüedad.

No era la primera vez que Tony lidiaba con viejos galeones. De hecho, casi se podía decir que era un experto. Sobre todo en el Caribe, donde había vivido muchos años dedicado a rescatar cualquier cosa que tuviera valor de los restos de navíos enterrados entre las algas y el fango del fondo del mar. Plata española, cofres de monedas acuñadas muchos siglos atrás y que hoy multiplican su valor, y, en especial, perlas caribeñas que las naves españolas transportaban a Sevilla antes de ser abordadas por corsarios o piratas, allá por el mil seiscientos y pico. Por eso le sorprendió tanto que aquella mañana, apoyado en la ventana mientras esperaba el desayuno, y observando pensativo el ajetreo de los marinos y pescadores en el puerto, Tony murmurara casi sin quererlo:

—Pero este es mucho más difícil.

—¿Por qué, cariño? —había respondido ella pasando los huevos fritos de la sartén a los platos.

—¿Eh? —dijo el marino, girándose sobresaltado, como regresando de un sueño que la voz de ella hubiera interrumpido.

—Decías que este es mucho más difícil. Y te preguntó qué es tan difícil y por qué.

El marinero volvió a dejarse caer sobre el alféizar, con los codos apoyados en la madera y la barbilla entre las manos. El sol arrancaba destellos de sus ojos aún legañosos, ante los que los pescadores recogían aparejos tras una mañana no demasiado fructífera.

—Este barco —explicó con voz perdida—. Parece mucho más complicado de lo que pensaba.

—¿Pero vas a decirme por qué? —insistió ella a la vez que le plantaba un sonoro beso en la sien—. Ven, ya está el desayuno.

Tony Ventura se levantó todavía adormecido del taburete que había colocado ante la ventana para estudiar el trasiego y la rutina del puerto y se sentó a la mesa sin deshacerse de su actitud pensativa y, hasta cierto punto, preocupada. La noche anterior se había sumergido por primera vez y había buceado hasta el lugar que indicaban los mapas que le había proporcionado El Francés. Allí no había nada, como era habitual a la hora de buscar galeones hundidos. Pero sí que encontró una acumulación de algas y barro un cuarto de milla más al oeste y no tardó en descubrir bajo ella los restos desvencijados de un pecio encallado. Con gran parte de las cuadernas quebradas, el mascarón de proa a punto de deshacerse como láminas de hojaldre y la mitad de sus mástiles partidos, no, no iba a ser fácil sacarlo de allí.

El trabajo de la primera expedición, llamada de acercamiento, se limitaba a observar y tomar notas mentales sobre la manera más apropiada de abordarlo. Tony lo rodeó varias veces y sacó fotografías de sus estancos vencidos y de su equipamiento mohoso repartido por las salas, las cubiertas y también por el fondo del mar. No había restos humanos, lógicamente, pero sí una gran cantidad de peces jugueteando entre sus aberturas. Tuvo que extremar el cuidado para no tocar nada, de momento, por miedo a que la vieja estructura carcomida se viniera abajo junto a cualquier posible tesoro, mientras la chica tomaba notas desde el yate relativas a la profundidad, la fuerza y dirección de las corrientes o a la temperatura del agua. Y antes de regresar a la superficie el buceador descubrió, ocultas por una capa de herrumbre, las grandes letras en el casco que daban nombre y vida a aquel fantasma: Esperanza.

—Aguas heladas —enumeró el cazarrecompensas mientras daba cuenta de su café con leche y dos huevos fritos—, fuertes corrientes, maderas demasiado antiguas como para aguantar cualquier sacudida sin descomponerse como papel de fumar. Es un suicidio. Si al menos tuviera los planos originales del buque…

—¿De qué murió ese barco? —gruñó ella con la boca llena.

—Abordado y hundido por piratas. Ya sabes, a fuego y cañonazos.

—Ah, entiendo.

—Por eso el casco presenta esos boquetes y tiene la mayor parte de sus tablas quemadas y roídas. Es una visión muy triste.

—¿Qué harás entonces? —le preguntó, abrigando la esperanza de que, por primera vez, Tony Ventura abandonara un trabajo.

—Necesitaré bastante oxígeno, tal vez dos bombonas. Y tendré que apuntalarlo antes de poder entrar.

Tony llevaba casi dos horas allí abajo. El frío comenzaba a ser incómodo y esperar tanto rato a solas, a pesar de haberlo hecho mil veces, no dejaba de asustarla. La buena noticia era que el mar estaba tan manso y el agua tan clara que podía atisbar el fulgor de la linterna de Tony moverse de un lado para otro debajo del yate, al otro extremo del cable. No veía el momento de sentir los tres tirones convenidos y accionar el motor del rotor que devolvería al buzo a la superficie.

No era normal que en el silencio sepulcral que envolvía el barco escuchara, de pronto, aquel ronroneo, todavía lejano pero que sin duda se acercaba. Cuando por fin llegaron los tres tirones de cable que esperaba, no experimentó ninguna emoción, sino que activó el motor sin pensar en ello. Toda su atención estaba dedicada a la identificación de aquella sombra veloz que se deslizaba sobre el mar hacia ellos. Cada vez más cerca, intentaba recordar dónde había visto antes esas dos siluetas que pilotaban la embarcación.

El extremo del cable de acero plastificado llegó hasta la superficie y tuvo que subir a cubierta un pesado cofre de madera oscura con cerraduras y herrajes de oro. Instantes después vio emerger por fin la cabeza sonriente y satisfecha de Tony a diez metros del yate, justo cuando la inesperada embarcación se abarloaba a la suya y un hombre de rasgos confusos saltaba a cubierta y la apuntaba con una reluciente pistola cromada. No tuvo siquiera tiempo de gritar antes de escuchar el callado silbido del silenciador y de que una bala ardiente se clavara en su hombro. Salió despedida contra la barandilla de estribor y cayó al mar dejando escapar una estela de sangre.

Lo último que pudo ver mientras se dejaba arrastrar por la corriente al borde de la inconsciencia fue cómo el segundo hombre también saltaba a su barco y entre los dos sacaban a Tony del agua, le incrustaban dos balazos en el estómago y lo devolvían al mar, cómo prendían fuego al yate en el que había pasado los últimos años de su vida y se llevaban el cofre a su embarcación alejándose a toda velocidad hacia el este.