—¿Para esto mandó a mi hermano a la muerte? —preguntó José Ventura observando atónito la caja vacía que le había costado la vida a Tony.

El Francés rellenó los vasos y paseó de nuevo hacia el salón. José se sentó a su lado y Dupont le mostró una colección de fotografías que extrajo de una carpeta sin nombre. Eran imágenes submarinas de un pecio muy deteriorado.

—Enviamos a Tony a buscar el navío hundido, identificarlo y, si estaba en buenas condiciones, rescatar algún objeto de valor que pudiéramos subastar. Esto es negocio, ya sabe. No teníamos ni idea de lo que iba a encontrar, ni de la importancia del pecio. De hecho, nos hubiéramos conformado con alguna vasija, quizá un puñado de monedas. Trescientos cincuenta años bajo el mar estropean bastante los objetos, como imagina.

—No tenían ni idea de lo que había llevado a bordo.

Dupont encogió los hombros.

—El Esperanza no figura en ninguna parte como buque de interés, ni comercial ni estratégico. Por eso en estos años nadie movió un dedo por rescatarlo. Tenga esto en cuenta: recuperar un pecio es caro y peligroso. La idea era curiosear y dejar la fragata dormir en su lecho de arena y algas. O al menos eso pensábamos hasta que Tony desenterró este cofre.

—Este cofre lo cambia todo, ¿verdad?

El Francés se reclinó en el sofá y respiró profundamente.

—Cambia, desde luego, el hallazgo, y abre por encima de todo una vía de exploración.

—¿A qué se refiere?

—¿No lo ve? Esta caja es un relicario del siglo XVI, sellado con un anagrama que despeja toda duda. Las reliquias, Ventura, los restos más buscados del mundo moderno viajaron en ese navío.

—Vamos, la caja está vacía…

—¡Exacto! —exclamó Dupont— Pero si ha llegado hasta aquí sólo nos caben dos explicaciones.

—Usted dirá.

—Profesor, atiéndame. O esa caja subió vacía al Esperanza, y no me lo niegue, nadie se toma tantas molestias en trasladar un cofre vacío, o…

Le mostró una vez más las imágenes del pecio encallado. El arqueólogo encerrado, anquilosado, en el cuerpo de Ventura las examinó con atención.

—El Esperanza fue abordado… —musitó al fin, y un atisbo de emoción salpicaba su voz—. Mire los agujeros de bala en el casco, los destrozos de los… cañonazos.

—Así es —asintió complacido el coleccionista. Sabía que había captado la atención del historiador hasta tenerlo en la palma de la mano.

—Usted cree que fue saqueado antes de hundirlo.

—Premio, profesor, eso creo, aunque no exactamente. Yo estoy convencido de que el Esperanza fue abordado en algún lugar del Atlántico entre las Canarias y las Azores, y de que las reliquias fueron sacadas de este cofre antes de enviarlo al fondo del mar, pero en absoluto apostaría por un saqueo pirata, puesto que de ese modo hubiéramos tenido noticias de ellas.

—¿Noticias?

—Las reliquias hubieran sido vendidas, no lo dude, y bien le aseguro que no por un precio fácil de pagar. Ahora mismo reposarían sin mácula en algún museo europeo como joya de su colección colombina. No, Ventura, muy al contrario, estoy más que seguro de que otra persona se llevó esas reliquias del Esperanza, y esa opinión la comparte también mi colega.

—¿Quién es su colega?

—Después le hablaré de ella, seguro que la conoce. Ahora, venga conmigo.

José dejó el brandy en la mesa y siguió a Dupont por un largo pasillo hasta un despacho rectangular decorado sin reparar en gastos. Tenía su propio aire acondicionado y tras un ventanal tintado unas vistas de la ciudad impresionantes. El Francés ocupó su escritorio y le ofreció al profesor una silla de cuero. Sobre la mesa tenía un libro abierto, un legajo antiguo y apergaminado.

—Siéntese.

Dupont cerró con cuidado el volumen, las páginas crujieron como hojas de enebro secas, y le mostró a José el sello de la portada.

—Jesuitas —comentó el profesor.

—Yo también hago mis deberes. Desde el mismo momento en que su hermano encontró la caja nos pusimos manos a la obra para averiguar por qué estaba entre nosotros.

—Y por qué estaba vacía. No dudo que para ustedes este hallazgo sería de gran magnitud.

El coleccionista sonrió sin ganas.

—No sólo son motivos económicos lo que nos mueven. Parece mentira, viniendo de usted, un estudioso colombino. Pero ese punto lo aclararemos después. Ahora fíjese.

Dupont accionó un mando a distancia y se encendió un proyector digital en el techo. Sobre la pared contraria se formó al poco la imagen de un mapa mundi medieval, tenía sombreada en rojo la región de las islas caribeñas.

—Al relacionar el Esperanza con Cristóbal Colón pudimos también conectarlo con Santo Domingo —El Francés pulsó otro botón y en la pared se proyectó la fotografía de la capital dominicana. Una imagen tomada del satélite en la que se distinguían la ciudad colonial y la ciudad nueva, divididas por el río Ozamas. Pulsó de nuevo y la imagen volvió a cambiar—. Esta es la Catedral Primada, o la Catedral de Nuestra Señora de la Encarnación, como prefiera llamarla.

—La Catedral de Santo Domingo. Primera catedral construida en suelo americano.

—Exacto. Aquí descansaron los restos de Colón que su nuera trasladó allí desde Sevilla a la muerte de su hijo Diego. La historia dicta que estuvieron en la República Dominicana hasta 1795.

—Cuando se llevaron a La Habana.

—Bien, ya le he dicho que tanto mi colega como yo defendemos que en algún momento anterior las reliquias fueron robadas. Este archivo jesuita contiene un listado de los padres consagrados a su fe, un registro de jesuitas, si me permite la expresión. Quinientos años de historia de la orden.

El Francés giró el libro hacia José y este lo recibió con el cuidado debido a un objeto tan antiguo. Pasó algunas páginas con remordimiento de conciencia, parecían querer descomponerse en sus manos. Ordenados por países y congregaciones, la lista de frailes jesuitas podía ser eterna.

—Cómo ha conseguido…

Dupont sonrió con un suspiro de suficiencia.

—Cómo consiga o no consiga yo estos objetos no es asunto que, como comprenderá, le incumba ahora. Eche un vistazo a las páginas marcadas.

El grueso registro mostraba algunas páginas señaladas con tiras de papel de colores. La primera de ellas incluía una relación de monjes adscritos a la congregación de Santo Domingo, en La Española, hoy República Dominicana, fechada en 1650. La segunda era un acta de sacerdotes fallecidos, casi una década después, en España. Un nombre subrayado se repetía en ambas listas. Ante la expresión del profesor, El Francés tomó la palabra y puso sobre las hojas del libro un puñado de fotocopias.

—Padre Guzmán Placeres, nacido en 1604 en Sevilla. Misionero jesuita en La Española y custodio de la Catedral Primada de América hasta 1655, cuando deja de nombrársele como asistente a los oficios. Fallecido en 1656, ¿dónde?

—Aquí.

—¡Aquí, profesor Ventura! ¡En Gran Canaria! ¿No lo entiende?

—No sé a dónde quiere llegar con esto.

Dupont se levantó y comenzó a andar en círculo por su despacho agitando las manos en el aire.

—¿A dónde? ¡El custodio de la Catedral de Santo Domingo, guardián de las reliquias, sale de incógnito de La Española y viene a morir a nuestra isla en una época que perfectamente podría encajar con el naufragio del Esperanza!

José dejó los papeles en la mesa con media sonrisa, y se acercó al inmenso ventanal para observar la vista. La ciudad languidecía a sus pies bajo un tórrido sol de mediodía.

—Creo que está llevando esto demasiado lejos, Dupont. Demasiado suponer para una mente acostumbrada a lidiar con datos históricos. Ya sea la de usted o la de su misteriosa colega, sea quien sea.

El Francés dio un golpe en la pared junto una reproducción del busto de Julio César. El profesor se giró.

—Hablamos del siglo XVII y de la Corona Española —dijo—. ¿Datos? Debería haberlos de todo y de todos. La Compañía de Indias no dejaba sin registro un solo movimiento en su amado Caribe y mucho menos con religiosos implicados. He revisado todos los informes, jesuitas o civiles, de barcos que zarparan de La Española con destino a España en torno a esas fechas y no, no hay una palabra acerca de una fragata llamada Esperanza ni de fraile alguno llamado Guzmán Placeres. Y sin embargo los dos están aquí ahora.

José Ventura resopló y regresó a la ventana. Los barcos, medio milenio más tarde y mucho más evolucionados, seguían entrando en la bahía de Las Palmas como cada día desde el siglo XV. Quizá el Esperanza hubiera llegado al mismo puerto de no haber sido abordado antes de tiempo.

—Y sí, Ventura, mi colega opina lo mismo. Su hermano también lo hacía.

El profesor se apartó del cristal y se giró hacia El Francés.

—Quién es su colega.

Dupont pulsó un botón simulado en el escritorio y una voz respondió con un metálico «perfecto». Segundos después escucharon la puerta del apartamento abrirse y el despacho se llenó con un caro perfume de mujer. Los tacones resonaron por el pasillo antes de que las caderas y el resto de la figura se aparecieran contra el marco de la puerta.

—Es la doctora Zoe Cabrera, de la Universidad de Sevilla.

Al profesor se le erizó el vello de la nuca. Por supuesto que sabía quién era.

—Hola otra vez, José.