Joaquín se dio la vuelta apoyado contra las puertas del ascensor que acababan de cerrarse. La sangre manchaba su camisa celeste y el azul marino de su traje, y el sudor perlaba su cuero cabelludo casi desnudo. El poco pelo que le quedaba ya sólo rodeaba las orejas y el cogote. Se le notaba especialmente fatigado. Aunque alto y fornido, ya no se mantenía en la forma física que había ostentado de joven, cuando solía competir como luchador en los terreros de Moya.

—¿Qué carajo ha pasado? —gruñó con acento cerrado.

Detrás de él Sergio sostenía a su hermano Jaime, atenazado por un horror que no podía imaginar. El atleta había tropezado varias veces en la huida y sólo el empuje del policía había evitado que cayera y quedara atrás. Ahora a los dos les costaba recuperar el aliento.

El ascensor empezó a subir.

—Se han… levantado —murmuró la mujer joven al borde de un ataque de ansiedad, su sobrino la abrazaba intentando calmarla. Podía resultar atractiva, quizá. Ahora su cara mostraba una expresión de terror difícil de valorar.

—Eso es imposible —replicó Joaquín.

—Usted lo ha visto igual que todos —añadió Marta desde el fondo del ascensor—. No puedo creerlo.

Los mellizos habían dejado de llorar, se acurrucaban contra su madre con los ojos muy abiertos y el aliento entorpecido por el miedo. Cuando la campanilla de parada sonó los ocho salieron a una planta que a juzgar por el silencio parecía vacía.

—¿Dónde estamos? —preguntó Sergio— ¿Qué piso marcó?

Joaquín se giró pero las puertas del ascensor ya habían vuelto a cerrarse. Miró el indicador luminoso sobre el dintel.

—No tenía ni idea. El octavo, parece.

No se oía más ruido en toda la planta que un pitido intermitente procedente de alguna habitación. No había enfermeros en el puesto de celadores ni nadie en la salita de espera. Marta se dirigió con los niños a una hilera de sillas de plástico de las que formaban en el recibidor delante del ascensor y compró una botella de agua en una máquina expendedora.

—Tomad, ya está. Ya pasó.

Los mellizos bebieron por turnos. Sus mejillas sonrosadas y sus ojos hinchados empezaron a calmarse, y la mujer y su sobrino se acercaron a ellos. Ella era aún joven, quizá algo mayor que Jaime pero no alcanzaba la treintena, y una vez más tranquila no quedaba duda de que era una mujer bonita. De hecho Marta ya había notado cómo su marido la recorría de arriba a abajo desde que entrara en el tanatorio. El chico, en cambio, era todavía adolescente. A pesar de que su altura y corpulencia pudiera hacerle aparentar más, debía rondar los diecisiete.

—¿Qué más vende la máquina? —le preguntó. Marta echó un vistazo.

—Café.

—¿No hay comida?

Ella le señaló hacia un lado con la cabeza.

—La de comida es aquella.

El chico se dirigió hacia la segunda máquina tanteando el interior de sus bolsillos.

Joaquín se había sentado sólo en otra de las filas de butacas, cruzaba y descruzaba los dedos de las manos mientras sus zapatos parecían bailar sobre sus puntas. Miraba la sucesión de números del ascensor pasar de un piso al otro y murmuraba para sí maldiciones ininteligibles. Jaime se levantó del suelo para sentarse junto a su cuñada y los niños. Sergio le guio sin apenas levantar la vista, y cuando lo hizo y su mirada se encontró con la de su mujer los sentimientos fueron confusos.

—Dame un poco de agua, Marta —murmuró el invidente, ella le ayudó a tomar asiento al lado de los mellizos.

El agudo pitido parecía marcar sus latidos.

—¿Hay algo de comer allí, chaval? —preguntó Sergio.

—Me llamo Hugo —respondió el chico, su voz todavía sonaba acuosa y triste—. Y no, no hay nada. Un par de chocolatinas y caramelos, poco más.

—Servirá.

El policía sacó unas monedas de su cartera y compró chocolatinas para su hermano y para sus hijos. Le ofreció otra a Marta pero ella ni siquiera se la negó con la cabeza. Antes de regresar a las sillas Hugo miró a su tía y esta le indicó que le llevara una.

—Muy bien, coman —saltó Joaquín de repente—. Pero alguien debería pensar en qué vamos a hacer ahora.

—Daba por hecho que eso lo estaba haciendo usted, caballero.

El hombre se levantó airado y se enfrentó a Sergio. El policía le sostuvo la mirada con media sonrisa.

—No estoy para bromas, hijo. Acabo de ver a mi propio padre matar a mi madre a mordiscos.

—Yo he visto al mío intentar atrapar a mis hijos. Tampoco ha sido divertido.

La tía de Hugo se levantó para tirar el papel de la chocolatina. No era capaz de quedarse sentada y quieta esperando.

—Basta ya, los dos. Mis sobrinos han roto los ataúdes en los que íbamos a enterrarlos, han asesinado a su madre, mi hermana. No quiero saber ahora por qué, sólo salir de aquí. Díganme cómo vamos a hacerlo.

Todos callaron.

—Se han levantado… —murmuró Jaime entonces, como si formara parte de un segundo plano de conversación. No era capaz de entenderlo. Marta le pasó el brazo por los hombros y lo estrechó contra sí. Estaba aterrado.

—Salir de aquí es sencillo —añadió Sergio—. Ya estaríamos fuera si en vez de pulsar la planta ocho hubiéramos pulsado la planta baja.

Joaquín le lanzó una mirada helada.

—Váyase a mierda, estúpido —escupió—. No le vi a usted hacerse cargo de pulsar ningún botón.

—Desde luego, estaba ayudando a los demás a llegar al ascensor.

—¿Qué insinúa?

Joaquín empujó al policía, Sergio mostraba esa expresión decidida que Marta conocía demasiado bien, cuyos resortes ya había probado.

—No se le ocurra volver a tocarme.

—¡Paren! —la tía de Hugo se interpuso entre los dos y recibió la acometida que Sergio pretendía dedicar a Joaquín. Salió despedida contra la pared y se golpeó la cabeza en la caída. Su sobrino corrió a socorrerla.

—Lo lamento mucho —masculló Sergio.

—Qué hijo de puta eres —gruñó Marta. Él hizo el ademán de ir a golpearla también pero su bofetón se quedó en el camino. Los mellizos le observaban con miedo en sus ojos.

—No vuelvas a insultarme delante de los niños.

Jaime se levantó y tanteó el aire hasta sujetar los brazos de su hermano.

—Siéntate, Sergio —el otro le hizo caso sin dejar de clavar la mirada en la de su esposa—. He perdido el bastón, quédate conmigo, por favor.

Marta también se acercó a la joven, le llevó agua y comprobó el estado de su cabeza. Por fortuna el choque se había quedado en un mero golpetazo. Joaquín había vuelto a la silla, se miraba las manos y se las llevó a los labios intentando contener el llanto.

—Levántate —dijo Marta. Hugo y ella ayudaron a la chica a sentarse en una butaca cercana a la puerta de una de las habitaciones, lejos de la tensión que se estaba acumulando en el recibidor—. ¿Cómo te llamas?

—Carmen.

Marta sonrió.

—Qué bonito. Mi madre también se llamaba Carmen. ¿A qué te dedicas?

—Soy fotógrafa. Expongo.

—Estupendo, cuando salgamos de aquí anótame dónde puedo ir a ver tus obras. ¿Las vendes? —la joven asintió— Genial. ¿Y tú qué estudias, Hugo?

—Estudio poco —contestó él con media sonrisa. De repente la escondió, realmente no tenía ganas reírse, como si cual quier broma hubiera perdido para siempre todo su sentido—. Soy futbolista, bueno, de base. Seré profesional si tengo suerte.

—¿Ah, sí? ¿Has oído, Jaime? Mi cuñado también es deportista. Atleta.

El chico se relajó, de algún modo la casualidad le hacía sentirse menos solo. Fue una sensación agradable que, sin embargo, le llevó de nuevo a pensar en su madre. Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas, todo había sucedido demasiado rápido como para poder asimilarlo.

—Eh, tranquilo —le dijo Marta—. Ya tendremos tiempo de ponernos tristes cuando salgamos de aquí, ¿verdad, Carmen?

La mujer asintió, aunque no estaba muy segura de ninguna de las dos cosas.

Los mellizos reclamaron a su madre. Cuando Marta regresó junto a ellos al recibidor un enfermero surgió de una de las habitaciones al otro lado del pasillo.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó. Sergio se giró hacia él y Joaquín levantó las manos como si hubiera llegado el Séptimo de Caballería. Los dos se levantaron—. Esta planta está cerrada. Estos enfermos no reciben visitas.

—Escúchenos —empezó Sergio—. Algo ha sucedido ahí abajo.

El enfermero le cortó.

—Abajo, dónde. Da igual, aquí no pueden estar.

—En el tanatorio —añadió Joaquín—. Los muertos se han levantado.

El policía le dedicó una mirada elocuente, el enfermero frunció el ceño.

—Llame y pida ayuda —añadió Marta.

—Miren, tienen que irse. No sé de qué me hablan pero aquí…

—¡Pida ayuda!

El pitido intermitente cobró velocidad y de pronto se volvió urgente.

—Oigan, no tengo tiempo para discutir con ustedes. Ese paciente no puede quedarse solo —pulsó el botón del ascensor—. Vayan a recepción y llamen a quien quieran.

Antes de que terminara la frase el pitido dejó de ser intermitente y se convirtió en un agudo sostenido. El enfermero salió corriendo de regreso a la habitación. Sergio y Marta se miraron, Hugo ayudó a levantarse a su tía y los dos se unieron al resto, Jaime tenía cogidas las manos de sus sobrinos entre las suyas mientras Joaquín miraba aterrado la puerta del ascensor que subía.

Un piso más cada segundo.

Los golpes en la habitación les sobresaltaron, el choque metálico de cubiertos contra el suelo y el estruendo de la mesa de plástico rebotada contra la puerta les puso en alerta. De súbito uno de esos percheros que sostienen las bolsas de suero salió despedido y se estrelló contra la pared del pasillo, quedó asomado mirándoles como si pidiera auxilio. Carmen se llevó la mano a la boca. Una salva de sangre voló vomitada desde la habitación y ensució el blanco impoluto de las baldosas.

—¿Qué pasa ahí dentro? —llamó Sergio, buscando la respuesta del enfermero.

Entonces un hombre de unos dos mil años salió tambaleante por la puerta del cuarto. Viejo y arrugado, estaba consumido hasta el pellejo y cargaba como un péndulo una bolsa de orina arraigada a su cuerpo por un tubo gris que desaparecía bajo su bata celeste. Su mandíbula inferior caía sobre su pecho como un dispensador de caramelos PEZ y de su garganta manaba una baba malva mezcla de sangre y líquidos gástricos. Arrastraba los pies hacia ellos sosteniendo en la mano uno de los brazos del enfermero.

—¡Corramos! —gritó el policía.

Marta le ayudó a incorporar a Jaime mientras Carmen y Hugo se hicieron cargo de los mellizos. Joaquín le zarandeó por los hombros.

—¡Hacia dónde!

Estaban atrapados entre el anciano y el ascensor, sin más manera de alcanzar el otro extremo del pasillo que enfrentándose al viejo. En ese instante sonó el pitido de las puertas abriéndose y el ascensor vomitó media docena de enfermos y enfermeros muertos y recién resucitados. Todos ellos saltaron sobre Joaquín.

—¡Socorro!

El antiguo luchador consiguió empujar a uno, pudo sujetar los brazos de otro que buscaba atrapar su cuello, se apartó a un tercero de una patada y evitó una dentellada en la cara inter poniendo su codo. No les iba a resultar tan sencillo mover su tremendo cuerpo. Soltó una mano para golpear a la enfermera ensangrentada que pretendía morder su pierna y con un cabezazo quebró los dientes de un paciente hambriento que había perdido su bata. Podría aguantar algo más pero necesitaba otros brazos y piernas que le liberaran.

—¡Ayúdale! —gritó Marta a su marido.

Sergio la miró e hizo ademán de acercarse pero sintió la punzada del miedo paralizarle. En el pasillo Hugo y Carmen mantenían a los mellizos alejados del anciano que caminaba imperturbable hacia ellos, de pronto el viejo se detuvo frente a la puerta de una habitación, olisqueó el aire como un perro hambriento, miró a su interior y se abalanzó sobre la cama. El alarido de otro paciente surgió de ella y estremeció toda la planta.

—¡El pasillo está despejado! —gritó Carmen. En el lado opuesto podía ver la puerta cerrada de otro ascensor— ¡Corran!

Hugo volvió junto a Sergio mientras Jaime y Marta seguían a Carmen y a los mellizos por el corredor. Pretendían sacar de allí a Joaquín pero no sabían cómo acercarse. Escuchaban el crujido gomoso de las mandíbulas masticando la carne humana con una punzaba de náusea en sus estómagos. El chico intentó asir el brazo del luchador pero Sergio le detuvo. Seis pares de manos con sus correspondientes dedos pugnaban por hacerse con un pedazo de aquel cuerpo generoso y no iban a ser ellos los que les brindasen un suculento postre. El policía jamás olvidaría los ojos suplicantes que buscaron los suyos justo antes que la cabeza de Joaquín fuera separada de su cuerpo.

—¡Vamos!

Tiró del brazo de Hugo. Corrieron a trompicones tras los pasos del resto con la urgencia de saber que los resucitados no iban a tardar en terminar con Joaquín. Cuando casi llegaban, medio enfermero saltó desde la habitación del anciano y les acorraló contra la pared del pasillo. Le faltaba una mejilla y lucía un boquete en el costado derecho, pero los dedos empapados en sangre de su único brazo buscaban entrar en los ojos del chico.

Carmen soltó a los mellizos.

—¡Hugo!

Ella y Sergio agarraron al monstruo por la espalda y lo tiraron al suelo, Carmen se llevó a su sobrino tras el mostrador de los celadores mientras Sergio, enfrentado a la criatura, buscaba instintivamente su arma reglamentaria. Recordó demasiado tarde que no estaba de servicio. El enfermero gritó y se abalanzó contra él, le agarró por el cuello y sujetó su cabeza con intención de morderla. El policía trastabilló al interior de una de las habitaciones, con dos brazos se manejaba mejor que él con sólo una, y haciendo acopio de fuerza le estampó contra la pared contraria. Había logrado zafarse, entre toses ahogadas salió del cuarto y cerró la puerta con muy poca convicción.

—Esto no le detendrá —dijo. Buscó con la mirada a su mujer y a su hermano al otro lado del pasillo, habían conseguido llegar al ascensor. Quiso unirse a ellos pero los muertos vivientes que acababan de dar cuenta de Joaquín y que ahora corrían hacia él no opinaban lo mismo.

Carmen y Hugo tiraron de su camisa antes de que las criaturas le alcanzaran.

—¡Por aquí! —dijo ella. Le empujó al interior de una puerta que daba a las escaleras de servicio. Antes de echar a correr descendiendo por ellas observó a su familia recibir el ascensor. Estaba vacío.