Las caricias eran agradables. Las delicadas uñas se deslizaban por su espalda pellizcándole a veces, tirando levemente de los finos vellos que crecían aquí y allá desordenados. Algunos se desprendían con un ligero tirón. El tacto era hábil y Jaime sonrió. Despertó, giró la cabeza y paseó el brazo por el colchón vacío. Así descubrió que estaba solo. Que seguía solo.

Se incorporó despacio, algo, un hilo, un cabello anclado entre las sábanas o quizá un soplo de aire le había rozado la espalda y su ensoñación lo había transmutado en los dedos de Amelia. Paseó desde la habitación a través del pasillo, hacía tiempo que no necesitaba contar los pasos, y sin encender la luz se refrescó la cara en el cuarto de baño. En el espejo, jamás los vería, sus ojos vacíos se llenaban de lágrimas.