La caravana de la tele autonómica estaba detenida frente a la puerta del hotel desde la noche anterior. Había que coger sitio. El edificio del AC, como una torre de Pisa de color gris feo y sin inclinar, se asomaba a la playa de Las Canteras por encima de la primera línea de casas viejas y apartamentos de medio pelo, gobernando desde las alturas La Isleta como un faro de referencia. Cuando Rebeca llamó a la puerta de la unidad móvil Lucho ya estaba trastocando cables y probando las conexiones.
—Todavía no ha llegado nadie —le dijo el técnico, con su característico acento mejicano. Le mostró una taza de café, ella asintió y él le sirvió en otra el líquido caliente de un termo.
—Bastante que he llegado yo —replicó la reportera—. Por Dios, qué horas son estas.
El muchacho, tan voluminoso como bonachón, rio con un ruidillo desproporcionado para el tamaño de su cuerpo. Tenía el pelo rizado y no precisamente limpio, recogido en una coleta destartalada. No recordaba la última vez que había rozado su cara una maquinilla de afeitar.
—Después te alegrarás, cuando empiece la convención y estés la primera.
Rebeca bebió un sorbo de café y sostuvo la taza con ambas manos, sintiendo el calor. Llevaba un gorro de lana de tonos fucsias y una bufanda malva, el chaquetón turquesa la convertía en todo un muestrario de colores pastel. Aunque se cuidaba, sabía que no tenía el típico cuerpazo que lucir en pantalla, sin embargo sus ojos claros y su sonrisa podían cautivar a la cámara mejor que muchas mujeres florero que apenas servían para leer las tarjetas entregadas por los guionistas.
—Sí. La primera y dormida. O resfriada, que es peor.
—Anda, pasa y siéntate.
—Iré ensayando las entradas.
Tienes tiempo. En una hora empezamos.
La corresponsal se acomodó en el sillón esquinero al final de la caravana, en el único rincón de todo el vehículo libre de aparatos electrónicos, botones y monitores, y sacó de su bolso una libreta de apuntes con colores chillones en la portada.
—¿Y ese boli? —le preguntó Lucho, ella había colocado junto al cuaderno un bolígrafo naranja con corazones en rojo achiclado.
Rebeca protestó.
—Es un regalo —dijo—. Y calla, que es precioso. Sigue a lo tuyo.
El técnico mejicano rio y regresó a sus mediciones y pruebas de objetivo y foco. Le encantaba ese trabajo, y más aún poder compartirlo con una estrella de la televisión como Rebeca Ruano. Estrella a su manera, claro, inconformista y huraña, pero estrella al fin y al cabo. La observó mientras ella releía las notas que debería recitar a cámara cuando entraran en directo. La contempló con ternura y seguro de que algún día la vería brillar en lo más alto.
A través de la luna lateral tintada de la furgoneta Rebeca pudo observar cómo los aledaños del AC se iban poblando poco a poco de otras unidades móviles como la suya, de reporteros grabadora en mano y de cámaras de video con logotipos multicolores. Algunos corresponsales con micrófonos recubiertos de espumón se preparaban frente al hotel para las pruebas de cámara.
—Cómo lo llevas —le preguntó Lucho—. Deberíamos ir ensayando.
Rebeca frunció el ceño y terminó el segundo café.
—Te lo leeré en voz alta.
—¿Leer? Pensé que ya lo habrías memorizado.
—Calla.
La futura estrella de la televisión se aclaró la voz con un carraspeo y comenzó a leer con desgana.
—Buenos días desde el hotel AC de Las Palmas de Gran Canaria. Hoy Las Canteras amanece vestida de etiqueta ya que a pocos metros de nuestra emblemática playa está a punto de tener lugar la trigésimo novena conferencia de jefes de estado por el medio ambiente.
—¿Quién te lo ha escrito? —la interrumpió Lucho.
—¿Cómo que quién? ¡Yo!
El técnico azteca se echó a reír.
—Te atascas en el trigésimo.
—Vete a la mierda —gruñó la periodista. Volvió a acomodarse el sillón y se sirvió un último café repitiendo la dichosa palabreja en voz baja.
Unos minutos después la luz del intercomunicador del salpicadero se iluminó en rojo y Lucho se colocó los cascos.
—Sí —asintió—. Estaremos preparados. Gracias.
Dejó los auriculares y se giró hacia su compañera.
—Más te vale sabértelo de memoria. Tenemos siete minutos.
La reportera protestó y recitó una vez más la información sin mirar al texto. Después se puso de pie, se deshizo del gorro y del chaquetón.
—Vamos.
Lucho tomó la cámara de video y el trípode y salió de la caravana para prepararlo todo mientras la reportera se atusaba el pelo y retocaba el maquillaje dentro.
—Cuando estés lista, Rebeca —le dijo él al cabo de unos minutos. Ella salió de la unidad móvil y se colocó sobre la marca estipulada. Todavía musitaba las palabras cuando su técnico le hizo una seña.
—¿Sin prueba?
—No hay prueba. Entras en directo en tres, dos…
—¡Caray! Buenos días, Mari Carmen, como dices, estamos a las puertas del hotel AC de Las Palmas de Gran Canaria donde está a punto de comenzar la trigésima… sí, la trigésimo novena conferencia de jefes de estado por el medio ambiente. Como puedes ver a mi espalda la expectación es máxima, nuestra playa de Las Canteras se viste de gala, no sólo por las personalidades que van a ir llegando a este emblemático hotel, sino por los importantísimos temas sobre los que van a debatir. De momento no tenemos declaraciones al respecto pero desde que vayan llegándonos volveremos a contactar con todos ustedes.
Dejaron pasar unos segundos de sonrisa a cámara.
—Corto —anunció Lucho.
—¿Cómo lo hice?
—Bien. Casi igual que en el ensayo.
La sonrisa de Rebeca decayó al instante.
—Vamos. Necesito otro café. ¿Cuándo será la siguiente conexión?
—Dentro de otra hora.
—Genial.
Lucho regresó el equipo al interior de la caravana seguido por la reportera cabizbaja. La joven se dejó caer en el sillón y aceptó esa segunda taza, empezó a quitarse el maquillaje con una toallita y fijó la mirada más allá de la ventana.
—¿Qué te sucede, pues? —preguntó él.
Rebeca suspiró y regaló una sonrisa triste a Lucho.
—Es este trabajo —dijo—. No veo que me lleve a ningún sitio.
El técnico dejó la mesa de mandos y se sentó junto a la periodista.
—Esa no es la actitud, lo haces mejor de lo que piensas.
Ella dejó escapar una bocanada de aire. Tiró un pañuelo manchado de tres colores diferentes sobre la mesa.
—Llevo meses estancada, lo sabes.
—Bobadas —replicó él. Quería tomar su mano, sin embargo no se atrevía—. Eres reportera, antes eras redactora. Figuras a diario entre las cámaras, pronto se abrirá una puerta mayor.
Rebeca Ruano se echó a reír y acarició la barba desarreglada de su compañero.
—Eres un amigo. Sabes como yo que todas las puertas y ventanas están cerradas, u ocupadas, que es peor —se levantó y paseó por la caravana. Al otro lado de la ventana el día despuntaba arrancando reflejos de los coches oficiales, invariablemente oscuros, que aparcaban uno tras otro a la puerta del hotel entre fogonazos de los flashes fotográficos—. Necesito una noticia, una gran noticia.
—Llegará, tarde o temprano.
La reportera sonrió.
—Claro. Sólo espero estar ahí cuando lo haga.
Lucho se acercó a ella junto a la ventana. Su pelo olía a jazmín, jazmín y almendra, y su mirada triste le llenaba de ternura. Tenía una frase preparada, pero decidió cambiarla.
—Voy a grabar la llegada de los vehículos —dijo, y recuperó la cámara de camino al exterior.
—De acuerdo. Yo preparé el siguiente texto.