Más o menos a la misma hora que los hermanos Perea recibían la terrible noticia, el profesor Ventura y Jaira apuraban unos bocadillos en la Plaza de San Juan de Arucas esperando a que terminara la misa vespertina en la iglesia.
—¿Cómo que no es una catedral? Todo el mundo la llama así —protestaba la chica. José tragó un bocado antes de contestar.
—Lo sé, es un error muy frecuente. Pero la calificación de catedral no obedece al tamaño o a la belleza del templo, sino que se aplica a la sede del obispado. Y tratándose de nuestra provincia esa es la Catedral de Santa Ana, en Las Palmas. No hay más.
La reconocible iglesia de San Juan Bautista, con su altísima torre y su estilo neogótico bello y diferenciado, se erigía ante ellos al contraluz de un anochecer frío y de colores nada halagüeños. Jaira ya había terminado su cena, pero el profesor apenas avanzaba, absorto hasta el aislamiento en ideas que no compartía con ella.
—¿Cómo piensas dar con el jesuita?
Ventura juntó las manos y las frotó soplando entre medias. Empezaba a refrescar en serio en la cara norte de la isla.
—Por lo que hemos podido averiguar hasta ahora, entre documentos y testimonios, lo más probable es que el tal Guzmán falleciera al poco de llegar a las costas de Agaete.
—Eso está claro, pero no sé cómo llegas a deducir que esté aquí.
—En el siglo XVII Agaete, después de años como importante puerto comercial y vínculo con las tierras descubiertas, había caído en el estancamiento y en la depresión económica y demográfica. Sin embargo Arucas era ya un emplazamiento cristiano importante, uno de los primeros asentamientos de los españoles, y contaba con su propia parroquia y consideración de Villa. No es de extrañar que si los habitantes de Agaete recibieron semejante visita identificándose como fraile, lo pusieran sin demora en conocimiento de las autoridades del lugar y estas lo llevaran al centro religioso más relevante de la época, en este caso el Arciprestazgo de Arucas.
—¿Y qué buscamos exactamente?
Las puertas del templo se abrieron y varias decenas de feligreses salieron en silencio del interior de la iglesia. Tras ellos fue a despedirles un sacerdote alto y delgado, con escaso cabello pero joven aún, vestido con una túnica blanca.
—No tengo ni idea —comentó Ventura levantándose del banco—. Preguntemos.
El religioso tenía unas finas gafas sin montura y de cerca se le notaba mayor de lo que parecía. José fue hacia él y le saludó con una sonrisa.
—El tipo que peor vive de toda la diócesis —exclamó.
El sacerdote se dio la vuelta y le estrechó en un abrazo.
—La ciudad más hermosa, la iglesia más bella, las mejores visitas —respondió—. ¿Qué ha sido de ti, profesor?
—Lo que nunca creí, Matías, pero ven, quiero presentarte a alguien.
Ventura esperó a que llegara Jaira y realizó las presentaciones.
—Este muchacho tan apuesto es Matías Hidalgo, estudió conmigo —dijo—. Como ves el tiempo no pasa igual para todos.
El párroco de Arucas rio.
—No se trata de eso, José, si no de cómo decidas vivir ese tiempo —bajó el tono de voz—. ¿Cómo lo vas llevando?
Ventura aguantó con dificultad la sonrisa.
—Lo voy llevando —Matías hizo un gesto con los ojos hacia la chica—. Oh, no. Sólo trabaja conmigo.
El sacerdote carraspeó.
—Bueno, y qué os trae hasta aquí arriba.
—El clima no —protestó el historiador.
El cura se echó a reír y le propinó una palmada en la espalda.
—Desde luego, pasad, os invitaré a un café.
—Tenemos algo de prisa —explicó Jaira, acompañando a Matías al interior de la nave. La temperatura era mucho más cálida dentro. Al escucharla el sacerdote se detuvo y se sentó en uno de los bancos de madera. Miró a su amigo.
—¿Qué sucede, José?
El historiador bajó la cabeza.
—Necesitamos información sobre alguien, pero no podemos decirte más sin ponerte en peligro.
Hidalgo frunció el ceño y recorrió las miradas de sus visitantes con la suya.
—En qué os habéis metido —los dos clavaron sus ojos en él—. Vale, no me digáis nada. Al menos podré saber a quién buscáis, si no, ayudaros será muy difícil.
José Ventura le tendió la fotocopia del registro parroquial de enterramientos. El nombre de Guzmán Placeres estaba rodeado por una línea de rotulador rojo.
El párroco suspiró.
—Venid conmigo.
Matías Hidalgo les acompañó de regreso afuera y cerró tras de sí la puerta de la iglesia. Les condujo al otro lado de la calle, a su izquierda, y entraron en una vivienda blanca y antigua que albergaba en su interior un precioso patio canario.
—El archivo parroquial de la iglesia es rico en textos testimoniales de la evolución histórica de Arucas —indicó el cura mientras les indicaba el camino a través de la casa—. Sin embargo recorre especialmente los cien años de historia del templo nuevo.
—Lo que buscamos es anterior, me temo —apuntó el profesor.
—Lo sé, por eso os traigo aquí.
El sacerdote encendió la luz de una habitación dedicada en exclusiva a la conservación bibliográfica. Había cientos de viejos volúmenes atiborrando los estantes, algunos incluso a punto de desprenderse de sus cubiertas.
—Los ejemplares de más difícil catalogación, los de poca verosimilitud o los más complicados de recuperar, todavía no se han añadido al archivo general. Entre las páginas de algunos de ellos encontramos las pocas menciones al episodio del Ignotus Nauta.
—¿El marinero desconocido?
—Así se le llamaba, amigo, hasta que a principios del siglo pasado el historiador Pedro Marcelino Quintana, en su Cuaderno de Notas Referente al Pueblo y a la Parroquia de Arucas, y citando, según apunta en su escrito, la fuente del Libro de Memorias Parroquial de la época, nos dejó boquiabiertos con esto.
Matías puso sobre un escritorio un documento impreso y encuadernado recientemente. Era la recopilación digitalizada de los trabajos del famoso historiador, actualizados y puestos a disposición de todos por el ayuntamiento de la Villa.
—Los cuadernos de Quintana no son más que una sucesión de notas desordenadas y a menudo inconclusas, quizá apuntes para una obra de recreación histórica que jamás pudo terminar. Quiero que os fijéis, a ver, en esta.
Bajo el dedo del párroco comenzaba una cita titulada en letras rojas: Guzmán Placeres. José Ventura leyó en voz alta.
«Reproduzco lo escrito por Don Lorenzo Finollo, párroco de esta, en el libro de memorias al respecto de la visita que de ultramar recibió nuestra tierra hermana de Agaete.
Y llegando al final del día, luego de la humareda, cuentan que el hombre cansado y famélico que arribó a Puerto de las Nieves en una desgastada chalupa reconociose como padre jesuita. Quiera que los vecinos de Agaete lleváronlo a visión del cura de la ermita, que por no poder atenderlo tuvo a bien remitirlo a esta parroquia donde se procedió a sus cuidados y se le tomó en confesión.
Decir debo que no hubo mejora y que al cabo sucedió el fallecimiento, enterrándose como hermano en la Fe en el camposanto parroquial de San Juan Bautista».
—Es… él —murmuró Jaira.
—Pero no menciona nada de que trajera algo consigo —añadió José.
El sacerdote les miró con el ceño fruncido.
—¿Qué buscáis exactamente? —José le hizo un gesto inequívoco— De acuerdo, no debo saberlo. Sin embargo, cabe la posibilidad de que Pedro Quintana reprodujera sólo una parte, que el original fuera incompleto, o difícil de recuperar.
—¿El original? —saltó Ventura— ¿El libro del cura? ¿Podríamos verlo?
Hidalgo negó con la cabeza.
—El original no existe, José. Lo hemos buscado, más de mil veces, pero el primer libro parroquial que poseemos es el de 1671. Finollo murió en 1660.
El historiador dio un puñetazo en la mesa.
—Tan cerca… —intervino Jaira.
—Al menos ahora sabemos a ciencia cierta que está aquí.
—¿Y de qué nos sirve eso? Lo que necesitamos es… —la chica miró al cura.
El profesor se irguió y tomó de los brazos a su amigo.
—Ahora lo sabemos —dijo—. ¡Déjanos ver su tumba!
Hidalgo sonrió en una mueca casi burlona.
—¿Su tumba? No puedo dejarte hacer eso.
Jaira saltó.
—No le necesitamos —dijo—. Podemos buscarla en el cementerio.
Sin embargo José negó con un gesto.
—Ojalá fuera tan sencillo. El cementerio de Arucas se construyó en el siglo XIX. Apuesto a que un cura de 1656 estaría enterrado en los terrenos de la propia parroquia. ¿Verdad?
Matías Hidalgo no tuvo más que asentir.
—Sí, supongo que el camposanto al que se refiere Finollo es el cementerio original construido junto a la iglesia del XVII. Sin embargo esos terrenos quedaron sepultados por la construcción de la nueva iglesia en 1909.
—Casi tienes razón —intervino Ventura—. Pero no están sepultados, ¿verdad? Sólo debajo de ella.
Los dos estudiosos se miraron.
—Qué quieres decir.
—Lo sabes perfectamente.
—No pienso dejarte bajar a las catacumbas.
Ventura sonrió, era la primera vez que Jaira podía adivinarle un deje de su hermano, el aventurero que José nunca fue.
—Claro que sí, amigo. Porque tienes la misma curiosidad que nosotros por encontrarlo.
Hidalgo sonrió.
—Cuéntame lo que buscáis.
—Si lo hago alguien vendrá a matarte.
—Si te muestro el camino a los túneles vendrán a hacerlo igualmente.
Jaira se mordía un quicio de la uña con nerviosismo, veía la solución del enigma tan cerca como tan lejos.
—Un momento, ¿qué túneles?
El profesor se giró hacia ella.
—Como muchas ciudades antiguas, Arucas está recorrida por una red de conductos subterráneos inutilizados desde hace años.
—Tal y como lo dices suena a la catacumba romana —intervino el párroco—. No son tantos.
—Son pocos pero escapan de la ciudad de modo radial desde el subsuelo de la catedral, lo que resulta bastante interesante. Las diferentes administraciones llevan varias legislaturas jugando al ratón y al gato con la posibilidad de investigarlos y abrirlos al público.
—Eso no sucederá —añadió Matías.
—¿Por qué? —preguntó la chica.
El sacerdote tragó saliva y miró hacia otro lado.
—Hay enterramientos, osarios, tumbas sin nombre.
—Fosas comunes —apuntó Ventura en un susurro—. Hasta aquí llega la ignominia de la Guerra Civil.
Hidalgo le sostuvo la mirada.
—Hay órdenes de que sigan allí por mucho tiempo.
Jaira entonces intervino.
—Bien, y entre todas esas tumbas, cómo podríamos dar con la de nuestro jesuita. No hace falta destapar nada.
El párroco les animó a regresar al patio y apagó la luz de la biblioteca.
—Si lo que apunta Finollo es cierto, Placeres estaría enterrado junto al resto de hermanos de la Fe, en una parcela específica del antigua cementerio. No sería demasiado difícil dar con él.
—¿Tendrá la tumba alguna inscripción? —preguntó la chica. Ventura miró a su amigo.
—Sólo hay un modo de saberlo.