Lo primero que llamó la atención de Alacrán fueron los golpes. Aldabonazos que parecían sacudir desde dentro los nichos como si alguien quisiera salir de ellos. Entre las hileras de sepulcros verticales vibraba el suelo de tumbas antiguas, huerto de cruces custodiadas por ángeles de mármol y esculturas de yeso. La tierra se estremecía como si palpitase, como si obedeciera el impulso de despertar.
Alacrán sintió cómo su vello se erizaba en un escalofrío de pánico que aflojaba su estómago. Miró atrás, hacia su jefe, y la súplica de sus ojos no tardó en ser respondida. Gérard Dupont y Zoe descendieron los pocos metros de loma hasta la entrada del cementerio, llegaron a tiempo de ver la primera de las manos que conseguía escarbar su recubrimiento de tierra y buscaba el cielo abierto. A esta la siguió otra, y a ellas otras muchas, brazos enteros se abrían paso desde las profundidades y encontraban apoyos para sacar de las tumbas el resto de sus cuerpos. Calaveras roídas de cabellos hirsutos, cadáveres decrépitos que apenas conservaban jirones de sus ropas, pieles morenas tiznadas por la podredumbre y vísceras consumidas que descolgaban corrompidas desde sus cavidades invadidas por los insectos, los muertos salían de sus sepulturas y volvían a caminar sobre la tierra.
—No es posible —murmuró Dupont. A su lado Zoe había empezado a chillar histérica.
—¡Vámonos de aquí! —gritaba, incapaz de controlar sus nervios— ¡Esto es una locura!
Desde la parte alta de la loma Ventura se esforzaba por otear lo que sucedía tras las puertas del camposanto. Los ruidos que oyera se habían convertido en gritos, en voces, en gruñidos que no podían de ninguna manera proceder de este mundo.
—¡Dupont! ¿Qué hay ahí? —llamó.
Antes de recibir respuesta distinguió cómo el trío saltaba hacia atrás y escuchó el golpetazo metálico de la verja al ser sacudida.
—¡Han llegado a la puerta! —gritó entonces El Francés.
—Me temo que ya sé… —murmuró el profesor. Los ojos de Jaira se abrieron de par en par y le buscó con la mirada. Ninguno de los dos había olvidado lo sucedido en la cripta—. Hay que salir de aquí.
El profesor se levantó y trató de ayudar a la muchacha, pero uno de los escoltas armados le detuvo empujándole con su rifle de regreso al suelo.
—¿A dónde crees que vas?
El segundo matón apuntó a la cabeza de Jaira.
—¿Qué ha sido eso?
—¿A qué te refieres? —le increpó José— Ella no ha dicho nada.
—¿Entonces?
Los dos escoltas se giraron al mismo tiempo. El ruido procedía de detrás de ellos, a sus pies, del cadáver de Matías Hidalgo que había empezado a moverse. Más fuerte y rápido que los que intentaban salir del cementerio, se echó encima del matón más cercano y de una profunda dentellada se llevó su mejilla derecha consigo. El guardaespaldas se desangraba disparando salvas al cielo mientras el fraile resucitado acometía contra su compañero, que trataba de huir. Los segundos que permaneció en el suelo masticándole fueron cruciales para que Ventura pudiera moverse hacia Jaira y espalda contra espalda desatarla. La chica se quitó la mordaza y también liberó las manos del profesor. Cuando se rozaron Ventura notó que temblaba.
—No pienses en ello —le dijo él, horadando sus ojos verdes con la mirada—. Sólo corre.
Sin perder un instante se giraron para escapar del cementerio, pero ahora tenían tres cuerpos revividos cortándoles el paso. El padre Hidalgo ya no parecía tan fuerte como antes, sus músculos empezaban a perder vigor, sin embargo los dos guardaespaldas conservaban aún el empuje que tuvieran en vida.
—¡Hacia atrás! —gritó Ventura, agachándose a por uno de los rifles. Lo cogió en brazos, pesaba más de lo que esperaba, y se guardo un puñado de cartuchos en el bolsillo— ¡Corre!
Justo cuando el profesor tiraba del brazo de Jaira escucharon el estallido de la verja del cementerio arrancada de sus goznes. Al mirar hacia atrás sus ojos tropezaron con los de El Francés, con los de Zoe, y con los desencajados de Alacrán, convertido en banquete para la media docena de criaturas hambrientas que le sujetaban. El chasquido de sus miembros descoyuntados llenó el amanecer sobre la loma de San Lázaro. Una jauría de cuerpos sin vida escapó de su cárcel de mortero y tierra y se zambulló en una segunda vida. Su único impulso: el hambre.
—¿Y ahora que hacemos? —le chilló El Francés.
—¿Y a mí me lo pregunta? ¡Yo no abrí la maldita caja!
—¡Cuidado!
Jaira acertó a empujar a Zoe antes de que una de las bestias alcanzara su hombro con las garras. El rifle del profesor descerrajó un disparo contra su pecho que sólo la alejó unos metros, inexplicablemente la criatura seguía de pie y regresaba.
—¡No sé cómo se recarga esto! —gritó Ventura.
—Traiga.
El Francés le quitó el arma de las manos y accionó la palanca del percutor, disparó dos veces más sin conseguir con ello que la alimaña cayera. Le devolvió el rifle al profesor.
—No sé qué mierda son —dijo—. ¡Pero no se detienen!
—Sabe de sobra lo que son —le respondió el profesor, agotando otro disparo—. Y usted los ha despertado.
El cuarteto empezaba a quedar atrapado contra la pared del cementerio, la muchedumbre se cerraba sobre ellos a punto de rozarles con los dedos y el arma de fuego resultaba inútil.
—¡Por aquí! —exclamó Jaira, deslizando hacia un lado el cristal de una ventana mal cerrada.
Se coló por ella en el interior de una de las capillas y los otros tres la siguieron. La luz grisácea convertía en fantasmales las siluetas de los bancos y los candelabros adosados las paredes, y sobre el altar una virgen tallada en madera observaba la procesión de muertos vivientes a través de la puerta opuesta. El cementerio los vomitaba como un reguero de carne y miembros descolgados, la pequeña capilla resultaba el peor lugar posible para esconderse de ellos.
—Debemos salir —murmuró José, agazapado junto a la entrada.
—Estás loco, profesor —gruñó El Francés—. No me suicidaré contigo.
La doctora Cabrera se asomó y oteó el interior del cementerio. Cadáveres de todas las eras huían de sus enterramientos subterráneos, las fosas quedaban abiertas entre pedazos de madera y piedra como bocas melladas, mientras los golpetazos en los nichos habían logrado quebrar muchos de ellos, cáscaras de huevo a punto de ceder y abrirse.
—José tiene razón —anunció para sorpresa de todos.
El Francés se giró hacia ella.
—¿Se te ha contagiado?
Zoe le miró con desdén y negó con la cabeza.
—Los resucitados siguen al resto hacia la loma. Son muchos, pero lentos y descuidados. Si atravesamos el cementerio deprisa en sentido contrario podremos salir por la puerta del otro lado.
Jaira miró al profesor y este asintió, sujetando con fuerza el rifle. Dupont apretaba los labios por no decir lo que pensaba.
—Hagámoslo.
La doctora tomó aliento. Clavó sus ojos negros en los de Ventura.
—A la de tres.