Desde la penumbra de la pequeña capilla el profesor Ventura irrumpió en el pasillo principal y empujó con el rifle a dos de las criaturas. Cuánto hubiera deseado tener a su hermano en esos momentos a su lado. Los cuerpos reblandecidos chocaron entre sí y cayeron contra la pared de la oficina parroquial, estremeciéndose con un crujido de huesos y una nube de polvo que permaneció en el aire unos segundos. Jaira y los demás aprovecharon el desconcierto para seguir a José al interior del recinto y se detuvieron junto a él en la intersección de tres caminos de tierra que se internaban en el cementerio. Había empezado a lloviznar, la bruma verdosa se había espesado en el cielo configurando la nube de color gris insano que lentamente descargaba sobre la ciudad una lluvia sucia que olía a óxido y putrefacción.

—¿Y ahora por dónde, genio? —le preguntó al profesor El Francés.

El ala sur del camposanto permanecía en obras desde hacía tiempo y hacia allí se dirigía el sendero de su derecha. De tomar ese camino su huida podía quedar cortada en cualquier momento. El de la izquierda serpenteaba entre antiguos panteones y bloques de nichos verticales, y desde allí les llegaban los golpes de las losas de piedra y mármol siendo golpeadas desde dentro. Hacia el frente la calle principal atravesaba el corazón del cementerio partiendo en dos el terreno abonado de cruces torcidas y lápidas centenarias, la tierra crepitaba y se abría aquí y allá dejando escapar su colección de cadáveres putrefactos. Era el camino más corto pero les obligaría a esquivar dedos y dentaduras de engendros ansiosos por alcanzarles. El tridente de posibilidades confluía en un único sendero al otro lado de una plaza circular, una fuente central de roca que imitaba ser montaña y qué incluía una cascada artificial y coloridas jardineras de flores, a pocos metros de la salida.

—No creo que tengan fuerza suficiente para escapar de esos nichos —vaticinó José señalando hacia su izquierda—. El rodeo nos hará tardar más pero…

Las mujeres asintieron. Jaira, desde luego, no pensaba separarse del profesor.

—Te has vuelto tonto, Ventura —bramó Dupont—. No pienso permanecer un minuto más aquí dentro y la manera más rápida de largarme de esta locura es correr en línea recta. Estos bichos son torpes y lentos, no me alcanzarán. Quien quiera que me siga.

El Francés se acercó a un rincón junto a la escalinata del edificio principal y se hizo con una de las palas de los enterradores. Empezó a avanzar por el camino central golpeando con ella a los engendros lechosos que se le acercaban, no le costó derribarlos como muñecos de paja atolondrados y consiguió despejar su escapatoria hasta que pudo echar a correr. Había tenido razón, el esfuerzo de excavar la tierra y de trepar desde el fondo de la fosa dejaba a las criaturas temporalmente exhaustas, y para cuando se lanzaban a por él les resultaba muy difícil detenerle.

—¡Son débiles! —chilló. Había logrado avanzar un tercio del camino hacia la salida, sin embargo los cadáveres que abatía sólo tardaban un instante en volver a levantarse y cada vez eran más los que escarbaban la tierra y asomaban a la superficie— Sus huesos están podridos… Sus músculos… ¡Consumidos! ¡Venid!

Lejos del alcance de esos demonios, Zoe y Jaira observaban la carrera de Dupont paralizadas junto a José Ventura, un profesor timorato armado con un rifle que no sabía utilizar. La lluvia ácida escocía en sus ojos y el temblor de la tierra estremecía sus pies. De repente la hierba a su alrededor empezó a removerse y un brazo oscuro y descarnado surgió de las profundidades seguido al momento por un segundo, sus garras acariciaban el aire con dedos famélicos y entumecidos. Una de esas manos se aferró a la pierna de la historiadora y empezó a tirar de ella hacia abajo buscando impulso para auparse y terminar de salir de su enterramiento, hasta que un cráneo lívido abrigado por apenas tres parches de piel y de cuero cabelludo roñoso se abrió paso entre las briznas de hierba y amenazó con morderla.

Jaira alertó a tiempo a Ventura y, con patadas, consiguieron separarlo de la doctora antes de que la alcanzara, sin pensarlo el profesor pegó su cañón a la cuenca herrumbrosa de la criatura y con un estallido de pólvora la cabeza salió disparada contra la piedra de su propia lápida.

—¡Vámonos! —gritó José echando a andar por el sendero a su izquierda, sus dedos se peleaban con el tirador de la recámara en un intento por recargar el arma.

—¿Y él? —exclamó Zoe, señalando hacia el coleccionista.

—Él eligió el suicidio —sentenció el profesor.

El Francés desapareció de su vista en su atropellada carrera entre cuerpos revividos, la doctora Cabrera no pudo más que seguir a Jaira y José por el sendero pedregoso que bordeaba las fosas desparramadas y tras doblar un recodo llegaron al área de los nichos verticales.

La lluvia golpeaba sobre las construcciones paralelas que no levantaban menos de diez metros de alto. Moles grises de enterramientos apilados, como una enorme colmena de mortero y mármol, custodiaban pasillos estrechos en los que la tierra empezaba a tornarse en fango. Sobre algunos nichos se sostenían ramos de flores en soportes de latón adosados a las losas, carísimas planchas de mármol decoradas con frases mortuorias en letras doradas. Sin embargo en la mayoría apenas unas iniciales y una fecha cincelada en el cemento identificaban sin más a los ocupantes de los osarios. Muchas de esas flores caían ahora sobre los charcos, empujadas por golpes sobrenaturales provenientes de manos muertas.

Pom.

Los puñetazos resonaban en el cementerio como aldabonazos perversos.

Pom.

Jaira, José y Zoe comenzaron a avanzar por el pasillo. Los enterramientos parecían mirarles como ventanas tapiadas, algunas a punto de caer al suelo, otras agrietadas como pintura reseca. En más de una boquetes en el cemento dejaba asomar los brazos y las cabezas que querían salir de ellos. Los golpes eran terribles y estremecedores.

Pom. Pom.

Los lamentos de quienes intentaban escapar, espantosos.

—No entiendo cómo pueden romper los nichos —murmuró Zoe. Se frotaba los hombros para combatir el frío pero no había modo de liberarla del miedo. La lluvia empañaba sus gafas y calaba su fina blusa blanca, le impedía caminar sin tropezar con sus botas de tacón, sin embargo ella no apartaba la vista de las sacudidas en las compuertas, como si la siguiente fuera a ser la que liberase de golpe al torrente de resucitados—. Ataúdes, cemento, mármol. No deberían poder salir.

Jaira pegó un respingo a punto de ser alcanzaba por una mano que se abrió paso entre las grietas de una lápida rota a puñetazos. Los dedos rozaron su pelo, sintió el tirón y casi cayó al suelo. Apretó el brazo de José en espera de una respuesta.

—El problema no es la fuerza —dijo él, y esa no era la respuesta que ellas deseaban—. Sino la paciencia.

Los golpes no decaían, continuaban. Cada vez más fuerte, cada vez más cercanos. Como si poco a poco fueran despertando el resto de criaturas, el estruendo en el interior de los bloques de cemento se convirtió en un redoble espeluznante y ensordecedor. Estaban llegando. Para los tres intrusos el camino de tierra giró noventa grados y tras otro recodo encontraron una pequeña fuente instalada para que los visitantes pudieran rellenar los cubos con los que regar las flores. Continuaron alejándose de la entrada del cementerio, un nuevo pasillo entre bloques de nichos desembocaba en la explanada de los panteones y mausoleos.

—No todas las sepulturas resistirán mucho tiempo con golpes como estos —añadió el profesor.

La puerta de uno de los mausoleos, uno de mármol negro y mayor altura que el resto, había sido destrozada a empujones y de su interior brotaba titubeante una familia de fallecidos a medio pudrir. El historiador y las mujeres dieron un salto y aceleraron el paso, las criaturas estaban aún demasiado lejos para suponer una amenaza, pero no pensaban quedarse a darles la bienvenida. En las losas sobre los nichos los golpes se reproducían como un martilleo incansable y atronador.

Pom. Pom. Pom.

La primera en estallar por completo y caer al suelo quedaba a su espalda, y, cuando se dieron la vuelta, una mano blanquecina se asomaba al exterior recibiendo la lluvia. Los dedos acariciaron el borde y se aferraron a él para sacar la cabeza pelona y podrida de una mujer que les miró sin pupilas mientras su boca chorreaba una bilis grumosa y negruzca. Dos nichos por debajo de ella apareció primero una pierna, había lanzado de una patada la losa contra la pared de enfrente, y la siguió el resto de un hombre encogido que comenzó a caminar trastabillado hacia ellos. Más acá un cadáver robusto expulsó medio cuerpo fuera del enterramiento como si el nicho pariera un anciano mutilado. Le faltaban las piernas pero gateó ansioso por el fango. A su lado un jirón de ser humano se deslizaba despacio por la abertura hasta caer como un muñeco roto al suelo entre los restos de cemento destrozado.

El estruendo de gritos y gruñidos les alertó de que en lo alto de la loma dos mausoleos más acaban de perder sus portones. Una comitiva de muertos vivientes salió expulsada de la oscuridad inundando el cementerio, el jardín de sepulturas albergó la reunión de difuntos devueltos a la vida.

Ventura levantó la escopeta.

—¡Corred!

Disparó y arrancó un pedazo de piedra pero el retroceso le empujó contra una de las paredes de nichos, unas manos calludas atravesaron el cemento y se aferraron a su cuello.

—¡Ayuda!

Zoe Cabrera perdió pie y casi cayó al suelo, pero Jaira saltó sobre esos músculos podridos y utilizó las uñas para separarlos de la piel de José. El profesor resbaló y se dejó rodar por el barro casi sin aliento, Jaira intentó ponerle de pie buscando con la mirada la de la doctora.

—¿Piensa quedarse ahí mucho tiempo?

La historiadora zozobró, estaba aterrada. Cuando acertó a recuperar la compostura ayudó a la joven a levantar a Ventura.

—Sigamos —balbuceó él entre medias de ansiosas bocanadas de aire, las criaturas empezaban a caer de los nichos abiertos como lombrices recién nacidas—. La salida esta cerca.

Los cadáveres más recientes se movían deprisa pero los renacidos del suelo o de los nichos antiguos no lo hacían tanto. Jaira utilizaba el rifle como ariete para golpear a los que se acercaban mientras Zoe tiraba de un José dolorido en dirección a la puerta enrejada que empezaba a dibujarse entre la llovizna. Un grito estremeció el corredor principal y se apresuraron para llegar a la intersección de los tres caminos, un grupo de resucitados deambulaba como perdido por el sector contrario pero desde el huerto de cruces les llegaron los lamentos agónicos de Gérard Dupont.

La historiadora estranguló un alarido antes de llegar a soltarlo. Las criaturas rodeaban al coleccionista, había conseguido esquivarlos durante un tiempo y apartarse de sus garras hasta casi alcanzar la fuente central, pero las tumbas resultaban ser más de las que había calculado y las alimañas renacidas muchas más de las que imaginara. El camposanto había quedado infestado de cadáveres revividos, andrajos titubeantes y a medio pudrir que no habían dudado en cubrir su necesidad imperiosa de alimentarse utilizando el cuerpo de El Francés. Se disputaban sus pedazos entre quejidos codiciosos.

—¡Ventura! —balbuceó lo que una vez había sido Dupont.

El profesor alzó la escopeta y apretó el gatillo pero sólo un ruido sordo surgió de su cañón cromado.

—No sé poner más balas —masculló José, las mujeres se le quedaron mirando con horror—. ¡Nunca lo he hecho!

—¡Inténtalo! —le gritó Zoe— ¡Sácalo de ahí!

El profesor la miró enojado, tendiéndole el arma.

—¿Sabes tú?

Una anciana vestida con un largo harapo negro, y cuya mitad inferior del cráneo había desaparecido, agarró uno de los brazos de El Francés. Un niño con llagas en la espalda aferró su pierna, dos seres más le sujetaron y otro rasgó su abdomen con una sucesión de arañazos hasta atravesarlo con sus propias manos y estirar de sus entrañas para llevárselas a la boca. Hubo cierta discusión por el reparto. El coleccionista aulló de dolor y miedo, Ventura quiso correr hacia él pero sus compañeras se lo impidieron, hubiera terminado del mismo modo. De pronto los miembros del galo se descoyuntaron con un crujido espantoso y sus tendones saltaron partidos como cuerdas de guitarra. Lo que Ventura pudo tener claro era que ese muñón de carne sanguinolenta mordisqueado por semejantes monstruos no iba a volver a despertarse como uno de ellos.

Jaira desvió la mirada, Zoe lanzó un chillido que alertó a toda la congregación de muertos vivientes con el mismo efecto que un anuncio radiado de carne en oferta.

—¡Doctora, venga aquí! —le gritó la chica, la tomó del brazo justo cuando un espantajo con un solo ojo se lanzaba sobre ella.

No había tiempo para aprender a recargar. Los cartuchos tamborileaban en el bolsillo de su gabardina pero Ventura utilizó el rifle como bate y derribó a un anciano reseco que a duras penas se mantenía en pie. Corrieron los tres hacia la salida que daba al polígono industrial de Las Torres, Jaira trepó la verja en primer lugar y José ayudó a Zoe a auparse al metal para seguirla. Después él mismo se encaramó con torpeza y cayó del otro lado con un crujir de huesos. No tenía edad para juegos de aventuras. La pared de hierro aisló a los renacidos dentro del cementerio pero sus gruñidos horribles seguían comiéndose el ánimo de los supervivientes, que sabían que esa separación iba a ser solamente temporal. El profesor se puso al frente del grupo y emprendieron la marcha descendiendo la avenida entre naves industriales y garajes cerrados, y mientras Jaira recuperaba el aliento Zoe recomponía en su mente analítica las imágenes de las últimas horas. Increíble, imposible, eran las palabras que le venían a la cabeza. Sólo tenía que mirar hacía atrás para darse cuenta de que la realidad resultaba mucho más aterradora que cualquier pesadilla.

—¿A dónde vamos? —preguntó.

—Lejos, por favor —le contestó Jaira—. Lejos de ellos.

El profesor buscó munición en su gabardina y probó mil maneras de insertarla en el rifle vacío. Cuando lo consiguió murmuró una palabrota y señaló hacia más arriba, hacia donde la lluvia castigaba la carretera que bordeaba el polígono industrial y descendía al barrio marinero.

—Busquemos ayuda, debemos alertar a los demás. A todo el mundo.