El apartamento de Jaime Perea era todo lo pequeño que un invidente como él podía necesitar, sin embargo tenía todas las comodidades imaginables y más, como la ridícula televisión de plasma que su hermano le regalara una Navidad. Terminado el entrenamiento prefería dedicarse a otras actividades antes que ha escuchar los galimatías de voces y menudencias que encontraba inevitablemente entre los canales televisivos. Era un fanático de los videojuegos, y disfrutaba mucho más pasando las horas ante su ordenador equipado con los últimos programas de lectura de pantalla y sintetizadores de voz, jugando a aventuras conversacionales y juegos de lógica adaptados. Además, dos veces por semana le visitaba un profesor de guitarra. Sin embargo esa tarde el timbre de su apartamento sonó por un motivo muy diferente.
Jaime reconoció el perfume y el olor característico de su cuñada casi antes de abrir la puerta.
—¡Marta! —saludó extrañado— No has venido con los niños.
A la mujer le costaba explicarse sin que su voz vacilara. El chico la tocó con las yemas de los dedos, Marta era casi de su misma altura, llevaba gafas de sol, el cabello recogido, una camiseta de cuello alto y la chaqueta húmeda por la lluvia. Bajo el cristal de las gafas Jaime descubrió el bulto rugoso del pómulo hinchado, y más abajo la costra de sangre seca en la comisura del labio. Marta protestó porque el simple roce le había hecho daño, él se apartó dando un paso hacia atrás.
—No puedo seguir así, Jaime —dijo ella.
La taza de té se enfriaba en sus manos sin que probara un sólo sorbo. Afuera seguía lloviendo, Jaime había conectado el equipo de música con un compacto remezclado. De los Stones a nuestros días, baladas a medio gas que le recordaban a Amelia.
—Lamento que sea de sobre —dijo—. Pero está bueno, es de frutas, pruébalo.
Su cuñada negó con una mueca, vagueaba la mirada en el reflejo de la lámpara sobre sus gafas, ahora dejadas encima de la mesa.
—¿No te gusta? —insistió él.
—No es por eso.
Jaime imaginó que las heridas en la boca le molestaban al beber. También que en una situación así, un té no solucionaba nada.
—¿Qué ha sucedido? —se atrevió a preguntar al fin—. Los niños…
—A ellos no los ha tocado —respondió presta ella. Después bajó la voz—. Que ni se le ocurra. Llegó a casa borracho, al menos olía a alcohol. Yo perdí la paciencia, le pregunté de dónde venía a esas horas y me contestó que de un servicio. Entonces chillé que si de servicio le dejaban bañarse en vodka y me cruzó la cara.
La mujer se estremeció con el recuerdo y rompió a llorar. Jaime intentaba calmarla, pero él sentía el mismo sollozo golpeándole en la garganta y ansiando escapar.
—Los niños lo vieron todo, Jaime. Lo oyeron todo. Nos llamamos… No sé ni lo que nos dijimos. Le acusé de putero, de ver a otras mujeres, me contestó cosas tan horribles que creo que mi cerebro las ha olvidado. Después se marchó de casa y no he vuelto a hablar con él, quizá tú sepas algo.
—Hace días que tampoco le veo.
Marta sorbió lágrimas y mocos a un tiempo, apretó entre las suyas las manos de su cuñado.
—Quiero pedirte un favor, Jaime. Sé que no debería implicarte, pero nos conocemos hace más de diez años y sabes que no recurriría a ti en un caso como este de no ser mi última alternativa. Necesito que nos dejes quedarnos en tu casa unos días.
Jaime tragó saliva. Entendía la situación pero no estaba seguro de querer ponerse en contra de Sergio.
—No sé, Marta, yo no debería tomar partido.
La mujer asintió.
—Lo sé. Mira esto.
Marta se retiró unos centímetros el cuello de la camiseta y posó sobre su piel la mano del chico. Dejó que Jaime rozara el recorrido curvo de las marcas de estrangulamiento.
—Tengo miedo de que vuelva y la tome con los niños.
El invidente se apartó horrorizado, casi dejó caer la taza de té contra el suelo.
—De acuerdo, claro —titubeó—. Ve a por los críos, podéis quedaros. Yo voy al hospital a ver a papá, suelo pasar las noches con él, por la mañana vendré a ducharme e iré a entrenar, tendréis toda la casa para vosotros.
—No te preocupes, los niños mañana estarán en el colegio.
—Claro, es cierto. Escucha, por la tarde intentaré hablar con Sergio.
Marta asintió, aunque no confiaba en que eso sirviera de mucho más que para empeorar las cosas. Recuperó su abrigo y se marchó a casa para preparar a sus hijos. No había tocado el té. Jaime apagó la música y dejó que el silencio y el rumor de la lluvia acompañaran su cena. Todo se estaba torciendo. Todo se estaba torciendo demasiado rápidamente. Y ya no podía más.
No se acostumbraba a verlo así. Delicado, consumido, postrado en una cama de hospital y conectado a media docena de tubos que le acompañarían hasta que su corazón dijera basta. Pronto se cumpliría un mes de sus últimas palabras, de la última vez que consiguiera mirar fijamente a alguien. Jaime se sentó una noche más junto a él, en la incómoda silla dedicada a las visitas. Sacó de su mochila una almohada de viaje, una botella de agua y un ejemplar en braille de los cuentos de Poe, que dejó sobre la mesilla. Tomó el mando a distancia y bajó el volumen del noticiero. Necesitaba escuchar la respiración de su padre.
Seguía allí.
Se inclinó sobre la cama y delicadamente se sentó a su lado, por un segundo imaginó que su padre moviera la mano para to car la suya, pero sabía que era imposible. Fue él, entonces, quien deslizó los dedos por la sábana, palpando sin quererlo ese cuerpo extenuado, hasta rozar la piel cálida y frágil. Quiso tocarle la cara, comprobar si tenía los ojos cerrados o, si acaso, quizá, sonreía, pero le aterraba la idea de quitar sin querer de su sitio alguna de las vías, desplazar algún tubo o simplemente hacerle daño.
—Papá —dijo, y fue todo lo que pudo pronunciar antes de que el llanto obstruyera las sílabas en su garganta. Se dio la vuelta y regresó a la silla, subió dos puntos el volumen y cambió de canal hasta reconocer las voces de una de las series de éxito. Guardó silencio mientras escuchaba, pensativo, triste. Deseaba disponer de una máquina del tiempo para volver atrás y borrar tantas cosas.
No fue un ruido lo que le despertó de madrugada, fue, por extraño que parezca, la sensación de la falta de este, como si el vacío en la planta del hospital tomara la forma de un chillido horrible. Despertó y observó que la tele había sido apagada, y no por él, desde luego, y forzando el oído comprobó que la respiración de su padre continuaba a su lado. Sin embargo la planta del hospital estaba completamente en silencio.
Jaime se levantó y contó los pasos hasta la puerta de la habitación, se asomó al pasillo sin soltarse del quicio e hizo el esfuerzo de escuchar. Nada. No había voces ni pitidos de máquinas médicas en marcha. Nadie tosía ni televisión alguna emitía ningún sonido. Sin tecleos, ni pasos, si había alguna luz en el pasillo, él no podía saberlo.
Empezó a caminar despacio. Prestando atención al silencio. La respiración de su padre seguía resonando en sus oídos, lo demás, vacío. La pared del corredor desapareció bajo sus dedos, había llegado a una intersección, y palpó un mostrador, un monitor y una lámpara flexo. El ordenador no producía ningún zumbido y la bombilla del flexo estaba fría. Se atrevió a avanzar y recuperó la pared enseguida, pero tropezó con un carro de catering que se volcó sobre la moqueta con un estruendo metálico. Una mano entonces tocó su espalda.
—¡Oiga! ¿A dónde va?
El atleta perdió el control de sus rodillas y cayó al suelo, acurrucado contra la pared, buscando con las manos en su oscuridad la voz que le había hablado. No podía respirar y el corazón quería salírsele del pecho.
Por la mañana Marta y los niños le dejaron cuando todavía estaba en la ducha, no tuvo que verlos ni explicarles el por qué de esa turbación en su rostro. Era como si de algún modo su cuerpo no hubiera vuelto a la calma tras el sobresalto. En la pista, Guillén le esperaba realizando sus estiramientos. Para Jaime no había habido noticia mejor en las últimas quince horas que esos minutos de concentración en los que no cabía ningún otro pensamiento. Sin embargo a media sesión de series de velocidad en distancia corta escuchó la voz de su hermano llamándole desde la grada. Le pidió a Guillén un descanso y Sergio bajó al tartán para hablar con él.
—Menuda armaste anoche en el hospital, chico —dijo a modo de saludo.
—No fue para tanto.
El policía sonrió. No llevaba su uniforme reglamentario sino una camiseta clara y una chaqueta deportiva.
—Según dicen te llevaste un buen susto. Ten cuidado con esas cosas, chaval.
—Ya, el pobre ciego. ¿Y tú qué haces aquí, no deberías estar trabajando?
—No, hoy no. Me he tomado unos días para encontrar algo. Por eso fui al hospital. Y creo que lo he encontrado.
—No tengo ni idea de a qué te refieres. ¿A qué has venido, Sergio?
El policía se detuvo junto a su hermano, tan cerca que Jaime pudo oler su aliento tiznado de vodka.
—Devuélveme a mi familia.
El atleta retrocedió, sintió cómo Sergio daba pasos hacia él. No podía verlo pero sabía que debía tener miedo.
—Escúchame, Sergio…
—Es inútil negarlo, niño. Dame las llaves de tu casa o yo te daré a ti una buena tunda. Las sacaré de tu mochila yo mismo.
Jaime estuvo a punto de tropezar pero le detuvo la barandilla que bordeaba la pista. Escuchó cómo en la grada Guillén se ponía de pie y corría hacia ellos.
—Marta vino preocupada, asustada, me mostró lo que le hiciste.
El policía seguía presionando.
—Me robó a mis hijos, Jaime. Te haré a ti lo mismo que le hice a ella si no les ordenas volver a casa.
—No lo harán, Sergio, les asustaste…
—¿Les asusté? Eso no fue nada. Vendrán a casa o iré yo a buscarles.
—Necesitas ayuda…
El empujón lanzó a Jaime contra la barandilla, le hizo pasar por encima de ella y el chico rebotó contra el primer escalón de cemento del graderío. En su oscuridad, el mundo dio vueltas haciéndole perder la orientación y el sentido.
—¿Te ayudo, ciego? No puedes ni levantarte.
—¡Ey! ¿Qué pasa aquí?
Guillén se interpuso entre los dos hermanos y separó a Sergio del muchacho. El policía se retiró refunfuñando, mientras el atleta se tendía en el suelo boca arriba para recuperar el aliento. Todo se estaba torciendo, sí. Demasiado.
—¡Diles que vuelvan! —le gritaba su hermano desde lo alto de la grada, de camino a la salida— O tendré que ir yo a por ellos.
—¡Lárguese! ¡Llamaré a la policía! —le contestó Guillén, pero Sergio ya había desaparecido. Lo último que quedó de su visita fue la estela de su risa al marcharse y la brecha sangrante en la coronilla de Jaime.
—¿Estás bien, hijo? —le preguntó el guía. Después el atleta perdió el conocimiento.