—Queremos que encuentre para nosotros los verdaderos restos de Cristóbal Colón.
Se habían sentado en la terraza del ático de Dupont. Él y Ventura degustaban su tercera copa de brandy y ella, Zoe Cabrera, con sus largas piernas cruzadas, mecía un Martini Rosso sin dejar de clavar sus pupilas negras en los ojos del profesor.
—Pon un precio, no será un problema.
—Tengo hambre —comentó José a modo de respuesta—. Creo que debería marcharme.
El Francés sonrió con sorna. Zoe no había dejado de hacerlo desde que llegara, el flequillo moreno le caía estudiadamente sobre el lado derecho de su cara.
—No tienes que contestar ahora, José. Tómate tu tiempo. Si finalmente aceptas te enviaremos la llave del apartamento de Tony en el Puerto de las Nieves. Tal vez la información que encuentres allí te sea útil.
Ventura la miró con una mueca que amenazaba volverse ofensiva, aunque a ella pareció no importarle.
—Te divierte todo esto —le dijo.
Zoe sonrió y bebió un trago de Martini.
—No tiene por qué hacerlo desagradable, Ventura —intervino El Francés.
—Mi hermano ha muerto. Ya es desagradable.
—Te dije que no funcionaría —añadió ella.
—La doctora Cabrera constituye una excelente colaboración para nuestro proyecto. Consumada experta en la América colombina, estudiosa de la figura del Almirante y de los entresijos del comercio y de la política en las Indias, de…
—Todo eso ya lo sé. Para qué me necesita entonces.
Zoe Cabrera dejó su vaso en una mesa de cristal y se inclinó hacia Ventura. Se retiró el flequillo hasta esconderlo detrás de la oreja y miró al profesor directamente a las pupilas. Mucho había cambiado esa mujer desde que trabajaran juntos, primero en Sevilla, después en Cuba. Y eso José lo había percibido al instante.
—Tu hermano tenía en su poder documentos que no pueden perderse. Después de su muerte fuimos a buscarlos, sí, no fue lo más atento, pero esas consideraciones no vienen al caso. Lo cierto es que no encontramos nada. Con ellos la búsqueda de las reliquias se convertiría en algo mucho más sencillo.
—¿Por qué tanto interés en recuperarlas?
—Los documentos de tu hermano te lo dirán.
—¿Cómo? No, amigos, díganme a qué viene este jaleo por los despojos de Colón o ahora mismo me bajo del barco.
—Un símil muy apropiado, profesor —concedió el coleccionista—. Pero no. Esto es todo cuando podemos decirle sin poner en peligro su vida. Encuentre los documentos del cazatesoros y conocerá el resto.
Ventura se levantó de la silla y paseó por la terraza. La ciudad se adormecía a sus pies, una siesta lánguida que vaciaba las calles y convertía el asfalto de Rafael Cabrera en un río de tinta grisácea. A su izquierda la Catedral de Las Palmas gobernaba el barrio de Vegueta, allí por donde quinientos y pico años atrás había paseado el marino cuyos restos destartalados querían obligarle a buscar.
—No quiero hacerlo —dijo entonces el profesor—. Iré a Agaete, visitaré el lugar en el que vivió mi hermano y le daré la despedida que merece. Pero no rebuscaré entre sus ropas para satisfacerles.
—Me temo que eso no será posible —añadió El Francés, a José le hubiera encantado tener el ímpetu de Tony para romperle esa sonrisa.
—Si han perdido su juguete, bien que lo siento.
—No me entiende, José. No le daré esa información a cambio de nada. Si va al Puerto de las Nieves será para trabajar para nosotros, de lo contrario nunca sabrá dónde encontrar la última morada de su hermano.
Ventura bajó la cabeza y después miró a Zoe. Sonreía. No le costó recordar el dolor que le había causado casi dos décadas atrás. Este José fuera del mundo podía olvidar muchas cosas, pero no se había olvidado de odiarla. Ahora volvía a su vida convertida en la llave para saber qué había sido de su hermano.
—No puedo decirte más, José, si no vas a ayudarnos —dijo la doctora—. Lo que pudiéramos estar trabajando en colaboración con Tony, sus hallazgos, son demasiado confidenciales, sólo podemos compartirlos contigo si…
—Si decido formar parte de la partida. Ya. No pienso hacerlo. Ya jugaste demasiado conmigo.
La mujer sonrió. Su atractivo rompía más allá de las amplias gafas de sol que casi enmarcaban su cara.
—Sí, yo también lo recuerdo.
El Francés paseó la mirada entre ambos, divertido.
—Vaya, aquí se ha cocido más sopa de la que yo conocía, como dicen ustedes.
—¿Quién coño dice eso? —le espetó Ventura.
—Ups, profesor, parece que empieza usted a despertar. ¿Quiere reconsiderarlo?
—Vete a casa, José —le dijo Zoe—. Piensa en ello. Piensa en la cantidad de dinero que podrías ganar con esto.
—¿Dinero? ¿De eso va todo esto? ¿Piensas pagarme bien por husmear en el trabajo de mi hermano?
Dupont se sirvió la última copa de brandy y la alzó brindando a la salud del marino.
—No, José. Pensamos pagarle por ser partícipe del mayor descubrimiento desde 1506.
Ventura arqueó las cejas.
—¿De verdad cree que hoy en día vale tanto saber dónde acabaron los huesos del Almirante? —preguntó. El coleccionista se recostó en su silla y miró a Zoe Cabrera. Ella, perfecta arpía, sonrió y se llevó el vaso a los labios.
—Visite la morada del buscador de tesoros, Ventura —concluyó El Francés—. Los papeles de su hermano le dirán algo más sobre lo que estamos buscando.
—Ayúdanos a encontrarlo, José —añadió Zoe con media sonrisa. Sus piernas cruzadas apuntaban al profesor, su escote palabra de honor también.
—Yo no sirvo para buscar tesoros.
—Tiene los mejores genes —apuntó El Francés—. Escuche, le llamaré esta noche. Diga su última palabra entonces.