Caía la tarde cuando José Ventura, con la ayuda de varios folios y tres colores distintos de bolígrafo, terminaba el mapa conceptual que, entre flechas, tachones y datos históricos, situaba sobre la mesa el esquema que en cuanto a la odisea de las reliquias de Colón había formado en su mente. Don Bartolomé no había esperado visita, así que entre él y Jaira tuvieron que idear cómo multiplicar la cantidad de estofado de cabra que tenía preparado para uno solo. Un poco de agua y algunas verduras de su propio huerto obraron el milagro. Mientras almorzaban el profesor le fue explicando los pormenores de aquel crucigrama virtual a su antiguo maestro. Después de echarle un vistazo, el sacerdote se retiró las gafas y les habló gesticulando con las manos.
—Existe una leyenda, bueno, cómo llamarlo leyenda en este caso. Existen voces que sitúan a un hombre de origen incierto y palabras huecas en la costa norte de la isla a finales del XVII.
—1655.
El cura chasqueó la lengua.
—Finales, mediados… Una leyenda no deja de ser una leyenda. Pero se habla de un sacerdote recogido del mar, un náufrago que se decía hombre de fe pero del que nadie sabía quién era ni cómo había llegado hasta allí.
Jaira arqueó las cejas y miró a José. El profesor sacó de su gabardina una fotocopia doblada en cuatro partes.
—Creemos que podría ser este.
Don Bartolomé desplegó la hoja y observó las dos listas que le había mostrado a Ventura Dupont en su casa: una con monjes jesuitas en La Española, otra con curas fallecidos poco después en España.
—Guzmán Placeres podría encajar en la descripción y parece ser, en efecto, que también en las fechas.
—¿Cuenta la leyenda si se le encontró con algún cofre, algún paquete? —preguntó Jaira.
—Como os digo, no se sabe nada de él —observó con detenimiento el papel que tenía entre las manos—. ¿De dónde has sacado este documento, hijo?
El profesor guardó la fotocopia de nuevo en el bolsillo interior de su gabardina y negó con la cabeza.
—Tenemos que encontrarlo.
El antiguo cura le miró con el ceño fruncido.
—Ten mucho cuidado, José. Hay madrigueras en las que un ratón de ciudad no debe meter las narices. Al menos sin conocer el suelo por donde pisa. ¿Tú lo conoces?
—Intento conocerlo, y por eso he venido a buscarte. Creo que llevo ventaja a los ratones de campo. Pero necesito saber dónde encontrar el rastro de este Guzmán Placeres.
—Rastro de él no encontrarás ninguno. Pero puedo decirte dónde está enterrado.
Jaira abrió los ojos, José se inclinó sobre la mesa.
—Dónde.
Bartolomé sonrió.
—Vamos, tú también lo sabes. Por eso estás aquí. Tan mal no puedo haberte enseñado.
El historiador regresó al respaldo de su asiento.
—Lo más lógico sería pensar que quién lo recogió y escuchó su historia debió llevarlo ante los religiosos de entonces. Debieron tratar de curarle, quizá pasó todo ese año hasta su muerte bajo constantes cuidados.
—Sí, pero no en Agaete.
El profesor y la joven miraron al sacerdote. Ventura asintió.
—Si de veras trajera consigo un secreto lo llevarían lejos de las miradas. Ni Agaete, por pequeño e inestable, ni Las Palmas, por tumultuoso y expuesto.
—Entonces dónde —inquirió Jaira.
Don Bartolomé abrió las manos.
—Al principal y más hermético, místico y masónico, edificio religioso de esa época.
José Ventura se incorporó como si hubiera recibido una revelación.
—Al por entonces Templo de San Juan Bautista de Arucas.
El sol se ocultaba tras los picos de la cumbre grancanaria, Don Bartolomé salió a la terraza junto a sus invitados para darles la despedida.
—Ve con cuidado, hijo. Remover el pasado es jugar con cartas marcadas. Demasiadas trampas.
—Lo tendré. Y espero no haberte dado la tarde.
El sacerdote sonrió.
—Me has hecho pasar un rato diferente.
Jaira esperaba de espaldas a ellos, siempre taciturna, con las manos en los bolsillos de su sudadera y un hilo rizado de fleco ondulando al viento frente a su cara. Cuando Bartolomé la llamó se dio la vuelta como regresando de un sueño. Uno de barcos, corsarios e iglesias. Uno de marinos asesinados.
—Ha sido un placer…
Ninguno escuchó el coche acercarse pero sí oyeron la bala silbar e incrustarse en el cuello del cura, que cayó al suelo como un muñeco de paja.
—Corred… —acertó a balbucear entre burbujas de sangre.
El vehículo azul se había detenido al otro extremo de la carretera, por su ventana asomaba el cañón de un rifle, y tras él la mirada torcida de un tipo de piel oscura y cara cruzada de cicatrices.
—¡Es el hombre que me disparó en el barco! —exclamó Jaira— ¡Él mató a Tony!
Las balas volvieron a silbar.
—¡Al coche!
Profesor y aventurera corrieron a agazaparse tras su vehículo de alquiler. Los balazos se incrustaban en el lado del copiloto mientras José ocupaba su asiento y Jaira era obligada a sentarse en los de atrás.
—Me va a costar un ojo de la cara el seguro del renta car —masculló Ventura.
—¿Cómo puedes pensar en eso ahora? ¡Arranca!
El profesor sacó el coche del patio de la casa del sacerdote con un quejido del motor y un derrape en la tierra seca. Las ruedas chirriaron de regreso a la carretera y la salva de balazos cesó mientras el tipo del vehículo azul emprendía la persecución tras ellos.
—¿Quién demonios es? —preguntó José, las curvas de la carretera se le echaban encima una tras otra sin darle tiempo a enderezar su trayectoria— ¿Le conoces?
—No tengo ni idea —exclamó Jaira rebotando de un lado a otro del habitáculo—. Sólo le vi un segundo cuando nos atacó en el barco, no le había visto antes.
Una bala destrozó la ventanilla lateral trasera del coche del alquiler. Intentando ajustarse a su carril para evitar un bus que subía, Ventura se acercó tanto a la pared del barranco que arrancó de cuajo el retrovisor de ese lado. A su izquierda el acantilado caía sobre un valle de diferentes cultivos y fincas dispersas.
—¿Iba solo? —chilló Ventura, encogiéndose porque un disparo había rebotado en el techo—. ¿Trabaja para alguien o sólo nos tiene manía?
En el retrovisor interior el coche azul aumentaba o disminuía de tamaño según se acercara o alejara en cada frenada. El profesor tuvo que esquivar la raíz de un árbol cuando perdió un tanto el control al apresurar un giro a la izquierda.
—Eran dos en aquella lancha —respondió Jaira—. Pero no pude ver al otro.
—No hace falta que me lo describas —intervino José—. Apuesto a que era alto, delgado… —un balazo convirtió la luna trasera en un mosaico de fragmentos de cristal y la chica emitió un chillido—. Y tenía una ridícula coleta.
Una curva más, esta cerrada hacia la izquierda, la carretera bordeaba la montaña como un pelador de patatas, demasiado estrecha para que cupieran dos coches al mismo tiempo. Ventura se las ingeniaba para no despeñarse a cada giro y sólo conseguía algo de ventaja cuando alcanzaba una recta significativa.
—¿Tú crees? No me dio tiempo a distinguirle en la penumbra.
Una bala acarició el retrovisor izquierdo y lo dejó girado hacia lo alto, otra se coló por la luna del piloto y se incrustó en el salpicadero. Por el espejo que le quedaba el profesor vio cómo su perseguidor dejaba caer la pistola a su lado y se concentraba en manejar su vehículo. Esta vez se acercaba en serio y casi podía tocarles.
—O se ha quedado sin balas o quiere tirarnos por el barranco —murmuró José— ¿Puedes verle la cara?
La muchacha se giró y oteó entre los pedazos de cristal enmarañados por el impacto. Un rompecabezas de mil piezas no le permitía distinguir nada.
—¿Es muy importante?
—Quiero poder describírselo a su amo.
Jaira entonces sacó del bolsillo su móvil y asomando la mano por la ventanilla rota disparó hacia atrás una fotografía.
—Le tengo —exclamó pulsando el botón correspondiente para ver el resultado de su experimento—. Feo, muy feo.
La muchacha sonrió pero a Ventura no le hacía tanta gracia. Antes de que pudiera comentar la broma recibieron la embestida que les sacó de la carretera.
—¡Agárrate!
El coche de alquiler trastabilló por los primeros metros de ladera saltando entre las matas como si fuera de juguete, pero por fortuna para ellos José encontró a trompicones uno de los múltiples senderos que se internan en el monte hacia las fincas privadas que ocupan los barrancos de la cumbre. El profesor consiguió estabilizarlo y continuar el abrupto descenso hacia la siguiente carretera comarcal recibiendo la lluvia de balas frustradas desde arriba. Cuando minutos después encontraron la salida a la autovía no había ni rastro del coche azul, Ventura apretó el acelerador y prácticamente no lo soltó hasta detenerse a la salida de Las Palmas, junto al Mirador del Norte. Las olas rompían contra el acantilado de la Peña del Cura cuando bajó del coche, airado, mientras marcaba un número de teléfono en su móvil. Jaira se apeó tras él, se apartó unos metros y vomitó sobre el mar.
Los pitidos al otro lado de la línea se cortaron y sonó la voz del coleccionista.
—No me habló de esta sorpresa, Dupont —ladró Ventura al auricular. Su interlocutor soltó una risita.
—Veo que ha conocido a Alacrán.
El profesor maldijo.
—¿Alacrán?
—Es, digamos, mi ayudante.
—Pues su ayudante ha matado a un hombre y casi termina con nosotros.
—Se equivoca, Ventura, usted ha matado a don Bartolomé, lo mató cuando decidió hacerle partícipe de nuestros negocios.
—¡Estaba investigando!
—Sin informarme y sin mi consentimiento.
—Está usted loco…
—Véalo como quiera, profesor. Alacrán hizo cuanto le ordené, en una operación como esta no podemos dejar cabos sueltos.
El historiador paseaba nervioso por el mirador. Con gusto hubiera lanzado el móvil a ese océano embravecido que rugía a sus pies y hubiera acabado con todo.
—¿Y nosotros? ¿Somos nosotros también cabos sueltos, Dupont?
—Desconozco quién es la señorita que le acompaña, profesor, aunque puedo hacerme una idea. Sin duda ella lo es, un cabo suelto —pareció cavilar un momento—. Alacrán tendrá que solucionar eso. Sin embargo usted sigue vivo, ¿nest pas?
—¿Lo estoy? ¡Sólo porque conseguí esquivar a su perro en el acantilado!
—Se equivoca, José, o al menos se excede en su autoestima. Alacrán sólo ha cumplido cuanto le he ordenado. Y ahora, por favor, márchese a Arucas, encuentre lo convenido y tráigamelo si quiere seguir con vida. Si quiere que los dos sigan con vida.
—¿Cómo sabe…? —preguntó el profesor, pero la línea volvió a pitar al otro lado.