Entre el altar mayor y el presbiterio se disponía en el suelo una alfombra cuadrada de motivos rojos y dorados. El padre Hidalgo la retiró y después levantó la plancha de madera que había debajo.

—Me despedirán por esto —dijo.

José estaba atento a los ruidos en la puerta, en el atrio, en las ventanas.

—Que te despidan es tu menor problema.

El sacerdote bajó una pareja de escalones de piedra y se detuvo ante una puerta de metal cerrada. Escogió una llave concreta de un manojo de una decena y la cerradura crujió al girar hacia la derecha. Antes de entrar miró a su amigo.

—Tranquilo —le dijo este.

—Nunca. A nadie.

Ventura asintió, Jaira hizo lo propio.

El padre Hidalgo tanteó la pared hasta dar con un interruptor más bien burdo clavado en el muro y forrado de plástico que iluminó una serie de luces de obra, más sucias que blancas, conectadas entre sí por un rudo cable grapado a la piedra.

—Hace frío —murmuró Jaira, frotándose los brazos.

—Seguidme.

El túnel no era estrecho pero sí húmedo y primitivo.

—Pensé que estaría en peor estado —murmuró Ventura.

—Supongo que otros de los túneles que se han encontrado bajo la ciudad estarán peor cuidados —explicó el cura—. Este en concreto se deriva de la construcción de la nueva iglesia, cuando los restos del templo anterior quedaron ocultos y se tuvo la precaución de habilitar este conducto para poder visitar las tumbas.

—Tiene aspecto de haber sido adecentado no hace tanto.

Hidalgo resopló.

—Durante la guerra civil se ocultaron aquí un grupo de perseguidos por el régimen.

—Vía de escape.

—Probablemente. Mirad, ya estamos.

El curso del túnel les había llevado hacia el norte, justo bajo los cimientos de la primitiva ermita de San Juan, construida hacia 1515 y ahora sepultada por el majestuoso templo neogótico de tres naves. Tras girar un recodo al oeste y avanzar otro puñado de metros el conducto terminaba en una sala rectangular en cuyas paredes anidaban no pocos nichos y sepulturas de piedra. Las inscripciones cinceladas en muchas de ellas habían quedado irreconocibles por el paso del tiempo.

—Aquí están enterrados párrocos y sacerdotes, sacristanes y religiosos de toda índole desde hace centurias. No creo que todos estén identificados —comentó el cura.

José y Jaira revisaron los incontables nichos que se apelotonaban entre las paredes de la caverna. En algunos podían leer el año de defunción y hasta el nombre del finado, en otros, apenas letras sueltas y siglas confusas.

—Apuesto a que en muchos de estos enterramientos hay más de una persona —aventuró el historiador.

—Eso dalo por seguro —contestó Matías.

—¿Entonces? —se asustó Jaira.

—Tendremos que tener suerte.

Todas las tumbas parecían iguales. Algunas lápidas señalaban enterramientos en el suelo del arcaico camposanto, sin duda pertenecientes a personajes relevantes en la parroquia o en la antigua Villa recién fundada. Los de las paredes mostraban mucho peor aspecto, debían albergar cuerpos de menor alcurnia.

—Esto es un rompecabezas.

—¿Qué buscáis exactamente? —intervino Matías— ¿No tenéis una pista?

—Me temo que no —resopló Ventura.

Jaira se había cercado al fondo de la estancia.

—Esta tumba es rara —dijo. Los dos hombres se giraron.

—¿A qué te refieres?

Todos los enterramientos en el suelo estaban alineados como en un tablero de ajedrez. Ante el que se había detenido Jaira, en cambio, se salía de esa distribución y parecía encajado entre dos hileras paralelas, incrustado contra el muro final de la nave.

—Es más grande y está como en relieve.

Cuando párroco e historiador se acercaron a verlo comprendieron a qué se refería. La lápida no estaba en relieve sino que había sido desplazada.

—Es como si hubieran intentado abrirlo —observó Ventura.

Hidalgo se acercó y palpó la piedra agrietada.

—Desde dentro.

Los tres se miraron.

—¿Pone algo en la lápida?

El profesor se acuclilló y sacó un pañuelo de su gabardina. Limpió con esmero la superficie pulida y descubrió las letras cinceladas cubiertas de polvo. No todas resultaban legibles pero podía adivinarse el conjunto.

—Ignotus Nauta —leyó Ventura. Los tres se miraron— MDCLXXVII.

—Bueno, parece que ya tenéis lo que queríais.

—Ahora tengo que abrirlo —exclamó el historiador. Los laterales de la lápida habían sido sacudidos y casi arrancados de la masilla que hacía las veces de cemento. A pesar de ello ni con las dos manos el profesor fue capaz de moverla un ápice.

—Matías ayúdame. Jaira…

—¿Por qué pone Da mo debajo? —preguntó la chica—. ¿Es una fecha?

Los hombres se apartaron y José terminó de limpiar la lápida. Dos letras más aparecieron debajo.

—Daemon —leyó.

El sacerdote tradujo.

—Demonio.

Jaira les observaba con ceño fruncido, no entendía nada.

—¿Por qué escribirían esto en la lápida del cura?

—Ayuda.

José había regresado a la losa y ahora empujaba con más ganas. Matías y Jaira se unieron a él, consiguieron forzar algo más la piedra pero pesaba demasiado. El padre se disculpó y al poco regresó con un par de palas y una maza. Minutos después la lápida había sido apartada y el interior del sarcófago se mostraba para ellos. El aliento de los tres se contuvo al unísono.

—¿Qué narices es esto? —murmuró el párroco.

El hombre, meros huesos, enterrado debajo había intentado revolverse en la tumba. Sus manos agarrotadas y su expresión de sufrimiento mostraban que la lucha contra la plancha de piedra que le retenía había sido terrible.

—¿Creéis que fuera enterrado en vida? —preguntó la chica. José negó con la cabeza.

—Lo dudo mucho —contestó—. Creo que fue enterrado muerto y bien rematado. Mira esto.

El cadáver del cura tenía incrustada una barra de hierro en el pecho, una estaca mortal que clavaba sus restos al fondo del sarcófago.

—Es un enterramiento ritual —comentó Hidalgo con asombro—. En la superstición medieval sepultaban así a aquellos que creían…

—Que podrían levantarse de su tumba —finalizó Ventura.

Jaira ahogó un suspiro.

—No es posible.

El sacerdote se acercó un poco más al sepulcro, un destello había llamado su atención debajo del cadáver.

—Aquí hay algo… —dijo.

En el instante en que el padre Matías se inclinaba sobre la abertura en el suelo y estiraba el brazo para mover el cadáver, los huesos ocultos durante siglos se estremecieron y las manos descarnadas se cerraron sobre la cabeza del cura. Las fauces decrépitas se esforzaron por alcanzar la carne humana pero la barra de hierro se lo impedía. La criatura gruñía con un quejido ahogado y luchaba por incorporarse, cuando José Ventura consiguió apartar de ella a su amigo Jaira la destrozó con un palazo que terminó con su cráneo y algunos huesos rebotados contra la pared de la cripta. Los restos del engendro cayeron como pedazos de corcho seco sobre el fondo del ataúd.

—Qué demonios… —jadeó el cura.

—No tengo ni idea, qué susto —añadió Ventura. Jaira dejó caer la pala y se llevó la mano al pecho.

—Decidme que hay una explicación médica para esto…

Les llevó un minuto más reaccionar. Justo lo que el profesor tardó en recordar que todo había empezado porque Matías había encontrado algo bajo el cadáver. Se incorporó de un salto y regresó al ataúd, entre el polvo y los pedazos óseos se disimulaba un cofre de plomo oscurecido por el tiempo, casi oculto a los pies del muerto.

—Tiene que ser esto… —musitó. No necesitó mucho esfuerzo para extraerlo.

—¿Pero qué es? —preguntó el cura, analizando el pequeño arcón azulado en brazos de su amigo— ¿Pesa?

José negó meneando la cabeza, no podía apartar la mirada de aquel objeto.

—Es lo que hemos venido a buscar —añadió Jaira—. Lo que buscaba Tony.

El párroco se dirigió a ella.

—¿Tony? Vaya, veo que no me lo terminaréis de contar.

—Es mejor así, amigo.

El padre Matías rio.

—¿Así? No creo que puedas decir que estoy al margen de esto. He violado una tumba centenaria, esa cosa me ha atacado… Me parece que estoy bien pringado me cuentes la historia completa o no.

Ventura se alejó del sarcófago y se colocó debajo de una luz. Dejó el cofre en el suelo. Podía medir medio metro por cada lado, no era demasiado alto, y tenía una cerradura oval en la parte delantera. Estaba tan bien sellado que resultaba imposible forzar ni un ápice su abertura. Jaira se acercó a él y acarició la superficie de la caja.

—¿Crees que contiene…?

—Cómo saberlo. Este baúl no tiene inscripción, ni fecha, ni modo de abrirse. Quizá estemos equivocados y sólo contenga los objetos personales del muerto.

Jaira se echó a reír.

—Estaría bien que El Francés lo abriera y se tuviera que conformar con anillos, collares y camafeos.

José Ventura estaba muy serio.

—Eso si se lo damos.

Jaira le observó. Matías se frotaba las partes de la cabeza donde los dedos huesudos de la criatura le habían herido.

—Qué debería contener.

El profesor se puso de pie y posó la mano sobre el hombro de su amigo.

—El último hombre al que se lo conté está muerto.

Hidalgo arqueó una ceja.

—Qué contiene.

—Las verdaderas reliquias de Don Cristóbal Colón.

Un reconocible perfume acarició la estancia. Y entonces la luz de los túneles se apagó.