—Explícamelo, porque no consigo verlo claro.
Empezaba a caer la tarde, Jaira regresó desde el balcón y encontró al profesor enfrascado en un rompecabezas de documentos y acumulando notas en un cuadernillo de cuadros. La punta del bolígrafo volaba entre nombres, fechas y anotaciones subrayadas, cuando no directamente tachadas. Había decidido imprimir los archivos de Tony porque se sentía más cómodo manejando papeles que documentos de texto digitales. Después de horas de estudio, de darles vueltas a unos y otros y de revisar mil veces sus propias fuentes de entre los cientos de libros de historia que almacenaba en casa, por último había escogido una página en blanco y trazaba una línea temporal que iba rellenando poco a poco.
—No es nada sencillo —dijo—. La investigación de mi hermano mezcla documentos oficiales y bien conocidos con datos jamás comprobados, aunque admitidos como posibles, pero añade otros muchos cuando menos… desconcertantes. No termino de decidirme a darles veracidad absoluta.
La joven echó un vistazo al galimatías que Ventura tenía organizado sobre la mesa.
—No puedo creer que no tengas ordenador en casa —apuntó meneando la cabeza.
El profesor se recreó en un trago de zumo de frutas ya caldeado. El esquema estaba terminado.
—Y yo no puedo creer que tú no tengas casa —contestó.
La muchacha resopló y se sentó al lado de José, en el brazo del sofá. Él ordenó sus papeles de una manera concreta, dejando su guión en el centro, y comenzó a explicarle.
—En realidad es bastante más complicado de lo que pensábamos, pero de entrada puedo decirte que es mucho más que un puñado de huesos lo que Dupont buscaba en esa caja.
—¿Crees que él lo sabe?
Ventura encogió los hombros.
—Es difícil. Según me dijo, encontraron el Esperanza por casualidad, ni siquiera conocían la existencia de ese cofre. Aunque supongo que una vez descubierta la inscripción sobre la tapa investigarían con más ahínco.
Jaira se mordía el labio, pensativa.
—Sigue.
El historiador carraspeó.
—Para explicarte la importancia de esas reliquias debo saltar al comienzo de esta historia, al confuso y hermético origen de Cristóbal Colón.
—Ese sobre el que nadie se pone de acuerdo.
—Cierto. Aunque no es exactamente así. Digamos que, independientemente de dónde tuviera su cuna el posterior Almirante, es sobre su extracción social sobre la que gira el énfasis del misterio. Atiende: si nos situamos en la Edad Media, primeros años del siglo XV, comprenderás lo difícil que debía resultar el acceso a la cultura para el pueblo llano, no digamos la posibilidad de ser recibido por reyes o casarse con princesas, cosas todas ellas que sabemos que hizo Colón.
—Qué insinúas, no te compliques. Me parece bien el rollo profesor pero…
—Escucha. He separado este grupo de documentos en los que reconocidos investigadores y estudiosos reniegan del tradicional origen humilde del Cristofono Colombo genovés y abogan por dar una explicación muy curiosa al secretismo con el que el propio marino y quienes le rodearon envolvieron los datos relativos a su familia. Pretenden demostrar que Colón procedía de una cuna honorable pero prohibida, le vinculan con el Papa Inocencio VIII, también genovés, por cierto.
—¿Hijo ilegítimo de un cura?
—Qué quieres que te diga. En aquella época no era raro, y lo cierto es que en los retratos que se conservan ambos parecen dos gotas de agua. Por otro lado, es conocido que el descubridor intercambió correspondencia con el Pontífice por motivo de sus viajes en los que el marinero, ferviente religioso, se sentía en la obligación y se enorgullecía con el deber de extender en su nombre la palabra de Dios. El caso es que ese origen distinguido, conocido quizá por muy pocos y necesariamente oculto para la Historia, explicaría algunos misterios relativos a la educación del joven Colón y a su matrimonio en Portugal.
—No me estás explicando por qué mataron a tu hermano.
—Sigue observando estos papeles. Los acontecimientos que dan lugar al Descubrimiento, así como la figura de su autor, llevan cinco siglos enterrados entre enigmas y, lo más curioso, las investigaciones derivan una y otra vez hacia la Orden del Temple.
—¿Caballeros Templarios? Creí que los habían exterminado.
—Mira aquí, en realidad la disolución de la Orden en el siglo XIV con la ejecución de su maestre Jacques de Molay no significó ni mucho menos una desaparición definitiva. Bien al contrario la perseguida flota templaria se dividió en tres frentes de los cuales uno se refugió en Escocia, otro en Portugal y el último en el Mediterráneo, dedicándose a la piratería. Se sabe de expediciones templarias hacia el oeste, quizá para buscar tierras en las que ponerse a salvo, y son cientos de indicios los que atestiguan su llegada a Norteamérica.
—Si lo que dices es cierto, Colón no fue el primero en llegar.
—Bueno, eso está más que descontado. Desde la época fenicia, y probablemente egipcia, el continente americano ha recibido visitas. Cada vez son más, aquí los tienes, los estudiosos que afirman que Colón tenía muy claro a dónde ir cuando decidió emprender su viaje.
—Eso había oído, ¿pero cómo?
El profesor se levantó y fue a la cocina a servirse más zumo. Se sentía excitado, vivo como nunca desde aquel accidente. Tenía entre sus manos investigaciones de Hatcher Childress, de Arrollo Durán, de Sierra, de Ruggero Marino, de Cruz, de tantos y tan relevantes que parecía que por una vez Tony Ventura había suplantado la personalidad de su hermano. Todo estaba en esos papeles, el secreto místico más importante de la Cristiandad podía haber acabado rebotado en sus manos.
—Cristóbal Colón era templario —dijo, solemne, cuando regresó al salón—. No ordenado como tal, puesto que en su época la Orden ya no existía, pero no son pocos los que afirman que el Almirante tenía una íntima relación con la masonería, heredera del Temple y, más aún, con los esquivos Illuminati. Los investigadores se aferran, para afirmarlo, a su hermética firma, salpicada de simbología ocultista, o al hecho de que los Reyes Católicos le entregaran a un desconocido y sin ninguna garantía tres valiosas naves, identificadas además con cruces templarias en su velamen.
—¿Y por qué se las dieron?
José carraspeó, bebió, y colocó sobre los demás una serie de artículos impresos de Internet. El titular de uno de ellos se preguntaba si Colón podía ser realmente un miembro secreto de los Illuminati.
—A finales del siglo XV los Reyes Católicos estaban arruinados por su empeño en consumar la Reconquista. Sin embargo, durante su estancia en Portugal Colón llegó a poseer una carta de navegación que sólo él conocía, una de una precisión envidiable que le habría indicado con exactitud hacia dónde debía dirigirse y lo que encontraría cuando llegara. Los investigadores apuntados por Tony hablan de que él mismo pudo haber realizado un viaje fortuito poco antes del descubrimiento, o de que los propios templarios le confiaron esa carta, por no hablar del famoso protodescubridor naufragado cerca de su casa en Madeira. Todo hipótesis. Lo cierto es que muchos coinciden en que ese conocimiento previo le sirvió para convencer a los Reyes hasta el punto de, como ves en este documento, conseguir que le concedieran en las Capitulaciones de Santa Fe, antes incluso de partir, el título de Almirante y Virrey de toda tierra que descubriera. ¿Pero por qué pensaban que iba a descubrir nada?
—Entonces estos documentos afirman que el Temple indicó a Colón hacia dónde ir.
Ventura asintió.
—El hombre que surcó el océano en 1492 era un aventurero, un místico obsesionado con la simbología, un idealista de gran coraje e intuición. Hay quien dice que no era una sino varias personas, y lo justifican advirtiendo sobre sus muchos retratos, tan diferentes entre sí. Otros insisten en su obsesión enfermiza porque nada de su pasado ni de su origen trascendiese. Algunos historiadores afirman su relación con las sociedades secretas de Génova e Italia del Norte, de Centroeuropa y hasta de la secta masónica del Reptil, supuesta fundadora de los Estados Unidos y a la que aún hoy pertenece una clase selecta y hermética de líderes y personalidades mundiales.
—Qué locura.
—¿Lo es? —inquirió el estudioso— El propio Papa Inocencio VIII tenía relación con la proscrita Orden del Temple. Según esta biografía encontrada por Tony, el Pontífice soñaba con relanzar las cruzadas, pero eso requería un poder económico que la orden ya no tenía. Si asumimos que los templarios conocían la existencia del Nuevo Mundo, sabrían que sus tesoros podrían devolverles ese poder —le mostró un puñado de papeles, el profesor se expresaba con la vehemencia y el atropello de un colegial—. Todos estos investigadores, desde Bradley hasta Wiesenthal coinciden en que Colón pudo ser un enviado, un elegido con la misión de reverdecer el Temple, de proporcionar a la Iglesia las riquezas de ese continente por explorar.
—Eso no puede demostrarse.
Ventura le tendió una de las fotocopias.
—Observa la fotografía. Es la tumba de Inocencio VIII, en Roma. Te traduciré la frase en latín sobre la lápida: «Suya es la gloria del descubrimiento del Nuevo Mundo».
—¿Y qué? Según dices tuvo mucho que ver con poner a Colón en el camino.
—Nada, salvo que Inocencio VIII murió en julio de 1492, varias semanas antes de que el bueno de Cristóbal si quiera pisara la Santa María.
Jaira se mordió el labio y paseó por el diminuto estudio y de regreso al ventanal.
—Me parece rizar mucho el rizo, profesor. Y aunque Colón fuera templario, illuminati, genovés o gallego, nada aclara por qué hacía falta matar por sus reliquias.
José Ventura le enseñó su esquema. Terminaba en un nombre muy particular.
—Los documentos de mi hermano apuntan que una vez disuelta la Orden Templaria su retirada se realizó de una manera sospechosamente bien organizada. Perdieron su poder en Europa y quedaron proscritos, pero nunca se supo de la devolución de su riqueza.
—¿Riqueza?
—Caballeros templarios, banqueros de reyes y coronas. Custodios de tesoros de la cristiandad, de fortunas incalculables. Varios de estos investigadores apuntan que el camino de Colón pudo ser de ida y vuelta, con la aparente misión de descubrir y traer riquezas, pero con el encargo encubierto de esconder y poner a buen recaudo el patrimonio del Temple, con todo un continente como caja fuerte.
La joven guardó silencio.
—¿Y este nombre? ¿Por qué crees que él…?
Ventura torció el gesto. Estaba llegando al final de su explicación.
—Tras analizar los textos sólo se me ocurre que la sepultura del Almirante pudiera guardar junto a sus restos las indicaciones para acceder a ese tesoro sin igual.
—Suena a novela barata.
—No me sorprendería de un hombre capaz de ocultar su origen y hasta su nombre en una firma hermética. Quizá esa sea la explicación de por qué los restos de Colón han sido tan codiciados durante todo este tiempo.
—Dupont cree que las reliquias fueron robadas de la Catedral Primada.
—Y se me ocurre quién pudo hacerlo.
Jaira le miró con expectación.
—Atendiendo a la fecha en la que suponemos la partida del Esperanza y a la situación europea, convulsa para no variar, sólo veo un hombre capaz de hacer cualquier cosa con tal de adueñarse de los fondos que le permitieran recuperar su trono.
—Este hombre.
La joven señaló con el dedo el nombre escrito al final de la línea del tiempo pintada por el profesor.
—Carlos II de Inglaterra. Desterrado por el golpista Cromwell, arruinado, y conocedor de los secretos del Temple como protector de la francmasonería escocesa.
—¿Él sabría que Colón…?
Ventura asintió.
—Sí. Y no dudo que enviara a alguien no una, sino las veces que hiciera falta para recuperarlo.