—¿A dónde vamos? —preguntó Jaira. El autobús les había dejado junto a la vieja biblioteca municipal y ya a pie habían cruzado hacia el barrio antiguo de Vegueta.

—Vamos al archivo jesuita.

Dejaron a su derecha el teatro y subieron una calle empinada con un retorcido empedrado. Frente a ellos una puerta arqueada de madera entreabierta daba paso a un patio interior de estilo clásico canario. José se detuvo a la entrada y saludó a los dos recepcionistas que le devolvieron el gesto.

—Yo trabajé aquí varios años —dijo.

—¿Este es el colegio jesuita?

—No, es la casa museo de Cristóbal Colón —se giró para señalar un modestísimo edificio de arquitectura sobria y paredes pintadas en salmón—. Y esa que ves ahí es la pequeña capilla de San Antonio Abad, donde el Almirante se detuvo a orar en la primera parada de su viaje de regreso a las Américas.

—¿Colón vivió aquí?

—Se dice que se hospedó en esta casa mientras la Niña era reparada en el Puerto de la Luz.

—¿Vamos a entrar?

—No. Dudo mucho de que encontremos en la tradición oficialista nada que confirme los descubrimientos de mi hermano. Sígueme.

El profesor guio a Jaira por las callejas enredadas hacia la Plaza de Santa Ana, y se detuvieron frente a un edificio alto y gris, tan afeado que desentonaba con el resto.

—Esta es la iglesia de San Francisco de Borja. No te dejes engañar por su fealdad exterior, por dentro es una verdadera joya y casi un museo de arte. Esta fue la primera escuela de Las Palmas, operada por los jesuitas hasta su expulsión de las islas en 1766 por orden de Carlos III.

—No sabía que los jesuitas hubieran sido expulsados.

—Sí. Pero parte de su archivo sigue en este edificio.

El profesor pasó una pierna por encima del borde inferior del marco de la puerta abierta y le indicó a Jaira que tuviera cuidado. Después se dirigió a un mostrador de información. Estaba vacío, así que esperaron.

—Voy a consultar su archivo por si tuvieran constancia de la llegada de algún sacerdote de su orden en circunstancias peculiares en 1655.

—¿Por qué jesuita?

—En el siglo XVII la Catedral Primada de América estaba custodiada por la Orden jesuita. Eran sus protectores.

—Entiendo —musitó Jaira—. ¿Pero qué te hace pensar que si existiera un registro histórico donde quedase anotado el naufragio de algún jesuita en esa fecha, Dupont no lo habría investigado ya?

—Estoy convencido de que lo ha hecho. Sólo quiero saber si le ha llevado a algo.

El recepcionista apareció y una vez Ventura le mostró su credencial como catedrático de la Universidad de Las Palmas les permitió el paso a la biblioteca eclesiástica. El historiador deslizó la mirada por la inmensidad de volúmenes y legajos, algunos de encuadernación más que dudosa y al poco se sentó en una de las mesas con un grupo de cartapacios cosidos con cuero de cabra.

—Parecen antiquísimos.

—Los jesuitas llegaron a Canarias en a finales del siglo XVI. Si hay algo aquí que refleje la llegada del Esperanza en 1655, lo veremos.

Pasados unos minutos el profesor sonrió. No lo había.

—No veo la buena noticia en que el archivo jesuita no diga nada de la llegada del tal padre Guzmán a Canarias —comentó Jaira, contrariada, mientras esquivaba transeúntes por la calle Triana. Tras salir de la iglesia, Ventura había decidido paserar de regreso y se le había antojado un granizado. La chica nunca le había visto tan jovial—. Eso sólo demuestra que las tesis de Dupont son conjeturas absurdas.

El profesor negó con la cabeza y dio un largo sorbo a su bebida.

—Esto demuestra que a El Francés le falta una pieza, la más importante, la que puede sujetar, o no, su, la verdad, frágil castillo de naipes.

Llegaron al final de Triana y atravesaron el Parque San Telmo. Subieron unos metros por Bravo Murillo y Ventura se detuvo ante una tienda de alquiler de coches.

—Y tú la tienes. La pieza que le falta.

—Yo la tengo. ¿Sabes conducir?

Se había jurado que jamás volvería a coger un coche, pero Jaira no conducía. Sentía el volante vibrar entre sus manos y las imágenes del accidente golpeaban a veces como fogonazos en sus sienes. Se esforzaba por apartarlas y concentrarse en la conducción, lo que tenía entre manos podía ser algo muy grande y la clave para saber por fin cuánto tenía de real y cuánto de locura estaba al alcance de su mano.

—Perdona mi insistencia —intervino Jaira—, pero ¿a dónde vamos?

José le contestó sin desviar la cabeza de la carretera que ascendía hacia los pueblos de la cumbre.

—Ya te lo he dicho, al archivo jesuita.

La chica se mordió un labio.

—Creí que de ahí veníamos.

El profesor dejó escapar una risilla. En este intercambio de vidas en el que Tony Ventura investigaba y su hermano buscaba tesoros, nunca pensó que acabaría disfrutando.

—He aquí la lacra de nuestra juventud —dijo—. Creéis que todo se puede encontrar en Google, en Wikipedia o en Youtube.

—Acabamos de visitar una biblioteca, y ahí tampoco.

—En los libros se escribe lo que el escritor quiere dejar por escrito. Los datos van y vienen, algunos pueden, despistadamente, extraviarse. La verdadera sabiduría hoy y siempre sigue estando en las personas.

—Lo que tú llamas archivo jesuita es una persona.

—Si sigue vivo, sí.

A pocos metros de la Cruz de Tejeda el profesor desvió el coche de alquiler por una carretera estrecha y pedregosa que bordeaba la ladera. El Parador Nacional se recortaba sobre ellos contra un cielo azul desnudo y, más adelante, empezaba a vislumbrarse la silueta de una modesta finca que albergaba árboles frutales, una colección de cultivos en terraza y un coche antiguo beige con el capó levantado. Una delgada palmera bañaba de sombra la entrada de una casa de una sola planta de paredes de piedra y techo de teja. Cuando José detuvo el coche, un hombre de pelo cano y facciones entradas en años, se asomó a la ventana. Al reconocer al profesor mostró una amplia sonrisa y salió a recibirle.

—Ventura, Ventura, muchacho —dijo. Su voz tenía aún la profundidad y fuerza de quien ha pasado años orando hacia el público—. Qué se te ha perdido tan alto, como decimos aquí. Rieron.

—Es cierto, don Bartolomé. Pasando el mar de nubes parece que estemos en el Cielo —le presentó a Jaira y le contó los detalles mínimos de la muerte de su hermano.

—Bien que lo siento —contestó él—. Un accidente es algo de nunca desear a nadie, por muy bribón que haya sido en vida. Perdóname hija, pero como sabrás las actuaciones de Tony no siempre siguieron el camino más recto.

Ventura sintió la mirada de Jaira como una punzada de hielo, pero la chica mantuvo el tipo e ignoró la parte de ofensa que le correspondiera. A su espalda, un coche azul atravesó la carretera especialmente despacio, parecía querer cuidar los neumáticos, y desapareció por el otro lado.

—¿Conocía usted a Tony, don Bartolomé? —preguntó la chica.

Los hombres volvieron a reír. José tomó la palabra.

—Hubo un tiempo en que mi hermano también se formaba para ser historiador, y un tiempo en el que, como todos, debimos acudir a la formación católica que nos imponían.

—Yo fui uno de sus profesores en la Facultad y el encargado de amargarles las mañanas de domingo en el pueblo —rio el antiguo sacerdote—. Ahora decidme, ¿queréis tomar algo? ¿Un café, un té? —guiñó un ojo a Jaira y golpeó a José con el codo— ¿Un chupito de ron miel?

El profesor sonrió y fijó la vista en el suelo.

—En realidad, Bartolomé, venimos a verte por algo muy concreto —sus ojos buscaron los del párroco, que esperaba paciente con una sonrisa—. ¿Te dice algo un barco llamado Esperanza?

El cura retirado se echó a reír.

—Sobre la esperanza podría leerte un par de sermones, pero jamás escuché hablar de un barco con ese nombre.

Jaira frunció los labios, José golpeó una piedrilla con la punta de su zapato.

—Lo esperaba. En realidad por quien quería preguntarte es por un sacerdote jesuita naufragado en Agaete allá por 1655. Su nombre era padre Guzmán…

—Placeres.

Al religioso le cambió el gesto, como si una nube de tormenta oscureciera de pronto el cielo. Posó sus grandes manos en los hombros de sus visitantes.

—Vamos, entrad. Será mejor que tomemos dentro ese ron —hablaba mirando su alrededor, nervioso, y les obligó a pasar al interior de la casa—. Tendréis que contarme de qué va todo esto desde el principio.