Apenas se perfilaba el amanecer cuando le retiraron la capucha. El estallido le había despertado. Un ruido seco, contundente, pero que, sin embargo, dejó en el aire un olor a pólvora y permaneció en sus oídos durante algunos segundos. Después, el silencio, roto sólo por los pasos serenos y confiados que hollaban un suelo de gravilla y tierra. Antes de que sus ojos se acostumbraran a la escasa luz, descubrió el cadáver tumbado a su derecha. A la izquierda escuchó los jadeos de la joven amordazada. Les acompañaban dos hombres más a los que desconocía, iban vestidos con uniformes negros y armados con rifles.

Estaban en un descampado sobre la loma de San Lázaro, alejados de las miradas curiosas de la ciudad todavía dormida. Dupont no había querido demorar el encuentro y desde luego no pensaba celebrarlo cerca de su casa. No quería que nadie pudiera reclamarle la caja sin antes conocer su contenido. Allí arriba estaban solos, eran invisibles, a pesar del frío y del viento de los que ni siquiera los muros del cementerio les protegían. Ventura tardó en orientarse, demasiado drogado o demasiado aturdido por los golpes recibidos en la oscuridad de la cripta. Quiso girar la cabeza y recibió un puñetazo, Alacrán, a su espalda, le apuntaba con una pistola, y a una señal de El Francés le retiró el pañuelo amarrado en torno a la boca.

—Te estás especializando en asesinar curas, hijo de puta —masculló José, estirando los músculos faciales, atenazados por la mordaza.

Recibió otro golpe, esta vez un culatazo que le obligó a caer hacia delante. Con las manos atadas a la espalda, su frente recibió la dureza del suelo. Se incorporó con piedritas pegadas a la piel y encontró la mirada de El Francés frente a la suya. A su lado Zoe Cabrera se retiraba unos guantes de cuero, hasta enfundada en un mono negro resultaba atractiva.

—Se me olvidaba que vuestro bruto no piensa ni habla, sólo obedece —masculló el profesor—. Sabía que eras tú, Zoe. Te olí.

La historiadora sonrió.

—Vaya, espero que sea un halago. No suelo mancharme las manos por nada.

—Se me da bien oler la mierda —escupió Ventura, y se llevó una patada en la sien de propina.

A su izquierda Jaira empezaba a despertar. Alacrán le quitó la capucha y la joven recibió la luz con un quejido. Tenía un pómulo hinchado y una herida en la frente, el profesor pensó que su propio aspecto no debía ser muy diferente al de ella. Cuando le clavó sus ojos verdes sintió una punzada de culpabilidad.

—¿A ella también vas a matarla? —preguntó con rabia.

El Francés se acercó a la chica y tomó con tres dedos su barbilla. Hizo amago de retirar su mordaza, pero después lo pensó mejor, sólo le secó las lágrimas de sus mejillas.

—¿Por qué…? —murmuró con acento sedoso— Una pieza tan linda, siempre embellece una colección.

Alacrán emitió lo más parecido a una carcajada de lo que era capaz y la doctora Cabrera bajó la mirada con una sonrisa agridulce. Dupont abofeteó a la muchacha y regresó junto a su colega.

—La verdad es que todavía preciso de vuestros servicios —dijo—. Por si algo falla. Alacrán trae el cofre.

El diligente secuaz se abrió pasó entre sus propios hombres y se dirigió al maletero del coche azul que José y Jaira ya conocían. Sin necesidad de ayuda levantó el arcón y lo llevó en brazos hasta posarlo a los pies del coleccionista. La suave luz arrancaba destellos verdosos de las pocas zonas de metal libres de herrumbre, Dupont juntó las manos y se las llevó a la boca como si diera las gracias al Cielo por ese regalo, Zoe Cabrera reprimió un grito.

—Aquí está… —dijo ella.

—Tenemos que abrirlo. ¡Alacrán, herramientas!

El profesor Ventura se estremeció en sus rodillas como si quisiera incorporarse, pero uno de los escoltas de Dupont le devolvió al suelo a empujones.

—Escuche, Francés —masculló—. No tenga tanta prisa, deje que le expliquemos…

Alacrán regresó por segunda vez del coche, ahora con un juego de herramientas envuelto en un plástico negro, y se las tendió a su jefe. Este se arrodillo frente al baúl y buscó entre todas la que mejor sirviera para forzar la cerradura. Jaira protestaba al otro lado de su mordaza, sus ojos tan abiertos demostraban el miedo que tenía.

—Cállese, Ventura —gruñó El Francés—. Ya han dado bastantes problemas usted y su amiguita. Ahora veremos…

El coleccionista se levantó con un pequeño martillo y una gruesa broca de taladrar en la mano, los observó a la luz del nuevo sol.

—¿Servirán?

Antes de que volviera a agacharse y atacara con ellos la cerradura del cofre Zoe Cabrera detuvo su mano.

—Déjame a mí… —rogó.

El Francés le cedió las herramientas y recibió el beso de la historiadora. Después la mujer se recolocó los guantes y se acercó al filo de la caja. Acertó a anclar la broca entre el cuerpo del arcón y la cerradura y golpeó el metal con fuerza. Martillazo aquí, otro allá, al poco el pedazo de hierro saltó deslavazado al suelo. Jaira y José miraban horrorizados.

—No puedo abrirla —maldijo Zoe—. La humedad y el moho han sellado de algún modo las juntas.

—Espera —intervino El Francés. Se arrodilló junto a ella y tomando otra broca la acompañó en la limpieza de la unión entre la tapa y el cuerpo del cofre.

—¡Frótalo, raspa más fuerte! —le decía.

De pronto se escuchó un fuerte siseo como si un gas escapara del interior de la caja.

—¿A qué huele? —preguntó la doctora.

—No lo sé. ¡Sigue!

Llegado un momento las juntas quedaron libres de herrumbre y la abertura volvía a ser útil. Historiadora y coleccionista se miraron, era sin duda el momento más importante de sus vidas. José Ventura insistió una vez más en que no lo hicieran, Jaira apretó los párpados, le costaba respirar. Cuando los dedos de Zoe y Dupont empezaron a levantar la tapa, una suerte de vaho oscurecido brotó de su interior, una bruma retenida durante siglos, sometida a la terrible presión de un espacio diminuto y que ansiaba liberarse.

—¿Qué demonios es esto? —gruñó Zoe Cabrera, llevándose el brazo a la nariz— ¡Apesta!

—Les advertí que no lo hicieran —contestó José.

Dupont le mandó cerrar la boca con un gesto.

—Sólo es el aire condensado, atrapado demasiado tiempo, corrompido por la humedad.

—¿Crees que los huesos se habrán dañado? —le preguntó la historiadora.

—Es posible. Pero primero debe despejarse la humareda para poder verlos.

El viento agitaba su coleta plateada, meneaba el flequillo negro de Zoe y la melena rebelde de Jaira, dispersaba la bruma como una suerte de neblina que poco a poco se desplegara sobre la ciudad.

—¿Por qué no para? —protestó la historiadora.

—¡No lo sé! —gritó El Francés— ¡Estoy harto!

El coleccionista hundió los brazos en el cofre a pesar de que la nube oscura le impedía ver su contenido, los sacó al momento mojados y chorreando alguna sustancia verduzca y olorosa que, sin embargo, resultaba cálida al tacto.

—¡Los he tocado, están ahí! —exclamó.

—¿Qué tienes en las manos?

—Un líquido los cubre, ¡espera!

Dupont se incorporó y propinó un puntapié a la caja, el cofre se volcó derramando su contenido, esparciendo esa sustancia acuosa que al instante se deslizó por la tierra como una mancha de aceite que descendía la loma hacia el cementerio. La bruma se había adueñado del cielo, lo oscurecía, continuaba extendiéndose hacia el norte y el sur, hacia el este y oeste. La isla entera parecía vibrar.

—¿Qué sucede? —exclamó la historiadora poniéndose de pie. El aire se sentía más denso, rezumaba un olor añejo a madera y sangre. Dupont palpaba el suelo bajo el charco sinuoso, sus ojos, como cáscaras de huevo, habían perdido toda razón.

—¡Aquí están!

El coleccionista se levantó con un paquete aplanado envuelto en terciopelo entre las manos, lo apoyó sobre el capó del coche y desplegó la tela. Descubrió apenas un puñado de huesos podridos y sucios mezclados con arena y hojas resecas, empapados de la misma sopa grumosa que se extendía por la loma de San Lázaro, se filtraba por la tierra y se volcaba al alcantarillado.

—Pero, ¿esta mierda? —exclamó furioso— ¿No hay más?

La doctora Cabrera se acercó a él, el estado de los restos, fueran de Colón o no, era deplorable. Tenía que ser un error.

—Tanto esfuerzo, mi trabajo…

—¡No! —estalló El Francés, lanzando el atillo fuera de su vista. El espesor de la neblina casi impedía distinguir donde había caído. Entonces se hizo el silencio en la loma, lo que les permitió escuchar los verdaderos quejidos.

—¿Lo han oído? —preguntó Ventura. Notó cómo los demás aguzaban el oído.

—Sí… —murmuró Zoe.

El Francés había dejado a un lado su frustración y también escuchaba.

—¿Pero qué es?

Ventura buscó a Jaira con la mirada, la bruma a menudo la hacía estornudar y se asfixiaba con la mordaza. Ella le miraba horrorizada, sin duda también había recordado al hombre enterrado en la cripta de Arucas. La doctora Cabrera tomó la mano de El Francés, miraba a un lugar muy concreto.

—Creo que viene de allí —dijo, y el coleccionista siguió su dedo con la mirada. Podía tener razón.

—Alacrán, ve a ver.

Muy poco convencido, el matón se dirigió a la verja de entrada del cementerio, lo que vio hizo que la pistola zozobrara en su mano.