La cafetería del hospital Doctor Negrín pasaba por ser un lugar frío y deprimente. Blanca, muy blanca, como la estación de autobús del purgatorio, a menudo vacía y con una televisión anclada en el canal de noticias las veinticuatro horas del día. Jaime escuchaba sin demasiado interés la información sobre el torneo de tenis en marcha mientras daba vueltas con la cucharilla al segundo café con leche de la tarde.

En algún momento la puerta chirrió y los pasos que se acercaron le resultaron familiares. El recién llegado ocupó el taburete a su lado y le habló con la voz de su hermano.

—Me dijeron que estarías aquí —explicó Sergio.

Jaime bebió un trago del café. No se sobresaltó, lo esperaba. Y dejó que el calor del líquido acariciara su lengua.

—No podía quedarme más tiempo arriba. Y tampoco quería ir a casa.

El policía pidió a la joven tras la barra un refresco de naranja. Asintió.

—He hablado con Marta —dijo.

—Estupendo.

Llegó la bebida y Sergio casi la apuró de un trago. Ordenó también un sándwich mixto.

—No he podido comer nada aún —explicó—. ¿Es buena esta cafetería?

Jaime bebió un sorbo y volvió a menear el café con la cucharilla.

—Supongo.

—Lo bueno es que si no lo es, te suben a planta en un momento, ¿eh? —el policía propinó un codazo a su hermano. Este no se inmutó así que Sergio se reacomodó en el taburete y recibió su cena—. Qué pasa, ¿está la cosa demasiado mal ahí arriba?

El atleta dejó el café sobre la barra y jugó entre los dedos con el asa de la taza. Apretó el puño y casi sin querer golpeó furioso el mostrador.

—Está muy mal, Sergio, y lo sabes. Y no entiendo a qué viene esta visita después de…

—He venido a pedirte perdón, hermano. No a soportar tus borderías. Ya es bastante difícil…

—Es difícil porque tú lo haces difícil.

Jaime descendió del taburete y palpó el lateral de la barra en busca de su bastón. Dejó un billete junto a la taza y emprendió el camino de salida. Sergio en un principio no hizo ademán de abandonar su sándwich, pero de pronto escupió una maldición y lo dejó en el plato para seguir a su hermano.

Atravesaron en silencio la sucesión de pasillos y subieron las dos plantas de ascensor. En la puerta de la habitación de su padre había un tumulto. No sé preocupen, les rogó atropellada una enfermera, sólo es una revisión, esperen en la salita. Tal salita era un espacio claustrofóbico de paredes de cristal, ventanales inmensos que miraban al mar y dos máquinas expendedoras de tentempiés y bebidas. La televisión no tenía sonido, mostraba un concurso insulso de preguntas y respuestas, y un reloj de plástico en la pared se acercaba a las ocho de la tarde.

—Siéntate —murmuró Sergio, acompañando a su hermano hasta uno de los sillones. Jaime se mostraba inquieto y asustado.

—¿A quién has visto? ¿Había doctores, enfermeras?

El policía carraspeó, había visto mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—No sé, chaval, un montón de batas blancas. Ahora mismo nos dirán algo.

Jaime no encontraba acomodo en el sofá, Sergio fingía atender a la pantalla, comentando respuestas de cuando en cuando, pero realmente no dejaba de otear el pasillo.

—¿Crees que habrá pasado algo? —preguntó temeroso el atleta.

Sergio le quitó importancia.

—Nah, ya oíste lo que dijo la enfermera, una simple revisión.

El muchacho protestó.

—Eso no es cierto —dijo—. Paso horas aquí con él, no revisan por la tarde y menos aún un ejército de doctores.

Esta vez el hermano mayor no contestó. Bajó la cabeza y tomó entre las suyas las manos del pequeño.

El silencio del pasillo se comía los murmullos que parecían bullir en la habitación de su padre. Los dos hermanos dejaron pasar los minutos sin palabras, hasta que, llegado un momento Sergio vio que tras las gafas oscuras Jaime apretaba los párpados mientras no dejaba de tamborear con el bastón en la moqueta de la sala.

—Estás bien —le preguntó a medias. Jaime sonrió.

—No.

—Yo tampoco.

Ahora el chico dejó escapar una risilla.

—No te creo.

—¿Por qué? —el policía también reía.

—Porque tú siempre estás bien, cabronazo.

Sergio deslizó un suspiro. Aunque Jaime no lo viera, volvía a mirar hacia el pasillo.

—Ojalá eso fuera cierto.

Las agujas del reloj repicaban como aspas de molino en la pesada calma de la planta. Nadie fue a visitarles, y lo único que había cambiado en la sala era que ahora Jaime apretaba también la mano de su hermano.

—Qué hablaste con Marta.

Sergio alzó las cejas.

—Me ha hecho prometerle algunas cosas.

—¿Por los niños?

—Por los niños, por nosotros… Un poco de todo, supongo.

Sergio observó la tele, una sucesión de anuncios sin destino concreto. La promesa de una vida mejor, más fácil.

—¿Piensas cumplir alguna? —preguntó a su hermano.

El policía torció la boca en una sonrisa a medias y acarició el pelo del chico.

—Alguna.

Jaime se recompuso en el sillón meneando la cabeza. Sergio se puso de pie y se asomó al pasillo, comprobó que no venía nadie y regresó junto a su hermano.

—¿Y tú qué? —le dijo—. Hace mucho que no me hablas de Amelia.

—Hace mucho que tampoco yo sé nada de Amelia.

Sergio bajó la mirada en una mueca de fastidio, Jaime tragó un nudo de saliva.

—Vaya. Lo siento.

—¿Hermanos Perea?

Los dos se giraron hacia la puerta. Les hablaba una enfermera de mediana edad, delgada. Como si la viera, Jaime le intuyó la mirada de pesar que su hermano sí veía. Su alarido de dolor se escuchó por toda la planta.