Sabía que todo había sido una estratagema para embaucarle, un truco vil para hacerle morder el anzuelo. Ventura entró en casa aturdido y todavía confuso, se dirigió directamente a la cocina, dejó caer su gabardina sobre una silla y abrió el congelador. Sólo había lasaña, así que la cambió de recipiente, la metió en el microondas y terminó de desvestirse de camino al salón.

No dejaba de pensar en la oferta de El Francés, en que si la hubiera recibido quince años atrás la hubiera aceptado enseguida. Con el apoyo de Daniela sí que lo veía posible, pero enfrentarse a ello solo era completamente distinto. Él, un ratón de biblioteca oxidado y sin ánimo, cómo iba a seguir la pista de un cadáver cuyo paradero había sido un misterio durante cinco siglos. Para eso se necesitaban unas condiciones especiales que Tony poseía, pero de las que él carecía en absoluto.

Salió al balcón de su apartamento para despejar sus pensamientos y fijó la vista en el horizonte, en la línea difusa que separaba el cielo del mar. Un océano Atlántico testigo mudo del paso del tiempo, de bergantines, naos y carabelas, de galeones y barcos de guerra parecía devolverle una sonrisa. Ventura pensó en una de esas naves, una que nunca llegó a tocar esa tierra pero que se había quedado a morir en ella.

Todo lo que podemos decirle sin poner en peligro su vida, repitió en su cabeza las palabras del coleccionista. El peligro no era para él, no para este hermano Ventura. Lo suyo eran los libros de historia y las novelas de aventuras, el riesgo y el mar eran cosa de Tony. Sí, el hábitat natural de Tony era el mar. En él había vivido y en él…

Sonó el pitido del microondas.

Después de almorzar y ventilarse una botella de vino que debía sumar al licor consumido con Zoe y Dupont, la cabeza le pesaba y la sentía dar vueltas como si girara en torno a su cuello. Se dejó caer como un peso muerto sobre el sofá y cerró los ojos un segundo. Las imágenes de veleros y cañonazos que le habían acompañado toda la tarde no se apartaban de su cabeza. No se veía a sí mismo rebuscando entre arrecifes y algas ni escarbando en fangos y lodo a setenta metros bajo el nivel del mar. No se imaginaba juntando piezas de un rompecabezas barroco que ya había costado la vida de un hombre. Él no era un buscador de tesoros, él estudiaba y transmitía las vidas de los que sí lo habían sido, como su hermano, y Tony había fracasado.

Intentó dormir pero resultaba imposible. Qué razones habían llevado a fletar un navío en secreto. Por qué no figuraba en los registros portuarios. Por qué sacar los restos de Colón sin la autorización de las autoridades españolas. Dónde encajaba el jesuita en todo aquello. Qué había sido del Esperanza. Por qué el cofre vacío. Cómo había muerto Tony.

El profesor se levantó de golpe y empapado en sudor. Después de mucho tiempo volvió a marcar un número en su aburrido teléfono, estaba decidido a averiguar qué le había pasado a su hermano.

—Acepto —sentenció en cuanto obtuvo respuesta al otro lado de la línea. Pudo imaginar la sonrisa plateada de El Francés en su opulento despacho.

El lunes por la mañana José Ventura se encontraba frente a la puerta de un modesto apartamento a pocos minutos del Puerto de las Nieves. Casas blancas, ventanas azules, una bahía por la que no cesaban de transitar pequeños yates y barcos pesqueros. El sencillo bungalow se freía al sol a dos pasos del Paseo de los Poetas, por el que se llegaba en pocos minutos al muelle y todavía en menos a la playa. La brisa marina regaba de sal el olor de jazmines y violetas, pero también el del pescado y el alquitrán. El profesor introdujo en la cerradura la llave dorada que le había proporcionado El Francés y agradeció el frescor a la sombra del interior del apartamento. Un solo vistazo le bastó para saber que su hermano no hubiera ganado ningún concurso de orden ni de limpieza. Resultaba evidente que se acomodaba mucho mejor a la vida en la mar que en tierra.

El profesor se sirvió un vaso de agua de una botella de plástico que todavía no olía demasiado fuerte y comprobó lo lamentable del interior del frigorífico. Tony no debía pasar mucho tiempo en casa. Recorrió el apartamento intentando encontrar en sus detalles, en sus matices, el recuerdo de un hermano tan desconocido para él como todo en aquella casa. Una cama de matrimonio deshecha y con las sábanas por el suelo, la mesa de la cocina llena de restos de un desayuno sin recoger y la del comedor repleta de libros, mapas y fotografías. Cuáles serían los documentos que Dupont y Zoe buscaban, si no estaban entre esos.

El yate de Tony se había calcinado en el incendio, poco habían podido rescatar de su estructura antes de que se hundiera, por lo que todo lo que quedaba del intrépido marino se resumía en aquellas habitaciones. José revisó los armarios, los cajones, los objetos y revistas dejados por cualquier parte sin ningún orden. Si él fuera su hermano, dónde escondería papeles destinados a no ser encontrados por nadie. Cómo saberlo. El armario empotrado del dormitorio era el más grande. Tenía dos cajones, uno de ellos guardaba ropa masculina a medio arrugar, el otro estaba abierto y vacío, bailando sobre su filo a punto de caer al suelo. Sin nada que hacer allí, el profesor regresó al salón y se sentó a la mesa entre brújulas, compases, transportadores y reglas, todos dispuestos sobre un detallado mapa de la costa cercana. Debajo de él encontró las mismas fotocopias que le había entregado El Francés, las fotografías del barco hundido y un bloc repleto de notas sobre la posición, profundidad y detalles técnicos del pecio. Ver la letra de Tony después de tanto tiempo le causó un escalofrío.

Qué cantidad de información, pensó Ventura. Su hermano no era tipo de tomarse las cosas a la ligera ni de actuar por impulsos. Sonrió, aunque eso también alejaba un poco más la teoría del incendio fortuito como causa de la muerte. Construcción, dimensiones y navegación de una fragata del XVII, analizados antes de lanzarse una sola vez al agua. Tony había estudiado cada cuaderna del pecio, cada hilo de su velamen y cada roca del lecho marino en el que descansaba. Según había anotado, tras el abordaje las corrientes lo habían arrastrado hacia el sur hasta encallar a pocas millas de la costa de Agaete. José cerró los ojos y trató de imaginar, tal y como había leído tantas veces en los libros de aventuras, a la tripulación del navío esforzándose por apagar el fuego, intentando reparar los boquetes y achicar agua. Todavía no podía imaginar lo lejos que se quedaba.

Salió para almorzar y se sentó en una terraza del paseo que olía a pescado fresco y marisco desde lejos. Observó el ir y venir de marinos y barcazas como, seguro, su hermano había hecho, y se concedió un segundo para pensar en él. Tony no era un buscador de tesoros usual, había encontrado el pecio muchos metros más al sur de donde indicaban los mapas, era un tipo metódico, paciente y experimentado, capaz de aprender y de adaptarse, y sin embargo había fallado. Había encontrado la caja vacía y encima había perecido en su intento. El tesoro oculto, las reliquias de Colón, volvían a dar esquinazo a los que querían atribuirse su propiedad. Pero quiénes eran quienes las querían tanto y por qué.

De regreso al apartamento no le sorprendió sentirse observado, era de cajón pensar que El Francés no dejaría su inversión al cuidado de cualquiera. Entró en el bungalow y cerró rápidamente la puerta. Miró por la ventana, por todas las ventanas, y cuando se convenció de que estaba solo se recostó en el sofá con el bloc de anotaciones de Tony en las manos. Se fue adormeciendo lentamente. Empezaba a considerar una siesta corta como una buena opción cuando un filo cálido se posó en su garganta. Una voz joven y siseante le arrancó de la modorra.

—¿Y tú quién coño eres?

Ventura se incorporó con un respingo y dejó caer los papeles al suelo. Instintivamente hizo ademán de inclinarse a recogerlos pero la chica le detuvo aumentando la presión del cuchillo sobre su piel.

—Déjalos —le ordenó—. Esos no valen nada.

El profesor torció el gesto y dejó escapar un quejido, intentó mirar a la mujer pero esta volvió a advertirle con un pinchazo. Su frase evidenciaba dos cosas: la existencia de otros documentos ocultos, y que ella sabía de su existencia.

—La pregunta es quién eres tú —protestó José.

La chica le clavó en la mejilla la punta de su cuchillo. Ventura sintió cómo el líquido caliente brotaba de la herida y discurría lento hasta el cuello de su camisa.

—No, amigo. La que tiene el pincho soy yo. Así que habla tú primero.

Su voz, apenas un susurro, mostraba tintes árabes y un peculiar acento mestizo. Sus manos, todo lo que podía ver el profesor, eran del color de la aceituna y recorría sus dedos un tatuaje característico. Ella le apremió arañando su carne.

—Me llamo José Ventura, soy profesor. Era hermano de Tony.

La chica aflojó un poco la presión como si lo pensara, entonces volvió a hincar la cuchilla.

—Tony no tenía hermanos, mentiroso —susurró.

—¡Claro que sí! No me toques las narices. Y una marca de nacimiento en el codo, y en la cartera la foto de un perro que se nos murió de pequeños. Bueno, eso puede haberlo cambiado.

—Vale, vale, vale. No sigas —dijo la chica retirando la navaja y recogiendo la hoja dentro de la empuñadura—. Sí que la tiene. La tenía.

Se sentó frente a José con los brazos escondidos en el bolsillo delantero de una sudadera demasiado grande para ser suya. Le pidió perdón con la mirada, ojazos grandes y verdes que destacaban sobre su piel morena. Llevaba el pelo largo ondulado y suelto en una larga melena oscura, y unos labios pálidos torcidos en una mueca que nunca terminaba de ser sonrisa.

Ventura carraspeó y se llevó la mano al cuello. Tras mirarse las gotas de sangre que quedaron impresas en sus yemas señaló el escudo grabado en la sudadera y las pequeñas letras azules bordadas en el pecho.

—Jersey de la universidad, las iniciales de mi hermano… ¿Quién eres?

La chica le miró, fría.

—Me llamo Jaira. Era la… Bueno, trabajaba con Tony.

El profesor asintió frunciendo el ceño. La mirada de Jaira decía mucho más que sus palabras.

—Pues si trabajabas con él sabrás lo que le ha pasado. Lo del accidente…

—No hubo ningún accidente —la mujer bufó indignada.

—Qué me estás diciendo.

—Yo estaba con él la noche que murió. Buceaba cerca del pecio cuando nos atacaron. Maldigo el día en que encontró esa maldita caja.

—Espera, espera. ¿Os atacaron?

—Sí, no sé quién. No vi más que siluetas. Dos hombres, pero…

—Entiendo.

Ventura se levantó y se asomó a la ventana. El atardecer empezaba a teñir de rosado el horizonte hacia el este. Al verlo así, en esa postura, Jaira no pudo evitar el recuerdo de la última conversación que había tenido con Tony en aquel mismo lugar. Los dos hermanos no se parecían a primera vista, tan diferentes en tantos aspectos, pero había algo en José que inevitablemente le traía la imagen de su pirata.

—Qué buscaba mi hermano en ese barco.

La joven suspiró. Tenía a sus pies una mochila y la abrió para sacar dos latas de cerveza. El profesor declinó la suya.

—Le contrataron para inspeccionar el Esperanza, aunque eso evidentemente ya lo sabes. Querían al mejor, en principio sólo para echar un vistazo y, si acaso, encontrar algo de valor que sacar de él.

—¿Por qué un explorador? ¿Por qué no rescatar el barco entero?

Jaira le miró y enarcó una ceja.

—¿Estás loco? ¿No has visto las fotos? Sólo con moverlo el viejo cascarón se hubiera desmoronado como un cuenco de barro.

—No entiendo mucho de eso —apuntó Ventura—. Sin embargo tú pareces saber mucho de barcos. De barcos hundidos.

—He seguido a Tony durante seis años. Y tu hermano no era precisamente de los que se quedan en casa.

José guardó silencio un momento. Parecía pensativo.

—¿Qué sucedió? ¿Por qué querrían matarlo?

—Porque encontró esa caja o, mejor dicho, la inscripción que hay sobre ella.

El profesor asintió.

—Sabes que está vacía, ¿verdad?

Jaira le miró como si esperara la confirmación de que se trataba de un chiste. Cuando vio que esta no llegaba estalló en una sonora carcajada.

—No te rías, mi hermano murió por esa caja.

—Tienes razón —dijo ella secándose las lágrimas—. Me río porque al menos esos cabrones nunca tendrán lo que buscan.

—Bueno —puntualizó Ventura—. Para eso me han enviado aquí. Debo encontrar ciertos papeles.

—Yo los destruí —sentenció ella—. Supuse que vendrían a por ellos. Así que el día que Tony murió regresé al apartamento para recoger mis cosas y me los llevé conmigo. Podrás encontrar sus cenizas, con suerte, esparcidas por la bahía.

José se sentó en una silla con el semblante lívido.

—Y ahora qué —murmuró.

—No podía dejar que cayeran en sus manos.

Ventura sacudió la cabeza.

—Me dan absolutamente igual sus manos. Según Zoe y El Francés en esos papeles está la clave de por qué son importantes las reliquias del Almirante, de por qué arriesgar la vida para robarlas… o para protegerlas.

—¿Quién es Zoe?

El profesor negó con un gesto.

—Es una larga historia.

—Sabes que sólo los quieren para dar con las reliquias.

—No me importa. Lo que yo necesito es saber porque murió mi hermano, y si fue un asesinato a sangre fría esos papeles me llevarán hasta quien lo hizo.

La joven se rascó la barbilla y observó al estudioso. Sólo un poco mayor que Tony, muchos años más cansado.

—Tú no crees en el accidente.

El profesor le clavó la mirada. Era la primera vez que Jaira no veía timidez en sus ojos.

—Por supuesto que no. Es una patraña deleznable.

—Deleznable…

La chica levantó la mochila hasta apoyarla en sus rodillas y rebuscó en el bolsillo pequeño. Sacó un minúsculo objeto de plástico.

—Entonces tengo algo mejor que esos papeles —anunció, mostrándole a José una memoria USB.

La Biblioteca de la Facultad de Humanidades todavía estaba vacía a las ocho y cuarto de la mañana. Acababan de abrir, y junto con Ventura y Jaira entraron tan sólo algunas estudiantes que ocuparon los primeros bancos de la sala con sus libros y carpetas para acto seguido desvalijar las estanterías con los diccionarios de inglés. El profesor saludó con un gesto al bibliotecario y se dirigió a uno de los ordenadores.

—¿Por qué no vamos a tu despacho?

—No quiero que el Decano me vea.

Una vez cargada la web principal e introducida la clave de acceso, José insertó en la computadora el pendrive de su hermano y esperó impaciente a que sucediera algo. La memoria extraíble no tenía clave, así que José marcó con el ratón las veces necesarias hasta que se abrió una carpeta con más de una docena de imágenes y documentos de texto. Jaira desayunaba un zumo de frutas a escondidas. Entrar líquido en la biblioteca estaba completamente prohibido.

—Tony pasó muchas noches recopilando esta información sobre el Almirante. Según me dijo, detalles poco conocidos que contradecían la historia oficial. Con ellos elaboró este dossier y trató de ponerlo en conocimiento de Dupont. Sin embargo, una colaboradora de El Francés, alguien de la universidad de Sevilla, le animó a dejarse de teorías absurdas y concentrarse en recuperar la caja hundida.

—Me hago una idea de qué colaboradora fue. ¿Teorías absurdas?

—Eso dijo.

—Veamos.

No había barcos ni piratas entre esos documentos, sólo representaciones y estudios sobre un único personaje. Los archivos que Tony había recopilado con tanto esmero incluían biografías de Colón, escritas en diferentes épocas y en distintos idiomas, artículos más o menos documentados sobre sus años anteriores al Descubrimiento, esos de los que la historia oficial no dejaba constancia, y un sinfín de capturas y enlaces de páginas web en los que autores reconocidos abordaban unos indicios que a José no le eran del todo desconocidos, pero que pocas veces nadie se había molestado en demostrar, o en escuchar a los que sí lo intentaron.

El profesor abrió en primer lugar una biografía contrastada del Almirante. Definía a Colón como un hombre audaz y decidido, con ojos de un azul intenso, penetrantes y seguros, un tipo extremadamente inteligente y muy observador, pero también muy supersticioso. Un profundo religioso influenciado hasta la médula por las lecturas de la Biblia y de los clásicos, alguien soberbio y desconfiado, tremendamente codicioso. Según el biógrafo la desmedida pasión de Colón por el oro le convertía casi en un paranoico, de ahí su entrega y su insistencia en emprender un viaje tan inverosímil con el único fin de encontrar lo que él llamaba el oro de las Indias. Los investigadores no se ponían de acuerdo sobre su origen, si genovés, catalán o mallorquín, pero sí en su temprana obsesión con el mar y, por encima de todo, con la fama y el reconocimiento. El Colón orgulloso, enfadado con su origen humilde, soñaba con ser grande, más grande de lo que lo había sido ninguno en su familia, quería formar parte de la Historia.

—No pintan al descubridor demasiado bien —apuntó Jaira.

—Es un personaje demasiado controvertido, poco o nada se sabe realmente de él. ¿Te dijo Tony por qué le investigaba tan exhaustivamente?

La chica negó con la cabeza.

—Me explicó que necesitaba documentarse a fondo para asaltar el pecio, no que le preocupase tanto el por qué o por quién lo hacía.

—Al parecer quería saber más sobre el contenido de esa caja.

—Quizá por qué alguien le pagaba tanto para recuperarla.

José abrió varias imágenes, grabados de diferentes momentos históricos de la vida pública del Almirante. Después leyó algún texto más. Muchos los conocía, y esperaba pocas sor presas al respecto. Apoyaban la teoría de que Colón podría haber abandonado su país natal en vistas de que en Italia no conseguiría el apoyo que necesitaba para su empeño, y que emigró a la península a sabiendas de que los españoles o los portugueses, por entonces dominadores del comercio marítimo atlántico, serían más receptivos a sus ideas. Tras sobrevivir a un naufragio vivió en Portugal durante una temporada, y según algunos, allí pudo tener contacto con una figura incierta, pero tal vez decisiva en el devenir de la Historia, un personaje a quien se le ha dado el nombre de Protodescubridor, tal vez un náufrago proveniente de alguna de las expediciones nórdicas o irlandesas a Terranova.

—Nada de esto es nuevo —apuntó el experto colombino—. Desde hace décadas se apunta que Colón pudo tener la certeza de que merecía la pena embarcarse en semejante locura. Algo así como un chivatazo.

Ventura sonrió, por primera vez se sentía en su ambiente. Los documentos pretendían demostrar el por qué de que el Almirante se dejara la salud intentando convencer a unos y a otros de que tenía razón y de que le dieran la oportunidad de demostrarlo, y por qué tenía tan claras las rutas que debía utilizar tanto de ida como de vuelta.

—Aún hay más.

El profesor abrió una carpeta con el críptico nombre de ColTmpl.

—Si Tony hizo un master en la vida de Colón no me lo dijo —murmuró Jaira—. Siempre creí que confiaba en mí.

—Tal vez te protegía. Lee esto.

La carpeta contenía media docena documentos y tres enlaces a Internet. Los autores firmantes de los textos eran investigadores conocidos, biógrafos de prestigio y afamados conferenciantes, se trataba de estudiosos de la historia medieval, no precisamente aventureros de los ciberblogs sin contrastar que debilitaran sus conclusiones. Sin embargo las teorías que exponían parecían peregrinas. Jaira se llevó la mano a la boca.

—No es verdad. No puedo creerlo.