Capítulo 9

Finalmente, el día de la indagatoria había llegado y a las diez de la mañana estaba citado el doctor Salinas ante el Juez. Vendría con su abogado y la fiscalía estaría representada por el titular y su adjunto. Habría un escribiente y dos secretarios. Un buen circo.

Ernesto había recibido la llamada de un compañero de facultad y de un médico de la familia por el tema. Los dos le habían hablado maravillas del doctor Salinas y, sin pedirle nada en especial, dejaron sentado que creían que se trataba de un error y que, si bien respetaban su actitud, no podían imaginarse cómo un hombre así podía tener problemas mientras tantos delincuentes andaban por la calle sin que nadie los molestara.

La televisión y los diarios se encargaban de poner su cuota de presión reiterando, de las más diversas formas, el hallazgo de un médico argentino que estaba tomando relieve mundial. Lo comparaban con los prohombres de la medicina, y uno de los locutores llegó a hablar del cuarto Premio Nobel para la Argentina. Parecía como si el país estuviese por lograr otro campeonato mundial de fútbol.

Exactamente a las diez menos diez, el enorme doctor Salinas, acompañado por dos abogados, se hizo presente en el Juzgado. Además del doctor Ramírez, esta vez lo acompañaba otro abogado, profesor titular de derecho penal en la Facultad. Con él, Ernesto había rendido la materia y había obtenido sólo un cinco. Ahora vería si merecía más.

Todos se saludaron amablemente, como si estuvieran por comenzar una reunión social. Estaban cumpliendo con su trabajo, menos Salinas, claro está. El médico estaba asustado, pero se sentía ganador antes de comenzar a jugar y se podía permitir algunas condescendencias con quienes lo perseguían.

El despacho del juez era amplio y por eso éste decidió tomar la audiencia allí mismo. Le indicaron a Salinas que debía sentarse frente al escritorio del Juez. Sus abogados se ubicaron atrás, el fiscal y su adjunto en uno de los costados y la escribiente y el secretario al otro lado. Habían comenzado las formalidades y las sonrisas desaparecieron más allá de las actitudes despreocupadas que exhibían Urtubey y los abogados del indagado.

—Por favor, diga su nombre, domicilio y profesión, y permítame su documento de identidad —comenzó diciendo el juez. Salinas obedeció y la escribiente consignó los datos en el ordenador, dejando constancia de la presencia de los fiscales y los defensores—. Ésta es una audiencia indagatoria por lo cual no va a prestar juramento de decir verdad y puede permanecer callado o no contestar las preguntas que se le hagan sin que ello signifique presunción alguna en su contra, ¿me comprende, doctor?

—Sí, señor Juez.

—A usted se le imputan los delitos de evasión tributaria, defraudación y falsedad ideológica de instrumentos privados y se encuentra eximido de prisión por resolución de este Juzgado de fojas 334, lo que significa que en forma alguna podrá ser detenido a menos que revoque ese auto, ¿me comprende?

—Sí, señor Juez.

—Le reitero que tiene el derecho a declarar o negarse a ello y puede hacerlo en forma espontánea o por las preguntas que los fiscales y yo le formulemos. Usted dirá.

—Quiero hacer una pequeña declaración y después estar a su disposición para cualquier interrogatorio.

—Lo escucho.

—Ignoro en qué se basan esas imputaciones porque mis abogados no han podido ver el expediente por el secreto del sumario, pero quiero señalar que estoy absolutamente seguro de no haber cometido ningún delito en mi vida sino que, por el contrario, he intentado, y creo haberlo logrado, proceder siempre como un hombre honesto, respetuoso de la ley y tratando de hacer el bien a mis semejantes. —Salinas hizo un silencio, bajando la cabeza como si estuviera conmovido, y agregó—: Ahora estoy a su disposición, señor Juez.

El magistrado buscó una hoja en algún lugar de su escritorio y, colocándose unos anteojos, levantó la vista, mirando al imputado a los ojos:

—Bien, ¿usted es jefe del Departamento Oncología del Hospital Central de la ciudad?

—Sí, desde hace once años ejerzo ese cargo que gané por concurso de antecedentes y oposición.

—¿Qué otros cargos ejerce?

—Soy profesor titular de la cátedra de Oncología Clínica de la Facultad de Medicina y ejerzo la profesión de médico en la especialidad.

—¿En el hospital se hacen investigaciones clínicas?

—Sí, es una parte importante en el servicio que dirijo, porque considero que sin investigación no existe progreso en la medicina y menos en la oncología, que exige una permanente lucha contra el mal. Algo estamos logrando.

—¿Hicieron o se encuentran haciendo una investigación con una droga denominada ALS-1506/AR?

—Sí, investigamos el ALS-1506/AR con tres grupos de pacientes para determinar su efectividad en enfermos de sarcoma, un tipo letal y agresivo de cáncer. Dos de ellos se completaron y en el tercero aún quedan algunos pacientes sujetos a tratamiento.

—Para comenzar con esas experiencias, ¿usted necesita la autorización previa de la Oficina Nacional de Medicamentos?

—Sí, aunque la presentación y todos los trámites corren por cuenta del Laboratorio que patrocina la investigación, porque se trata de una cantidad importante de documentación y formularios que hay que llenar y en el hospital no tenemos infraestructura para eso.

—Cuando se selecciona a los pacientes que tienen las condiciones para ser motivo de la investigación, ¿se les informa que se trata de una experiencia con drogas no aprobadas?

—Sí, doctor, el médico encargado del grupo produce la información al paciente en presencia de un testigo, le contesta todas las preguntas que le hagan y se firma un formulario de consentimiento en presencia de un testigo.

Los fiscales tomaban nota en blocs y, de vez en cuando, se hacían comentarios inaudibles para el resto.

—¿Estos dos requisitos son imprescindibles para comenzar una investigación clínica?

—Sí.

—¿Se cumplieron en el caso de las experiencias con ALS-1506/AR?

—Por supuesto.

—¿Usted recibe alguna retribución por esas investigaciones?

—Sí.

—¿Cobra por paciente o por la investigación completa?

—Por paciente que haya completado su ciclo.

—¿Qué suma?

—Me niego a contestar. Es un tema que corresponde a mi esfera privada —dijo Salinas, enrojeciendo levemente.

—Bien. ¿Usted les paga a sus colaboradores por esos trabajos?

—Me niego a contestar.

—¿Usted declara esos pagos del Laboratorio en sus ingresos para el pago de impuestos?

—Me niego a contestar pero quiero aclarar que cumplo con el pago de todos mis impuestos. —Ya no enrojecía. Era evidente que estaba asesorado para negarse a contestar toda pregunta relacionada con lo económico.

—¿Se utilizan elementos del hospital en estas investigaciones?

—No. Todas las drogas, jeringas, papeles y hasta el algodón son provistos por el Laboratorio patrocinante.

—¿Se utilizan las instalaciones del hospital?

—Obviamente, aunque debo aclarar que las investigaciones clínicas se encuentran autorizadas por la Dirección porque es parte de la formación de los médicos y de los objetivos de la medicina. La utilización de las instalaciones es mínima y consiste en el tiempo necesario para las aplicaciones que se hacen en los consultorios por médicos y enfermeras de planta, sin afectar la atención de los demás enfermos. Pero todos los exámenes complementarios, hasta los análisis de sangre y orina, se envían a un laboratorio externo.

—Gracias, doctor —dijo el juez, afable y evidentemente liberado—. ¿Los señores fiscales quieren hacer alguna pregunta?

—Sí.

—Doctor Salinas, los fiscales van a hacerle algunas preguntas. Usted tiene el mismo derecho que le expliqué de contestarlas o no sin que haya presunción alguna en su contra. Además, sus abogados o usted tienen derecho a oponerse a alguna pregunta que consideren impertinente o tendenciosa y yo resolveré si autorizo o no la pregunta. Adelante, doctores.

—¿Usted se enteró que en la Oficina de Medicamentos se extravió o destruyó el expediente de autorización para los grupos II y III? —preguntó Narváez.

—Sí, me enteré porque me lo informaron del Laboratorio y el médico monitor que verificó el cumplimiento de las exigencias médicas y legales. Parece que fue durante la huelga.

—¿Usted sabe si todos los consentimientos de los pacientes fueron firmados antes de comenzar la aplicación del ALS-1506/AR?

—Creo que sí —dijo el médico, aparentando no entender la pregunta—. Los médicos que conducen cada grupo tienen la obligación de informar a los pacientes y hacer firmar el consentimiento antes de incorporarlos a la investigación.

—O sea que no hay consentimientos firmados después de comenzar el tratamiento y mientras son evaluados.

—Me opongo —saltó el doctor Ramírez—. Ya contestó a esa pregunta.

—No conteste, doctor —dijo el Juez—. Es cierto, ya contestó a esa pregunta.

—Está bien —aceptó Ernesto—. Que el señor secretario le exhiba al doctor Salinas los ocho consentimientos indicados con una marca en el expediente.

El secretario fue hasta el escritorio del juez y tomó el grueso expediente, mostrándole diversas hojas. Ocho en total. Cuando Salinas levantó la vista, el fiscal prosiguió:

—Diga si la testigo que firma en todos esos consentimientos es su secretaria.

—No, no es mi secretaria. Es una empleada administrativa del servicio.

—¿Y cómo se explica que aparezca como testigo de ocho consentimientos en distintas fechas?

—No lo sé, pregúntele a ella. Me imagino que los médicos la llamaron para que estuviera presente en los casos de aquellos pacientes que no tenían un pariente o amigo que los acompañara.

—Ya le preguntamos, doctor, y nos dijo que usted le ordenó que firmara.

—Es una mentira.

—Por favor, mire de nuevo esos formularios de consentimiento. —Salinas los volvió a observar cuidadosamente y levantó la cabeza—. El nombre del paciente y la fecha, ¿están escritos por la misma mano?

El médico volvió a observar y volvió varias veces los papeles para comprobar. Estaba evidentemente incómodo y demoraba la respuesta. Al final dijo:

—No lo sé. No soy perito calígrafo.

—¿Es o no su letra, doctor?

—Me opongo —saltó su abogado.

—No hay razón para oponerse a que su cliente reconozca si un documento ha sido escrito por él, pero está en su derecho a negarse. Conteste a la pregunta, doctor —ordenó el Juez.

—Me niego a declarar —dijo Salinas, provocando un suspiro en sus abogados.

—¿Usted convocó a su oficina a los pacientes para que firmaran los consentimientos mucho tiempo después de que comenzaran los tratamientos?

—No. —Todos esperaban una aclaración, pero el oncólogo no dijo nada, creando un silencio incómodo en la sala. Narváez volvió a preguntar:

—Los pagos de honorarios que le hacía el Laboratorio, ¿se hacían en efectivo o en cheque?

—Me niego a declarar.

—¿Esos pagos se efectivizaban en el país o en el exterior?

—Me niego a declarar y me negaré a hacerlo con cualquier pregunta que se refiera a mis relaciones económicas con el Laboratorio. Entiendo que se trata de cuestiones privadas sobre las que el señor Fiscal no tiene nada que opinar.

—Pero la Dirección Impositiva sí tendrá algo que decir al respecto.

—Su acotación es impertinente, doctor. Usted no representa a la Dirección Impositiva —lo amonestó el Juez, impidiendo la intervención del abogado defensor.

—¿Hay más preguntas?

—No, doctor —dijo el fiscal.

—Si quiere, doctor Salinas, puede agregar lo que crea necesario —dijo el Juez, creyendo que todo había terminado. Pero Salinas acomodó su enorme cuerpo en el sillón, miró a los fiscales y después clavó su vista en el Juez. Sus ojos porcinos brillaban, dando una sensación de astucia que el magistrado no percibió. Sólo veía a un médico famoso sometido a una situación incómoda por acusaciones no del todo fundadas.

—Sí, quiero agregar algo —comenzó diciendo—. No sé de qué se pretende acusarme ni para qué se me hacen estas preguntas, pero creo necesario que sepan que soy un respetado médico con más de treinta años de profesión, titular de una cátedra en la Facultad de Medicina, que he cumplido siempre con mi juramento y que siempre he intentado hacer el bien. Nunca he sido acusado de nada ni he sufrido un bochorno como éste.

»En la medicina, las investigaciones clínicas son indispensables para intentar curar las enfermedades. Sin ignorancia no hay investigación y sin investigación no hay progreso. Para comprobar la efectividad de un remedio o una droga que pretende curar un mal, siempre hay que llegar al hombre después de pasar por los animales, y realizar muchas pruebas de seguridad para confirmar que un tratamiento sea inocuo. Pero, como todos sabemos, nada es totalmente inocuo, ni una simple aspirina.

»Ustedes —agregó, torciendo el cuello y mirando fijo a los fiscales— están investigando aspectos formales en forma parcial. Aquí no hay ninguna irregularidad. Y no están teniendo en cuenta que esta misma investigación ha producido el descubrimiento más importante de los últimos años gracias a los médicos que se esfuerzan más allá de sus obligaciones diarias y durante años para lograr algo que beneficia a toda la humanidad.

»Sin ese esfuerzo, esa tenacidad y ese ingenio, ustedes, doctores, hoy se morirían por una infección de una simple herida o por la sífilis, si no se hubieran descubierto los antibióticos.

Todo el discurso había sido dicho con la elocuencia y el tono adecuados, algo que Salinas había aprendido a dominar en sus años de cátedra y de discursos. Cuando terminó, un silencio conmovedor ganó la sala. Había logrado el impacto que buscaba.

¡Hijo de puta!, pensó Ernesto. Si no fuera por la computadora, no hablarías de esfuerzo, ni de tenacidad ni de ingenio. ¿Y todos los que murieron para tu gloria?

Finalmente, volvieron a encontrarse. Habían pasado muchos días desde la última vez, en que Oscar le había contado la determinación de separarse de Suzely para comenzar una nueva vida. Recordó con tristeza aquella noche en que se lo había dicho. Silvia había recibido la noticia llena de júbilo, como si la hubiera estado esperando desde hacía tiempo.

Ahora, al volverse a encontrar con Silvia después del desgarro sufrido en esos días de sufrimiento y angustia, todo parecía distinto. Esa locura de felicidad que los había envuelto en el frenesí y que los obligaba a cambiar sus vidas, armados por la pasión y la incertidumbre, parecía algo lejano.

Le contó las penurias pasadas en el hospital, los tiempos difíciles que se avecinaban con una sacrificada rehabilitación sin garantías, su angustia. Finalmente, llegó el momento y dijo:

—Mi querida, te imaginás que éste no es el momento para plantearle una separación a Suzely. Está destruida y está todo el día al lado de Flor. No puedo agregarle nada más al dolor que está pasando. Te pido un tiempo, no sé cuánto será, pero necesito que la situación se estabilice y que pueda pensar nuevamente en nosotros.

—Te entiendo —dijo ella, tomándole la mano—. Pero parece que el destino, otra vez, me impide conseguir lo que quiero. Me jugué, pensando que íbamos a hacer algo fundacional para los dos. Pero no, otra vez algo terrible se me pone enfrente. Hace un montón de años fue mi padre, ahora tu hija.

—Mi querida…

—No te estoy imputando nada y no podés imaginarte cuánto lamento lo que le ha sucedido a tu hijita, pero nuestros planes no sólo han quedado atrasados por algún tiempo. Algo importante ha cambiado en vos y yo lo respeto. Te repito que me había ilusionado, aunque sé que no debo hacerlo.

Oscar le apretó la mano fuerte, queriendo significar algo pero sin saber qué, y bajó la cabeza.

—Tu familia te necesita, mi querido. Tu mujer también, y estoy segura que por mucho tiempo. Si querés, yo seré tu amiga pero sin condiciones.

Buscó en su cartera y sacó el teléfono celular, devolviéndoselo.

—¿Qué hacés, Silvia? —preguntó espantado.

—Nada. Esto es tuyo.

—¿Y cómo voy a hacer cuando quiera hablarte?

—Llamá al otro número y pedí un turno.

Una vez que salieron del Juzgado, fueron hasta las suntuosas oficinas del abogado. Salinas pensó que esos lujos se pagaban con honorarios y se alegró de haber aceptado que Laboratorios Alcmaeon se hiciera cargo de su defensa.

—Lo felicito, doctor Salinas. Estuvo brillante —dijo el profesional.

—Muchas gracias. Lo cierto es que si ustedes no me hubiesen preparado, seguro que habría metido la pata con todo ese tema de los cobros y los pagos y los impuestos.

—Perú salió airoso con el tema de su reconocimiento de la letra en los formularios. Ojalá todos mis clientes reaccionaran así.

—Ése es un problema. La verdad es que es mi letra y las firmas de Adela son auténticas, porque yo le pedí que firmara y ella ni siquiera miró. Nunca me imaginé que fueran a hilar tan fino.

—Es lo que debe hacer un fiscal. Este muchacho no fue un estudiante demasiado brillante, pero ahora es realmente bueno.

—Parece que no se para ante nada ni nadie.

—Tiene fama de duro y honesto pero, en este caso, no tiene elementos para una acusación.

—¡Cómo que no! Tiene el cobro de mis honorarios depositados en el exterior, los formularios de consentimiento llenados por mí y las declaraciones de Adela diciendo que los pacientes firmaron las conformidades después que empezamos a tratarlos.

—Vayamos por partes. Pero antes de seguir, ¿qué quieren tomar?

—Me da vergüenza decirlo, pero en realidad me vendría bien un whisky en las rocas —pidió Salinas—. Esa audiencia fue demasiada presión para mí.

—Perfecto. Yo lo voy a acompañar.

—¿Usted, doctor? —le preguntó a Ramírez.

—Una Coca light. Gracias.

—Marta —dijo el dueño de casa, levantando el tubo—, dígale al cocinero que nos prepare una picada para tres, que traiga hielo, soda y una Coca light.

—Creo que va a tener bastante trabajo, doctor —indicó Salinas tratando de acomodar su cuerpo entre los apoyabrazos del silloncito giratorio.

—Yo también creo que vamos a tener trabajo para clarificar esto, pero para su tranquilidad, el fiscal tiene bastante pocos elementos. No sé si le va a alcanzar para acusar. Y, si lo hace, no creo que el juez se lo acepte, y menos la Cámara. El problema es el ruido que va a hacer este caso.

—Bueno, la publicidad es inevitable —agregó Ramírez.

—Pero respecto a las tres cosas que a usted le preocupan, le diré que no le veo demasiado fundamento. ¿Cuándo cobró esos honorarios afuera?

—En enero me depositaron los correspondientes al primer grupo. En un par de meses, cuando terminen los tratamientos y procesen los resultados, me depositarán el resto. Supongo que todas estas notas y entrevistas también me las pagarán.

—¿Y en los últimos años el Laboratorio le hizo otros pagos?

—Sólo el año pasado, por unas conferencias que di en Chile sobre un producto que a ellos les interesaba. Poca plata.

—¿Los declaró?

—Estoy en eso. Creo que el plazo para presentar la declaración vence en diez o quince días. El contador me pidió la documentación para hacer la presentación.

—No deje de denunciar esos honorarios, porque seguro que tienen el dato que sacaron del allanamiento al Laboratorio y lo van a usar. Lo que usted cobró el año pasado lo declara ahora y lo que va a cobrar, tiene hasta el año que viene para declararlo, pero no deje de hacerlo.

—¿Pero no hay problema que me lo depositen en el exterior?

—¿Qué tiene de malo? Usted puede cobrar donde quiera, dejar el dinero donde se le ocurra, pero tiene la obligación de declararlo a Impositiva y pagar el impuesto a las ganancias. En este país estamos tan perseguidos que lo legal nos parece ilegítimo.

La cara fofa del doctor Salinas se iluminó. En ese momento, entró un mozo uniformado, puso un mantel de hilo que cubría parte de la mesa y comenzó a depositar platitos con toda clase de comestibles, todos apetecibles. El dueño de casa se levantó y, abriendo la puerta de un mueble, sacó una botella de Chivas.

—¿Y el tema de la letra mía en los consentimientos de los pacientes? —preguntó el médico, sin poder contener su ansiedad, mientras el abogado servía el hielo en los vasos de cristal.

—Usted se negó a declarar y ellos tienen que probar que son suyas para acreditar que usted las antedató. Para eso, le tienen que tomar un cuerpo de escritura para comparar las letras y usted se puede negar a hacerlo porque implica declarar contra sí mismo, lo que está prohibido en la Constitución. ¡Salud, doctores!

Brindaron y Ramírez se arrepintió de haber pedido una gaseosa. Pensó que, cuando terminara su vaso, sería normal tomar un poco de alcohol.

—Además, ese dato falso de la fecha no causa, en realidad, un perjuicio, porque si los enfermos estaban de acuerdo, y por eso firmaron, sólo hay una irregularidad formal.

—¿Qué hacemos con las declaraciones de Adela?

—Es una palabra contra la otra, doctor y, en definitiva, nadie niega ni va a negar haber firmado. ¿Que lo hicieron después y no antes? Es casi un detalle. ¿Cuál es el delito si desde siempre estuvieron de acuerdo? Sólo quedaba ponerlo por escrito.

—¡Claro! ¡Es lo que yo decía! Es una mera formalidad hacerlo antes, durante o después del tratamiento. Lo terrible hubiera sido que no se les dijera nada y se los inyectara.

—Es una simple omisión o, si quiere, una falta administrativa que la Oficina de Medicamentos, si tiene ganas de hacer un sumario, podrá castigar con una multa —concluyó.

—Doctor, ¡me siento liberado! —dijo Salinas, levantando la copa en la que se había servido una segunda y generosa medida.

—Quisiera hablar con vos sobre la audiencia de hoy.

—¿Dónde y a qué hora? —preguntó Mirta.

—En tu casa, a la tardecita.

—Está bien, te espero a las siete y media.

Durante el resto de la tarde, Ernesto estuvo reunido con su adjunto, analizando el proceso contra Salinas y otros casos que no admitían dilación. El fiscal no le dijo nada de su proyectado encuentro con Mirta. Era absurdo, pero se sentía como si estuviera cometiendo una infidelidad.

Llegó a la calle Medrano cinco minutos tarde y, esta vez, le abrió la puerta la propia Mirta. Lo condujo hasta el fondo de la casa, a su habitación, y Ernesto tuvo la misma sensación de paz que la vez anterior. El contraste entre ese patio lleno de plantas con la atestada y ruidosa avenida era brutal.

Se sentaron en las sillas que rodeaban la mesa en el medio de la habitación. Ahora, Mirta vestía su informal y gastada ropa de siempre y una bota de yeso más pequeña, impecablemente blanca.

—¿Cómo anda tu pierna?

—Bien, hoy me cambiaron el yeso y parece que la fractura está soldando alineada.

El silencio ganó la habitación, sin que ninguno de los dos supiera cómo encarar el tema.

Ernesto quiso sacarse una duda.

—Mirta, ¿qué dice Carlos de toda esta situación?

—Carlos no existe. Yo estoy muy sola, Ernesto.

Asombrado, Ernesto detuvo su vista en la cama armada y se sintió bien al saber que Carlos no existía, que nunca había estado acostado allí.

—¿Cómo estuvo la audiencia de hoy? —preguntó Mirta.

—Bien… bien para Salinas. Se vino con un penalista de primera y perfectamente preparado para declarar. Hasta se animó a hacer un discurso sobre la medicina, las investigaciones y su honestidad que impactó al Juez.

—Me imaginaba.

—Lo cierto es que estuvimos casi toda la tarde analizando el caso con Agustín y la acusación se nos deshace en las manos. Si tiene declarados los ingresos o no venció el plazo, no hay evasión impositiva. Si se niega a hacer un cuerpo de escritura, es casi imposible probarle que escribió los formularios y en consecuencia no hay falsificación ideológica, que de todas formas es un delito menor. Si se mantiene firme en que no le hizo firmar a los pacientes después de empezar con el tratamiento, no hay forma de probarlo aunque es posible que la gente se retracte y muchos de ellos estén muertos cuando los llamemos a declarar.

—¿Conclusión?

—Me parece que Julia tenía razón. Nos metimos en algo que nos quedaba grande, aunque estoy seguro de que todo esto es una porquería.

—Pero ¿y las muertes, Ernesto? ¿Y la gente que se murió porque le pusieron esa droga que no sirve para el cáncer?

—Puede que sea así pero eso no está probado, pudieron haberse muerto igual por la propia enfermedad. Eran dosis mínimas que no pueden ser tóxicas. Los que se murieron eran enfermos terminales. No te olvides que tenían cáncer, un cáncer especialmente agresivo y fatal.

—Pero le sacaron el tratamiento convencional… es como justificar que lo mataran a mi abuelo en las experiencias de los nazis porque de todas formas tenía altas probabilidades de morir en el campo de concentración.

—Mirta, vos misma te das cuenta de que no es lo mismo. Aquí hay un hospital, médicos, remedios…

—¡El principio es el mismo, Ernesto! A ellos no les importa la gente. La usan para experimentar. Aunque el objetivo sea lograr un remedio que les puede servir a miles o a millones de personas, a esos pobres desgraciados los matan. No les importa.

El fiscal no contestó. Sabía que Mirta, en el fondo, tenía razón. Pero no existía forma de castigarlos.

—Entonces la humanidad no aprendió nada en todos estos años —concluyó Mirta, y se echó a llorar desconsoladamente con la cabeza apoyada en sus brazos.

Ernesto quedó desconcertado. Se imaginaba cualquier cosa menos una reacción así, porque la creía blindada a cualquier cosa y dura hasta lo inhumano. Sin embargo, no le alcanzó para soportar esa revelación de impunidad que le destruía la ilusión por la que había luchado para reparar esos años de tragedia familiar.

Sólo atinó a estirar su brazo y acariciar sus cabellos rojizos, que sintió sedosos pese a sus rulos indómitos. Vio su cuello terso y excesivamente blanco deformado por las vértebras que se marcaban bajo la piel. Sintió una sensación que no podía definir. Estaban solos en esa habitación y se le reprodujeron las imágenes del escote y el camisón traslúcido de la vez anterior.

Sabía que tenía que quedarse unos minutos para consolarla, pero también supo que debía huir cuanto antes de esa habitación.

—No, doctor. Le voy a presentar un escrito acusando a Salinas de una serie de delitos y pidiéndole nuevas medidas. Una pericial caligráfica, careos con la enfermera, con algunos médicos, con sus pacientes y los parientes de los muertos. Para eso soy fiscal.

—Está bien. Haga lo que quiera, pero le reitero que necesito una fundamentación sólida sobre los delitos que se imputan, incluyendo los elementos probatorios que tenga y lo que pretende obtener con las medidas que me pida. No voy a permitir que en mi juzgado se juegue con el principio de inocencia que tiene cualquier persona.

—Así lo haré, doctor. Pero necesito que usted tenga cierta flexibilidad para mis pedidos, porque estoy seguro de que han cometido una serie de tropelías y que merecen un castigo.

—Usted me dice que es un fiscal y yo le digo que soy un juez. Si lo que hicieron no está en el Código Penal, no es delito. Será lo que usted quiera calificar, un pecado, una tropelía, una salvajada, pero yo estoy sentado aquí para juzgar sólo las conductas que pueden constituir delito. Lo demás está sujeto al juicio de Dios pero exento de mi potestad. ¿Estamos de acuerdo?

—Estoy de acuerdo pero fíjese, por ejemplo, en el tema de los honorarios. Son muy importantes y se los pagan en el exterior. Apenas les da unas migajas a sus médicos y no paga impuestos.

—¿Y dónde está el delito?

—Y está el tema de no tener las conformidades de los enfermos. Se las hizo firmar después, cuando comprendió que podía meterse en problemas. Además, hace desaparecer, simulando un robo, las historias clínicas de los pacientes cuya autorización no iba a conseguir.

—¿Y dónde está el delito? Su robo está denunciado hace bastante tiempo, junto con el de su automóvil. ¡No exagere, muchacho!

—El delito es ponerles una fecha anterior. Es falsificación ideológica.

—¿Puede probar que fue así y que lo hizo él?

—Si usted me autoriza una pericia caligráfica, sí.

—Se va a negar a hacer un cuerpo de escritura. ¿Cómo lo va a probar, entonces?

—Con notas en las historias clínicas. Algún elemento indubitable debe haber para hacer la comparación.

—Usted sabe que no lo va a conseguir. Piénselo, Narváez. Usted es el fiscal, es empeñoso y capaz, pero no haga un papelón y menos con alguien que hoy es una figura pública y respetada. Todos estamos felices de que un equipo de argentinos haya descubierto semejante cosa. El mundo está empezando a hablar del descubrimiento y el descubridor es, precisamente, el hombre que usted tiene en la mira.

—Doctor, ¡eso es lo que más me molesta! —estalló Ernesto—. No tiene nada que ver una cosa con la otra. Descubre un medicamento por casualidad haciendo experiencias ilegales y pasa a ser un héroe nacional y todo el mundo le rinde pleitesía. Hoy es una persona absolutamente impune, que nadie puede tocar sin afectar la imagen del país. ¡Un disparate!

—Quizá sea así.

—Entonces, ¡yo lo voy a acusar! —insistió el fiscal, tozudo y vehemente.

—Doctor —dijo el Juez, como si le costara hablar—, yo esperaba que usted fuera razonable y que pudiera sopesar las ventajas de una débil acusación por delitos menores, si existen, con un escándalo que va a afectar a mucha gente y hasta la confianza social en los principios de la medicina y los adelantos de la ciencia. No crea que estoy siendo parcial ni que no entiendo su postura. Pero es evidente que usted está exagerando.

»Por otra parte, quiero decirle que he estudiado a fondo es te expediente y me hizo acordar a otros en los que usted imparte acusadora, en los que obtuvo sentencias condenatorias. Varios de ellos tienen una característica común: denuncias anónimas, pruebas colectadas sin demasiado rigor procesal y coincidencias o indicios que me hacen pensar que usted realiza actividades que lindan con la irregularidad.

—¡Doctor! ¿Qué me está diciendo?

—No se ofenda ni se ofusque, muchacho. Le estoy diciendo que usted, como fiscal, ha estado utilizando varias veces el fruto del árbol prohibido y que eso no es posible admitirlo.

Ernesto recordó de inmediato ese principio, según el cual no se puede utilizar una prueba, por más contundente que sea, si es obtenida en forma ilegal: una confesión bajo tortura, un ADN sin conformidad.

—No utilizo esos métodos, doctor.

—Sí los utiliza, Narváez. Me consta porque he visto varios expedientes con sus acusaciones basadas en ese fruto, como éste con una denuncia anónima llegada por correo con documentación reservada que usted completa con interrogatorios y allanamientos.

—Doctor, usted me está imputando y si pretende…

—Yo no pretendo acusarlo ni imputarlo, porque no tengo pruebas. Lo mismo que usted en esta causa. Sólo quiero advertirle que, en el futuro, no voy a permitir que sucedan estas cosas.

—¡Doctor, es gravísimo lo que está diciendo!

—Lo es, muchacho, lo es. Pero esta conversación nunca se produjo y usted sabrá lo que debe hacer. Lo estaré observando y su carrera peligra si sigue por ese camino.

Ernesto se retiró del despacho del Juez con aire ofendido, pero sabía que el magistrado tenía razón y también sabía que era implacable.

Unos días después, llamó al adjunto a su oficina.

—Agustín, esto se terminó —dijo furioso, poniendo la mano sobre una pila de carpetas que estaban sobre su escritorio.

—Nunca empezó, Ernesto. Reconocelo.

—Vos estuviste conmigo.

—Y lo voy a estar, pero creo que nos equivocamos todos. Nos conmovimos por una mujer que murió y dejó una familia. Creímos que atrás de esa muerte había algo monstruoso y, en realidad, no era nada o casi nada. Sólo un conjunto de irregularidades o desprolijidades.

—Vos podés decirlo porque no se murió tu vieja o un hermano en uno de estos experimentos sin control.

—Quizá, pero lo cierto es que ahora no tenemos nada para acusar, salvo algún delito menor o falta administrativa que corresponde juzgar a otros.

—Es un verdadero disparate. Ese gordo maldito ha jugado con decenas de vidas y seguirá gozando de la gloria que le dio la casualidad y una computadora.

—Así es la vida, Ernesto.

—Es que no debe ser así.

—Pero lo es.

Desde que el doctor Salinas había convocado a aquella reunión de médicos en su oficina para entregarles un ejemplar de la revista del Laboratorio Alcmaeon, en el hospital había comenzado a producirse una corriente contraria a la inducida por el allanamiento policial del Departamento de Oncología.

Salinas se cuidó bien de entrar en ese juego y circulaba por el hospital con aire de persona ofendida, sin brindar explicaciones. Si alguien le preguntaba, contestaba que se trataba de un error. Ni al director le dio explicaciones concretas.

Cuando los medios comenzaron a darle espacio a la propaganda que impulsaba la gente de prensa del laboratorio, los médicos y enfermeras del hospital olvidaron aquel raro episodio y comenzaron a aplaudir el logro del hospital, ¡su hospital! Esto se fue agrandando en la misma medida que el tema tomó difusión internacional.

Todos los que trabajaban allí recibían preguntas de parientes, amigos y colegas sobre la droga maravillosa que terminaba con los infartos y los accidentes cardiovasculares y devolvía la juventud a las arterias. Es más, le pedían que les consiguieran muestras gratis para ellos o para el tío o el abuelo que tenían el colesterol, los lípidos o los triglicéridos demasiado altos y que los médicos pretendían disminuir con remedios carísimos, dietas imposibles y ejercicios irrealizables.

Todos los días alguien traía una noticia nueva, algún recorte de un diario o de una revista o una página impresa de un diario extranjero bajado por Internet. No pasaba un día sin que hubiera comentarios y era un tema casi obligado en los ateneos, en los pasillos o en el bar del hospital.

Julia Moret seguía la evolución de los hechos con aprehensión. Al principio se abstraía, temerosa de que alguien la conectara con el fiscal que había encabezado el allanamiento. Pero nadie la identificaba por su apellido de casada. Su apellido de soltera era todavía importante en ese hospital y en el ambiente médico. Nadie sabía que ahora, además, era la señora de Narváez.

Tampoco nadie o casi nadie sabía el nombre del fiscal que había allanado Oncología, ni por qué causa era. Estaba aislada de su relación marital con el juicio contra el doctor Salinas, hoy el paradigma del médico y el representante de todos los médicos argentinos. Todos hablaban de él como un ejemplo de la forma que, en el subdesarrollo y con escasos medios, se podía llegar a lo máximo en medicina o en cualquier otra cosa, como en el fútbol.

De vez en cuando, alguien se acordaba del remoto allanamiento y se producía una reacción desmedida contra la Justicia y, principalmente, contra los abogados que buscaban fama o fortuna en cualquier lado. De allí salían anécdotas de juicios por mala praxis, sucesiones defraudadas o divorcios arreglados.

Todo servía para denostar a quienes pretendían opacar el éxito de los médicos argentinos y del Hospital Central. Allí, en el medio de todo eso, estaba Julia Moret de Narváez, rogando que nadie se acordara que estaba casada con un abogado que era, nada más y nada menos, el fiscal que había encabezado el allanamiento al Departamento de Oncología, donde se había descubierto la droga del siglo.

Pensó en comentarle a Ernesto todo ese ambiente que se había creado en torno al doctor Salinas, pero enseguida se arrepintió. Era un tema vedado desde aquella memorable pelea, la primera en serio, del matrimonio. Nunca más habían hablado, y si le relataba los comentarios desdeñosos que escuchaba de sus colegas para con los jueces y los abogados, seguramente tendrían un nuevo problema.

El Juez decretó el sobreseimiento en la causa por inexistencia de delito y la noticia tardó sólo unos instantes en llegar a Salinas, a Oscar Leyro Serra y de allí a Nueva York. También fue notificada la fiscalía.

Esa noche, en la casa de Aníbal Geppe, en el norte de la ciudad, se hizo una pantagruélica cena donde concurrieron dos o tres funcionarios del laboratorio, los abogados defensores y, por supuesto, el doctor Salinas con su mujer. No se invitó al doctor Villamil por consejo de Ramírez porque, como dijo, ninguna precaución era suficiente. Siempre estaba atrás ese fiscal que podía apelar.

Leyro Serra recibió la noticia, feliz de terminar con ese desgraciado asunto que nunca debía haber empezado si se hubiera tenido un mínimo de precaución. Era un problema menos, y el camino al éxito parecía estarle asegurado con el descubrimiento del doctor Salinas y el patentamiento de la fórmula en todos los países del mundo. Pero el director regional ya no era el mismo: Flor inválida y Silvia ausente le quitaban cualquier alegría intensa.

En la enorme torre de los Laboratorios Alcmaeon en Nueva York, la noticia circuló por cinco áreas, que la leyeron y tomaron nota de que había un problema menos. De cualquier manera, si algo hubiera salido mal, sólo habría sido necesario olvidar al doctor Salinas y seguir adelante con el ALS-1506/AR, que daría, seguramente, centenares o miles de millones de ganancia.

De pronto, Ernesto despertó. Miró la hora en el reloj digital luminoso: 3:17. Se dio vuelta para el otro costado de la cama e intentó retomar el sueño. Imposible. La causa: Salinas estaba allí presente con todas sus implicancias y fracasos. Las palabras entre admonitorias y amenazantes del juez todavía le dolían. No estaba acostumbrado a eso. Era un hombre decente, estaba convencido y quería que se hiciera justicia. Pero tenía razón, la justicia a cualquier costa, aun a través del delito, deja de ser justicia.

Su mente estaba disparada y le era imposible volver a dormir. Julia, a su lado, respiraba rítmicamente y no se movía. La envidió.

¿Cómo y por qué había empezado todo esto que ahora lo ponía en ridículo?

Las primeras respuestas eran fáciles y convenientes: ¿por amor a su esposa angustiada? No. Quizás había sido así en un principio, pero luego había tenido mil oportunidades de abandonar y no lo había hecho. ¿Por qué sus rivales eran unos hijos de puta a quienes nos les importaba la gente? ¿Por el afán de justicia? ¿Porque había sido capaz de traicionar los principios de la ley creyendo que la cuidaba? ¡Allí estaba la cosa! Y apareció en su mente la frase de aquel anciano profesor de filosofía del derecho, que no había entendido en su momento: «A veces el delito o la traición es la única y última forma de lograr justicia».

Otro día pensaría si podía seguir siendo fiscal del crimen.

Julia Moret entró apresurada al vestuario de médicos, consciente de que llegaba tarde. Se había vencido el horario de los dos primeros turnos de su consulta, otorgados a mujeres que habían comenzado una cola a las tres de la mañana.

Se sintió culpable, aunque sabía que, resignadas, la esperarían sin quejarse: la necesitaban, y el que necesita, espera. Era parte del juego del poder.

La dura conversación con Ernesto, deprimido y agotado por su fracaso, ponía en juego la estabilidad de su matrimonio, y era un problema que merecía atenderse antes de que explotara.

Nunca habría imaginado que aquel hombre seguro y pétreo que era su marido pudiera sentirse tan afectado por perder un caso y ser reprendido por el Juez. Eran las reglas en la lucha judicial, donde siempre se enfrentaban dos intereses y, necesariamente, uno ganaba y el otro perdía. Lo mismo sucedía en la lucha contra la enfermedad. Para ser un buen médico o un buen abogado había que perder lo menos posible.

Julia cerró la puerta del estrecho armario con el estrépito de la chapa resonando en el desolado lugar y le colocó el candado. Mientras salía con paso rápido, con el guardapolvo flotando a su alrededor, se colgó el estetoscopio en el cuello y acomodó las lapiceras en el bolsillo.

En el pasillo que la llevaba al Servicio de Ginecología se cruzó con médicos y enfermeras. Cuando llegó, levantó la mano para indicarle a la encargada del servicio, instalada detrás de un mostrador, que podía hacer pasar a la primera enferma de la mañana.

—¡Doctora!

Julia se detuvo y se acercó al mostrador.

—¿Sí?

—El director quiere verla.

—¿El director?

—Sí, el director del hospital. La secretaria llamó a las ocho y recién volvió a hacerlo… parecía urgente.

Julia se quedó unos instantes detenida frente al mostrador, mirando a esas mujeres que la esperaban resignadas en las sillas de plástico naranja alineadas contra las paredes. ¡Tenía que atenderlas! Pero el director la llamaba. Miró alrededor sin saber qué hacer.

—Vaya, doctora. Yo le acomodo los turnos.

Julia sabía lo que eso significaba. Aquellas mujeres, enfermas y que habían hecho una fila en la madrugada fría para conseguir el tumo, deberían volver otro día. Los casos urgentes se derivarían a otro médico que las intercalaría, fastidiado, entre sus propios pacientes.

—Gracias. Trataré de volver enseguida.

Volvió a salir del servicio y atravesó el pasillo hacia la entrada, hasta que llegó al pabellón recién pintado que ostentaba un cartel de bronce donde, en letras negras, podía leerse: «DIRECCIÓN».

Al entrar, se abrochó instintivamente el guardapolvo y guardó el estetoscopio enrollado en su bolsillo. Se enfrentó a una secretaria que nunca había visto.

—Soy la doctora Moret. El director…

—La está esperando, doctora. Acompáñeme.

La mujer abrió una puerta que comunicaba con otro ambiente enorme. Julia entró y se quedó parada en el medio de la sala. El director y el doctor Marcelo Salinas la esperaban sentados, cubiertos con impolutos guardapolvos blancos.

—Siéntese, doctora —dijo el director sin pararse, señalando un sillón frente al escritorio.

—Gracias —dijo Julia, dejando sus manos cruzadas sobre el regazo mientras miraba a Salinas, tratando de adivinar qué era lo que estaba pasando.

—Doctora —volvió a decir el director con voz grave—, ¿usted está casada con el fiscal Ernesto Narváez?

—Sí —aceptó Julia con voz débil, como avergonzada.

—¿Es el fiscal que estuvo investigando las experiencias clínicas que se hacen en el Departamento de Oncología del hospital?

—Sí.

—¿Cómo usted no me informó de esa circunstancia?

—Creo que no había razón para hacerlo, doctor.

—Yo creo que sí, doctora. La actitud de su esposo fue muy agresiva. Allanó el Departamento de Oncología y secuestró historias clínicas e información confidencial de los pacientes.

—Ése es el trabajo de mi marido, doctor. No sé qué tiene que ver conmigo.

—Tiene mucho que ver, doctora. El hospital sufrió el desprestigio del escándalo y la posibilidad de una intervención del Ministerio de Salud.

—Doctor, le repito…

—No sé cómo se hace en un matrimonio para no comentar estas cosas que afectan tanto al marido como a la mujer.

—Somos dos profesionales, doctor. Cada uno ejerce su profesión, y tratamos de no interferir en la tarea del otro, especialmente si hay situaciones confidenciales de por medio.

—Me informa el doctor Salinas que el sumario judicial se inicia con información que solamente pudo ser obtenida por alguien con acceso al hospital. Además, hemos logrado comprobar que usted entró al Departamento de Oncología sin motivo alguno, poco antes de que se iniciara la causa judicial.

—¡Eso es mentira, doctor!

—Doctora Moret, tenemos testigos presenciales y una filmación de la cámara de seguridad que dan fe de lo ocurrido.

—Señor director, no sé a qué se refiere, pero seguramente estaba de guardia y por algún motivo habré tenido que ingresar a…

—La guardia está en la otra punta del hospital y no había ninguna razón para que usted entrara en Oncología un domingo a las tres de la tarde.

—Doctor, ¿usted me está acusando de haber obtenido ilegalmente información confidencial?

—Yo no la acuso. Pero si la causa comenzó con un sumario con documentación que necesariamente debió haber salido de los archivos del hospital, no es demasiado difícil concluir que no fue un envío anónimo el que inició el expediente. En la misma causa se interrogó al doctor Salinas como a un delincuente, y las noticias que se filtraron a la prensa desprestigiaron a este centenario hospital y a la profesión médica en su totalidad.

—Doctor, yo no…

—Doctora Moret, si su padre estuviera sentado en este sillón, sentiría la misma indignación y vergüenza que siento yo ante su deslealtad.

—Doctor, yo no soy…

—Yo creo que sí. Por eso le pido que no le demos más trascendencia a esto. Vamos a resolverlo con prudencia, como debe ser. Doctora Moret, lamentablemente me veo obligado a solicitarle la renuncia inmediata a su cargo.

—¡No, doctor, no puede ser! —dijo Julia, casi con un grito. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sentía rabia e impotencia.

Salinas había asistido a toda la escena en silencio, imponiendo su enorme presencia. En ningún momento había apartado la vista de aquel hermoso rostro femenino. Las lágrimas que ahora brotaban de aquellos ojos azules le proporcionaron un discreto placer. Salinas gozaba con la escena.

—¡Así es, doctora Moret! Quiero su renuncia en mi escritorio dentro de media hora. Le ofrezco una salida elegante: de ese modo, evitará sentir el desprecio de sus colegas. Afortunadamente, el hospital sobrevivió al descrédito gracias al descubrimiento del doctor Salinas, y no voy a permitir que se lo pueda involucrar de nuevo en ningún escándalo.

—Doctor, déjeme decirle…

—Creo que ya está todo dicho, doctora. Si no tengo su renuncia en mi escritorio en media hora, le aseguro que dispondré que se le inicie un sumario por violación de secretos médicos, y me voy a encargar de que esto se haga público para mostrar que en este hospital no estamos dispuestos a tolerar a quienes ensucian a nuestra profesión.

Julia se sintió aplastada. Cualquier cosa que dijera sería interpretada en su contra, y no serviría para nada ni modificaría la posición que había tomado el director. El llanto contenido la sobrepasó, y sólo atinó a levantarse para huir de aquella habitación buscando tiempo para asimilar lo que le estaba pasando.

Narváez, sentado frente a su escritorio, revisaba descuidado la correspondencia dirigida a la Fiscalía. A medida que abría los sobres, iba escribiendo las instrucciones correspondientes en un papelito, que adosaba con un clip al sobre.

Desde aquel enfrentamiento con el Juez, en que se había visto obligado a suspender la causa de las experiencias con seres humanos, su trabajo parecía haber perdido sentido. Tenía la sensación recurrente de que estaba allí cumpliendo con la formalidad de acusar a un montón de gente que, comparada con los funcionarios de los laboratorios y esos pseudocientíficos, eran unos pobres desgraciados que terminaban en la cárcel, mientras los demás se pavoneaban por el mundo y se llenaban de dinero y fama.

No había conseguido reconstituir del todo su relación con Julia. Era difícil reparar lo que se había quebrado por esa desgraciada causa que los había invadido en esa intimidad que tanto trataban de preservar. Los dos hacían lo posible para lograr volver al estado anterior, pero sentían que no podían. Quedaba algo en el fondo de la relación que dolía intensamente y contaminaba todo.

Los pensamientos deambulaban por su cabeza confundida con un sentimiento de hartazgo que todo lo invadía. Quería dejar esa oficina, tomarse unas largas vacaciones para recuperar la fe perdida.

El timbre del teléfono lo sobresaltó.

—Doctor, su señora —le anunciaron.

—Sí, Julia —atendió Ernesto, con un tono innecesaria e inevitablemente distante.

—Ernesto… —alcanzó a escuchar antes de que el sonido del llanto inundara la línea.

—¿Qué te pasa…? ¿Qué te pasa…? —insistió él sin lograr otra respuesta que un llanto compungido.

Ernesto comenzó a desesperarse, pensando en cosas horribles, en muertes, en robos a mano armada, en violaciones. Y no lograba que ella le dijera nada, no podía calmarla de ninguna forma.

—Decime dónde estás. Julia, tranquilizate, por favor. Decime dónde estás.

—En casa —alcanzó a oír en medio de hipos.

—Voy para allá, pero tratá de calmarte, por favor. No hagas nada, yo ya voy.

¡La puta madre! Lo que faltaba.

Algo más de un año después, una noticia alarmante recorría el mundo. El ALS-1506/AR, la droga maravillosa que devolvía la juventud, había producido serios perjuicios a quienes la habían consumido por consejo médico. La droga había recibido la aprobación acelerada de la FDA presionada por la publicidad, el laboratorio y la gente que pretendía ser eterna.

La Food and Drug Administration, ante la evidencia de los efectos adversos declarados entre los seis y ocho meses de administración en un espectro representativo de pacientes, suspendió preventivamente la venta del fantástico producto que eliminaba la hipercolesterolemia y hasta prometía un regeneramiento arterial.

El producto, autorizado mediante el fast track de la FDA ante la importante evidencia inicial, parecía haberse convertido en una droga dañosa. Era posible que la noticia acarreara una ola de juicios contra su fabricante, los Laboratorios Alcmaeon.

En la sede de Nueva York del Laboratorio, la crisis afectaba a las áreas comprometidas. Toda la energía de la empresa estaba dedicada a justificar el producto. Al parecer, la droga sólo actuaba en los pacientes que habían soportado tratamientos de quimioterapia previa por cáncer. En los pacientes sanos, aparentemente causaba daños importantes y permanentes en el aparato circulatorio y en el nervioso.

Era urgente determinar la naturaleza exacta de los daños, para contrarrestar el desprestigio y detener la oleada de juicios millonarios que voraces abogados ya estarían preparando.

Una nueva e importante investigación clínica había comenzado, y el área científica intentaría descubrir cuál era la benéfica mezcla de la quimioterapia tradicional con el ALS-1506/AR.

El matrimonio Narváez, lleno de amargura y desilusión después de la crisis, había abandonado la gran ciudad para refugiarse en un pequeño pueblo de Traslasierra, en la provincia de Córdoba. Huyendo de la perfidia y la injusticia, habían comenzado a vivir y a gozar del mundo sin tiempos ni presiones, recuperando la tranquilidad perdida.

Ernesto leyó la noticia en un diario atrasado y su primer impulso fue correr a contarle a su mujer. Ahora podía volver y reflotar la causa, archivada por un juez sensible a la opinión ajena, que se creía dueño de la virtud. Nadie lo pararía.

Se contuvo intuitivamente y, mientras pensaba, sentado sobre una piedra, miraba a su hija, que parecía esbozar una sonrisa mientras lo miraba con sus ojos azules. Rozó con sus labios la piel fantásticamente suave de su frente y percibió el perfume natural de una delicada transpiración.

Levantó la mirada, enfocándola al final de la calle de tierra despareja donde la antigua construcción ostentaba una bandera. Era el dispensario donde Julia Moret ejercía su profesión con carácter universal.

Ya no había departamentos de ginecología, ni de traumatología, ni de otorrinolaringología. No había aparatos sofisticados ni laboratorios de análisis. La única especialidad era lo que podía curar o lo que tenía que derivar al hospital más cercano. El hecho de que hubiera una médica universitaria que compitiera con el curandero era un avance sustancial para aquella pequeña población aislada, que recibía algo de turismo en el verano y se autoabastecía con el trabajo de su gente durante el resto del año.

Ernesto no pudo evitar retrotraerse al momento en que la situación había estallado para Julia y para él. Entonces, habían tomado la decisión de dejar todo para cumplir el sueño de refugiarse en un lugar aislado del mundo. El antiguo fiscal resolvió guardarse la noticia. Quizás algún día se arrepintiera. Por la noche lo asaltaban los fantasmas, acusándolo de haber huido de sus responsabilidades. Pero, ante la encrucijada, Ernesto Narváez había elegido renacer desde lo elemental.

Aquella hija que tenía en los brazos y su mujer, que curaba a la gente, era todo lo que le había quedado de sus años de universidad y de trabajo en la justicia. Todos sus proyectos y sus sueños se habían concentrado en ellas, en la simplicidad de aquella vida en las montañas.

Era hora de volver a andar.