Al tercer timbrazo tampoco acudió nadie a abrirles, pero sin duda se escuchaban voces dentro del apartamento.
—¿Cómo quieres hacerlo? —preguntó Edgar.
—Con sutileza.
Casi al instante en que Flavio terminaba la frase estallaron tres disparos de arma de fuego al otro lado de la puerta. Su compañero dio un paso atrás y tomando impulso derribó de una patada la plancha de madera.
—¡Alto!
Un hombre delgado y de piel morena les observaba con mirada desencajada y una pistola en la mano. De su cañón brotaba un hilo de humo, había a sus pies tres cadáveres en el suelo.
—¿Pero qué demonios ha hecho, imbécil? —le preguntó Edgar sin dejar de apuntarle.
El tipo estaba asustado y confuso. Sus ojos desorbitados se perdían más allá del corpulento policía y, a su espalda, se desparramaba sobre una mesa una pareja de saquitos de polvo blanco abiertos en canal. El hombre levantó la pistola.
—Quédese quieto —murmuró Edgar. El arma del homicida señaló a su propio pecho, luego a su papada. Abrió fuego.
—¡No!
Flavio se abalanzó contra él para detener la hemorragia, pero lo que quedaba de su cabeza difícilmente iba a dejar de sangrar.
—¿Qué es esto? —preguntó Edgar guardando su arma. Flavio dejó caer hacia atrás al suicida y se incorporó con su camisa celeste manchada de sangre.
—Una fiesta —contestó.
—Pues me cago en el cabrón que nos haya invitado. ¿Cuál es Ladilla?
Los tres cuerpos yacían casi uno sobre otro por dentro y por fuera de una alfombra mullida llena de polvo y ceniza. La televisión apagada reflejaba la luz de la ventana y en el ambiente el olor de la pólvora se mezclaba con el de un fuerte café. La cocaína nevaba la mesa junto a un afilado abrecartas y un sobre marrón cargado de billetes de cien y cincuenta, una serie de cigarros chupados desbordaban los filos de un cenicero de barro recuerdo de Maspalomas.
—Necesito otra camisa —gruñó Flavio—. Vigílalos.
—Eso está hecho —contestó su compañero—. No parecen tener previsto ningún paseo. Pero, por favor, dime que no piensas robarle ropa a un muerto.
—Tengo que llevar a las niñas al aeropuerto. No puedo presentarme ensangrentado.
El detective cruzó el pasillo y tras dejar atrás una habitación decorada con papel pintado de motivos infantiles y repleta de cajas de cartón y bolsas de plástico, entró en otra mayor presidida por una cama de matrimonio y un armario empotrado de tamaño imponente. Flavio abrió confiado una de las puertas.
—¡Mierda! —exclamó. Edgar se asomó a la boca del corredor desde la entrada.
—¿Qué pasa?
—Otro fiambre.
Un hombre de baja estatura ocupaba el espacio entre las chaquetas y los pantalones con una corbata roja anudada por un extremo a su cuello y por el otro a la barra del perchero. Tenía uno de sus ojos cerrado y el otro apenas abierto e hinchado como si fuera a salir despedido de su cuenca. La lengua le colgaba y había quedado adosada a su barbilla. Flavio no pudo evitar dar un salto hacia atrás.
—Qué asco…
—Parece que aquí se lo han pasado bien.
—Desde luego.
El policía se quitó la camisa retirando el cabestrillo, no sin dolor, y revisó el armario en busca de algo limpio que pudiera servirle. Las opciones se reducían a una sudadera gris con capucha que lucía en el pecho el discreto logotipo de alguna franquicia deportiva. Se acercó a la ventana para comprobar que no estuviera sucia.
—¿Qué narices le pasa al día? —murmuró.
Edgar también se asomó desde las ventanas del salón.
—Se está cerrando.
—Vamos tío, esa nube no es normal. Además, hace media hora amanecía despejado.
Flavio Correa se enfundó la sudadera que hedía a humedad y se dirigió de regreso al salón. Antes de que pudiera hacerlo el cadáver dentro del armario se estremeció y trató de caminar hacia él entre gruñidos guturales con la mala pata de que la corbata enganchada a la barra superior se lo impedía. La criatura forcejeaba con su atadura intentando alcanzar al policía con los dedos en una postura ridícula.
—Pero qué… —Flavio sacó su arma reglamentaria de la cartuchera y disparó dos tiros contra su pecho.
—¡Ey! ¿Qué ha sido eso? —le gritó Edgar.
La criatura recibió los impactos pero no hizo ademán de detenerse. Bien al contrario, seguía luchando por liberarse, sus fauces bullían de rabia buscando la piel del policía. De repente la corbata saltó partida en dos y el engendro salió despedido hacia delante, Flavio lo recibió con un amago y terminó de empujarlo por la ventana. Se destrozó cien articulaciones al reventar contra el suelo, sin embargo al segundo volvió a levantarse. Flavio no daba crédito a lo que estaba viendo.
—¿Qué…?
—¡Flavio! —el grito llegó ahogado desde el recibidor, histérico como nunca había tenido que oír a su compañero. Los cadáveres del salón habían empezado a convulsionarse, alguno ya se ponía en pie ignorando las heridas de bala que minutos atrás los derribaran.
Edgar no se lo pensó esta vez y abrió fuego contra el primero, el muerto viviente volvió a caer, herido en una pierna, pero eso no le detuvo sino que siguió gateando hacia el policía. Flavio irrumpió en la habitación vaciando un cargador sobre el segundo de ellos.
—¿Qué les pasa? —gritó Edgar. Se quitó de encima al resucitado golpeándole con la pierna, le frenó lo suficiente para acribillarle el pecho a balazos y dejarlo pegado al suelo. Del mismo modo Flavio había conseguido derribar a otro. Los dos tirotearon a la vez al tercero hasta que su torso quedó agujereado como un colador.
—Ya pensaremos en ello, ¡vámonos!
Los tres cuerpos estaban heridos, los tres sangrados y con partes del cuerpo desprendidas por los disparos, sin embargo volvían a ponerse de pie y salían tras ellos. Los policías tuvieron suerte de que el ascensor seguía en su piso, pudieron alejarse de las criaturas mientras veían por la rejilla cómo estas empezaban a bajar por la escalera.
—¿Qué mierda de droga había en esa mesa?
Flavio meneó la cabeza y se acarició la mano enyesada.
—No tengo ni idea —dijo—. Joder, me he hecho daño.
Abandonaron a toda prisa el recibidor y salieron a la luz sin dejar de mirar hacia atrás. Los revividos no iban a tardar en alcanzarles, así que Edgar regresó sobre sus pasos y cerró la hoja doble del portal desatando las burlas de los sorprendidos jóvenes que charlaban en la escalera. Se reunió con su compañero y mientras este esperaba que abriera el coche se encendió un cigarrillo.
—¿Qué demonios haces? —le espetó Flavio. Edgar respiraba con dificultad, había quedado impresionado y también exhausto. Los resucitados llegaron a la puerta e incapaces de girar el picaporte se limitaron a dar golpes contra el cristal. Aún resistiría unos minutos, pero los chavales del portal salieron a escape horrorizados.
—¡Qué demonios es eso! —gritó uno mirando a los policías.
—Tío, lo necesito —contestó Edgar ignorando al chico, con un gesto les mandó a él y a sus amigos que salieran de su vista.
—Se supone que te lo han prohibido. Ábreme, quiero la radio.
—Espera, tranquilo. La puerta los retiene.
El estallido de voces llegó desde la esquina opuesta del edificio. El que iba delante era el ahorcado que antes de despeñarse había atacado a Flavio, cada pierna tiraba para un lado, ambas completamente rotas, y de su boca pendía un pedazo de carne ensangrentado que se bamboleaba como un péndulo vomitivo. Comandaba un grupo de criaturas cuyos cuerpos decrépitos parecían recién pasados por la picadora. Estaban hambrientos y cayeron sobre los jóvenes de la escalera como depredadores implacables. Los gruñidos de las dentelladas se mezclaron con los alaridos de terror de los muchachos.
—¿Y a estos qué los retiene? —chilló Flavio.
Los dos detectives levantaron sus pistolas y dispararon contra los engendros, los hicieron caer pero en menos de lo que tarda en contarse habían recuperado la postura y volvían al ataque.
—¿Qué coño hacemos? —preguntó Edgar buscando en sus bolsillos más munición. Los cadáveres andantes estaban a punto de llegar al coche.
—Salir de aquí y pedir refuerzos —replicó Flavio—. ¡Corre!
Poco después el SEAT León chirriaba derrapando para dar la vuelta, llevándose por delante varias de esas criaturas. El policía emprendió la carrera cuesta abajo de regreso a la ciudad mientras Flavio no sabía que diantre explicarle a la voz al otro lado de la radio. Chi cerca mal, mal trova, solía decir su madre.